Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





Libros Tauro 5 страница



—No sé có mo haces para aguantarlo —dice é l, y se sienta en la parte superior de uno de los sillones, donde suele apoyar los brazos.

—Te veo secretamente —contesta ella, con una sonrisa dulce—. Me escapo a ver al hernano entretenido.

Gonzalo no sonrí e, se atreve a mirarla con una seriedad que ella encuentra inquietante y le dice:

—No puedo dejar de pensar en ti.

Zoe se levanta, evita mirarlo, siente un estremecimiento interior, algo que no la sacudí a hací a tiempo, y camina hacia el cuadro que Gonzalo ha dejado a medias, sobre un caballete, cerca de la ventana por donde se filtran dé biles rayos de luz, pues la tarde languidece. Intentando soslayar la emoció n que la desborda, mira el cuadro con un aire fingido de serenidad y pregunta:

—¿ Qué está s tratando de pintar?

Ignacio se acerca a ella. Al sentir sus pasos detrá s, Zoe no se atreve a voltear y mirarlo. Puede sentir cada paso de Gonzalo como si fuera una caricia prohibida que baja por su espalda y la sacude í ntimamente. La proximidad de ese hombre al que desea y no deberí a desear le produce una mezcla de sentimientos, que van desde el placer a la culpa, sin excluir por supuesto el miedo.

—La rabia —dice Gonzalo, que se ha detenido a un paso detrá s de ella y mira el cuadro.

—¿ Rabia de qué? —pregunta Zoe, sin moverse.

—Rabia de que seas la mujer de mi hermano.

Entonces Zoe voltea, lo mira y puede ver en sus ojos exactamente lo que ocurrirá luego y ella espera, sobreponiendose al miedo. Con una violencia que ella ya no recordaba, Gonzalo se acerca, la toma de la cintura y la besa. Es un beso maldito, el beso que no debió ocurrir pero que ambos no han podido seguir postergando. Es una claudicació n, una venganza y una promesa. " Zoe se deja devorar, saborea sin apuro cada instante de ese beso prohibido, corresponde a la pasió n que é l revela, prolonga el beso, se enciende y, al hacerlo, nota que Gonzalo tambié n se ha excitado y no tiene intenciones de darle tregua, pues ahora la abraza con má s fuerza, besá ndola de un modo apasionado que le arranca suspiros.

—Para —dice ella de pronto—. No sigas, Gonzalo.

É l la mira a los ojos y la besa de nuevo, pero ella se separa suavemente.

—No puedo parar —dice é l—. Hace añ os he pensado en este momento.

—Yo tambié n —dice ella, acariciá ndolo con una mano en el rostro—. Pero está mal. No puedo seguir.

Luego camina hacia el silló n donde estuvo sentada y coge su cartera.

—No te vayas, Zoe.

—No puedo quedarme —dice ella, sorprendida de sí misma—. No puedo.

Quiere volver donde é l, abrazarlo, besarlo, dejarse amar como hace tanto tiempo ha soñ ado, pero algo en ella, el recobrado sentido del honor, evita que ceda al deseo, la infunde de una calma helada y le hace decir unas palabras que luego le sonará n extrañ as:

—No puedo hacerle esto a mi marido. No me arrepiento de nada, pero debo irme.

Zoe sale del taller, cierra la puerta y camina erguida, orgullosa de sí misma, hasta el auto. Es como si estuviera actuando en una pelí cula, ceñ ida al libreto, conservando el aplomo, sin perder el paso. Sin embargo, una vez al timó n de ese auto de lujo, se confunde y llora. No entiende por qué se marchó cuando en realidad querí a quedarse con é l. Pero ya es tarde para volver.

 

Ignacio y Zoe está n en la cama viendo las noticias. Zoe conoce el momento exacto en que é l apagará el televisor: poco despué s, a las once de la noche, cuando concluya el informativo. Cerca de su mano derecha, Ignacio tiene el control remoto lo má s lejos que puede de ella. Minutos antes, durante una interrupció n comercial, ha llamado a su madre a desearle buenas noches. Zoe cambia de canal, aprovechando la publicidad esporá dica que insertan en las noticias, aunque no puede hacerlo sin pedirle el mando a distancia a su esposo. Antes le irritaba que é l se aferrara en mantener bajo su dominio el pequeñ o aparato negro para cambiar los canales de televisió n, pero ahora se ha resignado a ser una espectadora pasiva. Cuando se aburre de las noticias, sale de la cama y camina a una habitació n contigua, donde enciende la computadora y se conecta a internet para leer sus correos electró nicos, contestar só lo algunos, reí rse con las bromas tontas que le enví an sus amigas y, sabiendo que su marido duerme, buscar a Patricio y escribirle mensajes subidos de tono o, si no está, coquetear con extrañ os, protegida por un seudó nimo, en algú n foro de conversació n amorosa. A diferencia de Ignacio, que llama a su madre casi todas las noches, Zoe habla muy rara vez con sus padres. No se lleva mal con ellos, pero viven en una ciudad lejana y, antes que hablarles por telelono, prefiere ir a visitarlos cada cierto tiempo. Sus padres está n retirados, disfrutan de una cierta comodidad econó mica y tienen una relació n distante pero afectuosa con ella. Creen que soy feliz, piensa Zoe. Yo les doy otra imagen. Prefiero que no sepan nada, que sigan creyendo eso. Cuando Zoe los visita, lo que ocurre generalmente cada medio añ o, va colmada de regalos, sola, porque Ignacio no puede dejar de trabajar, y finge ante ellos que todo marcha estupendamente y que su matrimonio fue la mejor decisió n de su vida. A Zoe le gusta que sus padres no se preocupen por ella y en cierto modo la admiren por ser una mujer feliz, por tener un estilo de vida lujoso al que ellos jamá s tuvieron acceso. Por eso prefiere mostrarles con elegancia el dinero del que dispone y esconderles la infelicidad que, en una noche cualquiera como é sta, en la cama con su esposo, la asalta de un modo callado.

—¿ Có mo estuvo tu dí a? —le pregunta a Ignacio.

—Muy bien, todo tranquilo —responde é l.

No le ha contado el pleito telefó nico con Gonzalo, el mensaje vengativo que le dejó. Tampoco se lo dirá. Prefiere no inquietarla, al final del dí a, con esos asuntos turbios. Ademá s, me harí a reproches, piensa. Tomarí a partido por Gonzalo. Me criticarí a. Es mejor que no sepa nada. Ignacio tiene la polí tica de só lo contarle a su esposa las cosas bonitas, las buenas noticias. Si ella no puede ayudarme a resolver un problema, mejor no se lo cuento, piensa. Le gusta arreglar los problemas a su manera, sin quejarse, sin que ella se entere. En general, es un hombre de pocas palabras, reservado. Cuando ve las noticias, mantiene una leve expresió n de perplejidad, como si le repugnase í ntimamente que la especie humana sea capaz de producir tantas miserias, estupideces y barbaridades. La gente inteligente no sale en el noticiero, piensa; la gente feliz, muy rara vez. En el noticiero salen los enfermos del alma, los que persiguen el espejismo de la notoriedad.

Ignacio se enorgullece, siendo el presidente del banco má s poderoso de la ciudad, teniendo acceso a las televisiones si lo quisiera, de no haber salido nunca en ese noticiero que ve todas las noches. Evita la exposició n pú blica como si se tratase de una plaga, de una abyecció n. Gonzalo, en cambio, suele aparecer en los perió dicos cuando organiza una exposició n de sus cuadros, fotografiado con personas allegadas al mundo de la cultura, entrevistado sobre la evolució n de su arte. Ignacio lee y analiza esos recortes con minuciosidad y termina pensando que su hermano es un espí ritu dé bil, que no se quiere a sí mismo lo suficiente y necesita el aplauso de los demá s. Por eso, Ignacio ve el noticiero todas las noches, no tanto para mantenerse informado sino para recordar que allí no debe aparecer, que cada dí a sin salir en las noticias es un triunfo personal.

—Tu qué hiciste? —pregunta a su esposa, sin demasiado interé s, casi como cumpliendo una rutina.

—Nada espectacular —dice ella—. Lo de siempre. Mi gimnasia en la mañ ana y mi clase de yoga en la tarde.

—¿ No tuviste clase de cocina hoy?

—No. Me toca mañ ana.

—¿ Y qué tal el yoga? ¿ Sirve de algo?

A Zoe le molesta el tono ligeramente condescendiente que é l ha usado.

—Claro que sirve —contesta, y piensa: ojalá tuvieras la humildad de venir un dí a al yoga conmigo, ojalá aprendieras a estar en contacto con tus sentimientos; eres un arrogante y me ves para abajo só lo porque hago yoga—. Me da mucha paz. Me hace muchí simo bien. Boto todo el estré s, la energí a mala, y salgo como purificada.

—Qué bueno, mi amor —dice Ignacio. Me alegro por ti. ¿ Quié n es el profesor?

—Un chico hindú increí blemente bueno. Uno de esos tipos má gicos. Parece como si flotara.

—¿ Es guapo?

—No sé, no me he fijado —parece irritarse Zoe.

—¿ Lo encuentras atractivo?

—No —dice ella—. Fí sicamente, no. Pero me atrae su aura.

Ignacio rí e de un modo burló n.

—¿ De qué te rí es? —pregunta ella.

—De que te atraiga su aura —dice é l, mirá ndola con cariñ o—. ¿ Qué es exactamente su aura?

—No sé dice ella, arrepentida de haber usado esa palabra—. Su energí a, su actitud, lo que irradia.

—Ajá —dice Ignacio. ¿ Y yo tengo aura?

—No —contesta su esposa, secamente—. Nunca la tuviste.

Ignacio no se molesta, se rí e, y eso irrita má s a Zoe.

—O sea, ¿ que no soy un tipo má gico? —insiste en fastidiaria.

—No. No lo eres —responde ella, seria.

—Una pena —dice é l, aunque es evidente que no está para nada afligido—. ¿ Y mi hermano tiene aura? —pregunta, sabiendo que arriesga má s de lo que deberí a a esa hora de la noche.

—Yo dirí a que sí —se arriesga Zoe todaví a rná s—. Gonzalo tiene aura. Tú, no.

Ignacio se rí e y finge que no le ha dolido, se rí e con la absoluta seguridad en sí mismo que le gusta mostrarle a su esposa y al mundo en general.

—Tendré que pedirle a Gonzalo que me regale un poquito de su aura —comenta, sarcá stico.

Luego se acerca a Zoe, le da un beso en los labios, como todas las noches, y dice:

—Hasta mañ ana, mi amor. Que duermas bien. Me encanta tu aura.

Huevó n, piensa ella. Siempre burlá ndote de mí. Y ese beso que me has dado no podí a ser má s desabrido, má s horrible. Deberí as aprender a besar como tu hermano. Gonzalo no solo tiene una aura que tú jamá s tendrá s. sino que ademá s besa riquí simo. Nunca en tu puta vida me has besado tan rico como me besó tu hermano esta tarde. Fui una idiota. Debí quedarme con é l, irme a su cama, dejar que hiciera conmigo lo que quisiera. Debí tirar delicioso con tu hermano en vez de salir corriendo asustada para proteger este matrimonio que es una farsa, una comedia paté tica. No sé qué sigo haciendo acá todas las noches, a tu lado, viendo tu estú pido noticiero que me tiene harta, esperando tu besito de buenas noches como si fuera tu hija, sabiendo que no te apetece para nada sacarte ese buzo apestoso que só lo mandas a lavar una vez por semana y amarme como un hombre de verdad. Verte en ese buzo que usas como pijama es el espectá culo menos sexy del mundo. Ser besada por ti como me has besado ahora es sentir que estoy muerta, que esta cama es mi tumba.

Esta cama es mi tumba, piensa, y se levanta, sabiendo que Ignacio ya está dormido. Camina a su escritorio, levanta el telé fono y marca el nú mero de Gonzalo. Nadie contesta. Escucha su voz en la grabadora. No deja un mensaje. Cuelga. Pero en su cabeza bailan inquietas las palabras que habrí a querido decirle furtivamente, susurrando apenas:

—Quiero que me beses otra vez. No aguanto má s los besos de Ignacio. Só lo quiero besarte a ti.

Luego enciende la computadora, busca a Patricio pero no lo encuentra y, escudada por un seudó nimo, entra a un foro romá ntico en internet para hablar con extrañ os. Elige un seudó nimo que seguramente molestarí a a su marido: Miss yoga. Sonrí e. En realidad, mi profesor de yoga no está nada mal, piensa. Recuerda las manos de su instructor tomá ndola de la cintura, ayudá ndola a flexionarse, y se eriza un poco. Me estoy volviendo loca, se lamenta. Necesito a un hombre. Pero tú duermes, Ignacio. Y es mejor así. No despiertes. Sigue durmiendo. Dé jame sentirme libre al menos unos minutos a esta hora de la noche.

 

—Qué sorpresa —dice doñ a Cristina, al oí r la voz de Zoe en el intercomunicador. Aprieta un botó n y abre la puerta de calle automá ticamente. Es una mujer sola y necesita tomar esas precauciones—. Pasa, por favor —añ ade.

Zoe ha decidido visitar a su suegra antes de ir a las clases de cocina. Se siente fuerte y de buen á nimo porque esa mañ ana se ha ejercitado en el gimnasio con má s intensidad de la habitual y, despué s de (hl( Ictrse, se ha sorprendido de ver cuá n lisa, endurecida y exenta de grasa luce su barriga. Nada deprime utas a Zoe que \ el se con una ligerí sima barriga. Nada la contenta má s que saberse en hirma. Tengo un mejor cuerpo del que tení a a los veinte: finos, Ira pensado, mirá ndose desnuda en el bario, sintié ndose hermosa a pesar de todo.

—Hola, Cristina —dice, y besa a su suegra en la mejilla, tras cerrar la puerta tras de sí.

Esta casa huele a muerto, piensa. Deben de estar cocinando uno de esos guisos incomibles que le encantan a la vieja. Ruego a Dios que no rne invite a quedarme a almorzar. Engordarí a como urca vaca. Mi suegra no sabe lo que es correr una fruta. Harí as bien en abrir las ventanas y ventilar un poco tu casa, Cristina. Ahora entiendo por qué a mi marido no le gusta lavar su pijama. Parece que ha salido a ti. Es como si les gustase oler sus olores. Jurarí a que no te has bañ ado hace dos dí as.

—Qué gusto verte —agrade Zoe, con una sonrisa—. Te ves estupenda.

Doñ a Cristina luce algo obesa pero feliz en unos pantalones holgados, chompó n de lana y zapatillas gastadas. Le gusta vestirse así, con ropa vieja y có moda, con zapatos deportivos. Eres tan ordinaria para vestirte, piensa Zoe, que hice un traje de sastre, unos zapatos muy finos y una cartera de marca. Está n de pie, en una sala decorada a la antigua. donde destacan los retratos en ó leo de su difunto esposo, de ella y de seis hijos.

—La cocinera está preparando el almuerzo —dice doñ a Cristina.

—Sí, huele a comida —no puede evitar Zoe el comentario.

—¿ No quieres quedarte a almorzar?

—No, mil gracias, estoy corriendo, tengo clases de cocina y allí comemos al final los platos que nos enseñ an.

—Qué suerte, hija. Cuando puedas, trá eme algú n platito si te sobra, que deben de estar deliciosos.

No puedes con tu genio, piensa Zoe. Tú siempre buscando las sobras, guardando los restos de comida, incluso si la comida no es tuya. Eres un espanto de tacañ a, Cristina. En alguna de tus vidas anteriores debes de haber pasado hambre.

—Seguro, cuando tragamos algú n plato especial, te lo voy a traer despué s de clases. Pero ahora te he traí do una sorpresita mejor.

—¿ Qué me has traí do? —le brillan los ojos a doñ a Cristina.

Es como una niñ a, piensa Zoe. Cree que se merece regalitos, sorpresitas, cosas bonitas.

—Plata —dice, con una sequedad deliberada, tratando de incomodarla.

—¿ Pero por qué plata? —se sorprende su suegra.

—Lo prometido es deuda. El otro dí a nos diste un cuadro muy lindo y te dije que te lo comprarí a. Me parece lo justo, Cristina. Es tu trabajo y me provoca pagá rtelo.

—No me atrevo a rechazar tu colaboració n, porque va sabes que irá directamente al fondo de la parroquia para los niñ os hué rfanos —dice doñ a Cristina, con un mohí n compungido—. ¿ No quieres subir a mi estudio y tomarte algo?

—No, gracias. Estoy corriendo.

—Es que tú no paras, hija. No sé de dó nde tienes tanta energí a.

—Debe de ser que me contagio de Ignacio —ironiza Zoe, pero doñ a Cristina no advierte el sarcasmo.

—Sí, pues Ignacio vive para el trabajo, es increí ble có mo trabaja ese muchacho.

A Zoe le irrita que su suegra siga llamando muchacho a Ignacio, cuando es ya un hombre de treinta y cinco añ os. Tambié n le disgusta sentir una vez má s que tiene una mal disimulada preferencia por su hijo mayor, a pesar de que Gonzalo es quien heredó de ella la pasió n por la pintura.

—Esto es para ti, con mucho cariñ o —dice Zoe, y le entrega un sobre blanco que ha sacado de su cartera.

—Muchas gracias —se emociona doñ a Cristina, llevá ndose una mano al pecho—. Es la primera vez que me pagan por un cuadro. Qué alegrí a me has dado, Zoe. Tú siempre tienes estos detalles tan lindos.

Es la primera y la ú ltima vez que alguien paga por esos cuadros tuyos tan horrendos, piensa Zoe, mientras sonrí e con una expresió n mansa y beatí fica, como la nuera ejemplar que ella quiere ver. Espé rate a que abras el sobre y veas el cheque. Tú seguro está s pensando que te he pagado un buen dinerillo. Pues te equivocas, tacañ uela. Menuda sorpresa te vas a llevar.

—Habrí a querido darte má s plata, Cristina. Lo que te he dado no es nada. Tu cuadro vale mucho má s.

—Gracias. Eres un encanto —dice su suegra, y la abraza, y Zoe piensa: este olor lo conozco, es el olor de Ignacio cuando suda en las noches con esa pijama que un dí a voy a tirar a la chimenea de lo inmunda que está.

—¿ No quieres abrir el sobrecito? —sugiere, con una voz muy dulce.

—Si tú quieres —se resigna doñ a Cristina—. Pero ya sabes que la plata no es para mí.

—Pero de repente me he quedado un poco corta —finge preocuparse Zoe.

 

Cuando la conoció, hace ya diez añ os, le decí a señ ora Cristina, pero una vez que se casó con Ignacio, prescindió de tantas formalidades y pasó a tratarla de tú. Sin embargo, todaví a recuerda cuando su suegra le dijo, sorprendida de que ella la tutease, que preferí a mantener el usted, el señ ora Cristina, a lo que Zoe, sin dejarse intimidar, le respondió con una gran sonrisa que en ese caso ella tambié n tendrí a que llamarla señ ora Zoe, porque no le parecí a justo que ella estuviese obligada a tratarla de usted y que doñ a Cristina sí pudiese en cambio tratarla de tú. Desde entonces, comenzaron a tratarse de tú y Zoe sintió que habí a ganado una batalla muy importante para hacerse respetar en esa familia, donde la palabra de doñ a Cristina era ley sagrada que nadie se atreví a a objetar.

—No creo —dice su suegra, abriendo el sobre con delicadeza—. Tú en cosas de plata nunca te quedas corta, hija.

Zoe no sabe si ese comentario es una ironí a, una crí tica velada o un elogio, y por eso prefiere mantenerse callada, a la expectativa, disfrutando de un modo morboso ese momento, pues no ignora que el cheque es por una cantidad que ella encontrarí a ridí cula y hasta insultante. Si me pagaran ese dinerillo por un cuadro, romperí a el cheque en el acto y echarí a de mi casa a esa persona. Si a Gonzalo le ofreciera esa plata por uno de sus cuadros, se reirí a en mi cara. Pero esta vieja es tan tacañ a que seguro le parecerá una fortuna.

—Qué barbaridad, có mo has podido pensar que un cuadro mí o costarí a tanto dinero —se asombra doñ a Cristina, al leer los nú meros que Zoe, con malicia, ha escrito en el cheque.

Bingo, acerté, piensa Zoe, y sonrí e encantada.

—Habrí a querido darte algo má s —dice—. Creo que me he quedado corta.

—¡ Qué ocurrencia! —se escandaliza doñ a Cristina—. Esto es mucho dinero para un cuadro. Los niñ os hué rfanos te van a agradecer que tengas tan buen corazó n.

La toma de las manos, con cariñ o, y le dirige una mirada bondadosa.

—Gracias, Zoe. Hemos tenido tanta suerte contigo. Es un regalo de Dios tenerte en la familia.

Yo tampoco me cambiarí a de familia, piensa ella, traviesa, mirando un retrato de Gonzalo que le encanta, donde é l aparece abrazado con Ignacio en los tiempos en que ambos eran estudiantes de la universidad. Está n en la nieve, con ropas de esquiar, tostados por el sol, y Gonzalo sonrí e con un punto de malicia y coqueterí a que ella encuentra delicioso y del que, por supuesto, cree incapaz a su esposo, que, como de costumbre, aparece muy serio en la foto, guardando la debida compostura.

—¿ Te puedo pedir un favor? —le dice a su suegra.

—El que quieras.

—¿ Me regalarí as esa foto? —y señ ala el retrato de los hermanos en la nieve, listos para esquiar.

—¿ No es preciosa? —se alegra doñ a Cristina—. Mis dos principitos. Tan buenos, tan lindos. Y se nota cuá nto se quieren —añ ade, acercá ndose a la mesa donde ha reunido muchos retratos de la familia, entre ellos el que ahora le pide Zoe—. No te la regalo, te la presto —dice, y le entrega la foto, enmarcada en plata, como todas las demá s.

Tú no regalas ni un calcetí n viejo y con huecos, piensa Zoe. No importa, me la llevo prestada.

—Quiero ponerla en mi escritorio un tiempo —miente—. Luego te la devuelvo.

—Qué date con ella el tiempo que quieras —se resigna doñ a Cristina—. Pero no me la vayas a perder, que me muero.

—No te preocupes, Cristina. Te dejo, que se me hace tarde.

—Hasta el domingo, si Dios quiere. Gracias por la visita y por el detalle tan fino del chequecito.

Ojalá se lo des a los niñ os hué rfanos y no lo escondas abajo de tu cama, piensa Zoe. Besa a su suegra en la mejilla, mete la foto en su cartera y sale presurosa de esa casa cuyos olores recios la incomodan tanto, aunque, siendo la dama que es, sabe ocultar bien esos disgustos y sonreí r como se espera de ella. Antes de entrar en su auto, dirige una mirada fugaz hacia la puerta de calle y le hace adió s a doñ a Cristina, que permanece de pie, sonriente. Yo sé cuá nto te jode que me lleve la foto, gorda, piensa, y le hace adió s. Pero vas a tener que aguantarte, porque me morí a de ganas de tener conmigo esta foto de Gonzalo. Sale regio. Está irresistible. Hace tiempo he querido tener esa foto conmigo. Lo siento por ti, Cristina. Pero si no puedo acostarme con tu hijo menor, que tanto me gusta, al menos pré stame esa foto suya para consolarme. Zoe enciende el motor, maneja un par de cuadras, se detiene al lado de un parque, saca la foto de su cartera, extrae cuidadosamente el retrato de ese marco que el tiempo ha opacado y se avergü enza de suspirar al tener en sus manos esa imagen que le recuerda la dulce agoní a en que se halla entrampada, desear al hermano guapo que no deberí a mirar con esos ojos y aburrirse con el hermano serio con quien se casó cuando era muy joven. Se sorprende todaví a má s cuando rompe la foto por la mitad, separando a los hermanos, y hace pedazos la cara de su marido, quedá ndose con el rostro invicto y seductor de Gonzalo en la nieve. Có mo no te conocí entonces, piensa. Ahora serí as mí o. Cierra los ojos, piensa en el beso que le dio Gonzalo, besa la foto de su cuñ ado. Luego la guarda en su cartera y sonrí e porque lo siente má s cerca, má s suyo.

 

Ignacio acaba de ganar mucho dinero en una rá pida transacció n bursá til. Está solo, en su oficina. Almorzará allí en un par de horas. No le gusta salir a almorzar a la calle. Piensa que es una pé rdida de tiempo. Prefiere que le enví en, de un restaurante cercano, un pollo con ensalada y un jugo de papaya con naranja, su almuerzo de todos los dí as. Come en una mesa circular de su oficina, hojeando papeles. No tarda má s de diez minutos en almorzar, cepillarse los dientes en su bañ o privado y volver a los asuntos del trabajo. En cambio, salir a almorzar con amigos o clientes supone perder un par de horas. Cuando tiene algú n almuerzo de negocios, prefiere organizarlo en el saló n de directorio del banco. Só lo si es inevitable, sale a la calle. Ahora está contento porque ha ganado dinero vendiendo unas acciones que compró muy bajas medio añ o atrá s. Pocas cosas le producen una sensació n de bienestar tan agradable como ganar dinero así, en una operació n limpia, sin agitarse, desde su escritorio, anticipá ndose a los altibajos de la Bolsa. Soy feliz cuando gano dinero, piensa. Soy feliz acá, en mi oficina, solo, multiplicando lo que me dejó papá. Soy un hombre con suerte. Deberí a dar gracias a Dios. Tengo má s dinero del que jamá s soñ é. Tengo toda la plata que necesito para vivir como me dé la gana hasta el ú ltimo dí a que Dios me conceda. Hací a tiempo que no me sentí a tan bien como ahora. Es curioso, pero a veces soy má s feliz acá, en el banco, que en casa con Zoe. Acá no me aburro nunca, y cuando gano dinero, soy extremadamente feliz. He salido a ti, papá. Ahora comprendo bien por qué casi no te veí amos en casa cuando é ramos chicos, por qué te apasionaba tu trabajo, las cosas del banco. Este dinero que he ganado hoy, yo lo sé, me lo has regalado tú desde allá. Fuiste el mejor padre del mundo. Iré a darte las gracias.

Calza los zapatos negros que se ha sacado al entrar en su oficina —pues prefiere caminar en calcetines cuando está a solas en su despacho alfombrado—, se pone un sobretodo, deja conectada a internet la computadora, se asegura de tener consigo el celular, informa a su secretaria de que irá a dar un paseo a pie y no desea que le pasen llamadas a menos que sean urgentes, y sube a su ascensor privado, que lo conduce directamente, a una velocidad que siente en la boca del estó mago, al primer piso del edificio. Tras saludar al portero y los vigilantes, sale a la calle y camina lentamente, disfrutando del perfil bajo que se ha esmerado en cultivar con suma prudencia.

Nadie me reconoce, piensa. Soy un peató n má s. Puedo caminar por la calle sin sufrir las molestias inevitables de la fama. Odiarí a ser un hombre famoso. Me privarí a del placer de caminar un dí a cualquiera por la calle, como ahora. Esto no tiene precio. El verdadero é xito consiste en hacer lo que te guste, ganar todo el dinero que necesites para sentirte libre y poder salir a caminar por la calle sin que nadie te moleste. Podrí a decir que soy un hombre de é xito. Te lo debo a ti, papá. Ignacio camina sin apuro, las manos en los bolsillos, hasta que, unas cuadras má s allá, llega a la iglesia. Le gusta visitarla cuando ha ganado dinero. Sube unos peldañ os, se persigna al entrar, advierte con agrado que el templo se halla desierto de gente y se sienta en una banca de atrá s, alejado del altar. Impecable en un traje negro y corbata guinda, cierra los ojos y le habla a su padre. Vengo a decirte que estoy contento porque una vez má s acertamos juntos en la Bolsa, papá. Tú me enseñ aste a jugar. Gracias a ti, me va tan bien en el banco y en mis negocios. Espero que esté s tan contento como yo. No sabes el orgullo que siento de ser tu hijo, la felicidad que me da saber que estoy cumpliendo con decoro el encargo que me dejaste. Só lo te pido que me perdones por la pelea que tuve el otro dí a con Gonzalo. No sé qué hacer con é l. Quiero que volvamos a ser amigos. Tú no mereces otra cosa. Te pido perdó n por haberle dejado ese mensaje mezquino, insultante. Me da vergü enza recordar lo que le dije. Jamá s mearí a un cuadro suyo. Serí a mear encima de la familia que tú dejaste, mear en tu memoria. Sabes que eres mi hé roe, lo sigues siendo. Yo hago dinero no para gastarlo sino para estar a la altura de tu memoria. Cada buen negocio que hago, como el que cerré hoy en la Bolsa, es un homenaje a ti. Pero en mi vida personal las cosas no van tan bien como en el banco. Necesito que me ayudes. Quiero arreglar las cosas con Gonzalo. Quizá s sea imposible volver a ser lo buenos amigos que fuimos cuando é ramos má s jó venes, pero tiene que ser posible que nos llevemos razonablemente bien. El problema, tú sabes, es Zoe. Tampoco sé qué hacer con ella. Ayú dame, viejo. Ayú dame a ser menos egoí sta, má s generoso. Ayú dame a no ser vengativo, a darles todo mi cariñ o aunque a veces me provoque mandarlos a la mierda a los dos. Tú siempre me dijiste que la gente grande sabe volar alto y no pierde el tiempo odiando a nadie. Yo no quiero odiar a Gonzalo. Quiero que mi hermano sea mi amigo, como en los viejos tiempos, y que mi mujer esté feliz conmigo. Ayú dame, papá. Dame una mano en eso, que la necesito.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.