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La Mujer De Mi Hermano [A1]

Jaime Bayly

 

 

 

 


C reo que mi mujer se está acostando con mi hermano, piensa Ignacio.

Ignacio es banquero y acaba de cumplir treinta y cinco añ os. Se casó hace nueve con Zoe, no tienen hijos y viven en una casa muy bonita en los suburbios. Dispone de suficiente dinero para pagar sus caprichos y los de ella. Trabaja duro: sale de casa muy temprano, cuando Zoe duerme, y suele regresar de noche. En realidad, le gusta estar en el banco y multiplicar su dinero. Es bueno para las cosas del dinero, siempre lo fue: supone que heredó ese talento de su padre, que fundó un banco, trabajó en é l toda su vida y murió de cá ncer, dejá ndoles ese pró spero negocio a é l y su hermano menor, Gonzalo, que tiene treinta añ os, la edad de Zoe. A Gonzalo no le interesa trabajar en el banco, porque es pintor, como su madre, que tambié n pinta pero, a diferencia de é l, nunca vendió un cuadro. Ella no visita el banco má s de dos veces al añ o, pues confí a en su hijo mayor y sabe que é l hace su mejor esfuerzo para estar a la altura de la memoria de su padre.

 

Zoe es el gran amor de Ignacio. La conoció en la universidad y se enamoró de ella como no se habí a enamorado antes. Nunca le ha sido infiel con otra mujer. Le gustarí a pasar má s tiempo con ella, pero sus obligaciones en el banco no se lo permiten. Trabaja sin descanso para que ella tenga todo lo que quiera. Zoe no trabaja y así está bien para é l. Estudió Historia del arte y literatura. Dice que algú n dí a escribirá una novela. Ignacio la anima a que la comience, pero ella dice que aú n no está preparada y que esas cosas no se pueden forzar. Por ahora, se entretiene tomando clases de cocina y haciendo ejercicios en su gimnasio particular.

Ignacio tiene miedo de que Zoe se aburra con é l. A veces siente que ella ya no lo quiere como antes. Los fines de semana salen al cine y a cenar con amigos, pero ú ltimamente la nota malhumorada. Se irrita por pequeñ eces con é l, no le tiene paciencia y las pequeñ as maní as de su esposo, que antes le divertí an, ahora parecen molestarle. Ignacio piensa que a ella ya no le provoca tanto estar con é l. Hace lo que puede para evitarme y estar conmigo el menor tiempo posible, se dice. Cuando le pregunta si algo está mal, ella le dice que no, pero é l sabe que algo no está bien, lo sabe porque lo lee en sus ojos y porque antes las cosas no eran así. Hubo un tiempo en que Zoe me amaba, piensa. Ahora só lo me tolera.

 

Ignacio no tiene ninguna prueba de que ella esté acostá ndose con su hermano. Aunque es só lo una sospecha, ese presentimiento no cede, no lo abandona. Puede imaginarlos amá ndose a sus espaldas, burlá ndose de é l, traicioná ndolo con absoluto cinismo. Ignacio piensa que su hermano es un canalla: no tiene principios, no respeta nada y hace lo que le da la gana. Tambié n sabe que es encantador: desde muy, joven tuvo é xito con las mujeres, sabe seducirlas, su vida es pintar y acostarse con mujeres guapas. Gonzalo tiene talento para las dos cosas y no le interesa nada má s, porque sabe que el banco le deja suficiente plata como para darse el lujo de despreocuparse de ella. Ignacio cree que Gonzalo es un irresponsable; sin embargo, lo envidia, pues tiene la sospecha de que se divierte má s que é l.

 

Hasta donde Ignacio sabe, su mujer nunca lo ha engañ ado con un hombre. Antes de conocerlo, Zoe tuvo un par de novios. Con uno de ellos, ya casado y con hijos, se escribe correos electró nicos de vez en cuando. Zoe dice que no puede dejar de quererlo como amigo. Ignacio la entiende y no se opone a que se escriban. A veces, sin embargo, le dan celos y lee sus correos, aunque ahora no puede porque ella, desconfiando de é l, ha cambiado su contraseñ a.

Yo no soy un idiota, piensa, y sé que Gonzalo y Zoe se gustan. Cree saberlo desde que empezó a salir con ella y Gonzalo la conoció. Ignacio piensa que su hermano no la mira con el respeto que merece por ser su cuñ ada: se permite mirarla con prescindencia de mí, como si yo no existiera. No le sorprende ese descaro, sin embargo. Está acostumbrado a é l. Cuando a su hermano le gusta una mujer, pasa por encima de todo y se la lleva a la cama, o al menos lo intenta. Recuerda perfectamente el dí a en que le presentó a Zoe: estaban en su apartamento de soltero, Gonzalo vení a llegando de viaje, Zoe e Ignacio habí an pasado la noche juntos, Gonzalo le dio un beso en la mejilla y, cuando ella fue a la cocina, le miró el trasero sin ningú n disimulo ni reparo. A Ignacio le pareció increí ble que su hermano le mirase el trasero a su mujer sin importarle siquiera que é l estuviese a su lado. Es un canalla, piensa, y se siente superior a mí porque yo só lo hago dinero y é l cree que pinta obras de arte.

Ignacio sabí a que su mujer le gustaba a su hermano y que é l era un descarado, pero estaba tranquilo porque confiaba en ella. Ahora ha perdido esa confianza y por eso se inquieta. Puede que sean alucinaciones mí as, piensa, pero Zoe mira a Gonzalo de otra manera y algo me esconde.

 

La otra noche, Ignacio regresó cansado del banco, con ganas de darse una ducha y echarse a leer, y encontró un cuadro de su hermano colgado en la pared de su dormitorio. Zoe le dijo que habí a visitado el taller de Gonzalo y no resistió la tentació n de comprarlo. Ignacio pensó que el cuadro no estaba mal: no le disgustó, é l tambié n podrí a haberlo comprado, aunque el precio que cobró su hermano le pareció excesivo. Lo que le molesto fue que Zoe lo comprase sin decirle nada, lo colgase al lado de su cama y lo mirase como dicié ndole: tú jamá s podrá s hacer algo tan bonito como ese cuadro que pintó tu hermano. Si descubro que está n acostá ndose, piensa, voy a romper ese cuadro a patadas.

 

Mientras cuenta las veinte uvas verdes que desayuna de pie en la cocina, Zoe piensa que su matrimonio con Ignacio es tranquilo, estable, hasta có modo, pero carece de pasió n. Cuando lo conocí, era má s alegre, tení a má s energí a, se dice, demorando el sabor de la uva nú mero trece en su boca. Ahora es un aburrido, vive para el banco, llega cansado y só lo le provoca tirarse en la cama a leer o ver televisió n. Sé que me quiere y no me engañ a con nadie, pero tambié n me aburre y eso no lo puedo evitar. Detesto que me lleve a misa los domingos a mediodí a, cuando es tan rico quedarse en la cama leyendo los perió dicos, haciendo el amor una vez má s. Pero Ignacio ya no se excita tanto conmigo. Siento que no me desea como antes. Cuando nos casamos —se entristece recordando Zoe, todaví a en camisó n y pantuflas—, Ignacio no podí a terminar el dí a sin hacerme el amor, me decí a que só lo podí a dormir bien si lo hací amos todas las noches, siempre, sin falta. Yo sentí a que nada lo hací a má s feliz que verme desnuda a su lado. Ahora no es así. Nunca se duerme abrazá ndome como antes. Odio que se meta unos tapones en los oí dos, me dé la espalda y esté roncando a los cinco minutos. Odio sentir que me mato en el gimnasio para estar linda, perfecta para é l, y, sin embargo, cuando estamos en la cama, me da la espalda y prefiere dormir. Me deprime tanto pensar que ahora Ignacio só lo me desea los sá bados. Lo puedo odiar cuando me recuerda que es sá bado y ya nos toca hacer el amor. Porque ahora se le ha dado por hacerlo conmigo só lo los sá bados, cuando regresamos de cenar. El otro dí a le pregunté de dó nde ha sacado esa maní a tan rara y me contestó que así es má s rico porque se aguanta varios dí as y llega con má s ganas el fin de semana. No le creo. No soy tan tonta. Me miente y se miente a sí mismo. La verdad es que ya no me ama con pasió n, ya no me desea como antes. Mejor voy al gimnasio porque voy a ponerme a llorar. Tengo un marido que só lo se excita conmigo los sá bados en la noche porque durante la semana está cansado. Me muero de la pena. En realidad, ya ni siquiera sé si me provoca hacer el amor con é l. Es todo tan aburrido, tan predecible, má s aburrido a veces que acompañ arlo a misa los domingos y oí r el sermó n tontí simo del cura barrigó n que estoy segura de que es gay en el closet. Pero lo que má s me irrita de mi marido no es que me lleve a aburrirme a misa todos los domingos, sino que despué s me obligue a almorzar con la pesada de su mamá, que cada dí a está má s sorda. Esa vieja tacañ a nunca me quiso. Me mira para abajo. Se cree mejor que yo porque tiene toda la plata del mundo y porque pinta unos cuadros horribles. Alguien tiene que decirle que deje de pintar esos adefesios. Pero Ignacio, por supuesto, no se lo va a decir. Ignacio vive para ella.

 

Ojalá me quisiera a mí la mitad de lo que quiere a su madre. Es el niñ o perfecto de mamá. Y ella morirá pensando que yo me saqué la loterí a casá ndome con su hijo mayor, el banquero exitoso que me hizo má s feliz de lo que yo merecí a. Se equivoca. No soy feliz. Ya me olvidé de lo que es sentirme feliz. Me aburro con Ignacio. Y no sé qué hacer. Porque tampoco me atrevo a dejarlo. Pero necesito un poco de pasió n en mi vida. No puedo seguir así. Tengo que hacer algo.

Todo serí a diferente si pudié ramos tener hijos, piensa Zoe, mientras viste la ropa deportiva que sudará en el gimnasio. Pero Ignacio y ella se han cansado de probar todas las té cnicas posibles y no han podido tener un hijo. Han viajado a las mejores clí nicas, se han sometido a los má s costosos tratamientos, han rezado con fervor pidiendo un milagro, yero nada ha dado resultado y, con una pena callada, se han resignado a la idea de que será n una pareja sin hijos.

Es un castigo injusto de Dios, se molesta ella a veces. Porque con toda la plata que tenernos, con lo bueno que es Ignacio despué s de todo, podrí amos hacer muy felices a nuestros hijos, llenar sus vidas de amor y cosas lindas. Pero es como si Dios, por habernos dado tantas cosas, nos hubiese castigado quitá ndonos a los hijos. Ignacio alguna vez sugirió adoptar, pero Zoe se opuso tajantemente. No soporta la idea de criar niñ os que no sean suyos. Mis hijos tienen que parecerse a mí, oler a mí, tener mis genes y mi sangre, —se irritó —.

 

Nunca má s volvieron a hablar del tema. Zoe se consuela pensando que, al no ser madre, tiene má s tiempo para aprender, educarse, mejorar como persona. Por eso, en los ú ltimos añ os, ha tomado clases de filosofí a, de yoga, de religiones comparadas y ahora se divierte mucho en las de cocina con un profesor al que encuentra guapí simo. Pero, a veces, cuando sale de compras al centro comercial má s elegante de la ciudad y pasa al lado de una mujer con niñ os bonitos, no puede evitar mirarlos con tristeza y secarse una lá grima pensando en la felicidad de ser mamá que el destino le negó.

Quizá s fue un error casarme con Ignacio, piensa, pedaleando frené ticamente en la bicicleta está tica del gimnasio que su marido le construyó en una esquina de la casa, má s allá de la piscina y los jardines, para evitarle el disgusto de ejercitarse con otras mujeres y hombres, mujeres que sudaban donde luego Zoe tendrí a que reclinarse con asco, hombres que la miraban de un modo vulgar, incomodá ndola. Quizá s el hecho de que no pueda tener hijos conmigo es una prueba clarí sima de que elegí al marido equivocado, se atormenta. Si me hubiera casado con Patricio, tendrí a cuatro hijos preciosos, vivirí a en una casa má s chica, no importa, pero me harí a el amor todas las mañ anas antes de irse a trabajar y yo serí a feliz recogiendo a los chicos del colegio, cociná ndoles, ayudá ndolos en las tareas, contá ndoles un cuento antes de dormir. Yo nací para ser madre. Es tan injusto que me castigues así, Dios. Por eso no creo en ti. Yo nunca le hice dañ o a nadie para que me trates tan mal. A Patricio le hice dañ o cuando lo dejé, pero no fue por mala, sino porque era muy niñ a y estaba confundida y querí a vivir la vida. No me sentí a preparada para irme con é l. Era muy joven.

 

Zoe y Patricio fueron novios cuando ella comenzaba la universidad y é l estaba a punto de graduarse y viajar al extranjero a estudiar una maestrí a. Vivieron juntos unos meses muy felices. Patricio fue su primer amante de verdad, los otros habí an sido aventuras furtivas, travesuras de una noche. Zoe se enamoró por primera vez y aú n ahora piensa que, a escondidas, todaví a siente un cosquilleo por é l. Por eso, ciertas noches, cuando Ignacio duerme, ella va a la computadora y le escribe cosas breves: te extrañ o, me encantarí a verte, deberí amos encontrarnos en secreto algú n dí a. Pero Patricio está lejos, casado, enamorado de su esposa, con hijos a los que adora y nunca dejarí a. Es só lo una fá ntasí a, un juego travieso de medianoche, una manera de escapar del aburrimiento en que se ha convertido su matrimonio. Zoe sabe que no serí a capaz de besar de nuevo a Patricio. Tal vez por eso, cuando se encuentran en internet tarde en la noche, se atreve a decirle cosas osadas y se eriza cuando é l le sigue el juego y le dice que a veces se toca pensando en ella. Lo dejé por cobarde, piensa Zoe, tendida en el gimnasio, descansando entre sus series de abdominales. Debí irme con é l. Ahora tendrí a hijos y serí a feliz. Pero ella sabe que hace trampa. Porque era muy joven cuando Patricio le pidió que dejase todo para acompañ arlo a vivir en el paí s lejano donde é l continuarí a estudiando. Si me quiere de verdad, regresará por mí, pensó ella entonces y se quedó esperá ndolo. Patricio no regresó. Ahora Zoe lo recuerda como un hombre dulce y apasionado, un amante insaciable. Todo lo que no es mi marido: ¿ de qué me sirve tener quinientos zapatos finí simos si mi esposo es incapaz de hacerme el amor los mié rcoles?

 

Despué s de ejercitarse durante hora y media en el gimnasio, Zoe camina de regreso a su casa. Está cubierta de sudor: le gusta oler su sudor, le gusta có mo huele su sudor, le recuerda que es todaví a una mujer viva, que desea, que tiene dormida la pasió n. El olor de mi sudor es el olor de la pasió n, del sexo, piensa. Pasa una toalla blanca por su frente, secá ndose. Se alegra cuando recuerda que esa tarde tiene clases de cocina con Jorge, su profesor, el dueñ o del mejor restaurante de la ciudad. Las manos de Jorge me vuelven loca, piensa. Le chuparí a los dedos, uno por uno, al final de la clase. Debe de ser un amante fantá stico. Debe de ser muchí simo mejor en la cama que Ignacio. Y creo que me mira de una manera especial. Somos doce señ oras en la clase, pero yo sé que soy su preferida. Si esas manos tan lindas quisieran tocarme, no podrí a resistirme, piensa, mientras se desviste. Necesito unas manos que me toquen con desesperació n. Necesito amor.

 

Despué s de mis clases de cocina, voy a pasar por el taller de Gonzalo. Está loco, pero al menos me hace reí r. Y pinta precioso. No sé de dó nde ha sacado ese talento, pero seguro que no de mi suegra, que pinta unas cosas horrendas. Un domingo me voy a vengar de Ignacio, se rí e sola Zoe. Cuando me lleve a casa de su madre, le voy a decir a la vieja tacañ a: Cristina, yo te quiero mucho, pero no puedo seguir mintié ndote, tus cuadros me parecen un espanto.

Zoe sale de la ducha. Tras secarse, se ve desnuda en el espejo. Le gusta su cuerpo: pechos todaví a erguidos, nada de barriga, piernas largas y endurecidas por la gimnasia, un trasero que ella encuentra excesivo pero que los hombres suelen mirar con ardor. Todaví a estoy guapa, piensa. Imagina otras manos tocá ndola, las manos de Patricio tan lejanas, las de Jorge, el profesor de cocina. No soy una puta, se arrepiente. Soy una mujer casada. Ignacio es tan bueno. Siempre lo voy a querer. Luego recuerda que es mié rcoles y debe esperar hasta el sá bado para cumplir la rutina del amor con su esposo. Lo odio. Es tan cuadrado, tan aburrido. Quiero reí rme un rato. Pasaré a ver a Gonzalo. Si a mi marido le molesta, mala suerte. Su hermano es un encanto. Me divierte muchí simo. Si lo hubiera conocido antes que a Ignacio, no sé qué habrí a pasado. Porque está guapí simo. Zoe, mejor no pienses esas cosas, se dice, mientras mira con orgullo sus nalgas sin rastros de celulitis.

 

Gonzalo nunca comienza a pintar antes del mediodí a. Necesita dormir ocho horas por lo menos y suele acostarse tarde. Cuando duerme mal, le cuesta má s trabajo pintar, se enfada con facilidad, enciende la mú sica a un volumen alto y a veces grita mientras pinta. No es como Ignacio, su hermano mayor, que, duerma mal o bien, trabaja siempre a un ritmo parejo, sosegado. Gonzalo pinta todas las tardes, incluso los domingos o feriados. Só lo deja de pintar cuando viaja y por eso prefiere no viajar con frecuencia. Siente que su vida se torna gris y carece de sentido cuando deja de pintar. Necesita pintar. Descubrió eso cuando tení a veinte añ os y estudiaba negocios en la universidad. Empezó a pintar despué s de clases para olvidar un contratiempo amoroso y tambié n, en cierto modo, la rutina tediosa de la universidad. A medida que pintaba, sentí a crecer la pasió n por esa manera í ntima de recrear el mundo y expresar la violencia a menudo contradictoria de sus sentimientos. Pintando comprendió que su vida estaba allí, en los lienzos y los colores, y no en el banco junto a Ignacio. Por eso, un buen dí a dejó de ir a la universidad. Desde entonces, só lo le ha interesado pintar.

Ni siquiera le interesa vender luego sus cuadros. No necesita el dinero: Ignacio le entrega trimestralmente un adelanto a cuenta de sus ganancias en el banco y con eso tiene de sobra para vivir con comodidad. De todos modos, ha hecho algunas exposiciones en las mejores galerí as de arte de la ciudad y se ha resignado a vender un pequeñ o nú mero de cuadros. Porque a Gonzalo le duele vender sus cuadros: es feliz cuando los regala, pero venderlos le deja una sensació n de tristeza, pues siente que pasará n a manos extrañ as y les perderá el rastro.

Curiosamente, sin embargo, acaba de venderle un cuadro a Zoe, su cuñ ada. Lo hizo como un juego: ella le pidió que se lo regalase y é l, para no complacerla tan dó cilmente, se negó y fijó un precio exagerado, desafiá ndola. Zoe no dudó en escribir un cheque por esa cantidad y llevarse el cuadro con una sensació n de triunfo. Gonzalo tambié n sintió que habí a ganado el juego. Guardó el cheque en algú n cajó n, sabiendo que no irí a a cobrarlo. Antes observó la firma y le pareció encontrar en ella rasgos de una cierta tensió n.

 

Gonzalo siempre ha creí do que Zoe es una mujer bellí sima, pero ú ltimamente la encuentra un poco rara. Hay algo en ella que no está bien, piensa. Se rí e con una ansiedad que no tení a antes, de pronto se aleja de la conversació n y la veo distraí da y ausente, me mira como si quisiera contarme algo pero no se atreviese y estuviera a punto de echarse a llorar. Debe de ser que está pasando por un momento complicado. Ignacio no le ha dado hijos y la tiene medio aburrida. Que se cuide. Zoe es una mujer estupenda y cualquier dí a se larga con otro. Aunque no creo que se atreva a dejar la vida tan có moda que tiene con mi hermano. Ni siquiera se atreverí a a tener un amante secreto. O quizá s sí. Con Zoe nunca se sabe, nunca sabes lo que está pensando. No sé si viene a verme al taller porque le gustan mis cuadros, porque le gusta reí rse conmigo o porque yo le gusto aunque no esté dispuesta a admitirlo. Es tan rica mi cuñ ada. Es una delicia. Mi hermano es un idiota. Prefiere pudrirse en el banco haciendo má s plata de la que podrá gastar en toda su vida, antes que pasarla bien con su mujer. Prefiere llevarla a misa, en lugar de tirá rsela tres veces seguidas. Zoe está triste porque no se la tiran bien. Está clarí simo. Nadie que sepa tirar va a misa de doce los domingos. É sa es la hora en que tienes que estar montá ndote a tu mujer.

 

Gonzalo no va a misa. Cree vagamente en Dios y por eso a veces reza cosas deshilvanadas, pero no se siente parte de ninguna iglesia. Los domingos a mediodí a, despué s de trotar en la faja está tica y desayunar só lo un jugo de naranja, se obliga, como todos los dí as a pintar al menos cuatro horas seguidas, y mejor si son seis. Nadie puede interrumpirlo mientras pinta. No contesta el telé fono, ignora el timbre, no habla con nadie salvo consigo mismo, ni siquiera come. Le gusta pintar con hambre. No es bueno pintar con la barriga llena, piensa. Uno se hace má s lento y pesado. Del hambre, de la idea de comer algo rico al final de la jornada, Gonzalo cree sacar energí as, una cierta violencia para pintar sin pensarlo tanto. Cuando le suena el estó mago de hambre, come una manzana verde y sigue pintando. Bebe bastante agua, va al bañ o con frecuencia y orina. Si se siente trabado y no puede pintar, grita, maldice, insulta. A veces insulta a su hermano, piensa en é l y grita maricó n, mariconazo, infeliz. Despué s de gritar, se siente mejor. Si todaví a no puede pintar porque tiene mucha rabia adentro o hay algo que le molesta, se quita la ropa, se echa en un silló n de cuero viejo y se masturba pensando en alguna de las mujeres que han pasado por su cama o en las pocas que se han resistido y aú n desea. Rara vez se toca pensando en ella. Pero lo ha hecho y todaví a lo hace, aunque despué s se sienta un canalla. Piensa que ella aparece inesperadamente en el taller cuando é l ha terminado de pintar y ya oscurece. Ella le confiesa que está harta de su marido, que se aburre y necesita un hombre de verdad. Llora. É l la abraza, la consuela, acaricia su rostro. Ella busca sus labios, lo besa. É l la desviste lentamente, la besa con ternura, le arranca suspiros. Ella se resiste dé bilmente. Esto está mal, dice. No debemos. Por favor, no sigas. Pero é l sabe que ella quiere que no se detenga. Por eso sigue, porque lo ha deseado secretamente desde que la conoce y supo que ella habí a elegido al hombre equivocado. Para. Gonzalo, no sigas, pide ella, pero la expresió n de su rostro la traiciona y es obvio que está gozando como su marido no sabe hacerla gozar. Gonzalo la ama entonces con una violencia turbia, mientras ella le dice cosas inconfesables. Tu hermano nunca me ha tirado tan rico como tú, le dice, mientras é l cabalga sobre ella.

Ella es Zoe, su cuñ ada. Aunque la desea en secreto, Gonzalo sabe que no debe pensar en ella. Jamá s cometerí a la bajeza de engañ ar a su hermano. Todo terminarí a mal. Se sentirí a una mierda. Como se siente cuando, a pesar de la razó n, cediendo a un instinto ciego, se toca pensando en ella. No sabe bien por qué lo hace, por qué sigue hacié ndolo. No se lo contarí a a nadie. Le da vergü enza. Quizá s simplemente lo hace porque le da mucho placer. Zoe es de su familia, su cuñ ada, pero tambié n una mujer hermosa y, en cierto modo, descuidada por su marido. Es mi amiga antes que mi cuñ ada. Si algú n dí a ella dejara a Ignacio, seguirí a siendo mi amiga. Me divierto con ella mucho má s que con é l. Me cae mejor. Y es un mujeró n. Si no fuera mi cuñ ada, harí a lo imposible por llevá rmela a la cama. Es normal que me guste. A cualquier hombre le gustarí a. Pero yo no soy cualquier hombre. Soy el hermano menor de Ignacio. Y ella es la mujer de mi hermano. Y yo puedo ser un hijo de puta pero no quiero hacerle dañ o a mi hermano, que será un poco tonto pero es buena gente, y menos hacerle dañ o a Zoe, que, si algú n dí a pasara algo entre ella y yo, de todas maneras sufrirí a y acabarí a mal y seguro que hasta se lo contarí a a Ignacio. No juegues con fuego. Zoe es tu amiga y punto. Por primera vez en tu vida, ten una amiga, quié rela como amiga y no le quites la ropa. No seas una rata. Só lo una rata se tirarí a a la mujer de su hermano.

 

Gonzalo está saliendo con Laura, una actriz muy joven a la que conoció en una galerí a de arte. No está enamorado, pero le gusta tener sexo con ella. Gonzalo necesita tener buen sexo para estar tranquilo con el mundo y no enloquecer. No puede vivir mucho tiempo sin una mujer. Un dí a suyo só lo es perfecto cuando ha pintado bien y ha tenido dos orgasmos con una mujer hermosa. Laura lo es, pero tambié n es muy niñ a y Gonzalo a veces se aburre con ella. Eso le pasa con frecuencia: conoce a una mujer, la desea, la conquista y, a pesar de que el sexo es bueno, termina aburrié ndose. Le duele reconocer que só lo se ha enamorado una vez y ya tiene treinta añ os, y es obvio que de Laura no se va a enamorar porque es apenas un juego placentero que terminará pronto cuando ella descubra, como casi todas las demá s, que é l no quiere comprometerse, no quiere vivir con ella ni hablar de matrimonio o tener hijos. Só lo me he enamorado de Mó nica, piensa. Esa hija de puta. Me dejó hecho mierda. Pero algú n dí a me la voy a volver a tirar. Tengo que hacerlo. Y la voy a hacer gemir como nunca en su puta vida ha gemido de placer. Y cuando me pida que me quede con ella, la voy a dejar llorando. Porque Mó nica fue quien dejó a Gonzalo.

 

Se conocieron en el colegio, cuando ella tení a catorce añ os, y é l, quince. Se amaron en secreto. Descubrieron el sexo juntos. Fueron amantes tres añ os. Hablaron de casarse y tener hijos. Gonzalo no pintaba todaví a. Se contentaba con la idea de continuar en el banco la tradició n familiar. No imaginaba su vida sin ella. Hasta que Mó nica se aburrió y se fue con un empresario acaudalado que le prometió un futuro como modelo.

 

Gonzalo nunca le perdonó esa traició n. Tiempo despué s, ella lo buscó pero é l se negó a contestar sus cartas y sus llamadas telefó nicas. Sin embargo, a veces, cuando se emborracha, se toca con violencia pensando en ella, en que algú n dí a volverá a poseerla sin decirle palabra. Despué s le invade una tristeza profunda y llora con rabia. Perra, grita. Nunca te voy a perdonar.

No debo pensar tanto en las mujeres, se dice Gonzalo. Ni en Zoe, ni en Mó nica ni en la buena de Laura. Debo pensar en mis cuadros, concentrarme en pintar. Só lo eso me salvará de ser un infeliz como mi hermano.

 

Es sá bado, media mañ ana de un dí a nublado, e Ignacio sale de la cama donde todaví a duerme su mujer y viste un buzo y zapatillas. Pasa por la cocina, abre la refrigeradora, bebe el jugo de naranja de rigor, come de pie la ensalada de frutas que le han dejado preparada —plá tano, uva, mango, manzana, nunca piñ a ni papaya—, decide no encender todaví a la computadora para leer sus correos, echa un vistazo a los titulares del perió dico y sale al jardí n. Tengo suerte de vivir en esta casa tan linda, se dice, respirando el aire puro de los suburbios. No me pienso mover de aquí. Quiero quedarme en esta casa el resto de mi vida.



  

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