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RAVELSTEIN 18 страница



Es posible que yo no fuera muy consciente, cuando me vi en aquel banco delante de una moneda pequeñ a de diez centavos y de una enorme de dó lar engastadas en bruñ ido má rmol, de que en el mundo real habí a gente volcada en salvarme la vida. Los mé dicos con sus medicamentos, las enfermeras con sus cuidados, los té cnicos con su pericia, todos colaboraban en mi salvació n. Cuando me salvara, si me salvaba, mi vida seguirí a adelante.

De no haber sido por el artí culo sobre Howard Hughes, Vela no me habrí a propuesto la maravillosa idea de que me congelasen por espacio de un siglo... ni se habrí a lanzado a explorar la lascivia con su amiguito españ ol (dicho sea de paso, é l ni me dio los buenos dí as) mientras yo esperaba congelado, convertido en un bloque de hielo, a la espera de que me renaciesen o resucitasen.

No puse en duda la realidad de aquel banco, de aquellas monedas, de aquellos interlocutores: Vela, su semental españ ol, el consejero en inversiones y las observaciones de Vela sobre la revolució n sexual.

 

—En cuanto a ese encuentro del banco de cuya realidad está s convencido —me dijo má s adelante mi esposa, Rosamund, mi esposa real, tras haberle descrito aquel momento—, ¿ por qué será que siempre te parece má s real todo lo malo? A veces me pregunto si alguna vez conseguiré convencerte de que no seas sá dico contigo mismo.

—Sí —convine con ella—, para mí encierra un tipo curioso de satisfacció n, lo malo garantiza que se trata de una experiencia real. Es aquello que nos ocurre, la existencia es así. El cerebro es un espejo y refleja el mundo. Naturalmente, lo que vemos son imá genes, no la realidad, pero son imá genes que nos encantan, acabamos por amarlas pese a ser conscientes de que el cerebro-espejo es un ó rgano que lo distorsiona todo. Pero no es momento de adentrarnos en la metafí sica.

Yo fui uno de esos pacientes de cuidados intensivos que, si el personal hubiera sido dado al juego, me habrí a convertido en objeto de sus apuestas. Pero era gente demasiado seria para apostar sobre si vivirí a o no. Má s adelante, cuando me encontraba con algú n sanitario en otros departamentos del hospital, me decí a:

—¡ Vaya, lo consiguió! ¡ Maravilloso! Jamá s lo habrí a dicho. ¡ Vaya lucha la de usted! Lo que es yo, no habrí a dado dos centavos por su vida...

Así pues..., ¡ hasta la vista! 17 Nos veremos en la otra vida.

Si estos encuentros hubieran sido má s largos (aunque yo preferí a que fueran lo má s cortos posible), habrí a tenido que mencionar a mi mujer, dado su mé rito. Por todas partes surgí an mé dicos que la habí an detectado:

—¡ Qué mujer tan encantadora!

—¡ Qué devoció n la suya!

A menudo los parientes del moribundo son como pá jaros deslumbrados por las luces del centro del campo. Vuelan, ciegos, de aquí para allá. No era el caso de Rosamund. Ella habrí a hecho lo que fuera para salvarme. Por eso, por ella, el personal de cuidados intensivos extremó su dedicació n normal. El personal tení a un conocimiento amplio y complejo de hermanos, hermanas, madres, maridos y esposas. La supervivencia no era, en mi caso, una opció n probable. Era como si Rosamund respaldara a un perdedor. Otras personas, sobre todo mujeres, tení an la impresió n de que Rosamund me tení a aferrado a este lado de la lí nea que nos separa de la muerte.

¿ Se atribuye al amor de esas mujeres el hecho de que salven vidas? Ellas negarí an que fuera así si tuvieran que contestar esa pregunta en una encuesta. Como Ravelstein, en frase famosa, habí a dicho, el nihilismo americano era nihilismo sin el abismo. Parece que el amor, por derecho propio —o desde una luz moderna—, deberí a considerarse una pasió n desacreditada, pero las enfermeras de las unidades de cuidados intensivos, en primera lí nea frente a la muerte, estaban má s abiertas a los sentimientos puros que las que se moví an en corredores má s tranquilos. Y Rosamund, aquella beldad esbelta de cabellos oscuros y nariz recta, era un ser que, por paradó jico que resulte, se moví a en aquel medio con naturalidad. Pese a poseer una educació n superior —doctorada en filosofí a, demasiado lista para dejarse tomar el pelo—, amaba a su marido. El amor supo encontrar un secreto apoyo en aquellas enfermeras que estaban en la lí nea de fondo, las que tení an en sus manos unos casos, un ochenta por ciento de los cuales terminaba en el depó sito de cadá veres. Pero el personal extremó su dedicació n normal. Lo hizo por ella..., por nosotros. La autorizaron a dormir junto a mi cama, dentro del cubí culo donde yo estaba.

Cuando en la unidad de cuidados intensivos me licenciaron con el diploma correspondiente, ofrecieron una modesta cena a Rosamund. El doctor Bertolucci trajo de su casa pasta marinara. Tambié n yo me senté y hasta comí algunos bocados mientras les daba una conferencia sobre el canibalismo en Nueva Guinea, un lugar donde los nativos mataban a sus enemigos y los asaban junto a unos acantilados cubiertos de cascadas de flores tropicales despeñ adas desde centenares de metros de altura.

Cuando me sacaron de cuidados intensivos siguieron dejando que Rosamund entrara y saliera de mi habitació n sin imponerle restricció n alguna. Despué s de cenar regresaba a casa conduciendo el Crown Vic. Para que no me preocupase me decí a:

—Es estable, es de fiar. Es el coche preferido de la policí a y me siento segura con é l en los semá foros. Los malos actores saben que soy una agente de policí a vestida de paisano y que llevo un arma.

Pese a ello, una noche que el coche estaba en el pá rking situado detrá s de nuestro edificio nos rompieron uno de los cristales laterales. A Rosamund tampoco le gustaba contemplar, cuando llegaba por la noche, las ratas que, formadas en hileras, estaban al acecho husmeando los olores del restaurante de Beacon Street.

—Esperan formando varias hileras. Parecen un jurado metido en su compartimento —decí a Rosamund—. Sus ojos recogen toda la luz que hay a su alrededor.

Tras subir jadeando hasta el tercer piso donde tení amos nuestra casa encontraba el gato que la estaba esperando para saludarla o acusarla de negligencia. Era un gato de campo, que habí a vivido de ratones, ardillas listadas y pá jaros. Ahora pasaba sus dí as siguiendo con los ojos a los estorninos, los gayos y los cuervos gigantes. Estos parecí an mucho má s grandes que los cuervos que se ven en el bosque, tal vez por la escala má s reducida de las plantas de la ciudad, vegetació n domesticada. Al caer la tarde, en el tejado, armaban tal alboroto que parecí an sierras metá licas.

Supongo que era algo que obedecí a a alguna finalidad bioló gica, pero a mí no me interesaba. En aquellos momentos yo era sordo a las teorí as, por la misma razó n que me negaba a pensar que estaba librando entonces una lucha por la existencia. De haberme parado a considerarlo, me habrí a percatado de que estaba bajo tierra intentando desenterrarme con las manos desnudas. Algunos habrí an visto con buenos ojos mi tenacidad o mi fidelidad a la vida. Para mí la cosa era muy diferente..., algo má s insí pido que las patatas.

Despué s de echar una ojeada a la despoblada nevera (no habí a tiempo para ir de compras), Rosamund roí a unas cortezas de queso y despué s, con los cabellos protegidos con un alto cono de toallas, muy a la turca, se daba una ducha caliente. Ya en la cama, llamaba por telé fono a sus padres y charlaba con ellos. El despertador sonarí a a las siete, llegaba al hospital muy temprano. Se sabí a los nombres de todos los medicamentos que me habí an recetado, los mé dicos pudieron comprobar que sabí a informarles de có mo habí a reaccionado mi organismo con cada uno, decirles a cuá les era alé rgico o cuá l era mi tensió n sanguí nea hací a dos dí as. En la cabeza de aquella mujer tan bonita habí a un gran aparato clasificador. Llena de confianza, me dijo que nos esperaba una larga vida, que estarí amos juntos hasta que fué ramos muy viejos, hasta muy entrado el siglo. Me decí a que yo era un prodigio. Yo, en cambio, me veí a como una especie de monstruo.

No habí a tema que se tocase que ella no captase ai momento. Ravelstein podí a estar satisfecho de ella. Claro que é l no dispuso nunca de las ventajas que yo tení a, un acceso a Rosamund que é l nunca tuvo. Pasada la crisis, Rosamund me dijo que en ningú n momento habí a puesto en duda que yo sobrevivirí a. En cuanto a mí, parecí a creer que no me iba a morir simplemente porque me quedaban cosas por hacer. Ravelstein esperaba que yo cumpliera mi promesa de escribir las memorias que me habí a encargado. Y si tení a que cumplir mi palabra, tení a que vivir. Claro que habí a un corolario evidente: una vez escrita aquella cró nica, me quedaba sin protecció n y pasaba a ser tan fungible como el primero.

—En tu caso, esto no reza —dijo Rosamund—. Una vez te pones en marcha, no hay quien te pare. Pero es que ademá s tienes que vivir por otra razó n: por mí.

Recuerdo que en diversas ocasiones le habí a preguntado a Ravelstein cuá l de sus amigos creí a é l que le seguirí a pronto.

—Cuá l te hará compañ í a —le dije.

Y tras observar con detenimiento el color de mi piel, mis arrugas, mi aspecto, dijo que lo má s probable era que fuera yo. El era así. Si le pedí as que fuera directo contigo, no se privaba en absoluto de ello. ¿ Se referí a, acaso, a que yo serí a el primero de sus amigos que se reunirí a con é l en la otra vida? A eso apuntaba el tono de nuestra conversació n. Pero es que é l no creí a en otra vida. Plató n, que era su guí a en estas cuestiones, hablaba a menudo de una vida futura, pero habrí a sido difí cil asegurar hasta qué punto se lo tomaba Ravelstein en serio. Yo no me sentí a dispuesto a lanzarme a la arena para contender con aquel campeó n de sumo, representante de la metafí sica plató nica. Habrí a bastado un barrigazo de su protuberante vientre para expulsarme del magní fico cuadrilá tero y devolverme a la atronadora oscuridad.

Aun así, me preguntó có mo imaginaba la muerte..., y al responderle que serí a el cese de las imá genes, se quedó reflexionando profundamente en mi respuesta, hizo parada y fonda, y consideró qué habí a querido yo decir con aquella frase. Nadie puede renunciar a las imá genes. Las imá genes podrí an continuar, es posible que continú en. Si Ravelstein, el materialista ateo, me habí a dicho de forma implí cita que tarde o temprano nos verí amos, querí a decir con ello que no aceptaba que la tumba fuera el final. Nadie puede aceptarlo y nadie lo acepta. Lo que pasa es que hablamos con dureza.

Por tanto, cuando hice mi observació n acerca de las imá genes, Ravelstein me respondió con una explosiva y tartajeante carcajada:

—Ja, ja.

Pero la respuesta le habí a merecido una cierta consideració n, un cierto respeto.

Despué s, sin embargo, se dejó llevar hasta el extremo de decir:

—No parece sino que podrí as acabar reunié ndote conmigo.

É sta es la confidencia involuntaria y normal, secreta y esoté rica, del hombre de carne y hueso. La carne se contraerí a y desaparecerí a, la sangre se secarí a, pero nadie, en el fondo de su mente y en el fondo de su corazó n, cree que vayan a cesar de veras las imá genes.

 

Aproximadamente el cuarenta por ciento de los pacientes de cuidados intensivos mueren en dicha unidad. El veinte por ciento de los restantes sufren mermas permanentes. Son invá lidos que van a parar a eso que la industria sanitaria llama «instituciones para enfermos cró nicos». No cabe esperar ya que vuelvan a llevar una vida normal. Al hablar de los restantes, los afortunados, se dice que está n «en la planta».

Cuando pasé a la planta dejé de estar atendido por el equipo de mé dicos adscritos a cuidados intensivos. Exhaustos a consecuencia de los centenares de horas que habí an pasado en la unidad, dos de los mé dicos vinieron a decirme que se iban de vacaciones. Como yo habí a sido uno de sus grandes é xitos, vení an a verme a la planta para despedirse. La doctora Alba me trajo sopa de pollo preparada en su cocina. El regalo del doctor Bertolucci fue una lasañ a hecha en casa con un suplemento de albó ndigas aderezadas con salsa de tomate, como la que habí a comido en cuidados intensivos. Todaví a no estaba en condiciones de comer por mi cuenta. La cuchara me temblaba en la mano y tamborileaba en el plato, pero no podí a llevá rmela a la boca. El doctor Bertolucci comió con Rosamund y conmigo. Yo, que distaba mucho de estar normal, seguí a llevando la conversació n hacia el tema del canibalismo. El doctor Bertolucci estaba muy contento conmigo y me dijo:

—Acaba de salir del peligro.

Me habí a salvado la vida. Ahora yo estaba allí sentado, cenando un plato que habí a preparado el propio mé dico, tranquilo, de chá chara con é l. Tambié n Rosamund estaba contenta y muy excitada. Aqué lla era mi primera noche en la planta, no tendrí an que llevarme a una institució n para enfermos cró nicos ni me esperaba una vida de invá lido.

Cuando me trasladaron a la planta, el residente de neurologí a me hizo un examen preliminar. Mi historial mé dico, en la mesa de la enfermera, era un grueso legajo. Rosamund habí a llevado un historial diario propio durante las semanas de crisis y el residente tambié n habló con ella.

Aquella misma noche, el doctor Bakst, jefe del servicio de neurologí a, apareció a ú ltima hora e hizo varias preguntas a Rosamund. Ella dormí a en la butaca al lado de mi cama.

Me habí an sometido a tratamiento por neumoní a e insuficiencia cardí aca. Y pese a que me encontraba en la planta, no estaba libre de peligro. Todaví a no. No del todo. Mis problemas no tienen mucho que ver con lo que aquí se trata. Permí taseme simplemente que diga que la situació n distaba mucho de ser normal y que mi futuro seguí a siendo comprometido.

El doctor Bakst se trajo un paquete de agujas. Tras un examen en el que me hincó varias agujas en la cara, descubrió que tení a el labio superior mermado (para decirlo a mi manera). Incluso cuando hablaba o reí a, tení a una extrañ a inmovilidad, una especie de pará lisis. Me sometió a unas cuantas pruebas sencillas..., en las que fallé. Me pidió repetidas veces que dibujara esferas de relojes. En un primer momento me vi incapaz de dibujar nada. Tení a las manos inú tiles. No las dominaba. Me resultaba imposible comer sopa, firmar. No podí a manejar la pluma. Cuando me dijo que dibujara un reloj, lo que me salió fue un cero deforme. En opinió n del doctor Bakst, los sí ntomas indicaban envenenamiento. Bé dier, de Saint Martin, me habí a servido un pescado contaminado. El neuró logo me comunicó que habí a sufrido una contaminació n de toxina cigua. Tení a motivos sobrados para hablar mal del Caribe. El mé dico francé s que me habí a visitado en la isla me habí a diagnosticado el dengue. Habrí a debido estar má s enterado. Un australiano, experto en la toxina cigua, describió por telé fono al doctor Bakst, en Boston, los sí ntomas de aquella enfermedad. Algunos colegas de Boston del doctor Bakst no aceptaron el diagnó stico. Pero yo, por razones que, estrictamente hablando, tení an poco que ver con la medicina, me puse de parte del doctor Bakst.

Para decir las cosas claramente, lo primero que tuve que hacer fue decidir si hací a o no los esfuerzos necesarios para recuperarme. Habí a estado largas semanas inconsciente, mi cuerpo estaba debilitado, irreconocible. Mis esfí nteres estaban hechos un lí o, andaba a tropezones má s que caminaba, siempre colgado de una estructura metá lica. Yo habí a sido el má s joven de una familia numerosa. Ahora tení a hijos adultos. Cuando vinieron a verme, los que habí an heredado mis rasgos me produjeron la impresió n de estar contemplá ndome con mis propios ojos, afines aú n pero preparados para que los reemplazara un modelo má s reciente. Ravelstein me habrí a aconsejado que conservara la cabeza. Me sentí a casi vencido pero, aunque vulnerado y totalmente enfermo, no exonerado aú n.

Rosamund estaba resuelta a que yo viviera. Fue ella, qué duda cabe, quien me salvó..., ella la que me habí a traí do volando desde el Caribe justo a tiempo, la que me habí a vigilado durante todo el tiempo que duraron los cuidados intensivos, la que habí a dormido en una silla al lado de mi cama. Cuando yo porfiaba por seguir respirando, ella me levantaba la má scara de oxí geno para despejarme el interior de la boca. Hasta que instalaron el respirador no se movió de mi lado, despué s só lo se ausentaba una hora para ir a casa y ponerse ropa limpia.

El ú nico mé dico que me visitó regularmente fue el doctor Bakst. Pero sus visitas eran irregulares porque se presentaba a horas extrañ as. Y me decí a:

—Dibú jeme un reloj que marque las diez y cuarenta y siete minutos.

O bien:

—¿ Qué dí a es hoy? Y no me venga con que se encuentra en un plano superior donde no le hace falta saber la fecha exacta. Quiero respuestas concretas.

O bien:

—Multiplique setenta y dos por noventa y tres, y ahora..., divida cinco mil trescientos veintidó s por cuarenta y seis.

Gracias a Dios, mis tablas de multiplicar estaban en buenas condiciones.

El mé dico no estaba dispuesto a discutir conmigo cuestiones «má s profundas»..., ni nada que pudiera tener que ver con mi nivel de recuperació n.

Cuando yo era un niñ o de ocho añ os habí a tenido que recuperarme de una peritonitis complicada con neumoní a. A mi regreso del hospital me habí a visto obligado a decidir si querí a ser un invá lido de por vida, dejando que mis dos hermanos mayores me odiasen por monopolizar el cariñ o y las inquietudes de nuestros padres. Có mo pueden llegar a tomarse estas decisiones en la infancia es algo que está fuera de toda comprensió n. Ahora me doy cuenta, sin embargo, de que fue entonces cuando opté por no ser un niñ o canijo. En un bazar de trastos viejos encontré un libro que trataba de la manera de estar en buena forma fí sica. Estaba escrito por Walter P. Camp y, gracias a é l, hice lo que habí a hecho el famoso entrenador de fú tbol: subir cubos de carbó n de la bodega con los brazos extendidos. Hice flexiones, practiqué con el saco de arena y las porras indias Turverein. Estudié un estimulante tratado titulado Có mo ser fuerte y mantenerse. Decí a a todos que me estaba entrenando. No exageraba. La verdad es que yo no estaba dotado para los deportes, pero aquella elecció n que habí a hecho a los ocho añ os seguí a siendo efectiva. Unos setenta añ os despué s volví a a prepararme para lo mismo.

Por una rara coincidencia, el doctor Bakst tení a en el piso de arriba a otro paciente, una mujer, con la toxina cigua. Se habí a contaminado en un viaje a Florida. La toxina entra a saco en el sistema nervioso, pero no tarda en ser eliminada por el organismo, hasta el punto de que a los pocos dí as no queda en el cuerpo ni rastro de ella. Afortunadamente para la mujer, la enfermedad habí a sido cogida a tiempo, en el primer estadio de la misma y, tan pronto como consiguió eliminar de la corriente sanguí nea el veneno transmitido por el pescado, la paciente pudo volver a su casa.

Yo seguí a empujando el andador a travé s de serpenteantes pasillos, decidido a recuperar el uso de las piernas. Tení an que sostenerme para mantenerme de pie en la ducha y tuve que sufrir la humillació n de que unas enfermeras acostumbradas a ver de todo me enjabonaran y me lavaran sin que mi cuerpo les produjera especial impresió n.

Di por sentado que mi neuró logo y á ngel de la guarda estaba familiarizado con casos como el mí o y que sabí a en qué punto exacto me encontraba. Mis maltrechas manos y piernas se habrí an anquilosado y habrí a perdido el sentido del equilibrio de haber dejado que se me atrofiaran los pequeñ os mú sculos del cuerpo. Habrí a podido decidir que, puesto que las cosas iban por aquel camino, no tení a por qué hacer el esfuerzo. Uno acaba cansá ndose de tantas tretas, de andar sobando bolas de masilla y encajando piezas de rompecabezas para ver finalmente, cuando se contempla, los largos surcos de las arrugas que recorren el interior de sus brazos enjutos.

Só lo ahora he entendido el tacto que desplegó el mé dico en su conducta y he visto que sabí a muy bien que yo me habrí a desintegrado de no haber hecho los ejercicios que me recomendaba. Odiaba aquellas prá cticas pero no querí a derrumbarme. Ademá s, debí a hacer un esfuerzo por recuperarme, era una deuda que tení a con Rosamund. Sí, aunque sentí a la tentació n de abandonarlo todo, veí a que ella habí a puesto toda su alma en mi supervivencia. Batirme en retirada habrí a sido insultarla. Y, en ú ltimo lugar, vivir suponí a necesariamente hacer lo que habí a hecho siempre, debí a estar lo bastante fuerte para hacer de manera autó noma todas aquellas cosas que constituí an mi vida.

El doctor Bakst, en mi opinió n, era un hacha haciendo diagnó sticos, pero en mi caso su diagnó stico habí a sido puesto en cuarentena. La ciguatera es una enfermedad tropical causada por una toxina vehiculada por aquellos peces que se alimentan en los arrecifes, «piscavores» los llamaba el mé dico. Por intensas que sean las llamas de la parrilla y persistente la ebullició n a que se la someta, no se consigue aniquilar el veneno que transporta la cubera roja que Bé dier, aquel tipo duro que jugaba a franchute de comensales franceses, colocó ante mí. Se habí a trasladado a los tró picos para hacer dinero y dar una educació n a sus hijas. Ahora ya no se estilaba darles dot, sino educació n. (Ravelstein, que planea por encima de esos personajes y circunstancias, habrí a preferido dot a dote. ) Má s allá del papel que se habí a asignado, Bé dier no debí a nada a sus clientes. Ellos corrí an sus riesgos con los piscavores de los arrecifes de coral, é l con el dinero que habí a invertido. Ni Bé dier ni el mé dico que me habí a diagnosticado el dengue respondieron a las preguntas que les hicieron desde Boston.

El diagnó stico de ciguatera que habí a hecho el doctor Bakst fue puesto en tela de juicio por otros mé dicos. Por eso é l tení a un motivo má s para demostrar que tení a razó n y me llevó a todos los rincones del hospital a que me hicieran varios TAC, resonancias magné ticas y cantidad de esos exá menes esoté ricos que hacen sentir sobre ti las fuerzas de todo el planeta. Hasta cierto punto me veí a con á nimos de desvincular sus inquietudes profesionales de otros motivos que pudiera tener. Era evidente que é l sabí a que yo necesitaba sus visitas «personales», su presencia diaria, querí a convencerse de que yo dependí a de é l.

En uno de esos dí as fragmentados y desesperanzados se me ocurrió pensar que tal vez yo fuera uno de esos pacientes astutos cuyo plan primordial consiste en acaparar la atenció n del mé dico. El enfermo se da cuenta de que el mé dico tiene que dividirse entre muchos, pero al mismo tiempo reconoce una necesidad especial de situarse por encima de sus rivales enfermos y moribundos. Como es natural, el mé dico tiene que protegerse frente a los impulsos monopolizadores, instintos tal vez, de aquellos que tienden ciegamente a la recuperació n, que sienten esa profunda y especial avidez del enfermo que decide no morir.

El doctor Bakst era un hombre de só lida constitució n, pero cuya cabeza, parecida a la de un boxeador, tení a un curioso ademá n. Habí a que descartar de plano la posibilidad de adivinar qué pensaba. Iba y vení a a su antojo. A veces sus gafas te miraban cuando no te miraban sus ojos. Cosas que me llevaron a pensar que habrí a sido un error intentar comunicarle las muchas cosas extrañ as que me pasaban por la cabeza. Los problemas aritmé ticos que me planteaba se parecí an mucho a los deberes que imponí a a David Copperfield su malvado y tirá nico padrastro: «Nueve docenas de quesos a dos libras, ocho chelines, cuatro peniques. Debes hacer ese cá lculo en menos de tres minutos». En mis tiempos escolares yo habí a sido bueno en las sumas, eran actividades que me retrotraí an a la infancia. Tambié n fueron buena terapia para mis dedos y no tardé en estar en condiciones de firmar cheques y pagar facturas.

El mé dico adoptó entonces un estilo má s brusco conmigo.

—¿ A qué dí a de la semana estamos?

—Martes.

—No es martes. Todas las personas adultas saben qué dí a es hoy.

—Entonces será mié rcoles.

—Sí. ¿ Qué dí a del mes?

—No tengo ni idea.

—Bueno, se prepara para hacer un esfuerzo, una jugada atrevida. De ahora en adelante tendrá que saber la fecha como toda persona normal. La comprobará cada mañ ana y a partir de ahora sabrá decir el dí a de la semana y la fecha exacta.

Y colgó un calendario de la pared. El mé dico se habí a dado cuenta de que, a medida que pasaban los dí as, derivaba hacia la confusió n, me sentí a desmoralizado, me dejaba llevar y la dejadez y el desorden me hací an perder el á nimo.

Es posible que el doctor Bakst me salvara. Creo que le debo la vida a é l y, por supuesto, a Rosamund. Bakst no creí a que hubiera sido un error trasladarme «a la planta», ni que hubiera que llevarme a una institució n para enfermos cró nicos. É l creí a que yo podí a —y que por tanto debí a— salir airoso. En cierto modo é l me evaluó como capaz de regresar. Lo que me digo es qué serí a la prá ctica mé dica si los mé dicos no hicieran caso de esas intuiciones. El doctor Bakst, como los há biles exploradores indios del siglo pasado, arrimaba la oreja a los raí les de la ví a fé rrea y sabí a si se acercaba una locomotora. La vida estaba acercá ndose, pronto volverí a a sentarme en el tren de la vida. La muerte retrocederí a y se agazaparí a en el sitio que ocupaba antes en el borde del paisaje. El ansia del enfermo es trasladarse a rastras, renqueando o como sea, a la vida que precedió a la enfermedad y levantar despué s barricadas a su alrededor, fortificarse en la posició n de antes.

De haber muerto, como es ló gico me habrí a liberado de la promesa que habí a hecho añ os atrá s a Ravelstein de escribir una breve descripció n de su vida. Puesto que yo, a mi vez, me habí a acercado a la muerte, no necesitaba abrigar aquel remordimiento que a veces sienten los vivos con respecto a aquellos —padres, esposas, maridos, hermanos y amigos— que está n en la tumba.



  

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