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RAVELSTEIN 19 страницаRecié n salido de la universidad a finales de los añ os treinta, fui ayudante de unos trabajos de investigació n y colaboré en la compilació n de una guí a geográ fica, por la que hube de enterarme de que prá cticamente en todos los Estados de la Unió n habí a una ciudad llamada Athens. Era un hecho tambié n que, durante una estancia en Chicago, A. N. Whitehead habí a profetizado que aquella ciudad estaba destinada a regir el mundo moderno. La inteligencia estaba allí, se encontraba a la libre disposició n de todo el mundo, era muy posible, pues, que aquella ciudad pudiese convertirse en una nueva Atenas. Recuerdo que, cuando se lo dije a Ravelstein, se echó a reí r a mandí bula batiente y dijo: —Si ocurre, no será porque lo haya dicho Whitehead. Con la filosofí a que llevaba dentro no se habrí a llenado ni un globo de cumpleañ os. No es que Russell fuera mucho mejor.
Si me interesaban esas opiniones no era porque yo tuviera ambiciones polí ticas sino porque, sin tener grandes conocimientos de filosofí a polí tica, me disponí a a escribir, habí a acordado que escribirí a, unas memorias de Ravelstein, filó sofo polí tico. Yo no estaba en condiciones de afirmar que Whitehead y Russell hubieran desarrollado o no ideas que valiera la pena examinar. Pero Ravelstein me dijo de manera perentoria que no me molestara en conocer los estudios, ensayos y opiniones de ninguno de los dos. Hay que agradecer los buenos consejos en materias de esta í ndole, puesto que la vida es demasiado corta para desperdiciarla dedicando todo un mes, pongamos por caso, a la Historia de la filosofí a de Russell, libro evidentemente deformado y hasta estrafalario, aunque muy moderno, porque nos ahorra el tiempo que dedicarí amos al estudio de diversos filó sofos alemanes y franceses. A su manera, Ravelstein querí a protegerme e impedir que me enfrascara en las obras de los pensadores que é l má s admiraba. Me habí a pedido que escribiera unas memorias suyas, eso sí, pero no tení a por necesario que me empollase los clá sicos del pensamiento occidental. Yo conocí a a Ravelstein lo suficiente para escribir una breve biografí a suya y concordaba con é l en el sentido de que era una labor que debí a hacer alguien como yo. Por otra parte, creo profundamente en el poder que tiene la obra inacabada para prolongar la vida. Con todo, la supervivencia no puede explicarse a travé s de esta simple equivalencia abstracta de uno a uno. Rosamund habí a impedido que yo muriera. Esto es algo que no me puedo representar sin asumirlo frontalmente y no puedo asumirlo frontalmente mientras mis intereses sigan centrados en Ravelstein. Rosamund habí a estudiado el amor —el amor romá ntico rousseauniano y tambié n el Eros plató nico, con Ravelstein—, pero sabí a muchí simo má s del amor que su maestro y que su marido. Pero prefiero volver a ver a Ravelstein que explicar cuestiones que no sirve de nada explicar: Ravelstein, que está vistié ndose para salir, habla conmigo y yo lo sigo de un lado a otro tratando de oí r qué dice. De su aparato de alta fidelidad se derrama la mú sica, los mú ltiples planos de su cabeza desnuda y calva me anteceden pasillo adelante entre la sala de estar y su monumental dormitorio principal. Se para delante del entrepañ o de vidrio —aquí no hay espejos de pared—, y se coloca en los puñ os los gemelos de oro macizo, se abrocha la camisa a rayas Kisser & Asser de Jermyn Street. La lavanderí a y tintorerí a American Trustworthy le entrega las camisas rellenas de papel de seda. El almidó n hace crujir el cuello de la camisa al levantá rselo para pasar la corbata. Se la ata en un lujuriante nudo. Los titubeantes dedos, largos, mal coordinados, nerviosos hasta el lí mite de la decadencia, la anudan con doble vuelta. A Ravelstein le gustan los nudos de corbata grandes; al fin y al cabo, es un hombre alto. Se sienta despué s sobre los cuidados vellones de la cama y se calza las botas Wellington de color tostado Poulsen and Skone. Tiene el pie izquierdo varios nú meros má s pequeñ o que el derecho, pero no cojea. Fuma, por supuesto, fuma siempre, y ladea la cabeza para evitar el humo mientras se ata los cordones y coloca el lazo en su sitio. Los cantantes y la orquesta desparraman La italiana en Argel por toda la casa. Es mú sica para vestirse, mú sica accesoria o de ambiente, pero Ravelstein adopta una postura nietzscheana, propicia a la comedia y a los estrados. Mejor Bizet y Carmen que Wagner y el Anillo. A Ravelstein le gusta poner al má ximo el volumen del potente aparato. Que se encargue el contestador del telé fono de recoger las llamadas. Se pone su traje de cinco mil dó lares, lana italiana entremezclada con seda. Con las puntas de los dedos tira de la bocamanga y se restriega la parte superior de la cabeza. Tal vez esté deleitá ndose con la serenata en la que intervienen tantos instrumentos, tantos mú sicos. Mantiene correspondencia con las editoras de discos compactos del otro lado del Teló n de Acero. Dispone de quien se ofrece a ir de su parte a la oficina de correos a pagar en su nombre los gastos de aduanas. —¿ Qué te parece esa grabació n, Chick? —dice—. Tocan con los instrumentos antiguos originales del siglo diecisiete. Se pierde en la mú sica sublime, una mú sica en la que se disuelven las ideas que se reflejan despué s en sentimientos. Ravelstein se los lleva con é l a la calle. Los altos arbustos se han vestido de nieve temprana, los mismos arbustos que se llenan de bandadas de loros..., los que escaparon un dí a de sus jaulas y ahora se construyen, en algunos callejones, nidos en forma de largos sacos. Se alimentan de bayas rojas. Ravelstein me mira, rí e entre contento y asombrado, gesticula porque la algarabí a de pá jaros me impide oí r su voz. No es fá cil entregar a un ser como Ravelstein a la muerte.
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