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RAVELSTEIN 13 страница



—Quizá sea la idea que se hacen de pagar un tributo. Tal vez é sa sea su manera de decir que la vida, sin su amigo Ravelstein, no tiene ningú n valor —dije.

—Bien, yo los quiero mucho —dijo Ravelstein—. Se han inventado esa manera solapada de hacerme saber que no me irí a solo.

—Es evidente que hablan de ti todo el tiempo y que han pensado que tal vez te convertirí as en un referente ausente.

—O sea que, si yo muero, tambié n ellos pueden morir —dijo Ravelstein con esa manera suya de explicar las cosas.

Le encantaban los comadreos, pero serí a difí cil describir el interé s que sentí a por las personas. Poseí a una curiosa intuició n, aunque en su caso era má s adivinació n que aná lisis lo que estaba en juego cuando hablaba de las personas o las desentrañ aba.

—Les he dicho que es un error hacer del suicidio un tema de discusió n o de debate. El razonamiento a favor o en contra de la vida es una niñ erí a.

—Tú tienes una gran autoridad con los Battle, si tú les dices que no lo hagan, no lo hará n.

—Dictar leyes no es mi estilo, Chick.

Lo cual, ciertamente, no era verdad.

—Querí an que me los tomara en serio —dijo—. Pero es evidente que no hablaban en serio.

Lo que querí an es distraerme con esa canció n del doble suicidio.

Aquello se acercaba má s a la verdad.

—Les he dicho que habí an vivido un gran amor. Un clá sico.

—Y que no debí an manchar ese amor con el deshonor —añ adí.

—Má s o menos —dijo Ravelstein—. Ya conoces la historia. Despué s de haber bailado con Battle, a quien no habí a visto en su vida, la mujer abandonó a su marido. Cayó en brazos de Battle y aquí se acabó todo. En aquel mismí simo instante las dos partes reconocieron que sus respectivos matrimonios habí an terminado... É l era bueno en las pistas de tenis y en las de baile, pero no tení a nada de seductor, y ella no era una esposa infiel. É l le dijo que la esperaba en el aeropuerto...

—¿ Y eso dó nde fue?

—En Brasil. Y su vida ha sido feliz.

—¡ Ah, ya lo recuerdo! Su avió n fue alcanzado por un rayo.

—Tuvieron que aterrizar en Uruguay. Han estado juntos muchos añ os..., cuarenta añ os sin una fisura. Los Battle querí an que yo les hiciera un compendio de todo lo suyo, o sea, que les he complacido y les he contado su propia historia. Entre millones o centenares de millones de personas só lo ellos han tenido suerte. Han vivido un gran amor y dé cadas de felicidad sin esfuerzo alguno. ¿ Por qué, pues, rebajar esa felicidad con un suicidio?... Me he dado cuenta de que la señ ora Battle ha oí do... lo que esperaba oí r. Querí a que le demostrara que hay que seguir viviendo.

—Pero Battle no estaba del todo satisfecho, ¿ verdad?

—Exactamente, Chick. Esperaba que yo le hablarí a de suicidio y nihilismo. Muchas veces he pensado que las fantasí as de suicidio se contrarrestan con las fantasí as de asesinato en la economí a mental de las personas civilizadas. Battle no es un profesor hasta la mé dula, aunque siente la responsabilidad de alistarse al nihilismo. No es que é l sepa mucho sobre nihilismo, pero es algo que está en el aire. Ha hablado de la gente triunfadora inclinada al suicidio, los que miran má s allá de las ilusiones del é xito y deciden acabar con su vida...

—Si te disgusta la existencia, la liberació n es la muerte. Llá malo nihilismo, si quieres.

—Sí, al estilo americano..., sin el abismo —dijo Ravelstein—. Los judí os, sin embargo, creen que el mundo ha sido creado para todos y cada uno de nosotros y que cuando destruyes una vida humana, lo que destruyes es todo un mundo..., el mundo tal como era para aquella persona.

De repente Ravelstein se sintió incomodado conmigo. Por lo menos me habló con una ampulosidad que dejaba traslucir malhumor. Tal vez yo seguí a sonriendo al pensar en los Battle y a é l pudo parecerle que disentí a de la idea de que uno, al destruirse, destruye todo un mundo. Como si yo lo amenazara con destruir un mundo, yo que he vivido para ver esos fenó menos, yo que creo que el corazó n de las cosas está en la superficie de las mismas cosas. Yo que decí a siempre: «Cesará n las imá genes», al responder a la pregunta de Ravelstein: «¿ Có mo imaginas la muerte? », queriendo significar, una vez má s, que en la superficie de las cosas se ve el corazó n de las mismas.

Cerca ya del final, Ravelstein atraí a a muchos visitantes. Pocos llegaban hasta su dormitorio, Nikki se ocupaba de que así fuera. Pero entre los má s significativos se contó Sam Pargiter, cuya presencia resultó curiosa. Era uno de mis mejores amigos. Por mediació n mí a habí a leí do el famoso libro de Abe y habí a asistido a sus conferencias pú blicas y tambié n a algunos de nuestros seminarios conjuntos. Valoraba en mucho las opiniones de Ravelstein y sus chistes. Con un gran letrero detrá s de é l en el que se leí a Prohibido fumar, Ravelstein prendí a sus cigarrillos con la llama del Dunhill mientras daba sus conferencias y decí a:

—Si usted se marcha porque su odio al tabaco es má s grande que su amor a las ideas, no le echaremos de menos.

Lo decí a con mordacidad tan có mica y con tan buen talante que Pargiter quedó embelesado con é l y me pidió que le presentara a aquel hombre tan ingenioso. Le dije, pues, a Ravelstein que mi amigo Sam Pargiter estaba interesado en conocerlo.

—Muy bien, así tendrá s en la misma yunta a dos amigos totalmente calvos —dijo Ravelstein.

De su forma de decirlo se deducí a que, como le quedaba muy poco tiempo, no debí a traerle gente nueva.

—¿ Dijiste que era sacerdote cató lico?

—Lo fue —dije—. Solicitó la salida. Pero sigue siendo cató lico... Tú tambié n tienes un amigo jesuita, Trimble.

—Trimble y yo compartimos un piso en Parí s y salí amos juntos a menudo. Pero é l fue, como yo, alumno de Davarr y hablá bamos el mismo lenguaje.

—Bueno, aunque no lo haya hablado con Sam Pargiter, puedes tener la seguridad de que, si quiere venir a verte, es porque te ha leí do y puedes estar seguro de que é l no intentarí a nunca apuntarse una novena entrada a costa tuya. 14

Descubro, al volver la vista atrá s, que yo me preocupaba extrañ amente por las personas que visitaron a Ravelstein en sus ú ltimos dí as y que, arrimadas a las paredes de la habitació n, formaban un grupo de testigos en su mayorí a silenciosos. A Ravelstein ya no le quedaban fuerzas para aceptar ni rechazar a los visitantes. De algunos de ellos yo habrí a podido decir que Ravelstein habrí a preferido no verlos. Uno de sus rivales de mucho tiempo, Smith, se presentó con una nueva esposa, que se arrogaba el papel de instructora del profesor y le dijo, situá ndose junto a la cabecera de la cama:

—Dile que le quieres. ¡ Anda..., dí selo!

Y el hombre, con muy poco entusiasmo, dijo:

—Le quiero.

Estaba muy claro, en cambio, que lo odiaba. Se odiaban mutuamente. Ravelstein cortó aquel momento imposible con una sonrisa maravillosa, aunque ya no era capaz de intervenir. Era evidente que Smith estaba furioso con su ú ltima esposa. Nadie tení a autoridad suficiente para pedir a los Smith que abandonaran la cabecera de la cama. Fue una suerte que Pargiter —cuya presencia, de haberme encontrado en mi lecho de muerte, habrí a agradecido— estuviera sentado junto a la puerta. Pargiter estaba allí como espectador o como testigo, simplemente sentado junto a la pared haciendo la funció n, en gran parte tá cita, de estar donde estaba.

Los visitantes de los que Ravelstein estaba má s necesitado eran los que acudí an má s regularmente. Estaban, por ejemplo, los Flood, marido y mujer, pareja con la que tanto Ravelstein como Nikki estaban muy unidos. Flood pertenecí a al cuerpo administrativo de la universidad, su responsabilidad particular se centraba en las relaciones de la comunidad. Era el representante de la universidad en el ayuntamiento y se encargaba de supervisar el sistema de seguridad de la universidad. La policí a de la universidad le pasaba informació n. Una de sus actividades consistí a en solventar escá ndalos. Era un hombre sencillo, sensible, serio, tení a buen corazó n. Só lo Dios sabe las muchas cosas desagradables que habí a resuelto por el bien de la comunidad universitaria. Pero no era indispensable pertenecer a aquella comunidad para ser objeto de sus desvelos. Un propietario de un restaurante griego tení a una hija cuya vida salvó Flood gracias a procurarle asistencia quirú rgica en el ú ltimo momento y cuando se encontraba en gran peligro. Flood tení a fama en la ciudad de persona-a-la-que- se-puede-recurrir-en-un-apuro. Habí a hecho favores tanto a Ravelstein como a mí. Como las de la casa de Ravelstein, las puertas de la casa del matrimonio Flood estaban siempre abiertas. La gente entraba y salí a de su casa sin grandes restricciones ni formalismos. Gilda Flood y su marido, para decirlo llanamente, se querí an. Ravelstein valoraba má s que ningú n otro aquel lazo humano tan simple (pero tan indispensable). El tení a una gran diversidad de conexiones a todos los niveles. No son cosas para ser divulgadas. Me limito simplemente a señ alar la variedad de visitantes atraí dos a la cabecera de la cama de Ravelstein que é l, cuando emergí a, observaba arrimados a las paredes de su habitació n, personas cuya presencia debí a de reconfortarle por las afinidades que tení a con ellas, personas que eran en cierto modo su familia o lo má s pró ximo a ella.

Hacia el final, Ravelstein se mostraba a menudo impaciente conmigo. Habí a aprendido del profesor Davarr que la gente moderna —y yo, en algunos aspectos, era una persona moderna— entra directamente a saco en las cosas. No estaba de má s llamarles la atenció n, podar aquella excrecencia que supone la persistencia en el error. Por eso podí a ser directo sin ofender.

A veces los que está n cerca de la muerte son muy severos. Nosotros seguiremos aquí cuando ellos se hayan ido y esto no es fá cil de perdonar. Si yo no me merecí a la vara por la opinió n X, es evidente que me tení a ganados un par de batacazos en los nudillos por la Y. Cuanto má s viejo te haces, peor es lo que descubres en ti. El habrí a empleado mejor que yo los añ os que me quedaban. Lo mí nimo que puede hacer uno es reconocer los hechos escuetos. Ravelstein me consideró petulante con el pecado del suicidio cuando le dije que habí a dado una respuesta muy judí a a los Battle. Pero se aplacó despué s y dijo:

—Me concederá s, en cualquier caso, que he salvado dos vidas.

 

 

 

En cualquier caso, he cumplido, con ayuda de Rosamund, la promesa que hice a Ravelstein. Murió hace seis añ os, justo cuando empezaban las Grandes Fiestas. Cuando recé el Kaddish por mis padres, tambié n lo tuve a é l en mis pensamientos. Y durante la ceremonia en recuerdo de é l —Yizkor— me paré a reflexionar en las memorias que pensaba escribir y estuve pensando en có mo las abordarí a. Pensé en sus rarezas, extravagancias, excentricidades, en su manera de comer, beber, afeitarse, vestirse y de atacar jovialmente a sus alumnos. Pero esto era poco má s que su historia natural. Otros lo veí an extrañ o, perverso..., su sonrisa burlona, su manera de fumar, sus conferencias, su arrogancia, su impaciencia. Para mí era un ser brillante y seductor. Alguien que estaba decidido a socavar las ciencias sociales y otras especialidades universitarias. La irregularidad de sus costumbres sexuales lo habí a condenado a morir. En relació n con ellas era absolutamente franco conmigo, con sus mejores amigos. Para utilizar un té rmino de otras é pocas, era considerado un invertido. No un «gay». Despreciaba la homosexualidad teatral, tení a en muy poca estima el «orgullo gay». Habí a momentos en que yo no sabí a qué hacer con sus confidencias. Pero me habí a elegido a mí para que hiciera su retrato y, cuando hablaba conmigo, si era a mí a quien hablaba í ntimamente, tambié n hablaba para la cró nica. Perder la cabeza era la marca de su grandeza de espí ritu. Supongo que, incluso en la é poca actual, la gente sabrá entender el té rmino «grandeza de espí ritu», si bien ahora ya no encierra la connotació n permanente que tuvo en otro tiempo. En todo caso, Ravelstein confiaba en que yo serí a capaz de describirlo.

—A ti esto te será muy fá cil —me dijo.

Yo asentí..., así era, má s o menos.

La norma que se sigue con los muertos es que hay que olvidarlos. Terminado el entierro, se inicia el avance gradual y universal hacia el olvido. Pero é sta no era una norma vá lida en el caso de Ravelstein. El reclamaba y ocupaba un espacio má s importante tanto en la vida de Rosamund como en la mí a. Rosamund recordaba un texto de su é poca de escolar que decí a: «Jú ntate con las personas má s nobles que encuentres; lee los libros mejores; vive con los poderosos; pero aprende a ser feliz solo».

Para Ravelstein é sta habrí a sido la normal kabibble magná nima y de elevado espí ritu.

Pese a todo, a su manera despendolada, era incuestionable que Ravelstein habí a sido una «persona de las má s nobles». Para mí, no obstante, el reto que comportaba retratarlo (aquello en que se habí a convertido la antigua palabra «retratar») iba transformá ndose paulatinamente en una carga. Aun así, Rosamund creí a que yo era la persona má s adecuada para llevar a cabo aquella tarea. De hecho, realizarí a con ella un ensayo personal de la muerte. Pero, de momento, se trataba ú nicamente de considerar la muerte de Ravelstein.

—Todo es empezar —me dijo Rosamund—. Como decí a é l, es el premier pas qui coü te.

—Sí. Algú n equivalente francé s de «con todos los sellos», sur papier timbré , todo legal y en orden, oficializado por el Estado.

—Eso, eso..., é se es el tono jocoso exacto que é l esperaba de ti. Deja que otros comenten sus ideas.

—Eso quiero. Dejar los asuntos intelectuales a los expertos.

—Lo ú nico que necesitas es situarte en la posició n correcta.

Pero transcurrí an los meses —los añ os— y seguí a sintié ndome incapaz de encontrar el punto de arranque.

—Tendrí a que ser fá cil. «Ser fá cil o no ser» o, como decí a no sé quié n, «si no es como el canto de un pá jaro, no vale».

Rosamund a veces decí a:

—¿ Es que Ravelstein combina bien con el canto de un pá jaro? En cierto modo, no me lo parece.

Los añ os iban pasando entre conversaciones de esta suerte y se hací a evidente que yo me sentí a incapaz de empezar, me enfrentaba con algú n obstá culo de dimensiones colosales. Rosamund habí a dejado de animarme y de ofrecerme consejo. Era prudente de su parte que me dejara a mi aire.

Pese a ello, seguí amos hablando de Ravelstein casi a diario. Yo recordaba las veladas de baloncesto en su casa, y tambié n las cenas con estudiantes en el barrio griego, sus salidas para hacer compras y los seminarios caprichosos pero importantes que solí a organizar. Otra que no hubiera sido Rosamund me habrí a acuciado desagradablemente:

—Al fin y al cabo, era un gran amigo tuyo y le juraste que lo harí as.

O bien:

—Seguro que, en la otra vida, está muy disgustado.

Ella sabí a perfectamente que yo pensaba lo mismo con demasiada frecuencia, de forma agobiante ademá s. A veces me lo representaba envuelto en su sudario, tendido junto a su odiado padre. Ravelstein solí a decir:

—Aquel histé rico que me golpeaba las nalgas desnudas y me gritaba sandeces..., y despué s, por mucho que yo me esforzara, me restregaba por las narices que no habí a conseguido estar en Phi Beta Kappa. «O sea que has publicado un libro y ha sido bien recibido..., pero de Phi Beta Kappa, nada, ¿ verdad? »

Lo ú nico que dijo Rosamund fue:

—Só lo con que contaras eso de Phi Beta Kappa, tendrí as a Ravelstein encantado en la otra vida.

Y mi respuesta fue:

—Ravelstein no creí a en la otra vida. Y suponiendo que é l estuviera en algú n sitio, ¿ qué gusto sacarí a de recordar al imbé cil de su padre o un tramo cualquiera de lo que llamamos nuestra vida mortal? Yo soy de los que creen que, cuando estemos en el otro lado, veremos a nuestros padres. Y a los hermanos, amigos, primos, tí as y tí os...

Rosamund solí a asentir con el gesto. Admití a con ello que tambié n ella lo creí a. A veces añ adí a:

—Me pregunto qué hará n en la otra vida.

—Si hicieras una encuesta sobre la cuestió n descubrirí as que la mayorí a esperamos volver a ver a nuestros muertos, los amá bamos y continuamos amá ndolos..., de cuando en cuando les engañ á bamos, a veces los despreciá bamos o los odiá bamos, y habitualmente les mentí amos. No tú, Rosamund, tu sinceridad te convierte en excepció n. Pero hasta el mismo Ravelstein, un hombre demasiado duro para hacerse este tipo de ilusiones, decí a..., se delataba cuando me decí a que, de todas las personas que le eran pró ximas, yo era la que tení a má s probabilidades de seguirle pronto..., seguirle, ¿ adonde? ¿ Acaso creí a que irí a tras é l y volverí amos a vernos un dí a?

—No puedes especular demasiado basá ndote en ese tipo de observaciones —dijo Rosamund.

—Es ló gico argumentar que el origen de este tipo de ilusiones está en el amor infantil. Es mi manera de admitir que hace medio siglo que no veo a mi madre. Freud habrí a despachado mi afirmació n tachá ndola de sentimental y estú pida. Pero Freud era un mé dico y los mé dicos del siglo diecinueve eran implacables con los sentimientos.

Decí an que los seres humanos estaban formados por componentes quí micos en un sesenta y dos por ciento aproximadamente. Eran unos racionalistas de mucho cuidado y unos tí os muy duros.

—Pero Ravelstein distaba mucho de ser una persona sencilla —dijo Rosamund.

—Por supuesto que sí. Pero demos uno o dos pasos má s..., y te dejaré con una idea un poco retorcida. Me pregunto qué podrí a ocurrir. Si escribiera ese recuerdo de Ravelstein ya no habrí a barrera alguna entre la muerte y yo.

Rosamund se rió con ganas al oí r esas palabras.

—¿ Qué quieres decir? ¿ Que se terminarí an tus deberes y ya no tendrí as motivo para seguir viviendo?

—No, no. Por suerte todaví a te tengo a ti como razó n para seguir viviendo, Rosamund. Lo que quiero decir es que quizá Ravelstein pensaba que tal vez ya no me quede en esta vida otra cosa que hacer que ensalzarlo a é l.

—¡ Vaya idea extrañ a!

—É l pensaba que me habí a brindado un buen tema..., el tema de los temas. Y é sa sí que me parece una idea extrañ a. Aunque nunca he dado por sentado que yo sea una persona racional, moderna. Una persona racional no pensarí a que va a encontrarse con sus muertos en el ocaso..., dondequiera que esté el ocaso.

—En cualquier caso —dijo Rosamund—, el hecho de que sea una idea tan persistente hace que deba tenerse en cuenta.

—Pero ¿ por qué yo? Puedo nombrar en menos de un minuto a cinco personas má s calificadas que yo para realizar esta labor.

—En lo que se refiere a exponer sus ideas, sí —dijo Rosamund—, pero esas personas no sabrí an dar a las memorias el color necesario. Ademá s, vosotros os hicisteis amigos en una fase avanzada de la vida y la gente mayor no suele establecer normalmente este tipo de relaciones...

Quizá dejaba tambié n sobrentender que los viejos tampoco suelen enamorarse. No estaban en condiciones de entrar dando tumbos en aquel campo magné tico donde no tení an por qué estar.

—Ravelstein se pasó uno o dos añ os dá ndome la lata porque Vela y yo nos relacioná bamos con Radu Grielescu y su mujer con tanta frecuencia —dije a Rosamund.

—¿ Tú estabas a gusto con ellos?

—Nos llevaban a buenos restaurantes..., o, en todo caso, a los má s caros. A Vela le encantaba todo eso de los besamanos, las reverencias, todos los tejemanejes con las señ oras, los ramilletes y los brindis. Estaba extasiada. Grielescu montaba un verdadero espectá culo. Ravelstein sentí a una curiosidad exagerada con respecto a esas veladas. Decí a que Radu habí a pertenecido a la Guardia de Hierro. Yo no le hací a mucho caso. A Ravelstein le molestaba que no le siguiera la corriente.

—¿ Tú no lo tení as por un nazi? —preguntó Rosamund.

—Lo que pasa es que Ravelstein fue má s allá que yo y me dijo que hací a unos diez añ os que habí an invitado a Grielescu a dar una conferencia en Jerusalé n, pero que la invitació n fue cancelada. Tampoco lo tuve en cuenta. Quizá yo estuviera entonces demasiado absorbido por mis cosas para relacionar los dos hechos. A veces opto por desconectar los receptores y decido, de una forma u otra, no ver lo que hay que ver. Por supuesto que Ravelstein se habí a dado perfecta cuenta de la situació n. El que no se dio cuenta fui yo.

Ravelstein querí a saber simplemente qué decí a y qué hací a Grielescu. Le dije que, durante las cenas, disertaba sobre historia arcaica, se dedicaba a atiborrar la pipa de tabaco y a encender montañ as de cerillas. Hay que aferrar con fuerza la pipa para evitar que se mueva, lo que hace temblar mucho má s los dedos que la sostienen. É l continuaba atiborrando la pipa de tabaco rebelde. Y cuando no se dejaba atiborrar, le faltaba fuerza en los pulgares para comprimirlo. ¿ Có mo iba a ser peligrosa en el aspecto polí tico una persona así? Los puñ os de la chaqueta le llegaban a los nudillos.

Rosamund dijo:

—Yo creo que para Grielescu significaba mucho que lo vieran en pú blico contigo. Pero a ti te ocurre lo siguiente, Chick: lo que tú observas no te deja ver lo principal.

—Eso mismo me dijo Ravelstein. Es curioso que yo dejara que se aprovechasen de mí de esa manera.

—Querí as complacer a tu mujer. Querí as que ella tuviera buena opinió n de ti. Y seguramente Ravelstein se dio cuenta de que te dejabas engatusar. Que optabas por la salida fá cil...

—Yo me decí a, supongo, que aquello era una especie de absurdo franco-balcá nico. Por la razó n que sea, yo no me tomaba en serio a los fascistas balcá nicos. Cuando traí an la cuenta, Radu pegaba un salto y la cazaba al vuelo. Se habí a convertido en un juego del que yo no tení a la clave. Una de las cosas que má s me chocaban era que pagara siempre con billetes limpios, planchados, recié n salidos del banco. Daba la impresió n de que no miraba nunca el importe de la cuenta. Cuando uno se ha criado en los tiempos de la Depresió n, son cosas que no se te escapan.

—A Ravelstein le gustaba muchí simo que le contaras todas esas cosas.

—Yo procuraba que así fuera. Pero apartaba a un lado todo lo relacionado con la pipa y los manierismos. Lo que é l querí a era que yo emergiera de aquella niebla en la que estaba metido.

—Bien, tu eras su bió grafo oficial. Que fueras lento en decidir no podí a gustarle en absoluto.

—No, claro. Cuando me dijo que la invitació n de Radu a Jerusalé n habí a sido cancelada ni siquiera me interesé por los detalles. Ahora veo que entonces perdí el tren.

—Mira, si te escogió a ti para que escribieras sobre é l no fue porque creyera que eres perfecto —dijo Rosamund.

—En lo bá sico está bamos de acuerdo al má ximo, teniendo en cuenta mi ignorancia —le dije—. El contaba con el soporte de los clá sicos. Es indudable que no era mi caso pero, cuando me equivocaba, no volcaba mis energí as en defender mis errores. La vida me habí a enseñ ado que es una estupidez insistir en que uno tiene razó n.

—Tú necesitabas tener razó n y no podí as seguir adelante y tener razó n, ademá s —dijo Rosamund.

—El plan de Vela consistí a en que Grielescu se convirtiera en el sustituto de Ravelstein. En Parí s, cuando Abe entró como una tromba en nuestra habitació n y sorprendió a Vela en combinació n, ella escapó corriendo al cuarto de bañ o..., tení a una curiosa manera de correr, daba unos saltitos de puntillas... Y cerró la puerta por dentro. Poco tiempo despué s me dijo que no podí amos volver a ver nunca má s a Ravelstein.

—Sí, fue una cosa muy extrañ a —dijo Rosamund, que, cuando hablaba de Vela, se mostraba siempre correcta y circunspecta—. ¿ Fue cuando Vela hizo venir a su madre? ¿ La llevó a Parí s?

—No, no. Cuando ocurrió esto hací a un par de añ os que la pobre mujer habí a muerto. Pero no vas desencaminada. Vela confiaba en su madre para que la sacara del atolladero en lo referente a..., ¿ có mo lo llamarí a?..., a las relaciones humanas. La madre tení a unas habilidades de las que ella carecí a. De todos modos, aquella señ ora me tení a odio. Eso de tener un yerno judí o envenenó su vejez.

—Acabas de poner el dedo en la llaga —dijo Rosamund—. Has reflexionado enormemente sobre todo tipo de problemas, pero te has olvidado del má s importante. Habí as empezado a hablar de la cuestió n judí a.

—Sí, claro, esta conversació n gira alrededor de ese tema, alrededor de lo que suponí a para los judí os que hubiera tantí simas personas, millones de personas, que quisieran acabar con ellos. Toda la humanidad los rechazaba. Hitler se llevó la palma cuando dijo que, cuando subiera al poder, levantarí a hileras de patí bulos en la Marienplatz de Munich y mandarí a colgar a todos los judí os, hasta el ú ltimo. El programa de Hitler para acceder al poder se centraba en la cuestió n judí a. No tení a otro, no lo necesitaba. Se convirtió en canciller gracias a unificar Alemania y a gran parte del resto de Europa contra los judí os. De todos modos, en lo que a Grielescu se refiere, no creo que fuera un mata-judí os acé rrimo, pero cuando tuvo que declarar, declaró. Tení a un voto y votó. Segú n lo juzgaba Ravelstein, yo habí a renunciado a la desagradable labor de reflexionar sobre la cuestió n.

—¿ No sabí as por dó nde empezar?

—Bien, yo tení a que vivir como judí o en la lengua americana y no es una lengua que sirva de mucho cuando los pensamientos son negros.

—¿ Hablaste alguna vez con Ravelstein sobre este poder de la agresividad?

—Es posible. Abe tení a un cará cter mucho má s jovial que yo..., una actitud muy abierta, amplia y diá fana como el dí a. Era má s normal que yo. Pero era cualquier cosa menos inocente.

—Estudié a Tucí dides con é l —dijo Rosamund—. Recuerdo lo que decí a sobre la peste de Atenas y el amontonamiento de cadá veres de padres o de hermanas en las piras funerarias de los muertos no identificados. Pero en clase no relacionó nunca el hecho con los montones de muertos del siglo veinte. ¿ Se te ocurre que podrí a haber dicho algo?



  

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