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Libros Tauro 4 страница



 

Al lado de su esposo, Zoe permanece sentada, prefiere no arrodillarse. Me duelen las rodillas, piensa. No es justo que me obliguen a arrodillarme en esta madera tan dura. Ni siquiera le han puesto una tela acolchada, algo que haga má s suave estar de rodillas tanto rato. Yo no tengo por qué arrodillarme cuando los demá s lo hacen. Tampoco veo por qué tengo que estar pidiendo perdó n cada diez minutos. Yo quiero ser feliz, gozar de la vida y no me provoca pedir perdó n por eso. Que Ignacio se arrodille y pida perdó n por ser tan tonto, por aburrirme y hacerme infeliz. Yo no me arrodillo. Zoe cruza las piernas, observa sus manos bien cuidadas, siente un cosquilleo cuando recuerda el beso que le dio en la mejilla de barba crecida a su cuñ ado la noche anterior.

Tú reza por mí, le dice mentalmente a Ignacio, al verlo tan ensimismado, hincado de rodillas, con los ojos cerrados. Yo voy a rezar por tu hermano, piensa, sonriendo para adentro. Dios, si me has negado los hijos, no me niegues tambié n el amor, dice para sí misma. con menos arrogancia que tristeza. Si no puedo ser mamá, dé jame ser una mujer feliz, dame el amor que necesito. Y si mi marido no puede dá rmelo, dé jame encontrarlo en otro hombre. Lo haré en secreto. Nadie se enterará. Ignacio no sufrirá. No abandonaré a mi marido. Pero no es justo que me tengas así. No me quites tambié n la ilusió n del amor. Ayú dame a ser valiente para decirle a Gonzalo que no puedo dejar de pensar en é l.

Zoe se sorprende de que Ignacio se ponga de pie, le dirija una mirada sosa de ternura —no me mires colmo si fueras mi papá, quiero que me mires como un hombre que me desea incluso en la misa, piensa ella, algo molesta— y camina, siguiendo lentamente una fila, por el pasillo central, a recibir la comunió n de manos del sacerdote.

Zoe no va a comulgar. No lo ha hecho en mucho tiempo. No quiere confesarse, declarar sus culpas ante un hombre agazapado detrá s de una rejilla, revestido de una autoridad que ella no reconoce. Zoe permanece sentada, levanta la barbilla en señ al de amor a sí misma, ninguna culpa la abruma. No me miren con mala cara porque mi esposo comulga y yo no piensa, cuando una pareja de ancianos, que se ha levantado para ir a recibir la comunió n, la mira como rezongá ndola. Yo no voy a comulgar porque necesito estar un ratito separada de mi esposo, se defiende ella pensando. Si no me atrevo a dejarlo, por lo menos dé jenme separarme de é l los dos minutos que demora en ir a sentirse el hombre má s bueno del mundo. Yo no soy tan buena y no quiero serlo. Yo soy una pecadora y así la paso mejor. Yo quiero vivir el cielo acá y no despué s, el cielo eterno será para ustedes, pero yo quiero ser feliz ahora, no despué s. Zoe se siente una pecadora porque desea al hermano de su esposo, pero no se arrepiente por ello. No quiero ser una santa, se dice. Quiero ser feliz, las santas nunca han sido felices.

Mientras Ignacio camina de regreso con la hostia en la boca, Zoe piensa que ella no quiere tener en su boca una hostia, sino la lengua de Gonzalo despertá ndola del letargo en que se halla sumida.

 

Como todos los domingos despué s de misa, Ignacio, su madre y Zoe, sentados a una mesa redonda, saborean sin prisa la comida estupenda que les ha sido enviada por un restaurante cercano. Doñ a Cristina es una mujer rolliza, querendona, de sonrisa fá cil. No hace mucho ha cumplido sesenta y dos añ os y atribuye su buena salud al há bito de pintar en las tardes, a los juegos de cartas con sus amigas —dos veces por semana, sin falta, apostando pequeñ í simas sumas de dinero— y al vaso de whisky que bebe todas las noches, antes de cenar. Durante la semana, recibe la visita diaria de una mujer que se ocupa de limpiar la casa, cocinar y hacer toda clase de faenas domé sticas, pero los domingos se queda sola, sin la ayuda de su empleada, y por eso ordena la comida a un restaurante italiano con servicio a domicilio. Vive en una casa de dos pisos, con todas las comodidades, en un barrio antiguo, sin grandes aspiraciones, no muy lejos del taller de Gonzalo. Podrí a vivir en una zona má s acomodada, pero aborrece las mudanzas y quiere morir en esa casa donde ha vivido los ú ltimos añ os y cree haber pintado sus mejores cuadros. Como su hijo Ignacio, tambié n asiste a misa los domingos, aunque ella va má s temprano, al servicio de las ocho de la mañ ana en una iglesia a la que acude caminando. Despué s se ocupa de regar el jardí n, ve la televisió n, habla por telé fono con sus amigas, apenas hojea sin mucho interé s la prensa del dí a —pues sostiene que la lectura de los perió dicos suele deprimirla— y espera con ilusió n la llegada de Zoe e Ignacio, a sabiendas, resignada, de que Gonzalo só lo aparecerá cuando le apetezca, lo que ocurre muy rara vez.

Ya en los postres, Ignacio, que despué s lavará toda la vajilla y la dejará seca y ordenada —una actividad de la que disfruta intensamente, casi má s que conversar con su madre y su esposa—, decide tomar la iniciativa y ejecuta el plan que ha concebido en algú n momento de sus cavilaciones en la iglesia:

—Mamá, quiero regalarle un cuadro tuyo a Zoe —dice, sin ignorar que hará feliz a su madre y sorprenderá a su esposa.

No se equivoca: doñ a Cristina sonrí e halagada y Zoe, tras fruncir levemente el ceñ o, sorprendida, mira a su marido y encuentra una sonrisa beatí fica, mansa, que conoce de sobra y le recuerda todo aquello que comienza a aborrecer en secreto.

—Pero encantada, con el mayor gusto —se alegra doñ a Cristina—. ¿ Y a qué debo este honor? —pregunta en seguida.

—A que nos gustan mucho tus cuadros —se apresura en responder Ignacio.

—Por supuesto —acompañ a sin demasiado entusiasmo Zoe.

Luego piensa: colgaré tu cuadro en el cuarto de las escobas, vieja tacañ a.

A Zoe le irrita que su esposo pague siempre la cuenta de esos almuerzos dominicales, pero aú n má s que su suegra se empeñ e en guardar las sobras, los restos má s insignificantes de comida, con la determinació n de comé rselos al dí a siguiente. Zoe prefiere no abrir la refrigeradora en casa de doñ a Cristina, pues suele ponerse furiosa al ver tantos envases de plá stico que guardan restos de comidas, costumbre que le parece desagrable y ruin. Si Ignacio se pone así de tacañ o, lo mato, piensa.

—Vamos a mi estudio a ver qué cuadro escogen —se pone de pie doñ a Cristina.

Suben por alta escalera de madera que Zoe encuentra algo polvorienta. Al ver las viejas fotografí as en blanco y negro colgadas en la pared, retratos de Ignacio y Gonzalo cuando eran niñ os, odia estar allí, detrá s de su suegra y su esposo, fingiendo que le hace ilusió n llevarse un cuadro a casa. Eatoy cansada de actual en esta pelí cula tan mala, piensa. He elegido la pelí cula equivocada y me quiero salir. Pero no puedo. No se có mo.

—Elijan uno, el que quieran —dice doñ a Cristina, nada má s entrar a su estudio, una habitació n muy amplia con vista al jardí n, donde ha reunido los veinte o treinta cuadros que ha pintado desde que murió su esposo, algunos colgando en la pared, otros tirados en el piso.

Son cuadros muv parecidos entre sí, paisajes coloridos de la campiñ a, escenas bucó licas del campo, imá genes que carecen de figuras humanas y evocan la paz de estar a solas con la naturaleza.

—No me canso de admirar tus cuadros, mamá —dice Ignacio—. Deberí as hacerme caso y presentarlos en una exposició n.

—Yo no pinto para lucirme —discrepa ella, con una sonrisa—. No me interesa que otros vean rnis cuadros. Yo pinto para no extrañ ar tanto a tu papá.

Zoe no mira los cuadros, observa con disgusto la gordura de doñ a Cristina. Cada dí a está s má s gorda, piensa. En vez de pintar tanto, deberí as hacer gimnasia. Uno de estos dí as vas a rodar por la escalera como una llanta de camió n, suegrita.

—Tú elige el cuadro, mamá —le pide Ignacio.

—Claro, tú regá lanos el que quieras, Cristina —dice Zoe.

—Qué difí cil, todos son como mis hijos —se lamenta doñ a Cristina, mirá ndolos con cariñ o.

No te preocupes, que a mí me da igual, todos son bastante mediocres, piensa Zoe. Es un milagro que Gonzalo tenga genio como pintor, siendo tu hijo.

—Este me encanta —dice doñ a Cristina mostrá ndoles un cuadro donde predominan los azules y los verdes, un riachuelo que serpentea entre campos floreados—. Me recuerda a un paseo al rí o que hicimos cuando eran chicos. Me trae recuerdos felices. Fui muy feliz pintá ndolo.

—Es precioso —celebra Ignacio.

—Fantá stico —miente Zoe—. Me encanta.

Me encantarí a remojarlo en el agua bien cargada de cloro de nuestra piscina, se divierte pensando. Ganarí a en cará cter. Perderí a ese aire tan soso que tienen todos tus cuadros, Cristina.

—Muy bien, aquí lo tienen, es suyo —dice doñ a Cristina, entregá ndole el cuadro a su hijo.

—¿ Cuá nto cuesta? —pregunta Zoe, con deliberado propó sito de inquietar a su suegra.

Doñ a Cristina no advierte la malicia que encierra esa pregunta y se rí e.

—No tengo idea, pero no creo que mucho —responde con cariñ o—. Nunca he vendido un cuadro.

—Pero si quisieras venderlos, te aseguro que se venderí an muy bien y pagarí an precios altos por ellos, mamá —opina Ignacio.

Sí, claro, piensa Zoe. ¿ Eres tonto o te haces?

—Deberí amos pagarle por el cuadro, Ignacio —sugiere, sabiendo que su marido se opondrá.

Doñ a Cristina se rí e de buena gana. Lo toma como un cumplido, no como la provocació n que pretende ser.

—De ninguna manera —zanja el asunto Ignacio, dirigié ndole a su esposa una mirada de reproche.

—¿ No te parece que serí a má s justo si te lo compramos, Cristina? —insiste Zoe.

Ignacio se enfurece pero calla.

—Bueno, si tú te sientes má s có moda dá ndome algo de plata, yo no la voy a rechazar —dice doñ a Cristina—. La tomaré como una donació n y la entregaré en la parroquia para los niñ os hué rfanos.

—Mucho mejor así —aprueba la idea Zoe—. É ste es un cuadro muy valioso y no me parece justo que nos lo regales. ¿ Por qué no le pones un precio?

—Zoe, no insistas, no veo qué tiene de malo que mi madre nos regale un cuadro —dice Ignacio, y la mira con ternura, como pidié ndole que renuncie a ese capricho que encuentra absurdo.

—Muy bien, nos lo llevarnos de regalo —dice ella, contenta de haber creado esa pequeñ a tensió n, rompiendo la perfecta armoní a familiar que le parece falsa y odiosa.

—Pero si quieres mandarme un dinerillo, lo que tú quieras, yo lo donaré a la parroquia —le dice doñ a Cristina.

—De acuerdo, yo te haré llegar una sorpresa —sonrí e Zoe.

Eres tan increí blemente tacañ a, piensa. Eres capaz de guardar la plata en un envase de plá stico en la refrigeradora.

Zoe contempla el cuadro una vez má s.

—Es tan lindo —dice—. Pintas precioso, Cristina.

Has pintado mi matrimonio, piensa. Es tan perfectamente soso y aburrido. Lo colgaré en mi casa para recordar que debo huir de ese lugar al que Ignacio y tú me han llevado.

 

Sentado frente a un escritorio moderno donde destacan los retratos enmarcados en plata de su mujer y sus padres, Ignacio se distrae un momento de las mú ltiples ocupaciones que atiende en esa oficina reservada al dueñ o del banco má s importante de la ciudad y mira con una expresió n sombrí a, desde ese piso tan elevado, las pequeñ í simas siluetas humanas que se adivinan en las oficinas de los edificios vecinos y, al hacerlo, recuerda la fragilidad y la pequeñ ez de su existencia. No te engañ es, piensa. Será s un hombre rico, pero si no tienes paz en tu corazó n, eres un infeliz má s. Debes llamarlo y reconciliarte con é l.

El asunto que lo inquieta es su relació n con Gonzalo, una relació n cargada de desconfianza, animosidad y recelos. No siempre fue así. Cuando eran niñ os, se querí an mucho y jugaban durante horas sin pelearse. A pesar de que Ignacio es cinco añ os mayor, se mantuvieron muy apegados en los añ os turbulentos de la adolescencia y vivieron juntos algunas aventuras que ambos recuerdan con cariñ o. Todo se jodió cuando me enamoré de Zoe, piensa Ignacio. Mi hermano no me perdona que haya tenido tanta suerte con ella. En el fondo, siente que no merezco estar con Zoe. Cree que ella no es feliz conmigo. Lo sé. Me culpa del aburrimiento que ella se permite como un lujo de millonaria. Todo se jodió con Gonzalo cuando me casé con Zoe y é l se fue enamorando de ella. No soy tonto. Quizá s sea un poco paranoico, pero sé perfectamente que Gonzalo tiene una debilidad por mi mujer, que ella le gusta má s de lo que é l puede disimular. Nunca fuiste bueno para mentir, Gonzalo. Se te nota demasiado. No sabes disimular que Zoe te gusta. Cuá ntas veces te he pillado mirá ndola con una intensidad sospechosa, sonrié ndole como si quisieras seducirla pero no te atrevieras del todo. Cabró n, sé que te gusta mi mujer y que me odias por eso, porque tú no le as encontrado ni encontrará s a una mujer como ella. Pero yo no tengo la culpa de eso. Es muy injusto que me odies só lo porque he tenido mejor suerte que tú en el amor. Tú has tenido todas las mujeres que has querido pero no has podido enamorarte porque yo creo que está s enamorado de Zoe y comparas a todas tus amantes con ella y por supuesto salen mal paradas porque Zoe es ú nica, insuperable. Pero no quiero seguir viviendo con esta pena en el corazó n. Me jode sentir que ahora no nos queremos, cuando hemos sido tan buenos amigos toda la vida. No me llancas nunca. Me evitas. Me desprecias. Ni siquiera me invitaste a tu ú ltima exposició n. Me enteré de ella leyendo el perió dico. Es una vergü enza que nos llevemos así de mal. Papi se morirí a de pena. Siempre trató de que, má s que hermanos, fué semos amigos. Tengo que hacer algo para arreglar las cosas. No puedo seguir peleado con Gonzalo. Si le gusta Zoe, que lo admita, que me lo confiese y que entienda que esa batalla la tiene perdida y má s le vale aceptarlo como un hombre. Yo no me molestarí a si me dijera que Zoe le gusta, que le gustó desde que la conoció. Lo entenderí a. Es una mujer demasiado fantá stica como para pasar inadvertida a los ojos de un mujeriego profesional como Gonzalo. Có mo no entenderí a yo eso. Pero es mi mujer, yo soy su hermano y tenemos que aprender a llevar la fiesta en paz. No puedo estar tranquilo sintiendo que somos enemigos, Gonzalo.

 

Ignacio marca el nú mero telefó nico de su hermano. Lo sabe de memoria. A pesar de que no lo ha llamado en los ú ltimos meses, lo recuerda sin dificultad. No ha querido pedirle a su secretaria que haga la llamada porque sabe que eso molestarí a a Gonzalo. Despué s de apenas dos timbres, escucha la voz de su hermano en el contestador: «Hola, soy Gonzalo. Ya sabes lo que tienes que hacer. »

Luego suena el pito de rigor, que anuncia el comienzo de la grabació n. Ignacio no se apresura en hablar, carraspea y dice:

—Si está s porahí, por favor, levanta el telé fono. Soy Ignacio. Quiero hablar contigo.

No hay respuesta.

—Gonzalo, ¿ está s ahí? —insiste.

Sabe que su hermano está allí, en el taller, pintando, tratando de pintar, desparramado en un silló n, hablando solo, bebiendo, mirando por la ventana, agonizando un poco para renacer en sus cuadros, haciendo todas esas cosas o ninguna, pero Ignacio sabe que su hermano está allí, sabe que Gonzalo cumple un horario estricto en el que, aunque no pinte, trata de pintar, y por eso le advierte:

—Si no contestas, voy a tener que ir a buscarte.

Ignacio no se equivoca porque Gonzalo está de pie, al lado del telé fono, escuchando cada palabra, midiendo los silencios, dudando si levantar o no el maldito aparato que ha interrumpido un momento de pintar inspirado. Tengo que desconectar el telé fono cuando pinto, piensa Gonzalo. No basta con no contestar y oí r los mensajes. No quiero que unas voces se metan a mi casa sin pedir permiso, no quiero escuchar voces indeseables cuando estoy pintando, no quiero hablar contigo, cabró n.

—Contesta, Gonzalo. Tenemos que hablar —escucha la voz serena pero firme de su hermano mayor.

Aunque habrí a preferido mantenerse imperturbable, Gonzalo se irrita, pierde la calma y coge el telé fono con brusquedad:

—¿ No sabes que me jode que me interrumpan cuando estoy pintando?

Al sentir la voz á spera de su hermano, Ignacio suaviza el tono y se repliega cautelosamente:

—Lo lamento. Si prefieres, te llamo má s tarde.

—No, dime —se apresura Gonzalo, como si quisiera cortar pronto—. ¿ En qué te puedo ayudar? —añ ade, con cierta ironí a.

Gonzalo piensa que no hay nada en lo que pueda ayudar a su hermano. Ignacio no necesita ayuda, piensa. Tampoco se deja ayudar. Su vida es triste pero nunca lo admitirí a y menos pedirí a ayuda porque es condenadamente orgulloso. No hay nada en lo que te pueda ayudar, Ignacio, lo sé de sobra. Y tampoco quiero que me ayudes. Porque la ú nica ayuda que podrí as darme es dejar de joderme y a lo mejor prestarme una noche a tu mujer para que compare quié n es má s hombre, quié n la hace má s feliz.

—Quiero hablar contigo —dice Ignacio, con una voz tranquila.

—Ya estamos hablando —casi lo interrumpe Gonzalo.

—Personalmente. Me gustarí a verte. Hace tiempo que no nos vemos. Meses. La ú ltima vez que te vi fue hace como tres meses, un domingo en casa de mamá. Siento que algo está mal entre los dos, Gonzalo. Tenemos que hablar.

—Algo está mal contigo, dirá s —dice Gonzalo, en tono ligeramente burló n.

—¿ Por qué dices eso? —pierde un poco la calma Ignacio.

—Porque le vendo un cuadro a tu mujer y lo tiras a la piscina, huevó n —se enfurece Gonzalo—. Porque desprecias mi trabajo y malogras un cuadro que tení a mucho valor para mí.

No me llames huevó n, piensa Ignacio. No comiences con tus modales de camionero. Está s hablando con tu hermano mayor. Aprende a respetarme. No te creas tan listo. Si tú estuvieras sentado acá, con la responsabilidad de dirigir el banco sobre tus hombros, te echarí as a llorar como una niñ a, saltarí as por la ventana. Así que no me llames huevó n, insolente.

—Lo siento —se contiene Ignacio—. Tuve una pelea con Zoe y perdí el control. Te pido disculpas. No quise ofenderte. No fue nada personal. Pude haber tirado otra cosa a la piscina.

—No te creo —dice Gonzalo.

Podrí as tratar de ser má s simpá tico, imbé cil, piensa Ignacio.

—¿ Cuá ndo nos vemos? —insiste, de la manera má s cordial que puede—. Tenemos que hablar. Papá no merece que nos llevemos así de mal.

No metas a papá en esto, piensa Gonzalo. No me hables con ese tono de superioridad moral que me calienta la sangre. Tú no eres mi papá. No me hables como si fueras papá.

—No sé —dice Gonzalo—. Yo te llamo. Estos dí as ando muy ocupado pintando.

—¿ Me vas a llamar o me está s tonteando? —pregunta Ignacio.

—Yo te llamo uno de estos dí as —dice Gonzalo.

El pró ximo siglo te voy a llamar, piensa. No voy a perdonar la canallada que me has hecho, mariconazo.

—¿ Por qué mejor no quedamos en cenar mañ ana o pasado? —insiste Ignacio, sabiendo que Gonzalo no llamará.

Gonzalo calla un momento, medita su respuesta.

—No tengo ganas de verte por ahora —dice con franqueza y piensa que é l es capaz de decir la verdad, a diferencia de su hermano, a quien considera un mentiroso profesional, un experto en decir medias verdades, en disimular y fingir—. Si cambio de opinió n, te llamo.

—Como quieras —dice Ignacio, tratando de disimular que las palabras de su hermano le han dolido—. Espero tu llamada, entonces.

—Espé rala sentado —dice Gonzalo, y cuelga.

Jó dete, cabronazo, grita y sus palabras resuenan con estruendo en ese ambiente espacioso, de techos altos.

Eres un perdedor, piensa Ignacio, en la soledad de su oficina. Muy a su pesar, marca nuevamente el telé fono de su hermano, oye el saludo de rigor “ya sabes lo que tienes que hacer”; hay que ser muy cretino para grabar ese saludo, piensa— y, despué s de oí r la señ al, dice algo de lo que se arrepentirá diez minutos má s tarde:

—No me llames. No hay nada de que hablar. Eres un pobre infeliz. Me alegro de haber jodido tu cuadro. Mi casa se veí a espantosa con ese cuadro en la pared. Y una cosa má s: deja tranquila a Zoe. Si le vendes otro cuadro, voy a mear encima de é l.

Ignacio corta. En medio de la euforia que le produce abandonarse al descontrol y la agresividad, se siente bien de haberle dicho a Gonzalo sus verdades. Si se permite faltarme al respeto, que se joda, piensa. Yo traté de hacer las paces, pero é l pateó el tablero.

Gonzalo levanta el telé fono y llama al celular de Zoe.

—¿ Qué haces? —le pregunta.

—Qué milagro que me llames —dice Zoe.

—Me gustarí a verte —dice.

—¿ Cuá ndo? —pregunta ella, sorprendida. Gonzalo nunca ha Llamado a decirme eso, piensa.

—Al final de la tarde, cuando termine de pintar.

—Será un placer —dice Zoe—. Allí estaré.

Ya te jodiste, cabron piensa Gonzalo, con una sonrisa.

Hace tiempo que no me alegraba tanto una llamada, piensa Zoe, arreglá ndose el pelo, sonriendo.

 

Zoe siente miedo cuando toca la puerta. Sabe que está a punto de ingresar en un territorio peligroso, donde puede perder el control y quedar a merced de sus deseos y emociones, que a menudo la traicionan. No ignora que su marido, si se enterase de que ella está allí, se enfurecerí a. No se va a enterar, piensa. No podí a dejar de venir. Si Gonzalo me ha llamado, por algo será. Yo vendré siempre que é l quiera verme, incluso si eso pone en riesgo mi matrimonio. Los momentos má s intensos de mi vida son ahora los que paso al lado de Gonzalo. Su sola presencia me llena de felicidad. Verlo, estar con é l, me devuelve a la vida. No estoy dispuesta a perderme esta alegrí a por miedo a Ignacio, por miedo a enamorarme de su hermano.

Está especialmente guapa, vestida en ropas apretadas, maquillada con elegancia, como si la ilusió n de visitar a Gonzalo despertase en ella el instinto femenino de arreglarse, sentirse bella, querer encender el deseo del hombre que sin mucho esfuerzo la perturba. Está guapa, se siente guapa y lo disfruta con una sonrisa altiva. Con Ignacio ya nunca me siento así, ha pensando en el auto, mientras conducí a. Cuando me besa, cuando hacemos el amor, me siento vieja y fea. Ya no me interesa arreglarme para é l. No puedo sentirme sexy cuando estoy con é l.

Gonzalo abre la puerta. Sonrí e. Como de costumbre, luce un aspecto desarreglado, con vaqueros viejos. camiseta blanca y, sobre ella, una camisa desabotonada, las mangas recogidas hasta los codos.

—Hola —dice, y no besa a Zoe en la mejilla, como ella esperaba—. Pasa. Qué bueno que pudiste venir.

—Hola —dice Zoe, y, al pasar al lado de é l, no puede contenerse y le da un beso fugaz en la mejilla sin afeitar, como tentá ndolo, como recordá ndole que ella no puede evitar el deseo de aproximarse a é l.

—Qué bueno que viniste —dice Gonzalo. caminando hacia unos sillones de cuero marrones, muv viejos, con rayaduras—. Necesitaba verte. Sié ntate.

—Gracias —dice Zoe, con una sonrisa, y siente los nervios y la ansiedad que la asaltaban cuando era una adolescente y salí a con un chico guapo al que deseaba en secreto, pues su orgullo no le permití a confesar esas cosas a nadie y menos revelarlas en pú blico; no ha cambiado demasiado, porque ahora, aunque encuentra fascinante al hermano de su esposo, hace lo posible por comportarse con la correcció n y la elegancia que se esperan de ella, sin ceder a la turbulencia de los sentimientos—. Tú sabes que me encanta venir a verte —añ ade, cuando en realidad habrí a querido decir: yo tambié n necesitaba verte.

Gonzalo permanece de pie, sirve dos vasos de vino y le entrega uno a Zoe sin haberle preguntado qué deseaba tomar, pues sabe bien que ella no cambia un buen vino tinto. Gonzalo só lo bebe al final de la tarde, cuando ha terminado de pintar. Si no ha podido pintar, no bebe, se castiga privá ndose de unos tragos, se condena a tomar agua o limonadas por no haber sido capaz de cumplir con decoro el oficio para el que siente haber nacido. Nunca bebe mientras pinta, só lo despué s de pintar, porque siente que el alcohol lo sensibiliza, lo debilita, lo hace má s vulnerable, y é l necesita sentirse fuerte, en control, cuando está pintando. Bebe en vasos y no en copas porque todas las copas que tení a se le han roto y no le apetece comprar otras. Encuentra que beber en copas es un refinamiento excesivo; tomar vino en un vaso cualquiera le resulta mas sencillo; va mejor con su estilo de vida, que prefiere siempre la comodidad a la elegancia.

Salud —dice, de pie frente a su cuñ ada, y ambos levantan los vasos—. Por el placer de verte.

—Salud —dice Zoe, y demora la mirada en los ojos maliciosos, inquietos de Gonzalo; y esos segundos en que ambos se miran má s tiempo del debido son como un desafí o, como si tratasen de medir quié n es má s dé bil, quié n se asusta primero y desví a la mirada; pero ella la mantiene, sabiendo que juega con fuego, y é l acaba por ceder y mira hacia la tarde luminosa que se despide con pereza mas allá de la ventana.

Gonzalo está de espaldas a ella, mirando hacia la calle apacible. Zoe quisiera tenerlo a su lado. Piensa que é l prefiere quedarse parado, lejos de ella, porque tiene miedo a la proximidad fí sica, a la violencia del deseo. No me mira porque sabe que en sus ojos lo veo todo, piensa. Me da la espalda y se aleja porque está peleando con sus sentimientos. Te entiendo, Gonzalo. Me pasa lo mismo que a ti. Pero no quiero seguir luchando contra mí misma, contra mis instintos. Por eso estoy aquí. Para ver hasta dó nde nos atrevemos a llegar, cuá nto de verdad hay en este juego peligroso que venimos jugando hace tiempo.

—¿ Por qué necesitabas verme? —pregunta Zoe, arriesgá ndose.

Gonzalo voltea, la mira con seriedad.

—Tú sabes por qué —dice.

Zoe baja la mirada y siente en ella el pudor, la vergü enza y, creciendo, el deseo. Pero no se atreve a ir má s allá. Espera.

—Llamó Ignacio —cuenta Gonzalo, y bebe un buen trago de vino, y al hacerlo Zoe percibe que le tiembla un poco la mano—. Dijo que querí a verme. Lo mandé a la mierda.

Se molestó, volvió a llamar y me mandó a la mierda é l tambié n.

—¿ Qué te dijo? —pregunta Zoe.

—Que si te vuelvo a vender un cuadro, va a mear encima de é l.

Zoe ahoga un gesto de contrariedad.

—Ignacio no tiene arreglo —dice—. Es un tonto.

—No es un tonto —la corrige é l—. Es un infeliz. Y le molesta que otros sean felices. Ese es el problema.

—Tienes razó n —dice ella, las piernas cruzadas, el vaso en una mano, la cabeza reclinada hacia atrá s, apoyada en el silló n, en una actitud relajada, como si quisiera echarse—. Pero no hablemos de Ignacio. No vale la pena que nos molestemos por é l. No va a cambiar. Tendrí a que nacer de nuevo.



  

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