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Libros Tauro 2 страница



Ignacio es alto —má s que su hermano Gonzalo—, delgado a pesar de que se ejercita en el gimnasio los fines de semana y quisiera tener má s mú sculos —la fineza de un cuerpo no radica en la masa muscular, sino en una barriga lisa, se consuela pensando—, cree que sus manos y sus pies son bonitos, se preocupa de que está perdiendo pelo —un pelo marró n que cuando está bajo el sol parece rubio y que peina hacia atrá s, dejando ver las entradas de la calvicie—, y su rostro es el de un hombre duro, inexpresivo, que está orgulloso de lo bien que ha aprendido a disimular sus sentimientos. Ignacio no se cree guapo, pero se sabe seguro y piensa que muchas mujeres prefieren a un hombre fuerte que a uno guapo pero inseguro.

Camino al gimnasio, se ha detenido al borde de la piscina. Se quita los lentes por temor a que caigan al agua, se arrodilla sobre el piso de laja y, usando un colador de la cocina que ha dejado allí el otro dí a, rescata a los insectos que han caí do en la piscina y todaví a sobreviven. Se alegra cuando saca del agua a escarabajos y arañ as, los devuelve al pasto golpeando el colador y los ve sacudirse del agua y escapar. Bichos cabrones, qué harí an sin mí, piensa, sorprendido de la felicidad que siente al salvar de morir ahogados a esos insectos. Soy un salvavidas de arañ as, piensa con una sonrisa. No tengo hijos, las arañ as son mis hijas, esto es todo lo paternal que puedo ser, se divierte. Luego saca una cucaracha pequeñ ita que agoniza en el agua, la deja sobre el piso, observa có mo intenta reanimarse y, sin saber por qué, la pisa. —Para que sepas quié n manda en esta casa, —dice—.

 

Antes de comenzar su rutina de ejercicios, Ignacio mira el reloj. Falta poco para que sean las once, lo que significa que terminará a mediodí a, pues le gusta sudar una hora exacta en el gimnasio: treinta minutos corriendo en la faja y la media hora final entre abdominales y pesas.

 

Enciende el televisor, elige un canal de noticias, hace algunas flexiones rutinarias para estirar los mú sculos y programa la má quina para correr en ella treinta minutos a la velocidad de siempre. No ha llevado el celular porque detesta que lo interrumpan cuando está corriendo y lo obliguen a bajar de la faja. Empieza a correr. Ve sus zapatillas blancas movié ndose pesadamente sobre el cinturó n negro que gira bajo sus pies. Corre sin demasiados brí os. Nunca fue un atleta. Los deportes en general le parecen una de las tantas formas de barbarie; só lo se ejercita para cuidar su salud. Una locutora repite las noticias del dí a desde el televisor, pero é l no le presta atenció n. Está pensando en Gonzalo, su hermano, y en Zoe, su mujer. En su mente resuenan una vez má s las palabras que oyó sin querer en su celular una tarde cualquiera. Zoe acababa de llamarlo. Ignacio dejó en espera una llamada de larga distancia para atender a su mujer en el celular. Hablaron breví simamente.

—¿ No te interrumpo? —preguntó ella.

—Tú nunca interrumpes.

—¿ Vas a cenar en la casa?

—Sí. Supongo que estaré ahí como a las nueve.

—No me esperes, mi amor. Estoy con Isabel, nos vamos a las clases de cocina y de ahí iremos al cine. ¿ No te molesta?

—Para nada. Salú dame a Isabel. Te espero en la casa.

 

Ignacio cortó. Todo estaba bien. Sabí a que Zoe era feliz en sus clases de cocina y que le hací a bien salir con Isabel, una de sus mejores amigas. Zoe e Isabel se conocí an desde el colegio de monjas al que asistieron. Como Zoe, Isabel estaba casada con un hombre rico, tení a gustos sofisticados y podí a complacer sus caprichos má s extravagantes. Ignacio no la querí a demasiado. La veí a como una mujer peligrosa. Es una puta Isabel. No tiene escrú pulos. Cuando toma un par de copas, se olvida de la clase que aparenta tener y vuelve a ser la puta de lujo que en verdad es. No creo que tenga un amante por ahí. Pero si no lo tiene, no es por falta de ganas sino por miedo a que la pille su marido, que debe de tener tres detectives siguié ndola. Sin embargo, Ignacio se habí a resignado a que Zoe considerase a Isabel como una de sus mejores amigas y sabí a bien que perdí a el tiempo oponié ndose a que se viesen. No habí an pasado cinco minutos desde que su mujer lo llamó cuando el celular de Ignacio volvió a sonar. Leyó en la pantalla del pequeñ o telé fono: era Zoe. Contestó en seguida, pensando que a lo mejor habí a cambiado de planes y cenarí a con é l en casa.

—¿ Qué pasó, mi amor? —le dijo.

Pero ella no contestó. Zoe estaba hablando con alguien. Ignacio no tardó en comprender que ella lo habí a llamado involuntariamente, que habí a presionado sin querer una tecla del telé fono, marcando así la ú ltima llamada que habí a realizado. No dijo una palabra má s. Pensó que debí a cortar y no espiar una conversació n ajena, pero la curiosidad prevaleció sobre su sentido de la correcció n. Escuchó con atenció n, sin moverse, tratando de no hacer algú n ruido que pudiese delatarlo.

—Estoy harta de é l —le oyó decir a Zoe.

 

Tuvo tiempo de pensar que Zoe estaba quejá ndose con Isabel. Esa puta. Yo sabí a.

—¿ Por qué dices eso? —escuchó ahora la voz de Gonzalo, su hermano.

Me mintió la cabrona. No está con Isabel. Está con Gonzalo. Y está hablá ndole mal de mí.

—Porque me aburre —dijo ella—. Se ha vuelto el tipo má s aburrido del mundo.

—Siempre lo fue —dijo Gonzalo.

Ignacio escuchó humillado las risas de su mujer y su hermano.

—Es un huevó n —dijo Zoe, rié ndose.

Ignacio no aguantó má s, cortó, apagó el celular y lo arrojó violentamente contra la pared.

 

Cuando llegó a su casa, comió solo y en silencio. Tras ponerse ropa de dormir, se metió a la cama y trató de leer pero no pudo. Zoe llegó poco antes de la medianoche. Se acercó a la cama y le dio un beso a su esposo.

—¿ Có mo te fue con Isabel? —preguntó é l.

—Muy bien —contestó ella.

—¿ Qué vieron en el cine?

Zoe mencionó el nombre de una pelí cula. Ignacio supo que ella mentí a pero no quiso decir una palabra má s. Permaneció mudo, inmó vil. La vio desnudarse, admiró la belleza de ese cuerpo que ya no era tan suyo, le dio el beso de buenas noches cuando entró en la cama y poco despué s la oyó respirar profundamente, señ al de que estaba dormida.

 

Esa noche no pudo dormir. Tení a ganas de insultarla, de pegarle, de llorar. Tení a ganas de ir al taller de Gonzalo y romperle la cara por canalla. ¿ Có mo podí a ser tan hijo de puta de hablar mal de mí con mi propia esposa? ¿ Có mo podí a ella ser tan miserable de decirle a mi hermano que soy un huevó n? ¿ Eran amantes y por eso reí an con tanta complicidad?

Ignacio tuvo que darse una ducha frí a a las cuatro de la mañ ana para mantener la calma, para enfriar la rabia que sentí a crecer. Pensó en despertar a Zoe y penetrarla con violencia, sodomizarla incluso, pero se contuvo. Desde entonces, no habló de ese asunto con nadie. Fingió ante ella que todo estaba bien. Intentó no dar ninguna señ al que pudiese revelar lo que sabí a por accidente: que su mujer era capaz de mentirle y burlarse de é l con su propio hermano. Como de costumbre, Ignacio calló, ocultó sus sentimientos. No pudo evitar, sin embargo, que esa conversació n se repitiese en su cabeza una y otra vez, atormentá ndolo. Como ahora, que corre en la faja está tica y oye de nuevo la voz de Zoe dicié ndole a Gonzalo: «Es un huevó n. »

No soy un huevó n, piensa. Soy un hombre de negocios, un banquero respetado. El huevó n es Gonzalo, que no trabaja y va por la vida pintando unos cuadros impresentables. No soy ningú n huevó n y tú lo sabes, Zoe. Si no fuera por mí, no vivirí as en esta mansió n, no viajarí as como una princesa, no te darí as todos los lujos absurdos que te permites. Si fuera tan huevó n, el banco no dejarí a tantas ganancias y el cobarde de mi hermano no recibirí a todo el dinero que yo le doy. Huevones son ustedes, que se rí en de mí a mis espaldas sin saber que estoy oyé ndolos porque no toman la precaució n de apagar el celular. Huevona eres tú, Zoe, que mientes sin ningú n talento y haces que descubra tus mentiras en diez minutos.

Ahora Ignacio ha aumentado la velocidad y corre má s de prisa, pero una idea se apodera de su mente, regresa obsesivamente, le tienta. De pronto, detiene la má quina. Ha corrido veinte minutos y fracció n. Seca el sudor de su frente y camina resueltamente hacia su casa. Al entrar, procura caminar con cuidado para no despertar a Zoe. Ya en el dormitorio, comprueba que ella sigue durmiendo. Fantá stico, piensa. Mejor así. Tendrá s un lindo despertar. Piensa luego que no debe ceder a sus impulsos, pero, aunque le avergü ence reconocerlo, esta vez no puede controlarse. Descuelga de la pared el cuadro de su hermano que Zoe compró el otro dí a, se retira de la habitació n cargá ndolo, sale al jardí n, se acerca a la piscina y lo arroja a esas aguas transparentes en las que só lo flotan algunos bichos muertos que no rescató. Ignacio piensa que deberá pedir perdó n a Dios por lo que acaba de hacer, pero por el momento disfruta intensamente viendo có mo los colores del cuadro se van diluyendo, mezclando, perdiendo, aguando. Luego regresa al gimnasio para terminar de correr los casi diez minutos que le faltan.

 

Zoe llora. Está sola, en su auto de lujo. No podí a seguir conduciendo. Ha detenido el auto al borde de la pista. En el asiento de atrá s está el cuadro desfigurado y hú medo que le compró a Gonzalo y que Ignacio arrojó a la piscina. Ella misma lo sacó de la piscina. Ignacio no estaba en la casa. Zoe no quiso llamarlo al celular. Se metió a la piscina en ropa de dormir, bajando lentamente la escalera, sintiendo el agua frí a que trepaba por sus muslos, y sacó el cuadro con má s tristeza que rabia. Luego lo metió en su auto y supo lo que debí a hacer. Mientras se duchaba con agua muy caliente, pensó que Ignacio era un pobre diablo y que su matrimonio no tení a futuro. ¿ Có mo se atreve a hacerme eso? Es una falta de respeto. No puedo creer que haya tirado el cuadro de Gonzalo a la piscina só lo porque le molestó que yo lo comprase. Yo no quiero estar casada con un hombre así. No puedo despertar una mañ ana y encontrar algo mí o, que me gusta, que yo compré, tirado en la piscina. Eres un cretino, Ignacio. Yo jamá s te habrí a hecho una cosa así. Es un golpe bajo a mí y a tu hermano. Ese cuadro era lindo. No merecí a terminar así. Ya quisieras tú algú n dí a poder hacer algo tan bonito con tus propias manos. En el fondo te mueres de celos. Le tienes celos a Gonzalo, porque sabes que es feliz, que hace lo que le gusta, no como tú. Y me tienes celos porque sabes que admiro a tu hermano. Por eso tiraste el cuadro a la piscina. Porque eres un infeliz. Y yo no quiero estar casada con un infeliz. No quiero. Yo necesito amor y tú me tratas como si fuera una empleada del banco. No me interesa tu plata. Estoy harta de tu plata. Quiero sentirme viva otra vez. Zoe lloró sin moverse mientras un chorro de agua caliente caí a sobre su espalda.

 

Saliendo de la ducha, marcó el celular de su esposo. Sintió la necesidad de insultarlo, de quejarse, de mandarlo a la mierda. Querí a decirle no quiero verte má s, estú pido. No só lo has tirado mi cuadro al agua, tambié n has tirado al agua nuestro matrimonio. Querí a decirle vete a la mierda, Ignacio. Pero é l no contestó. Y ella no quiso dejarle un mensaje lleno de insultos. Tengo que ver a Gonzalo, pensó. No se secó el pelo, no se maquilló, eligió la ropa que encontró má s a mano y salió de prisa sin comer nada, con una botella de agua. Sabí a que volverí a, que esa noche dormirí a en su casa, en esa cama, con Ignacio al lado, y eso la hací a má s infeliz, porque se sentí a incapaz de hacer maletas y largarse. Sabí a que Ignacio le pedirí a perdó n, se arrepentirí a del exabrupto de esa manañ a, tan indigno de é l, y seguramente acabarí an haciendo el amor de un modo previsible y apurado que a ella ya no le arrancaba el placer de antes. Sabí a que estaba en un callejó n sin salida y por eso lloraba cuando entró al auto, encendió el motor y se apresuró en buscar una canció n que era un consuelo en medio de todo. Manejó de prisa, sin ajustarse el cinturó n de seguridad, odiando a su marido, odiando el mundo perfecto y vací o en el que se sentí a atrapada. La mú sica le recordó un tiempo en el que fue feliz. Iuvo que apagarla. Se sintió desolada. No querí a llamar a Isabel o a Valeria, sus mejores amigas. Era demasiado orgullosa para compartir con ellas su infelicidad. No le gustaba la gente dé bil que buscaba lá stima y compasió n en los demá s. Despreciaba a los que iban por la vida haciendo de ví ctimas. Ella no era así, no querí a ser así. Ella era fuerte. Si se sentí a miserable y tení a que llorar, lloraba sola. Como ahora, manejando ese auto que Ignacio le regaló en su ú ltimo cumpleañ os. Zoe llora porque quiere recostarse en el hombro de alguien y decirle lo fea que encuentra su propia vida y oí r una palabra dulce, de aliento. Zoe detiene el auto y llora porque sabe que esa persona es Gonzalo. Quiere llorar abrazada por é l. Sabe que é l la entenderá. Só lo Gonzalo es capaz de entender lo difí cil que es todo esto para mí. Porque é l conoce a su hermano. Zoe necesita estar con Gonzalo, devolverle el cuadro estropeado, llorar con é l. No quiere ser dé bil, pero se siente dé bil, necesita protecció n y eso la avergü enza y la hace sentirse pequeñ a. Por eso no puede seguir manejando, detiene el auto, se toma el rostro con las manos y solloza. Ayú dame, Gonzalo, alcanza a musitar.

 

Gonzalo está pintando cuando suena el timbre. Pinta todos los dí as en ese taller que es tambié n su casa, una vieja casona de un piso, situada en el barrio de los artistas, no muy lejos del centro, a la que ha derribado todas las paredes interiores, salvo las del bañ o, dejando un amplio espacio desierto que es su lugar de trabajo y descanso a la vez. No quiere distraerse. Le irrita que lo interrumpan. Por eso no se acerca a la puerta. Que se jodan, piensa. Sigue pintando con una expresió n tensa, como si enfrentarse al lienzo y elegir los colores fuese menos un placer que una agoní a.

Para su fastidio, vuelven a tocar, esta vez con una cierta brusquedad. Pero é l piensa que no cederá a los caprichos de esa persona impertinente. ¿ Quié n diablos se atreve a tocar el timbre de esa manera? ¿ Qué se ha creí do? ¿ No sabe que a estas horas no recibo a nadie? No puede seguir pintando. De pie con un pincel en la mano, espera. Es un hombre de apariencia descuidada pero atractivo: lleva una barba incipiente porque se afeita só lo una vez por semana, no se ha abotonado la camisa, debajo viste una camiseta blanca que no se ha quitado en los ú ltimos tres dí as y ya está impregnada de sus olores, no tiene reparos en usar el mismo pantaló n vaquero toda la semana a pesar de que está manchado por las gotas de pintura que a veces salpican cuando pinta, lamenta que su barriga sea de un tamañ o pequeñ o pero notorio —lo que atribuye a su absoluta pereza para hacer ejercicios fí sicos—, lleva el pelo largo —un pelo negro, lacio, que peina hacia atras y corta rara vez é l mismo o alguna amiga, pues detestair a la peluquerí a—, exhibe con orgullo una contextura gruesa —no siendo gordo—, que lo distingue de su hermano mayor, tan delgado, y su rostro plá cido es el de alguien que sabe disfrutar de la vida, come y bebe lo que le apetece y no se somete a privaciones de ninguna clase.

—¡ No jodan! —grita, irritado porque vuelven a timbrar—. ¡ Estoy pintando!

—Soy yo, Zoe —escucha la voz dé bil de su cuñ ada—. Á breme, por favor.

Ademá s de Gonzalo, nadie tiene las llaves de esa casona, ni siquiera Laura, su má s reciente amante. Sorprendido, comprende que debe de tratarse de algo importante. Se acerca al intercomunicador, presiona un botó n y abre la puerta de calle. Zoe hace un esfuerzo para mantenerse serena y digna, sin llorar.

—Zoe —dice é l.

 

Es una mujer delgada, de rasgos finos, que lleva la belleza como algo natural. El suyo es un rostro tan suave y perfecto —ojos verdes, nariz apenas respingada, labios carnosos, entre castañ o y rubio el pelo que cae hasta sus hombros— que Gonzalo, la primera vez que lo vio, hace ya once añ os, cuando ambos tení an diecinueve, pensó: Es una diosa, mi hermano no merece estar con una diosa.

—Perdona que te interrumpa —dice ella, dé bilmente, y no puede evitar una expresió n de tristeza.

Gonzalo advierte sin esfuerzo que está mal.

—Pasa —le dice.

Zoe camina lentamente, se desploma sobre un viejo silló n de cuero marró n.

—¿ Quieres tomar algo? —pregunta é l.

—Agua —contesta ella.

Gonzalo sirve un vaso de agua, se lo entrega y bebe un sorbo de la botella de plá stico. Cuando pinta, suele tener cerca, sobre el piso, varias botellas grandes de agua, de las que bebe directamente.

—¿ Qué pasó? —le pregunta, pensando que se ve má s linda cuando está así, triste, fatigada, mostrando que no es perfecta y pierde el control.

—Ignacio —dice ella, refrená ndose, porque no quiere ceder al instinto de contá rselo todo descontroladamente—. Me hace dañ o.

Gonzalo está de pie. Camina nerviosamente. Le molesta que Zoe interrumpa sus horas de trabajo só lo para quejarse de lo mal que le va con Ignacio, lo que tampoco es una novedad, pero prevalece la alegrí a de verla, el placer de admirar su belleza, el riesgo de tenerla tan cerca, herida.

—¿ Qué te ha hecho? —pregunta, aunque habrí a preferido no preguntar.

Sabe que ella necesita que la escuchen.

—A mí, nada —responde Zoe, sin fijar la mirada en é l—. El cuadro que te compré, lo tiró a la piscina sin decirme una palabra. Desperté tarde y lo encontré en la piscina. ¿ Puedes creer eso? Tu hermano se ha vuelto loco.

El cuadro se ha quedado en el auto de Zoe. Ella no tuvo fuerzas para bajarlo.

—¿ Por qué hizo eso? —pregunta Gonzalo.

Es un mariconazo, piensa. Me tiene celos.

—No lo sé —dice ella—. No me dijo nada. Supongo que le molestó que te lo comprase. Cuando lo vio la otra noche, dijo que le parecí a de mal gusto que me lo hubieses vendido.

—No creo que sea la plata —dice é l, de espaldas a ella, mirando por la ventana a una calle tranquila, arbolada, por la que rara vez pasa un auto—. Soy yo. Si hubieras comprarlo el cuadro de un pintor cualquiera que é l no conoce, no habrí a pasado nada.

—Puede ser —dice ella, y se quedan en silencio un momento, mirá ndose.

Necesito que me abraces, piensa ella. ¿ No te das cuenta? Es un idiota, piensa é l. No le importa herir a su mujer y despreciar el trabajo de su hermano. Se cree el rey del universo.

—Tambié n me dijo la otra noche que debí consultarle antes de comprar el cuadro y colgarlo en la pared de mi cuarto —dice ella, enfurecié ndose—. ¿ Desde cuá ndo tengo que pedirle permiso para colgar un cuadro en mi casa?

Gonzalo sonrí e, pero la suya es una sonrisa amarga.

—Soy yo —dice, las manos en los bolsillos—. El problema no eres tú. Soy yo. Ignacio no me quiere. Desprecia todo lo que hago. Le parece que mi vida es una mierda.

Zoe permanece en silencio. No quiere lastimarlo. Sabe que tiene razó n: Ignacio siempre se ha sentido superior a su hermano, a quien ve con una cierta condescendencia.

—Necesito seguir pintando —dice Gonzalo, que ahora se siente furioso y sabe que la mejor manera de recuperar la tranquilidad es pará ndose frente al lienzo, olvidando a su hermano y pintando.

—Mejor me voy —dice Zoe, ponié ndose de pie. No puede evitar sentirse rechazada. Necesito que me abraces, que me consueles, y prefieres pintar. No puedo quedarme aquí. Tú tambié n me haces dañ o sin querer, —piensa—. Lamento haberte interrumpido por esta tonterí a. Tení a que contá rselo a alguien.

Zoe le da la espalda y camina hacia la puerta. Se siente desgraciada. Sabe que en el auto volverá a llorar y no tendrá fuerzas para manejar.

—No te vayas —dice Gonzalo. Está s mal. Qué date.

Zoe se detiene, suspira.

—Pero tienes que seguir pintando —dice—. Yo soy un estorbo.

—Si no me hablas, puedo pintar —dice é l—. É chate un rato en la cama. Descansa. Te hará bien.

Gonzalo la ha mirado con ternura. Le provoca abrazarla, pero se controla. Sabe que está herida y no quiere abusar de ella.

—¿ Seguro que no te molesta? —pregunta ella, con una mirada dulce.

—Seguro —responde é l—. Anda a la cama. Trata de dormir un poco.

—Gracias —dice ella, sonriendo—. No quiero volver a casa. No sé adó nde irí a.

 

Camina hacia é l, le da un beso en la mejilla, siente unas ganas de abrazarlo que disimula a duras penas y se dirige a la cama, donde sabe que Gonzalo ha amado a muchas mujeres. Es un colchó n muy grande, sobre una base de madera, cubierto por un edredó n de plumas blanco, una cama simple y espaciosa, sin ninguna pretensió n esté tica.

Tras quitarse los botines de cuero, Zoe se echa en la cama, descansa su cabeza en una almohada muy suave, cubre sus pies con el edredó n. Desde allí, puede ver a Gonzalo pintando. Siente un placer intenso al saberse en la cama de Gonzalo y verlo pintando. Nunca antes se ha echado en esa cama. Huele la almohada. Huele a é l, un olor recio, á spero pero agradable. Cierra los ojos. Imagina a Gonzalo amando en esa cama. Lo imagina amá ndola. Se eriza un poco. Suspira. Abre los ojos. Lo observa. É l pinta de un modo violento, apasionado, como si nada má s importase en el mundo, como si ella no existiera. Pero a ella le gusta que sea así. No le molesta estar en su cama y verlo pintar ensimismado, indiferente a ella. Me gusta que puedas pintar conmigo en tu cama, piensa. Me gusta que puedas olvidarte de que estoy mirá ndote. Me gusta que te entregues con pasió n a esa locura que es pintar por el solo placer de pintar. Me gusta que esta cama ahora huela a mí, piensa Zoe. Me gustas, Gonzalo. Pero no debo pensar esas cosas.

 

Cuando Gonzalo se cansa de pintar porque le duelen la espalda y los pies, Zoe duerme. Despué s de lavarse las manos y comer una manzana, se acerca a la cama y la observa. Ella duerme de costado, la cabeza sobre la almohada, los pies cubiertos por el edredó n blanco. Respira profundamente por la nariz. Tiene la boca entreabierta. Gonzalo la contempla admirado. Pasea lentamente la mirada por su rostro, sus manos —unas manos que ella tiene cerradas, apretadas, como si estuviese soñ ando algo desagradable—, su cuerpo hermoso. Es una diosa, piensa, como pensó cuando la conoció. Está cada dia má s linda. No merece todo esto. Deberí a tener a un hombre que la sepa querer con pasió n. Yo podrí a ser ese hombre. Yo podrí a hacerle el amor una noche entera. Conmigo podrí as tener los orgasmos que nunca has tenido, Zoe. Pero eres la mujer de mi hermano. No voy a tocarte. Duerme.

Gonzalo tiene una erecció n pero sabe controlarse. No harí a nada que pudiera lastimarla. Le gusta que ella duerma en su cama. Se echa cuidadosamente a su lado para no despertarla, cierra los ojos y no tarda en dormirse a pesar de que aú n no ha oscurecido.

 

Zoe despierta poco despué s. Descubre que Gonzalo duerme a su lado. Está tendido con la boca abierta, los brazos cruzados sobre el pecho, la cabeza apoyada en una almohada y ligeramente ladeada hacia ella. Zoe sonrí e. Le gusta verlo durmiendo. Siente ganas de despertarlo a besos, de abrazarlo, de quedarse con é l toda la noche. Sabe que es irnposible. Se atreve, sin embargo, a darle un beso furtivo en la mejilla. Siente esa barba de cinco dí as en sus labios. Lo desea. Gonzalo no despierta a pesar del beso. Zoe lo recorre con la mirada. Mira el bulto donde adivina su sexo dormido. Siente ganas de acariciarlo. No seas traviesa, se dice. No pienses esas cosas. Dé jalo dormir y á ndate de una vez antes de que esto termine mal. Zoe se pone de pie, recoge sus zapatos y sale caminando descalza. Abre la puerta. Antes de salir, lo mira y comprueba que duerme plá cidamente. En esa cama, yo podrí a ser feliz, piensa.

 

Tienes que pedirle perdó n, piensa Ignacio, arrepentido de haber sucumbido al instinto violento de destruir el cuadro de su hermano y ofender a su esposa. No te rebajes a ser un hombre salvaje, que no sabe dominar sus impulsos. Si ella ha sido una cabrona contigo, no le pagues con la misma moneda. Vuela má s alto que ella. Dale una lecció n. Demué strale que tienes un corazó n noble y sabes reconocer un error y pedir perdó n. No debiste hacer eso. El cuadro era suyo. Fue una canallada echarlo a la piscina. Tienes que pedirle perdó n a Zoe. Ojalá que Gonzalo no se entere de todo esto.

 

Ignacio salió de su casa sin saber adó nde ir. Estaba avergonzado del acto de barbarie al que se habí a rebajado y no querí a ver a su mujer ni hablar con ella. Apagó el celular, subió a su camioneta y manejó una hora por la autopista. Le hací a bien manejar despacio por la autopista sin rumbo fijo, con el celular apagado. Se relajaba, podí a pensar, ordenar el caos que eran a veces sus sentimientos, recuperar el control. El solo hecho de conducir lentamente esa flamante camioneta de doble tracció n, respetando las reglas de trá nsito, entregá ndose a la contemplació n perezosa del paisaje, alejá ndose del barullo de la ciudad, le daba una sensació n de armoní a y control. Ignacio necesitaba sentirse en control. Cuando lo perdí a, sentí a vergü enza de sí mismo. Ahora, al timó n de la camioneta, volví a a ser el hombre racional e imperturbable que querí a ser siempre. Ya lejos de la ciudad, se desvió en una bifurcació n, manejó por un camino angosto y se detuvo a tomar un refresco en un puesto al paso. De regreso en la camioneta, reclinó el asiento hacia atrá s y se echó a meditar sobre lo que debí a hacer para reparar el dañ o que habí a provocado con su explosió n de ira. Debo pedirle perdó n a Zoe. Si Gonzalo se ha enterado, tambié n debo disculparme con é l. No me creerá, pero no tengo nada contra é l como pintor. Me parece bien que sea feliz pintando. Serí a complicado tenerlo a mi lado en el banco. No se someterí a a mi autoridad, cuestionarí a mis decisiones y, sobre todo, serí a infeliz, porque su vida es pintar y yo serí a Un cretino si no pudiera entender eso. Le compraré un cuadro má s bonito y má s caro. Se lo regalaré a Zoe. Lo colgaré yo mismo en la pared de nuestro cuarto. Y le daré una sorpresa a Zoe. Le haré un regalo que no se espere. O la sorprenderé con un viaje de fin de semana. No será fá cil que me perdone. No entenderá por qué me puse tan violento. Pero no debo contarle que escuché de casualidad la conversació n entre ella y Gonzalo. Si le cuento, todo será peor. Sabrá que yo sospecho que hay algo raro entre los dos. Prefiero callarme, estar atento y ser bueno con ella. Lo mejor que puedo hacer es pedirle perdó n y darle todo mi amor. Tampoco me conviene hablar con Gonzalo, decirle que escuché la conversació n con Zoe, que es un canalla, un miserable por hablarle mal de mí a mi propia esposa. ¿ Qué ganarí a? Nada. Serí a un momento muy desagradable para los dos. Perderí a el control. Le gritarí a, lo insultarí a, tendrí a ganas de pegarle, quizá s terminarí amos golpeá ndonos. No quiero humillarme así. No quiero. Siempre es má s fá cil entregarse a la violencia, odiar al otro. Yo prefiero perdonarlos, olvidar, hacerme el tonto y darles mi cariñ o. Por eso fue una bajeza y una estupidez tirar el cuadro al agua. Debo recuperar la dignidad. Dos errores no hacen un acierto. Si al error del cuadro sumo el error de contarlo todo y hacer un escá ndalo familiar, la cosa se va a complicar. Trataré de olvidarme de lo que oí, perdonarlos y seguir querié ndolos. No podrí a perder a Zoe. No podrí a estar bien sin ella. Tengo que pedirle perdó n.



  

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