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Libros Tauro 3 страницаIgnacio maneja un poco má s rá pido de regreso a casa, pero siempre dentro del lí mite de velocidad que establece la ley. Desprecia en silencio a quienes corren a toda prisa por la autopista, violando las reglas de trá nsito. Bá rbaros, piensa. Pá senme, corran, pero no llegará n muy lejos. Los que rompen la ley nunca llegan muy lejos. Yo voy despacio, pero del lado de la ley. Al final del partido, veremos a quié n le fue mejor.
Ignacio enciende el celular. Escucha sus mensajes. Teme oí r la voz crispada de su mujer, dicié ndole alguna groserí a. No tiene ningú n mensaje. Mejor, piensa. Llama a Zoe. No contesta. Prefiere no dejarle un mensaje. Llama a Cristina, su madre, y le confirma que almorzará con ella al dí a siguiente, domingo. —No vengas tan tarde, que el domingo pasado se aparecieron pasadas las dos y me morí a de hambre —le pide su madre. —Estaré allí a la una en punto, mamá —promete. —Eso espero —dice ella—. Siempre me dices que estará s a la una y llegas a las dos. Acué rdate de que yo madrugo y a la una no puedo má s del hambre. —No te preocupes. Ojalá pueda ir con Zoe, porque no se siente muy bien. —¿ Qué tiene? ¿ Otra vez se ha resfriado? Dile que tome bastante jugo de naranja y que se bañ e en agua frí a, que eso limpia los gé rmenes. Ignacio sonrí e. —No está resfriada —dice—. Está un poco molesta conmigo. Pero ya se le va a pasar. —Má s le vale, hijito, porque no sabe la suerte que tiene de estar casada contigo. Que abra los ojos esa niñ a. Se ha ganado la loterí a y todaví a no se da cuenta. —Nos vemos mañ ana, mamá —se rí e Ignacio—. Te mando un beso.
Cuando llega a su casa, busca a Zoe pero no la encuentra. Camina a la piscina y comprueba que el cuadro ya no está allí. Có mo pudiste hacer eso, se reprocha. Entra a su cuarto, a su escritorio y a la cocina pensando que tal vez Zoe le ha dejado una nota. No hay nada. Zoe no está, no me ha llamado, no me ha insultado, no ha perdido el control. Me está dando una lecció n. Ella, que puede ser una mujer explosiva, no se ha rebajado a decirme una groserí a. Seguramente está con Gonzalo. Podrí a apostar que ha ido a verlo, a enseñ arle el cuadro deshecho, a quejarse de mí. Puedo verte, cabrona, llorando en su pecho. Puedo oí r lo que dices de mí, traidora. Puedo oí r que dices: Ignacio es un imbé cil, un huevó n, un aburrido. Te tiene celos, Gonzalo. Es un pobre diablo. Jamá s podrí a pintar un cuadro así de lindo y por eso lo destruye. Cabrona ignorante. No sabes que te he oí do por telé fono rié ndote de mí con mi hermano. No sabes que eso es lo que me da tanta rabia. Yo jamá s habrí a sido capaz de esa bajeza. jamá s. Si tuvieras una hermana, no irí a corriendo donde ella a llorarle mis penas y a hablar mal de ti. No serí a tan mezquino. Pero tu sí corres donde Gonzalo. Sé que ahora está s con é l. Deberí a ir ahora mismo, decirles que sé toda la verdad, que sé que está n tirando a mis espaldas, desgraciados, y a romperle la cara al acomplejado de mi hermano. Como no puede ser tan ganador como yo, como se siente un perdedor, no le queda otra que robarse a mi mujer. Pobre diablo. Nunca me llegará s a los tobillos, Gonzalo. Ignacio arde de ira. Imagina a su mujer con su hermano, có mplices, rié ndose otra vez de é l. Iré al taller y haré mierda sus cuadros. Sale de su casa, sube a la camioneta y maneja de prisa rumbo a la casa de Gonzalo. Acelera, conduce por encima del lí mite de velocidad. Al diablo el control, piensa. Yo tambié n soy un bá rbaro. Ahora verá n estos dos imbé ciles de lo que soy capaz. ¿ Creen que soy un pelotudo? Ahora veremos si soy un pelotudo.
Ignacio pasa frente a la iglesia del barrio, allí donde oye misa los domingos. Se persigna por costumbre. Recuerda a Dios. Señ or, ayú dame, piensa. Desacelera la camioneta, respira hondo, trata de recuperar el control. Señ or, ayú dame a ser bueno, a no caer en la violencia, piensa. No vayas, Ignacio, se dice. Regresa a casa. No te humilles. Si vas furioso a verlos, só lo pueden pasar cosas malas. Te arrepentirá s. Cá lmate. Regresa. A pesar de que tiene ganas de romperle la cara a su hermano, de encontrar a su mujer en la cama con é l, de confirmar así sus peores augurios, Ignacio se sorprende a sí mismo, cambia de planes y regresa lentamente a casa. Despué s de darse una ducha caliente, viste su ropa de dormir, come algo ligero, se mete a la cama y prende el televisor. Espera a Zoe. Espé rala tranquilo, pí dele perdó n, trá tala con cariñ o, no le preguntes adó nde fue, de dó nde viene.
Es tarde cuando Zoe regresa por fin. Ignacio sigue en su cama, aburrido de esperarla, leyendo, el televisor encendido en las noticias. Ella entra al cuarto, no lo mira, se dirige al bañ o. Tiene una expresió n compungida. Ignacio ve en su rostro dolor, pena, abatimiento, no rabia contra é l. Es una mujer infeliz, piensa. Yo la estoy haciendo infeliz. Ignacio sale de la cama y se acerca al bañ o. Ella está sentada, orinando. —Hola —dice é l. —Hola —dice ella, sin mirarlo. —¿ Adó nde fuiste? —pregunta é l, sabiendo que no deberí a. —Por ahí —dice ella, con una voz apagada, la mirada perdida en algú n punto del piso de má rmol. Ignacio mide sus palabras, recuerda que no debe enojarse ni decir nada de lo que luego se arrepentirá. —Perdó name, Zoe —dice, mientras ella se lava las manos—. Me porté como un idiota. Lo siento. Ella no dice nada, ni siquiera lo mira en el espejo, sigue lavá ndose las manos con un jabó n blanco. Luego moja una bolita de algodó n con agua purificadora y la pasa por su rostro, ignorando a Ignacio. —No entiendo por qué hiciste eso —dice—. Era un cuadro que me encantaba. ¿ Por qué tení as que tirarlo a la piscina? ¿ Só lo porque se lo compré a tu hermano? ¿ Porque no me lo regaló y me cobró una plata? No te entiendo, Ignacio. haces cosas que me duelen y que no tienen sentido. Te portas como un niñ o caprichoso. Y no estoy dispuesta a seguir aguantando tus caprichos. Que te los aguante la pesada de tu mamá. No metas a mi madre en esto, por favor, piensa é l, pero no lo dice porque no quiere pelear, quiere reconciliarse con su mujer y dejar atrá s el penoso incidente del cuadro. —Yo tampoco sé por qué lo hice —miente—. Só lo puedo pedirte perdon. Me da vergü enza lo que hice. —A mí tambien me da vergü enza lo que hiciste —dice ella, pasando cuidadosamente por su rostro un algodó n má s—. Y lo peor es que no lo entiendo. Si hubiera comprado un cuadro de cualquier pintor, no te habrí as molestado así. Lo que te molestó fue que se lo comprase a tu hermano. El problema es Gonzalo. No sé qué tienes contra é l. Lo que tengo contra é l es que tú le gustas y creo que está s tirando con é l, piensa Ignacio, controlando la ira que siente crecer. —No tengo nada contra Gonzalo —miente—. Só lo me indignó que te cobrase por un cuadro, cuando é l vive de la plata que yo le doy en el banco. —Esa plata no se la das porque seas muy generoso, Ignacio —ella lo mira por fin, con cierto disgusto—. Se la das porque le corresponde. Gonzalo tambié n es dueñ o del banco. —Sí, claro, pero no trabaja, no va nunca, se queda en su casa pintando —se defiende Ignacio—. Yo trabajo doce horas diarias para que el banco sea un gran negocio y toda la familia pueda vivir muy bien, incluyendo a Gonzalo. Ella lo mira con má s tristeza que enfado, mueve la cabeza contrariada y dice: —¿ Cuá ndo vas a dejar de compararte con tu hermano?
Luego camina a su cuarto, se pone un camisó n de dormir y va a la cocina a comer algo. Es obvio que esa noche no saldrá n a cenar. Ignacio ya está en ropa de domir y las cosas no podrí an estar peor entre los dos. Que no tenga la osadí a de pedirme sexo esta noche, piensa Zoe, mientras mira la refrigeradora y duda si comer una fruta o un yogur. Hoy es sá bado y le toca hacerme el amor, pero tendrá que aguantarse por idiota. Tan rá pido no lo vov a perdonar. Zoe regresa al cuarto despué s de comer la manzana y el yogur. Se lava los dientes, cubre su rostro de unas cremas humectantes —mejor así, para que no me bese, piensa, sabiendo que a Ignacio le disgusta besarla cuando está con la cara cremosa, porque dice luego que le queda un sabor amargo en la boca—, se ve en el espejo, todaví a joven y hermosa, y piensa que esa noche só lo le provocarí a estar acostada al lado de Gonzalo, y no de Ignacio, tan pesado y predecible. Otra noche má s con el aburrido de mi marido, piensa, cuando se mete a la cama, donde é l la espera con una mirada culposa, como pidié ndole que lo perdone, que no siga molesta con é l. —Perdó name, mi amor —le dice é l, y la abraza, cuando ella entra en la cama. Zoe se deja abrazar como si estuviera muerta. Le reconforta saber que su marido todaví a la quiere, pero hay algo en é l, esa bú squeda de la correcció n absoluta, del matrimonio perfecto segú n las reglas de su madre, que antes podí a parecerle tierno pero ahora le inspira una cierta repugnancia. Me gustas má s cuando rompes las reglas que cuando vuelves a ser el niñ o bueno de tu mamá, piensa ella, mientras le oye decir: —No esté s molesta. Perdó name. Le voy a comprar a Gonzalo un cuadro má s lindo para ti. Te voy a llevar de viaje a donde tú quieras. —No estoy molesta —dice ella apenas—. Estoy triste. Ignacio la besa en las mejillas, en la frente. —No esté s triste, mi amor —susurra—. Cuando tú está s triste, yo tambié n. Cuá ntas veces me habrá s dicho eso, piensa ella. Ignacio tiene una erecció n, intenta besarla en la boca. —Te quiero, ardillita —le dice. —Hoy, no —dice Zoe, apartá ndolo. —¿ Qué te pasa? —pregunta é l, besá ndole el cuello, acercando su erecció n para que ella la sienta, tentá ndola. —No me provoca, estoy cansada —dice ella. —Pero es sá bado —dice é l—. No me castigues así. No seas mala. —Hoy no, Ignacio —se resiste ella. —Comprendo —dice é l, dulcemente, sin molestarse, y deja de besarla y acariciarla. Luego se quedan en silencio. Ella lee una novela de amor pero no se concentra porque piensa en Gonzalo. El lee la biografí a de un hombre poderoso a quien admira. Cuando se aburre, cierra el libro, se persigna y reza echado en la cama. Gracias, Señ or, por estar conmigo, piensa. Gracias por darme esta mujer, esta casa, la salud, tantas cosas buenas. Perdó name por lo que le hice a Zoe. Ayú dame a ser bueno, a hacerla feliz, a darle todo mi amor. Por favor, cuida a mi madre. Que no le pase nada malo. Que no sufra. Si decides llevá rtela, que muera en paz, sin dolor. Gracias por todo. Por favor, qué date conmigo y dame paz. Ignacio apaga la luz, cierra los ojos, intenta dormir. Zoe sigue leyendo un rato má s, pero luego apaga la lá mpara y se acomoda para dormir porque sabe que a é l le molesta que ella tenga la luz de su velador encendida cuando quiere dormir. Cuando se duerma, me voy a masturbar en el bañ o, piensa Ignacio. Cuando se duerma, vov a buscar a Patricio en internet, piensa Zoe.
Ha sido un sueñ o extrañ o, piensa Gonzalo, cuando despierta de esa larga siesta y descubre que Zoe se ha marchado. Ha soñ ado con cocaí na. Gonzalo lleva añ os sin probarla. No quiere saber nada de ella. La dejó gracias a un tratamiento de desintoxicació n en una clí nica lejana. Es feliz sin meté rsela por la nariz. Pero a veces sueñ a con cocaí na. Como Ahora, que recuerda ese sueñ o tan intenso y perturbador del que acaba de sacudirse, despertando con brusquedad. Estaba en un aeropuerto. El oficial de aduanas le abrí a la maleta y preguntaba qué llevaba en ella. Só lo ropa, contestaba Gonzalo. En efecto, el oficial encontraba algunas prendas. De pronto, cogí a una casaca celeste, muy gruesa, como para esquiar, la cortaba con una pequeñ a navaja y al hacerlo descubrí a, escondido en sus pliegues interiores, un polvo blanco que caí a sobre la maleta. No puede ser, pensaba Gonzalo. Yo no he puesto cocaí na adentro de mi casaca. El oficial tocaba el polvo con el dedo de una mano, se lo llevaba a la boca y, con un gesto adusto, sentenciaba que eso era cocaí na y que Gonzalo quedaba arrestado. Me han tendido una trampa, pensaba Gonzalo, mientras sentí a, avergonzado, las miradas de reproche y desprecio que le lanzaban algunos viajeros detrá s de é l. Luego el oficial se marchaba en busca de algú n superior. Increí blemente, Gonzalo quedaba solo, sin vigilancia, y aprovechaba para meterse en una tienda de artí culos turí sticos. Una vez en ella, detrá s de gruesos abrigos de pieles, encontraba, de milagro, una pequeñ a puerta de salida a la calle. La angustia de saberse arrestado por la policí a se transformaba entonces en la euforia de sentirse de nuevo un hombre libre. Corrí a, subí a a un taxi y le pedí a que lo llevase a un hotel. No me encontrará n, pensaba. Yo sé esconderme. Viviré escondido el resto de mi vida. Alguien quiere joderme. Porque esa coca no era mí a. Entonces Gonzalo despertó sobresaltado y volteó a mirar si Zoe seguí a durmiendo a su lado, pero ella ya no estaba.
Tení a hambre. Llamó a Laura y la invitó a cenar en un restaurante de comida oriental. Acordaron verse en lo que tardasen en llegar. Luego se lavó la cara y las manos, se puso una chaqueta de cuero negra, sacó algo de dinero de una caja de zapatos escondida en su ropero —detestaba ir al banco y por eso guardaba el dinero en diversos escondrijos de su casa—, disparó hacia sus mejillas y su cuello una colonia en vaporizador, guardó su telé fono celular en el bolsillo de la chaqueta —si bien trataba de hablar lo menos posible por el celular, pues temí a que ese aparato emitiese radiaciones dañ inas al cerebro, se sentí a má s seguro cuando lo llevaba consigo— y salió a buscar un taxi. Caminó un par de cuadras dirigié ndose a una calle má s transitada, se detuvo y esperó un taxi. Gonzalo contaba con suficiente dinero para comprar el auto que quisiera, pero preferí a no conducir. Le molestaba perder tiempo en todos los asuntos odiosos que acarreaba la posesió n de un vehí culo, como echarle gasolina, llevarlo al taller, pagar el seguro y buscar estacionamiento. Preferí a caminar, tomar un taxi, desentenderse del estré s de conducir y buscar parqueo, relajarse mientras otro manejaba y, cuando se sentí a con ganas, conversar con el taxista sobre cualquier asunto trivial, como la polí tica o los deportes. Es rico ser un peató n, pensó. Es un lujo andar siempre en taxi. Manejar un auto es una fuente de tensió n y estré s: yo prefiero ser el pasajero distraí do y que otro maneje por mí. Yo no necesito manejar una camioneta enorme, de lujo, carí sima, para sentirme importante, como el huevó n de mi hermano. Yo he nacido para caminar y tomar taxis. Que manejen los importantes, yo quiero ser un hombre de a pie.
En el restaurante, Gonzalo escogió la mesa má s discreta, pidió una copa de vino y esperó a Laura. Ella llegó pocó despué s, agitada y sonriente, vistiendo una ropa ajustada que poní a en evidencia la belleza de su cuerpo jovencí simo. Acababa de cumplir veintiú n añ os, no le avergonzaba decir que era feliz, admiraba a Gonzalo má s de lo que é l habrí a querido y solí a sonreí r con esa levedad despreocupada de las personas que no piensan demasiado en sí mismas y tampoco desean cambiar la historia. Al verla, Gonzalo se sorprendió de lo hermosa que era. Soy un tipo con suerte, pensó. Si no fuese pintor, no podrí a acostarme con una mujer como ella. No está enamorada de mí sino de mis cuadros. Y sueñ a con que yo la pinte. Pero por ahora no me interesa pintarla. Só lo quiero tirá rmela esta noche. Está demasiado buena y es demasiado feliz. Necesita emputecerse un poco y ser menos feliz. Yo me ocuparé de eso.
Mientras Laura le cuenta su dí a, las ú ltimas novedades de su vida, los progresos que siente como actriz en los ensayos de una obra de teatro que estrenará pronto, la ilusió n de que é l vaya a verla al estreno, Gonzalo la mira con una sonrisa medida, sin prestarle demasiada atenció n, pues se siente abrumado por la felicidad excesiva que ella irradia y por las cosas atropelladas que dice. Me aburre la gente feliz, piensa. No me interesa que me cuentes lo feliz que eres, lo buena actriz que será s. Quiero mirarte en silencio. Cá llate. No le tengas miedo a los silencios. Serí as mucho má s linda si supieras estar callada. Y con seguridad serí as tambié n una mejor actriz. Pero Gonzalo sabe tambié n que é l es, en buena medida, el culpable de esa felicidad que Laura no sabe disimular. Sabe que ella muestra su alegrí a porque es una manera de halagarlo, de decirle que luce así de contenta porque está con é l y no olvida que má s tarde se amará n en su cama como probablemente nadie habí a sabido amarla hasta entonces. Gonzalo no ignora que Laura era bastante inexperta en las cosas del sexo cuando la conoció, la sedujo y la llevó a su cama. Ahora, gracias a é l, a su astucia como amante, Laura goza de su cuerpo como nunca imaginó. Eso, saberse deseada por un hombre que ella admira y que sabe arrancarle gemidos de placer, y sentir que está cerca de ser lo que soñ ó desde niñ a, una actriz, le basta para ser feliz. Gonzalo tambié n es todo lo que siempre quiso ser, un pintor, un hombre libre, pero no es capaz de inventarse tanta felicidad porque cree que sentirse muy feliz es algo que aturde, idiotiza y empobrece la experiencia humana. Gonzalo no quiere ser feliz si eso le impide jugar con el riesgo, vivir al lí mite, pintar mejor. Laura habla, sonrí e, bebe un vaso de agua, mientras é l piensa que logrará callarla cuando le haga el amor má s tarde.
Laura habla y é l recuerda a Zoe. Piensa en Zoe tendida en su cama, durmiendo. Piensa que tal vez debió abrazarla, besarla, no seguir ocultá ndole la verdad, que la desea como a ninguna otra mujer. Laura es só lo una amante deliciosa porque es joven, preciosa y con ganas de aprender, pero no estoy enamorado de ella ni lo estaré, piensa. El dí a que no pueda aguantarme má s y le haga el amor a Zoe, estaré jodido para siempre. Porque me voy a enamorar. De ella sí podrí a enamorarme. —¿ En qué piensas? —le pregunta Launa, cuando advierte que Gonzalo está distraí do, escuchá ndola sin demasiado interé s. —En nada —dice é l, pero está pensando en la mujer de su hermano—. En las ganas que tengo de ir al teatro a verte actuar —miente. Laura sonrí e halagada y Gonzalo se siente un manipulador. Sabe bien lo que tiene que decirle para que ella se sienta importante, amada. Como en la cama, está en control y la domina a su antojo. Mientras disfrutan de la cena, é l hace preguntas para que ella siga contá ndole cosas de su vida. No tiene ganas de hablar y sabe que a ella le encanta hablar de sí misma. Aburrido de escucharla pero animado ante la proximidad del sexo, Gonzalo se sorprende de imaginar el rostro que tendrá Laura cuando le arranque un orgasmo má s, los gestos de placer que ella no podrá reprimir má s tarde. Sin pedir postres, porque han comido en abundancia, Gonzalo paga la cuenta. Luego suben al auto de Laura y se dirigen al taller, como suele llamar a su casa Gonzalo. Le gusta decir que vive en un taller. Soy un obrero y vivo en un taller, se burla de sí mismo. Ya en la cama, desnudos, amá ndose con una cierta violencia, Gonzalo no puede evitar cerrar los ojos y pensar en Zoe. Quiero tenerte así, abierta para mí, se abandona.
Ignacio y Zoe está n sentados en una banca de la iglesia cató lica a la que asisten todos los domingos, escuchando los evangelios que lee, desde el pú lpito, un sacerdote de corta estatura, vestido con una tú nica verde y blanca. Se han sentado má s adelante de lo que Zoe habrí a querido. Ella prefiere sentarse en la ú ltima fila. Le disgusta estar apretujada en una dura banca de madera, escuchando las cosas previsibles que dice el religioso, rodeada de tanta gente. Soporta en silencio el aburrimiento de estar en misa un domingo má s con su marido. Sabe que debe cumplir esa rutina odiosa porque Ignacio se lo ha pedido con un é nfasis que ella encuentra inexplicable. La gente como nosotros no viene a misa, piensa. Vienen las viejitas, el pueblo, pero no la gente como yo. Zoe preferirí a seguir durmiendo en su cama y no estar allí, tolerando los olores avinagrados que despide a su lado una señ ora de edad avanzada, que reza con los ojos cerrados, apretando un rosario. Zoe cree en Dios porque así fue educada, pero ante todo cree en la elegancia, el buen gusto y la felicidad, y por eso, a pesar de que ha tratado, no puede pasarla bien los domingos en misa, porque le incomoda confundirse en ese tumulto que repite a ciegas lo que debe y obedece con sumisió n al sacerdote. En la misa todos somos iguales, un rebañ o de ovejas que siguen al pastor, y yo no quiero ser igual que toda esta gente, no quiero sentirme una oveja, piensa, observando con bien disimulado desdé n a las personas que la rodean en el templo. Para aburrirse menos y abstraerse de las palabras del religioso, que no comprende y la aturden, pues aluden a cosas del pasado que ella encuentra absurdas, Zoe pasea su mirada buscando a los pocos niñ os que han acudido a la iglesia en compañ í a de sus padres. Es el ú nico pasatiempo que se inventa para soportar mejor la misa de doce, el de observar a los niñ os, sonreí rles cuando puede, hacerles algú n guiñ o có mplice, seguir sus juegos, acompañ arlos en su aburrimiento, celebrar algú n grito o chillido que ellos emiten, rompiendo la pesada formalidad de la ceremonia y provocando algunas miradas adustas. Mirando a esos niñ os vestidos en su opinió n con excesivo rigor, Zoe se entretiene, escapa a ratos del tedio de la ceremonia, aunque a menudo tambié n recuerda aquello de lo que carece, una familia, tener hijos, ser madre, y entonces se pregunta qué diablos hago yo acá, por qué sigo jugando a ser una ejemplar esposa cató lica cuando ni siquiera estoy segura de que Dios exista, porque si existiera y fuera tan infinitamente bueno como dice este cura afeminado, ¿ entonces por qué diablos me ha negado tener hijos, por qué me ha castigado con tanta maldad cuando yo ademá s no lo merecí a porque siempre he tratado de ser una buena persona? Los niñ os, el recuerdo de la maternidad que le ha sido negada, acaban entristecié ndola, minando su fe en el futuro, cuestionando su presencia al lado de Ignacio, que, como todos los domingos, sigue la misa con una seriedad que ella encuentra exagerada. Ojalá me escucharas a mí con tanta atenció n como escuchas las palabras de este padre que ya no aguanto porque siempre dice las mismas cuatro cosas bobas, piensa Zoe, mirando de soslayo, con poco cariñ o, a su marido. Quizá s cuando mueras irá s al cielo, Ignacio, pero espero no acompañ arte, porque me seguirí a aburriendo de todas maneras, piensa. En mi pró xima vida, prefiero pasar má s tiempo con Gonzalo. Perdó name, Dios, por pensar estas cosas acá en la iglesia. Pero el marido que me has dado me aburre má s que el cura. Quisiera amar má s a Ignacio, disfrutar de la misa como é l, estremecerme con cada palabra que dice el padrecito, pero no puedo, sinceramente no puedo. Yo me siento má s cerca de Dios cuando miro un cuadro de Gonzalo que cuando vengo a misa con el pesado de Ignacio.
Ignacio tambié n se aburre un poco, pero hace un esfuerzo por escuchar atentamente al sacerdote y encontrarle un sentido a la misa. No ha dejado de ir a misa todos los domingos desde que se casó. Incluso cuando está de viaje, no olvida preguntar si hay algú n templo cató lico cerca del hotel donde se aloja y se las ingenia para cumplir con lo que considera su obligació n de cató lico practicante. Ignacio cree que debe ir a misa —aunque se aburra má s de lo que esté dispuesto a reconocer ante su mujer— porque se considera un hombre muy afortunado y siente el deber de expresarle a Dios esa gratitud, dedicá ndole una hora semanal en el templo, rodeado de desconocidos, dejando de ser un hombre importante y mezclá ndose con todos. Yo no la paso bien en misa, piensa, cuando advierte sin esfuerzo el gesto de fastidio que no oculta su esposa. Yo tambié n me aburro a veces. Pero trato de no aburrirme. No me abandono fá cilmente al aburrimiento. Hablo con Dios. Le doy las gracias por tantas bendiciones que me ha dado. No pienso, como tú, Zoe, en las cosas que no tenemos, en los hijos que no nos dio, prefiero pensar en todas las cosas tan maravillosas que nos ha dado y resignarme con humildad a aceptar que, por alguna razó n que no alcanzaremos jamá s a comprender, el Señ or ha creí do mejor negarnos la experiencia de la paternidad. No me torturo pensando que es un castigo de Dios. Pienso que es una prueba, una lecció n, una oportunidad para ser mejores personas. Y ante todo, recuerdo la vida increí blemente privilegiada que nos ha tocado, todas las comodidades que nos han sido dadas, la buena salud y los momentos felices. Por eso vengo a misa. Para decir simplemente gracias. Para agradecerle a la vida, que es Dios, todo lo que somos. No tendrí a ningú n mé rito venir los domingos si fuese un espectá culo divertidí simo y emocionante. Si así fuera, uno vendrí a a pasarla bien, a encontrar un cierto placer, y entonces serí a un acto de egoí smo porque lo harí a por mí y no por Dios. Venir a misa a oí r la palabra de Dios, piensa Ignacio con humildad, es como aburrirte escuchando a tus padres: lo haces porque los quieres, te aburres con gusto porque es una manera de quererlos. De rodillas, los ojos cerrados, los codos apoyados sobre la banca de adelante, el mentó n descansando sobre sus manos entrelazadas, Ignacio reza, le pide perdó n a Dios por haber estropeado el cuadro de su hermano, le pide perdó n por masturbarse de madrugada mientras Zoe dormí a, le pide perdon por hacer llorar a su esposa, por hacerla infeliz, perdon por ser tan mezquino y egoí sta, y le pide luego que le de fuerzas para olvidar la conversació n telefó nica entre Gonzalo y Zoe que nunca debió escuchar. Ayú dame a perdonarlos y a seguir querié ndolos como si nada hubiera pasado, piensa. Ayú dalos a no hacerse dañ o. Si está n haciendo algo indebido que los envilece y te ofende, te ruego que los ayudes para que dejen de hacerlo. Estoy sufriendo por eso, Señ or. Porque no puedo dejar de pensar que mi hermano y mi mujer tienen una relació n extrañ a, a espaldas de mí. Tú has querido que yo lo sepa. Tú hiciste que escuchara esa conversació n. Ahora no sé bien qué debo hacer. Creo que lo mejor es perdonar, olvidar, amarlos a los dos. Pero te pido que no me hagas sufrir má s con esto. Que Zoe vuelva a ser la mujer con la que me casé. Que seamos felices juntos. Tú sabes que yo la amo y haré todo lo que pueda para no perderla y hacerla feliz.
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