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RAVELSTEIN 15 страница



Un dí a llegué al extremo de dictar algunas notas sobre el tema y mi secretaria de entonces, Rosamund, hizo un comentario personal insó lito. Me dijo:

—Creo que sé de qué está s hablando.

Con el tiempo he ido convencié ndome de que, en efecto, era así.

 

Nikki, el heredero de Ravelstein y quien presidió el luto —los rivales fueron numerosos—, ocupó su piso, situado a la vuelta de la esquina desde mi casa. Entre su inmueble y el nuestro habí a un espacio cubierto de cé sped con niñ os que retozaban y aprendí an a lanzar la pelota y a cogerla al vuelo. Desde la ventana de mi dormitorio veí a al otro lado lo que un tiempo fuera la casa de Ravelstein. Se veí an luces. Ya no se celebraban fiestas. Pero habí a algo peor, como Rosamund dijo acertadamente:

—Este vecindario se ha convertido en un cementerio, una comunidad de muertos. No puedes dar un paseo sin señ alar con el dedo puertas y ventanas de viejos amigos y conocidos. No puedes dar una vuelta a la manzana sin recordar a viejos compañ eros y compañ eras. Ravelstein era muy querido, uno entre un milló n, pero é l te dirí a que llevas encima una sobrecarga de depresió n.

Rosamund opinaba que debí amos mudarnos. Disponí amos de la casa de New Hampshire y, por otra parte, una universidad de Boston me habí a invitado a dar unos cursos de tres añ os que Ravelstein y yo habí amos dado juntos para que yo, lo mejor que pudiera, los diera solo. Nos ofrecí an un alojamiento có modo en la zona de Back Bay. Ella se las arreglarí a sola para el traslado, de eso no tení a que preocuparme lo má s mí nimo. Como el piso de Back Bay estaba totalmente amueblado, podí amos subarrendar el del Medio Oeste. Siempre nos quedarí a el recurso de volver si no está bamos a gusto en el Este. Allí, por lo menos, no existirí a el temor de ver las ventanas de Ravelstein al otro lado del cé sped.

—Y como regalo especial...

Rosamund me mostró unos deslumbrantes folletos de viajes a todo color..., playas bañ adas de sol, colinas boscosas, palmeras, pescadores locales. Lo que me estaba proponiendo eran unas vacaciones caribeñ as. Descargarí amos el equipaje en Boston y nos desharí amos de las cajas de cartó n en las que habí amos transportado nuestras cosas. Seguidamente tomarí amos el avió n rumbo a Saint Martin ví a San Juan. Una vez allí, nos dejarí amos flotar en la pereza, soñ arí amos a orillas de aquel mar cá lido, recargarí amos las baterí as vitales.

—¿ De dó nde has sacado toda esa fabulosa propaganda turí stica, Rosamund? ¿ Saint Martin? ¿ No es dó nde van los Durkin?

—No importa. Son buenos amigos nuestros. Ellos saben muy bien lo que te conviene. Las Indias Occidentales te quitará n todas esas capas de estré s que llevas encima y en seguida te sentirá s estupendamente, con fuerzas suficientes para emprender las memorias de Ravelstein. Bueno, no es que te proponga unas vacaciones para trabajar —dijo Rosamund—. Supongo que ya habrá s estado en el Caribe.

—Sí.

—¿ Y no te gusta?

—En conjunto el Caribe es como unos inmensos barrios bajos pero tropicales... Yo acostumbro a visitar la zona de Puerto Rico. Garitos donde se juega fuerte, una vasta laguna hedionda, oscura y fangosa..., multitudes de nativos que se ve a la legua que viven mal. Los europeos aterrizan allí en vuelos charter y, cuando se van, se llevan la impresió n de que los americanos lo han embarullado todo y de que Castro se merece el apoyo de escandinavos y holandeses independientes e inteligentes.

 

Al final Rosamund se salió con la suya. Descubrí, sin embargo, ya en los primeros dí as de nuestro matrimonio, que siempre que se salí a con la suya poní a mis intereses delante de los suyos. Los Durkin nos recomendaron un pequeñ o apartamento en la playa. Facturamos el equipaje, la ropa de verano, los papeles, los trajes de bañ o, los filtros solares, las sandalias, los repelentes de insectos. San Juan nos pareció esplendoroso, por lo menos, al borde del mar. Debí amos matar el tiempo entre los vuelos y lo matamos en el bar del mejor hotel. Allí nos sentamos junto a un americano que bebí a a má s y mejor y que nos contó que su mujer habí a contraí do una enfermedad desconocida. Nos dijo que se veí a obligado a hacer continuos viajes desde Dallas, donde tení a un negocio, al gran hospital de dimensiones industriales de San Juan, en el que su mujer se encontraba sometida a tratamiento. Se habí a pasado varias semanas sin poder hablar y quizá sin oí r lo que le decí an..., ¿ quié n habrí a podido asegurarlo? Su mujer estaba inconsciente. No abrí a los ojos, tal vez no podí a.

—No responde. Me siento un idiota cuando le hablo.

Cuando nuestro autobú s estuvo a punto, lo dejamos en el bar. Era como un faralló n de arenisca roja con un voladizo cubierto de hierba descolorida. A Rosamund le costó abandonarlo vié ndolo tan desgraciado..., ella es así. Pero el hombre no respondió cuando le dijimos adió s.

Alrededor de media hora má s tarde, así que aterrizamos en Saint Martin, tuvimos que pasar por el hangar de inmigració n, una enorme cabañ a Quonset de metal verde corrugado. En los tró picos todo parecí a tener un cará cter provisional. Delante de un mostrador oficial y bajo unas luces que crepitaban tuvimos que hacer cola para satisfacer unas tasas y hacer que nos sellaran el pasaporte. Despué s montamos en un taxi, que nos condujo al extremo francé s de la isla. La patrona estuvo antipá tica con nosotros porque la habí amos tenido levantada hasta tan tarde. Hací a poco rato que está bamos en la cama cuando llegó un hombre enfurecido que comenzó a dar puntapié s y puñ etazos en la puerta de la casa y a desgañ itarse gritando que matarí a a la mujer.

—Como la cadena de seguridad no aguante, esto puede acabar en asesinato —dije.

Pero acudió un coche de policí a con muchos destellos de luces en la capota y se llevó al individuo.

—¿ Tú qué piensas? —dijo Rosamund.

Recuerdo que respondí que aquello podí a ser normal dado el clima. Fabuloso pero inestable.

Me negué a dejarme cautivar por el lugar. Tal vez eran los añ os. Yo habí a sido en otros tiempos un viajero despreocupado; ahora, en cambio, siempre olfateo las sá banas cuando me acuesto. Y lo que aquella noche olí en ellas y en las almohadas fue detergente y, en el cuarto de bañ o, la fosa sé ptica que habí a debajo.

Pero despertamos a una mañ ana tropical despejada y poblada de lagartos y gallos. En el océ ano, delante mismo de nosotros, los yates remolcaban botes neumá ticos. En el campo de aviació n no paraban de despegar y aterrizar aviones. Pero la playa era hermosa, firme, amplia, bordeada de á rboles y arbustos floridos, y a travé s del aire viajaban multitud de mariposas amarillas. En el lado interior de la casa se levantaba un á rbol esplé ndido con una pesada carga de limas. Detrá s habí a una colina escarpada.

Para tomar el café matinal caminá bamos hasta el otro extremo de la calle principal. En los bares y panaderí as se hablaba una especie de francé s. Nos sentá bamos en la terraza y nos dedicá bamos a mirar. ¿ Qué se podí a ver? ¿ O qué se podí a hacer? Para empezar, comprar las cosas esenciales diarias. Despué s, nadar. En la bahí a rara vez habí a oleaje. Podí as quedarte horas flotando boca arriba en el agua o secarte en la arena. Tambié n podí as pasearte junto a la orilla y observar a las mujeres desnudas de cintura para arriba tomando el sol o exhibiendo los pechos. Naturales, supongo. Los ojos de aquellas mujeres te informaban, sin embargo, de que, si les dirigí as la palabra, no pensaban responderte.

Cuando volví amos ya estaban abriendo los chiringuitos donde serví an comida. Unas veinte parrillas, apretujadas, ofrecí an costillas, pollo y langosta entre llamaradas chisporroteantes, má s llamas que las necesarias para una cocina sensata. Cada chiringuito tení a su agente promotor, un tipo todo sonrisas, que gritaba y agitaba con la mano langostas vivas, agarradas por las antenas o por la cola. Si se desprendí a alguna parte de la criatura y é sta caí a al suelo, el incidente formaba parte de la fiesta.

—Vayá monos de aquí —dijo Rosamund.

Se lamentaba del humo de las parrillas, decí a que le irritaba los ojos. Lo que no podí a soportar, en realidad, era la tortura de las langostas. En New Hampshire, cuando veí a una salamandra en la carretera la recogí a y la llevaba a un lugar seguro.

—A lo mejor no quiere estar donde la pones tú —yo le decí a.

Reconozco que no estaba bien que yo me tomara a broma sus impulsos humanos. Tener el corazó n tierno es un problema molesto para todos. El que lo tiene deja que el má s duro diga:

—Es la ley de la vida. Hay que comer. ¿ Acaso los crustá ceos no son caní bales?

Pero eso es evasió n. Uno salpica su «interpretació n» con la ciencia aprendida en los libros escolares. ¿ Es verdad que esas langostas acorazadas regeneran las pinzas cuando las pierden? No parece sino que las clases de ciencias que nos dieron tuvieran como ú nico propó sito armar de dureza nuestro corazó n. O, por lo menos, refinada. Polonio está en un banquete, no un lugar donde come sino donde lo comen los gusanos..., la recompensa a toda una vida de banquetes.

No puedes utilizar tu cinta mé trica humana con ninguna finalidad. Aú n no has conseguido tener a raya a tus muertos, cuando descubres de pronto que te tienen rodeado. ¿ Qué habrí a dicho de esto Ravelstein? Pues é l habrí a dicho:

—Remilgos de muchachas.

Con lo que tal vez habrí a querido decir:

—Rosamund es un ser humano de corazó n tierno, tiene que resolverlo ella sola. Es una cuestió n en la que los adultos deben reflexionar profundamente. En cuanto a las salamandras rojas, quizá se podrí an incorporar a la salsa de los espaguetis...

En Saint Martin está bamos instalados en una casa de dos pisos en el extremo má s bajo de la bahí a, el oriental. Debajo de nosotros, una familia de turistas procedentes del norte de Francia se habí an adueñ ado del jardí n. Pero ellos estaban en famille mientras que nosotros no tení amos una necesidad especial del mismo. Lo que nos interesaba era la playa, que se extendí a al otro lado de una tapia baja. Nos encontrá bamos a unos diez metros del borde del agua. Una barca con el fondo de vidrio llevaba regularmente a los turistas a los arrecifes de coral situados al Norte.

Menos mal que tení a a mano la bahí a. Nos brindaba un cercado. Agradezco los lí mites. Me gusta tener unas lí neas trazadas a mi alrededor. Yo no estaba allí para batallar con los mares, sino para nadar y flotar tranquilamente. Para abrir mis pensamientos a Ravelstein. Rosamund solí a remolcarme o sostenerme en el agua hasta la altura de los hombros. Pasaba los brazos por debajo de mi cuerpo y me llevaba caminando de aquí para allá. No era una mujer fuerte, no le hací a falta serlo. Parece que se flota mejor en el agua de mar, no hay que porfiar para mantenerse a flote, como ocurre, por ejemplo, en un lago o en un estanque. Rosamund es de complexió n delgada, pero no flaca ni abrupta. Los cabellos castañ os le caen sobre los hombros. Son un bien ilimitado. Sus ojos almendrados, en cambio, son azules, no castañ os como cabrí a esperar de sus cabellos oscuros. La tonada que cantaba mientras hací a navegar mi cuerpo sobre el agua era del Salomó n de Há ndel. Lo habí amos escuchado en Budapest hací a unos meses. «Vive siempre, feliz, feliz Salomó n», cantaba Rosamund. El coro que só lo entonaba su voz tení a debajo el susurro del agua del mar. Tendido en sus brazos, yo contemplaba las mariposas de color amarillo pá lido que revoloteaban en lentos remolinos, arracimadas a centenares. Debí a de ser su é poca de apareamiento. Y por encima de la calle principal se veí a flotar la nube de humo de las barbacoas, mientras los pregoneros de los chiringuitos, hijos de Belial, cegados por el sol, debí an de reí rse y agitar en el aire las langostas vivas asidas por las antenas para tentar con ellas a los turistas.

Me di cuenta de que nunca encerrarí a en mi corazó n aquel paraí so tropical. En lugar de ello, mientras Rosamund con su hermosa voz cantaba «Vive siempre», pensé en Ravelstein encerrado en su tumba, junto con todos sus dones, su talante y su intelecto ramificá ndose incesantemente, todo lo cual, ahora, se habí a quedado absolutamente inmó vil. No creo que, cuando me pidió que escribiera unas memorias sobre su vida, esperase que yo me centrara en lo que era caracterí stico..., caracterí stico en mí, es lo que quiero decir, naturalmente.

Rosamund y yo trocamos nuestros papeles y ahora fui yo quien la transporté a ella a travé s del agua. La arena bajo nuestros pies formaba crestas al tiempo que la superficie del mar se rizaba y, dentro de la boca, el paladar duro estaba tambié n recorrido por crestas.

—¿ Nos paramos en Le Forgeron camino de casa y reservamos mesa para esta noche? Está en la playa, a unos cinco minutos.

Roxie Durkin nos habí a dado una nota para Monsieur Bé dier, que regentaba el lugar. Rosamund ya habí a encargado la cena. En materia de restaurantes, se podí a confiar en los Durkin. En los ú ltimos añ os de vida de Ravelstein se habí an visto a menudo con é l. Habí amos cenado juntos muchas veces en el barrio griego o en el club de Kurbanski.

Los Durkin habí an sido muy atentos con nosotros. Só lo nos habí an pedido un favor a cambio. Durkin, que era abogado, se habí a llevado unos enormes volú menes a Saint Martin y se habí a olvidado de copiar varios pasajes relacionados con un caso que estaba al caer. Nos pidió, a manera de favor especial, que los localizá semos y se los enviá semos por correo electró nico. Rosamund me habí a recordado en varias ocasiones los volú menes en cuestió n. La patrona hizo que una sirvienta nos los subiera a nuestro pequeñ o apartamento.

Aquella noche fuimos andando hasta Le Forgeron a travé s del frescor de la playa. Rosamund llevaba los zapatos y las sandalias en una bolsa de redecilla. Nos calzamos antes de atravesar la puerta por el lado del océ ano. En el jardí n habí a un agradable goteo de agua, parras y arbustos, flores. Madame Bé dier, que trabajaba en la cocina, no se fijó en nosotros. Monsieur Bé dier echó un vistazo a la nota amable y cordial de Roxie sin mostrar un verdadero interé s. Era un hombre alto, calvo, de constitució n fuerte, en su organizació n fí sica habí a una especie de violencia. El mensaje que transmití a, de haberlo podido expresar en palabras, habrí a sido:

—Estoy dispuesto a hacer todo lo que un client me pida, pero estoy sometido a una presió n tan tremenda que puedo estallar de un momento a otro.

El era el ú nico camarero y el lugar estaba a tope. No lo ayudaba nadie. Su mujer se encargaba ella sola de la cocina. Pese a lo cual, los turistas, como Monsieur Bé dier procuraba que quedase muy claro, no eran sus iguales socialmente hablando.

Fui consciente de la influencia de Ravelstein cuando tracé aquel bosquejo. Habrí a podido admitir igualmente que a menudo participaba en los hechos de la vida diaria. Esto obedecí a a la fuerza de su personalidad. Tambié n era porque su vida tení a má s estructura interna que la mí a y yo me habí a hecho dependiente de su poder para ordenar la experiencia. O quizá era porque é l deseaba persistir. El, por su parte, tambié n me necesitaba. Son muchos los que quieren verse libres de los muertos. Yo, en cambio, tiendo a aferrarme a ellos.

Me acosa el presentimiento insistente —tendrí a que haber quedado aclarado a estas alturas— de que no se han ido para siempre. El propio Ravelstein habrí a apartado a un lado estas ideas tachá ndolas de infantiles. Bien, tal vez lo sean. No estoy discutiendo un caso, me limito a informar de una situació n. Sé que cuando se reconoce este tipo de fantasí as uno pierde respetabilidad intelectual. Hasta yo mismo, puedo asegurarlo, cedo ante la opinió n aceptada. Pero tiene que haber explicaciones simples que justifiquen la persistencia de Ravelstein en mi vida diaria. Por algo, cuando murió, me apercibí de que yo tení a la costumbre de contarle todo lo que me habí a ocurrido desde la ú ltima vez que nos habí amos visto.

Con todo, é l tení a curiosas maneras de presentarse y tal vez acuda de manera tortuosa desde el sitio donde esté, dondequiera que sea. No quisiera que esto pareciera una argumentació n sobre la vida despué s de la muerte. No me siento inclinado a argumentar. Lo que ocurre es que no puedo dejar de procesar una informació n por el simple hecho de que no es intelectualmente respetable.

Ahora bien, ¿ qué nos recomendaba Monsieur Bé dier de Le Forgeron aquella noche para cenar? Pues cubera roja, servida frí a con mayonesa. Rosamund pidió otro pescado. Ninguno de los dos estaba bien cocido. La cubera, servida a temperatura ambiente, estaba pegajosa. La mayonesa parecí a pomada de cinc.

—¿ Qué tal está? —preguntó Rosamund.

—Crudo.

Tras probarlo, opinó como yo que no estaba bien cocido. El interior estaba crudo.

—Dí selo al patró n. Tú puedes hablar en francé s con é l.

—Su inglé s es mejor. A la gente no le gusta caer en la trampa de conversaciones idiotas. ¿ Por qué tiene que engañ arme en francé s? Pensará que mejor que haga un curso en la Berlitz.

No pude acabarme la cubera. La cena fue interminable.

Rosamund dijo:

—Una noche perdida... No entiendo có mo pueden preparar una comida tan mala en un sitio tan bonito como é ste.

No es lí cito servir cenas incomestibles junto a este mar cá lido, tropical, y con luna para rematar el cuadro. Un restaurante situado a una distancia de diez minutos a pie desde tu casa habrí a sido el sueñ o de una desposada: ni compras, ni mondar nada, ni cocinar, ni servir, ni lavar platos, ni hacer basura. Alrededor de la medianoche se produjo un descanso pasajero del trá fico aé reo. Muy pronto hube de enterarme de los muchos aviones de propiedad privada que aterrizaban en el aeropuerto local, lo que me reveló la opulencia y las habilidades que como piloto tiene un considerable sector de la població n americana, mexicana, venezolana, hondureñ a, e incluso los deportistas italianos y franceses, personas a quienes les gusta que la realidad siga sus pensamientos. Uno piensa en un sitio y en cosa de horas ya puede estar en é l. En el siglo diecisé is, los viajes que los españ oles hací an por mar a veces duraban meses. Hoy uno puede jugar al golf en Venezuela y cenar esa misma noche en el Yucatá n. Y estar de regreso en Pasadena por la mañ ana, con tiempo suficiente para el Orange Bowl.

Cuando uno se detiene a reflexionar sobre esas personas lo bastante ricas para circular zumbando por ahí, trazando itinerarios y cubriendo tantí simos kiló metros a base de gastar gasolina, acaba sintiendo como fatiga propia toda esa fatiga producida por tantas horas de vuelo.

 

Pero se dio el caso de que Bé dier de Le Forgeron me contaminó.

Cada vez que me quejaba de cansancio y de falta de energí a, Rosamund me decí a que era la fatiga acumulada y que a ella se añ adí an las preocupaciones y el pesar que sentí a. Tambié n ella estaba triste por lo ocurrido al pobre Ravelstein, ví ctima de sus temerarios há bitos sexuales. Rosamund no era de las que hacen oí dos sordos a las quejas de los demá s, sino que les prestaba la má xima atenció n sin muestra alguna de irritabilidad. Me decí a que es habitual que las vacaciones comiencen con esta sensació n de agobio y de sentimientos negativos. Me acariciaba la cara con cariñ o y me decí a que me recuperarí a durmiendo.

Yo seguí a sus consejos pero no me sentí a mejor. La toxina transmitida por el pescado era resistente al calor, segú n hube de saber despué s, y ni la ebullició n ni la cocció n al horno bastaban para neutralizarla. Como me enterarí a má s tarde en Boston, el cuerpo no tardaba en excretar la toxina de la cigua, pero nunca antes de que ya hubiera dañ ado radicalmente el sistema nervioso. Era algo muy parecido al sí ndrome de Guillain-Barré que habí a afectado a Ravelstein. Uno de los primeros sí ntomas es la aversió n repentina a la comida. Me repugnaba incluso mirarla. Acabé aborreciendo cualquier olor a comida. Lo ú nico que me sentí a capaz de cenar eran palomitas de maí z con un poco de leche. No cesaba de repetir a Rosamund que aquello redundaba en beneficio: estaba perdiendo el exceso de peso. Como todos los habitantes de Estados Unidos, le dije, estaba sobrealimentado.

La familia francesa que habitaba el piso inferior habí a venido de Ruá n para estar a sus anchas y vagar a su antojo, sin constricció n alguna, en el tró pico. Nadaban en el mar apacible al igual que Rosamund y yo. Nos secá bamos en la playa y conversá bamos agradablemente. Pero los olores que subí an de su cocina se me hicieron insoportables. Le dije a Rosamund:

—Pero ¿ qué mierda cocinan?

—¿ Tan mala te parece? —dijo Rosamund.

Seguidamente le di una conferencia sobre la decadencia de la cocina francesa.

—Antes se comí a bien en cualquier bistrot. Tal vez el turismo tenga la culpa de que el nivel haya bajado de ese modo. ¿ O será que la desaparició n de los campesinos ha arruinado la cocina francesa?

—Uno de los placeres de vivir contigo, Chick, es que sabes tanto de todo. Pero me doy cuenta de que has perdido el apetito por completo. Yo tengo mi teorí a propia al respecto: está s tan agotado, tan exhausto y acabado, que este lugar es demasiado tranquilo para ti. Lo que te ocurre es que está s sometido a una presió n excesiva.

 

Era evidente que le preocupaban la fuerza y la violencia de mis reacciones.

—Tengo que huir de este espantoso hedor a comida.

—Salgamos, pues.

—Sí, salgamos. Tú necesitas comer, Rosamund, tú tienes que cenar bien. Yo no tengo apetito, pero me gustará que comas.

Las noches en esa isla eran inquietas, mi corazó n se portaba mal. Habí a aumentado la dosis de quinina que me habí a recetado el doctor Schley, el cardió logo. Me tragaba las tabletas con vasos de agua de quinina. Tení a la cabeza bastante clara pero me notaba entumecidas las plantas de los pies.

—Siento en los pies un estremecimiento muy desagradable —dije.

—A lo mejor es por la manera de sentarte. Procura estar de pie. Quizá tomas un exceso de quinina —dijo Rosamund.

—El doctor Schley me dijo que tomara toda la que quisiera para solucionar lo de la arritmia, las fibrilaciones. ¡ Dios santo, hoy en dí a todo el mundo parece mé dico!

Nos paseá bamos por la playa para huir de aquella peste a pollo y a langosta que emanaba de los chiringuitos de la calle principal. En Le Forgeron, el patró n, ocioso en la entrada de su establecimiento, hací a como que miraba el mar y no me devolvió el saludo.

—Estar a ocho mil kiló metros de Francia lo emancipa de la politesse —dije.

—No volveremos a su restaurante...

—Machts nicht. Es un cerdo a quien le enseñ aron buenas maneras, pero no se le han quedado. Hay gente horrible en todas partes. No se pueden pedir peras al olmo.

Yo no sabí a lo enfermo que estaba. Lo ú nico que sabí a es que me sentí a terriblemente irritable, me habí a salido de los raí les, estaba un poco trastornado. Me daba cuenta de que no hací a má s que repetir las mismas cosas y de que Rosamund estaba angustiada. Rosamund no sabí a qué hacer. Probablemente se sentí a culpable de haberme traí do a aquel lugar. Vale la pena que describa una de mis obsesiones. Muchas veces habí a dicho a Rosamund que uno de los problemas que comporta la vejez es la rapidez con la que transcurre el tiempo. En varias ocasiones le habí a comentado que los dí as pasaban raudos «como las estaciones subterrá neas vistas desde un tren expreso». Para ilustrá rselo le habí a citado La muerte de Ivan Illych. En la infancia los dí as son muy largos pero en la vejez pasan en un vuelo, «má s veloces que la lanzadera», dice Job. Ivan Illych tambié n habla de la lenta ascensió n de una piedra lanzada al aire. «Cuando vuelve a la tierra, se acelera a razó n de nueve metros setenta y cinco centí metros por segundo. » Estamos bajo el influjo del magnetismo gravitacional y todo el universo participa en esa aceleració n del final de cada uno. Si pudié ramos recuperar la plenitud de los dí as que vivimos en nuestra infancia... Pero a mí me parece que nos familiarizamos demasiado con los datos de la experiencia. Nuestra forma de organizar los datos que se precipitan al estilo gestalt —es decir, en formas progresivamente má s abstractas— acelera las experiencias convirtié ndolas en una comedia que es un peligroso desbarajuste proyectado hacia adelante. Nuestra necesidad de eliminació n rá pida suprime los detalles que seducen, atraen o entretienen a los niñ os. El arte es lo ú nico que se salva de esta aceleració n caó tica. La mé trica en la poesí a, el compá s en la mú sica, la forma y el color en la pintura. Tenemos la sensació n de que aceleramos la velocidad con la que corremos hacia la tierra y que acabaremos estrellá ndonos en la tumba.

—Ojalá que no fueran má s que palabras —dije a Rosamund—, pero es una sensació n que tengo todos los dí as. Impotentes, esos pensamientos se van comiendo lo que me queda de vida...

La pobre Rosamund tení a que escuchar toda esta paparrucha noche tras noche a la hora de cenar..., y pensar que aquellas vacaciones caribeñ as tení an que ser unas vacaciones romá nticas, una especie de luna de miel...

—¿ Hablaste de esas cosas con Ravelstein?

—Pues..., sí, las hablé con é l.

—¿ Y é l qué decí a?

—Decí a que Ivan Illych habí a hecho un mariage de convenance y que si é l y su mujer se hubieran querido, habrí an visto las cosas con ojos diferentes.

—Pero los pobres se odiaban —dijo Rosamund—. Leer su historia es como pisar cristales rotos. Una pesadilla.

Era muy inteligente, Rosamund. No só lo podí amos hablar sino que tení amos la seguridad de que nos entendí amos.

Pasamos a enfrascarnos en los libros que nuestro amigo Durkin nos habí a pedido que examiná ramos y trabajamos juntos en las pá ginas que nos habí a pedido que le copiá semos. La verdad es que se trataba de muy poco trabajo y que Rosamund se encargó de la mayor parte del mismo. Allí no habí a má quinas fotocopiadoras para libros de aquellas dimensiones. Yo leí a en voz alta los extractos y Rosamund los copiaba en su procesador de textos. Si en un primer momento el material apenas despertó mi interé s, no tardó en absorber mi atenció n. No me refiero al aspecto legal, el pleito por una cuestió n de derechos de autor presentado por el cliente de Durkin. El autor del diario en el que el libro estaba basado era un mé dico americano que habí a pasado añ os en la selva tropical de Nueva Guinea con una beca destinada a investigació n concedida por el Instituto Nacional de Esto y lo de Má s Allá, un hombre que hablaba la jerga o jerigonza de la isla. El hecho de estar bien escrita hací a la cró nica má s convincente y, en algunos momentos, supermemorable. En ella se describí a un acantilado cubierto de grandes flores como una «cascada de orquí deas carmesí ». Habí a muchos pasajes recargados, pero estaban justificados como respuesta a lo recargado de la naturaleza. Su objetivo era decididamente cientí fico, el artí culo tení a importancia global y era absorbente por lo humano. Comenzaba describiendo la escasez de proteí nas en la dieta de las tribus que habí a estudiado. Decí a que, en las guerras primitivas, los nativos no podí an permitirse el lujo de desperdiciar los cuerpos de sus enemigos.



  

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