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RAVELSTEIN 11 страница



—Cuando la pones en cuarentena, se derrumba todo —dijo—. Demasiada racionalidad en la planificació n —pero despué s añ adió —: Hizo bien dá ndote la patada.

—¿ Por qué lo dices?

—Pues porque habrí as acabado asesiná ndola —lo dijo sin aire sombrí o. La idea de aquel asesinato era, para é l, algo bueno. Me concedí a ese cré dito—. Te tení a anatemizado con la cuestió n del sexo. No tení as má s remedio que pensar en una muerte violenta. Eligió el peor momento posible, justo cuando acababan de morir tus dos hermanos, para comunicarte que estaba tramitando el divorcio.

 

Ravelstein me decí a a menudo:

—Tienes una manera de contar las cosas que me llega al alma, Chick. Pero tú tienes que hablar de cosas reales. Me gustarí a que escribieras sobre mí cuando me haya ido...

—Depende, ¿ no te parece?, de quié n lleve a quié n al foso.

—No me vengas con pamplinas. Sabes muy bien que mi muerte está cerca...

Por supuesto que lo sabí a. La verdad era que lo sabí a.

—Tú podrí as escribir unas excelentes memorias. No es que te lo pida —añ adió —, te lo encargo como una obligació n. Hazlo de esa manera tuya a modo de reminiscencia, despué s de la cena, cuando te hayas tomado unos cuantos vasos de vino, esté s relajado y dispuesto a hacer unas cuantas observaciones. Me encanta cuando te sueltas y empiezas a hablar de Edmund Wilson o de John Berryman o de Whittaker Chambers, como cuando te contrataron en Time por la mañ ana y é l te echó antes de la hora de comer. Muchas veces he pensado en lo bien que sabes contar una historia cuando está s relajado.

No habí a manera de zafarme. Era evidente que é l no querí a que escribiese acerca de sus ideas. Por algo ya las habí a expuesto a fondo y podí an conocerse a travé s de sus libros teó ricos. Yo tení a que hacerme responsable de la persona y, dado que no podí a describirla sin una cierta participació n mí a, tendrí a que hacer tolerable mi presencia marginal.

La muerte iba cerrando su cí rculo en torno a Ravelstein y transmití a los habituales avisos previos, dicié ndome a mí sobre todo que, como preá mbulo de su final, no olvidase en ningú n momento que yo lo superaba a é l en algunos añ os. A mi avanzada edad, de cada tres reflexiones que hiciera una se centrarí a en la muerte. Pero lo raro de la situació n era que yo me habí a convertido en el do de Rosamund, una de las alumnas de Ravelstein. Y Ravelstein era un personaje tan paradó jico que uno de los efectos de su amistad era hacerme olvidar lo extrañ o de mi situació n: yo, setentó n, me habí a casado con una muchacha.

—Só lo resulta extrañ o si lo miras desde fuera —dijo Ravelstein—. Ella se enamoró de ti y no era cuestió n de pararla.

Al elegirme a mí o al disponer que fuera yo quien escribiera sus memorias, me forzó a considerar mi muerte tanto como la suya. Y no só lo su muerte por causa del herpes, Guillain-Barré, etcé tera, sino tambié n muchas otras muertes. Era la hora ú ltima para toda una generació n. El mismo dí a que sostuve esta conversació n con Ravelstein, por ejemplo, sentado en su extravagante y esplé ndida habitació n, la ventana que daba a levante tení a descorrida la cortina y ante nosotros se extendí a el amplio azul del lago sin orillas.

—¿ En qué piensas cuando miras en esa direcció n? —me preguntó Ravelstein.

—Pienso en el bueno, o malo, de Rakhmiel Kogon —dije.

—Te tiene má s fascinado a ti que a mí —dijo Ravelstein.

Era posible. Pero no podí a mirar en aquella direcció n, hacia levante, sin ver el edificio donde habí a vivido Kogon, y despué s empezar a contar hacia arriba o hacia abajo intentando localizar el piso dé cimo, sin saber nunca con certeza si la que estaba viendo era realmente la ventana de su casa. Rakhmiel, que desde los añ os cuarenta habí a entrado en mi vida y desde los cincuenta en la de Ravelstein, se convertirí a en uno de los muchos que fueron despegando a intervalos. No se sabí a nunca quié n serí a el siguiente. Habí a sufrido varios tipos de intervenciones de cirugí a mayor: el añ o pasado le habí an extirpado la pró stata. Segú n dijo é l, en realidad se habí a servido de ella muy poco. En cuanto a mí, no me sentí a en la categorí a de los amenazados porque me habí a enamorado de una muchacha e iba a casarme con ella. O sea que no estaba del todo en el contingente de los que emprenderí an el viaje. Fue uno de aquellos curiosos momentos de lucidez que considero que no puedo silenciar. Rakhmiel poseí a una esmerada educació n, ¿ para qué? Tení a toda la casa, hasta el ú ltimo rincó n, atiborrada de libros. Todas las mañ anas Rakhmiel se sentaba a escribir con tinta verde.

Rakhmiel no era ni alto ni fuerte, pero no por esto dejaba de ser conspicuo en el aspecto fí sico: era compacto y denso, prepotente, tirá nico en sus obsesiones, dogmá tico. Tení a una mente decididamente preparada para abordar cien temas diferentes, señ al, quizá, de que habí a finalizado su trayectoria. Tuve la sensació n de que estaba haciendo un compendio de su vida con vistas a una nota necroló gica. Lo que yo intentaba hacer, tal vez, era sustituir a Ravelstein por Rakhmiel para no tener que pensar en la muerte de Ravelstein. Preferí a pensar en la muerte de Rakhmiel. Así es que di un repaso a su vida y a sus obras mientras Ravelstein estaba reclinado sobre la almohada con los ojos cerrados, sumido en sus reflexiones.

Rakhmiel era, o habí a sido un tiempo, pelirrojo, pero los cabellos rojos habí an ido perdiendo color y al final lo ú nico rojo que le quedó fue la tez. Utilizando té rminos de fisiologí a medieval, se habrí a dicho que era sanguí neo: cá lido y seco. O mejor aú n, colé rico. Tení a en su rostro una expresió n policial y, como su andar era apresurado, a menudo parecí a tener algú n caso que resolver, tal vez ir a presentar una orden judicial o detener a alguien. Su forma de hablar, a mi parecer, tení a un tono interrogatorio. Sabí a expresarse muy bien, utilizando oraciones completas, con gran rapidez y mucha impaciencia. Cuando lo conocí as má s a fondo te dabas cuenta de que estaba compuesto de dos elementos diversos muy evidentes: uno alemá n y otro britá nico. Su parte alemana consistí a en una dureza estilo Weimar. Supongo que las cosas que sé de Weimar proceden de su versió n de club nocturno. Lo que se vendió de la Europa posbé lica de los añ os veinte fue su dureza. Los veteranos de guerra eran duros, los lí deres polí ticos eran duros. El má s duro de todos, desde luego, fue Lenin, que mandó colgar y disparar a muchos. Hitler le hizo la competencia cuando subió al poder en los añ os treinta. Una de las primeras cosas que hizo fue fusilar al capitá n Roehm y a otros colegas nazis. Hubo un tiempo en que Rakhmiel y yo discutí amos a menudo este tipo de cosas.

Una gran cantidad de hechos amargos, demasiado espantosos para que puedan contemplarlos quienes fueron contemporá neos de ellos. En realidad, no podemos obligarnos a reconocerlos.

Nos falta fuerza espiritual para soportarlos. Pero no por ello vamos a concedernos un salvoconducto. Un hombre como Rakhmiel se sentirí a obligado a afrontar el hecho de que esta agresividad era universal. El creí a que todo el mundo tení a su parte en ella. Esa clase de impulsos asesinos se pueden encontrar en toda persona de edad adulta. En ciertos casos, como en el de Rakhmiel, se pueden identificar en la estructura fí sica como equivalentes, no necesariamente de guerra, sino de difundidas y vergonzosas enormidades rusas, alemanas, francesas, polacas, lituanas, ucranianas y balcá nicas.

Pues bien, en é l habí a ese lado germá nico. Pero habí a tambié n el componente britá nico. Rakhmiel, cuyo nombre se traduce por «Sá lvame, Dios» o por «Ten piedad de mí, Dios», habí a tomado como modelo a los profesores universitarios ingleses y con el tiempo se convirtió en uno de ellos. Habí a estado en Inglaterra durante la guerra. Habí a vivido el Blitz de Londres, donde se encontraba en aquel entonces recogiendo e interpretando informes secretos. Despué s enseñ ó en el London School of Economics. Má s adelante fue profesor en Oxford y dividió su tiempo entre Inglaterra y Estados Unidos. Era autor de muchos libros eruditos. Escribí a a diario, en abundancia, interminablemente y sin dilació n, con aquella tinta verde suya. Su tema principal eran «los intelectuales» y, en cuanto a estilo, era johnsoniano. A veces te recordaba a Edmund Burke, pero las má s de las veces el tono de voz que escuchabas en sus escritos era el de Samuel Johnson. No veo nada de malo en esto. El reto que plantea la libertad moderna, o la combinació n de aislamiento y libertad a la que uno está sujeto, es completarse. El peligro que uno corre es que puede terminar convirtié ndose en una criatura no-del-todo-humana.

Las artes del disfraz está n tan desarrolladas que con toda seguridad uno se queda corto a la hora de cuantificar el nú mero de hijos de puta con los que se ha tropezado. Ni siquiera un genio como Rakhmiel era capaz de ocultar la parte turbulenta o, si se prefiere, perversa de su naturaleza. Tení a ideas de decencia que se remontaban a las novelas de Dickens, pero estaba sujeto a unos REM13 terribles —saco el té rmino de los especialistas del sueñ o—, es decir, a unos movimientos rá pidos de los ojos en plena vigilia. Su aspecto era el de un socio de un club inglé s, un ser irritable y tremendamente inestable, muy rojo de cara. En Amé rica, donde la gente no está familiarizada con esos tipos humanos, corrí a el riesgo de que sus peculiaridades fueran mal interpretadas. La gente veí a en é l a un hombre bajo, regordete, algo barrigó n pero fuerte, vestido con ropa de tweed muy deteriorada. Ir mal vestido es una tradició n entre los profesores universitarios ingleses que se remonta a la Edad Media, y en Oxford y Cambridge todaví a se ven hoy dí a togas acadé micas con agujeros reparados con cinta adhesiva. De la ropa que llevaba Rakhmiel Kogon se desprendí a un resentimiento muy evidente. Parecí a un tirano a quien la tiraní a se le hubiera quedado cocida en la cara. Algo que no se diferenciaba mucho de la mansedumbre y la clemencia cristianas ni del civismo. Llevaba, para salir, un sombrero de fieltro de ala ancha y un grueso bastó n, «para pegar con é l a los campesinos», segú n decí a a modo de chiste. Y era chiste de veras, porque su punto fuerte era el civismo. Con el civismo habí a abierto un nuevo filó n en el que excavaban todos, todo el mundo universitario.

Rakhmiel era cualquier cosa menos sencillo. Estoy convencido de que, de forma colateral, cultivaba su pequeñ o huerto de buenos sentimientos y de generosidad. Abrigaba la esperanza, especialmente cuando intentaba atraerse a un nuevo amigo, de que le tuvieran por un hombre decente. Era tambié n muy erudito. La primera vez que entrabas en su casa sentí as aumentar el respeto que te inspiraba. Tení a las estanterí as ocupadas por colecciones completas de Max Weber, ademá s de Gumplowicz y Ratzenhofer tambié n al completo. Poseí a las obras completas de Henry James y de Dickens, ademá s de la historia de Roma de Gibbon y la de Inglaterra de Hume, así como enciclopedias de religió n y cantidad de libros de sociologí a, libros muy ú tiles para subirse a ellos cuando se rompe la cuerda de la persiana, como yo solí a decir. Estaba tambié n la tinta verde. No se serví a de otro color. El verde era su marca de fá brica exclusiva.

Ravelstein se echó a reí r al llegar a este punto. Dijo:

—Así quiero que me trates. Eso mismo. Quiero que me presentes tal como me ves, sin suavizantes ni edulcorantes.

Despué s de haber leí do mi esbozo de Kogon, Ravelstein dijo que habrí a debido comentar su vida sexual. Consideraba que era una omisió n importante. Y con voz autoritaria me dijo:

—Lo has pasado por alto. A Kogon le atraí an los hombres.

Al pedirle que me lo demostrara, me dijo que Fulano de Tal, un universitario, le habí a jurado y perjurado que, una noche en que habí an bebido en exceso, Rakhmiel quiso acostarse con é l, por lo que el chico se vio obligado a esquivar sus caricias y sus besos. Costaba pensar en un Kogon besucó n y le dije que por mil añ os que viviera, no podrí a imaginar a Rakhmiel intentando meterse a la fuerza en la cama de nadie.

—Entonces es que Rakhmiel te ha hecho un lavado de cerebro —dijo Ravelstein.

No habí a nada en este terreno que, para Ravelstein, fuera excesivamente improbable, pero me fallaron todos los intentos que hice de imaginar a Rakhmiel besando a nadie. Ni siquiera a su anciana madre. Lo veí a gritando a su madre, hablá ndole en tono inmisericorde y diciendo despué s:

—Está sorda...

Yo, sin embargo, no creo que su desconcertada mamá estuviera sorda ni muchí simo menos.

 

A su regreso del hospital, Ravelstein se encontraba relativamente bien. Era evidente que no conseguirí a vencer la enfermedad, pero dijo:

—No tengo prisa por morir.

Su vida social estaba floreciente. En sus mejores dí as volaba como un halcó n, como é l mismo decí a.

—Pero ahora aleteo como aquellos pavos salvajes que hay en tu casa de New Hampshire.

Caminaba bastante bien, pero habí a perdido el sentido del equilibrio.

Tambié n podí a vestirse y comer sin ayuda, afeitarse, lavarse los dientes (llevaba una placa en la parte superior), atarse los cordones de los zapatos y manipular la má quina de café expré s con sus silbidos y bocanadas de vapor, demasiado voluminosa para el fregadero esmaltado y ondulado de la cocina. Le temblaban las manos má s que antes cuando tení a que hacer alguna cosa delicada que requiriera má s precisió n de la habitual, como introducir el extremo del cordó n del zapato por un ojete. Apenas tení a fuerzas para soportar el peso de su abrigo de general, confeccionado en ante y forrado de pieles, que le arrastraba por el suelo cuando yo le ayudaba a poné rselo. Ya no podí a ponerse el reloj en hora y tení a que pedir a Nikki o a mí que lo hicié ramos por é l.

Sin embargo, seguí a dando fiestas en su casa las noches en que su equipo, los Bulls, aparecí an en la televisió n. Y de cuando en cuando, llevaba a sus alumnos favoritos al Acropolis de Halsted Street. Los camareros le daban fuertes apretones de manos cuando lo veí an y exclamaban:

—¡ Mira quié n está ahí! ¡ El profesor!

Lo instaban a que tomara aceite de oliva a palo seco, directamente del vaso.

—Ya es tarde para salvar el cabello, profe, pero es la mejor medicina.

Tambié n í bamos a cenar a algú n club del centro: Les Atouts, el Trump Cards. Allí Abe tení a una amistad de tiempo en M. Kurbanski, con acento en la a. M. Kurbanski, el propietario y gerente serbio, viajaba al extranjero varias veces al añ o. Estaba ultimando los preparativos para irse a vivir a una casa en la costa dá lmata.

Tení a un aspecto agradable, la cabeza y la barriga a tono con un rostro especialmente impresionante, ancho, pá lido, de nariz corta, aliento contenido. Su pelo era lacio y lo llevaba peinado para atrá s. Vestí a de chaqué. En conjunto, sabí a transmitir a Ravelstein la sensació n placentera de estar tratando con un hombre civilizado.

Ravelstein me preguntó:

—¿ A ti qué te parece Kurbanski?

—Pues que es un caballero franco-serbio que ofrece a la clientela local la posibilidad de pertenecer a su club-restaurante del este de Michigan Boulevard.

—¿ Qué historial bé lico tiene?

—Dice que peleó contra los alemanes. Perteneció a los maquis.

—Eso lo dicen todos. De todos modos, no creo que fuera comunista —dijo Ravelstein—. Tal como lo describen ellos, estaban en las montañ as y luchaban por la libertad. Pero en el fondo del fondo, ¿ tú qué piensas de Kurbanski?

—Que como se viera acorralado, se pegarí a un tiro en la cabeza —dije.

—Eso me parece. Yo creo lo mismo. Pero aparte de todo esto, es un maitre d’h superior —dijo Ravelstein.

—¿ Quié n se lo va a negar sabiendo que ha sido guerrillero en sus dí as gloriosos y que peleó contra los alemanes?

—Por eso tiene esa mirada triste y distante. ¿ Qué queda, pues? —dijo Ravelstein—. La cuestió n judí a.

—En aquellos tiempos era muy deseable no ser judí o, un bien preciado. Nunca se sabe. Pero lo estupendo de Kurbanski es que sea francé s.

—Sí. Llegamos a su establecimiento y nos habla en francé s. Una cortesí a que es posible, aunque seamos judí os, porque podemos responderle en un francé s aceptable...

—Me gusta escucharte cuando está s bebido, Chick..., hablas y bosquejas las cosas con gran libertad. Tienes razó n cuando dices que Kurbanski tiene la mirada triste...

Ravelstein habí a acabado por admitir que era importante observar el aspecto de las personas. No basta con conocer sus ideas, sus convicciones teó ricas y sus opiniones polí ticas. Si uno no tiene en cuenta el corte de pelo, la caí da de sus pantalones, sus gustos en materia de camisas y blusas, su manera de conducir o de comer, el conocimiento que se tiene de esa persona es incompleto.

—Uno de tus mejores nú meros, Chick, es la descripció n de Khruschev en la ONU golpeando la mesa con el zapato. Y casi igual de bueno el de Bobby Kennedy cuando era senador de Nueva York. Te llevó con é l en sus rondas a travé s de Washington, ¿ verdad?

—Sí, toda una semana...

—Ahora bien, lo que a mí má s me interesó fue uno de tus esbozos —dijo Ravelstein—. Aquello de que su despacho del Senado era como un santuario dedicado a su hermano..., el cuadro enorme de Jack colgado de la pared. Habí a algo salvaje en aquel luto suyo...

—Yo dije vengativo.

—El enemigo era Lyndon Johnson, ¿ no es verdad? Se habí an desembarazado de é l hacié ndolo vicepresidente, una especie de chico de los recados. Pero despué s fue el sucesor de Jack. Y Bobby necesitaba brazos para recuperar la Casa Blanca. Lleno de odio. Eran muy guapos los dos hermanos. Bob no valí a ni la mitad que Jack —dijo Ravelstein—, pero era un luchador de la calle. Lo má s divertido eran aquellos paseos desde el despacho del Senado hasta el Capitolio, aquellas preguntas maravillosas que te hací a..., como: «Há blame de Henry Adams», «Dime algo sobre H. L. Mencken». Pensaba que, si tení a que ser presidente, debí a saberlo.

A Ravelstein le pirraba hablar de personajes cé lebres. Una vez, en Idlewild, habí a descubierto a Elizabeth Taylor y se habí a pasado casi una hora siguié ndola entre la multitud. Lo que má s le gustaba era haberla reconocido. Estaba tan desvaí da, que tení a su mé rito. Parecí a saber que habí a perdido su encanto.

—¿ No intentaste hablar con ella?

—Eeeh...

—Como autor de libros de mucha venta está s en pie de igualdad con otros personajes cé lebres.

Pero no.

El y yo está bamos sentados, como desde hací a tantos añ os, en el saló n de su casa. É l llevaba el batí n japoné s, que se le escapaba del cuerpo por todos lados. Sus piernas desnudas eran como calabazas galardonadas con premio, tení a los tobillos hinchados.

—¡ Ese maldito edema! —dijo.

La mitad superior de Ravelstein estaba tan viva como siempre, pero la enfermedad iba ganando terreno y é l lo sabí a tan bien como los mé dicos. No só lo hablaba má s de las memorias que me habí a encargado que escribiera sino tambié n de cosas curiosas. Como, por ejemplo, de la persistencia de sus deseos sexuales.

—Nunca habí a estado así de caliente —dijo—. Y es tarde para buscar pareja. Tengo que aliviarme solo...

—¿ Có mo?

—Trabajos manuales. ¿ Qué otra cosa puedo hacer? A estas alturas me encuentro humanamente fuera de concurso.

Só lo pensarlo me estremecí.

—Estoy fatalmente contaminado. No hago má s que pensar en todos aquellos chicos guapos de Parí s. Si atrapan la enfermedad suelen volver junto a sus madres, que los cuidan. La mí a, pobre, está muy vieja. La ú ltima vez que fui a verla le pregunté: «¿ Me conoces? ». Y me contestó: «¡ Claro! Tú eres el que ha escrito un libro muy famoso del que habla todo el mundo».

—Ya me lo contaste.

—Vale la pena repetirlo. Su segundo marido tambié n está en una de esas escuelas para nonagenarios. Pero yo les voy a llevar la delantera. A este paso voy a llegar a la meta antes que mamá. A lo mejor la espero.

—É sa es para mí, ¿ verdad?

—Bueno, Chick, tú me has hablado muchas veces de la otra vida.

—Y tú eres un ateo declarado, puesto que no hay filó sofo que pueda creer en Dios. Pero esto no reza conmigo. Só lo que mis investigaciones de aficionado demuestran que nueve personas de cada diez esperan volver a ver a sus padres en la otra vida. Otra cosa es si estoy preparado para pasar la eternidad con ellos. Sospecho que no. Preferirí a que me dejaran estudiar el universo bajo la direcció n de Dios. Esto no tiene nada de original, só lo que eso de captar las ansias colectivas de billones de personas no deja de ser tremendo.

—Bueno, no tardaremos en averiguarlo, tanto tú como yo, Chick.

—¿ Por qué? ¿ Has visto indicios en mí?

—Sí, si quieres que te hable con franqueza.

Lo dijo como si me hubiera hablado alguna vez de otra manera.

Aunque parezca extrañ o, no me importó oí rselo decir. De todos modos, habrí a podido acordarse un poco de Rosamund. A veces no se mostraba del todo claro con respecto a mi relació n con ella. Como es natural, su enfermedad comportaba desorientació n. Habí a adoptado el papel de intercesor bené volo, de consejero, de componedor. Incluso tení a algo de casamentero. El hecho obedecí a en parte a la influencia de Jean-Jacques Rousseau, teó rico polí tico y reformista. Inicialmente se habí a sentido atraí do hacia Rousseau porque creí a firmemente en el amor que entronca a personas y sociedades. En momentos confidenciales podí a admitir que Rousseau, el genio y el innovador cuyas ideas —su gran mente— habí an dominado con tanta fuerza la sociedad europea durante má s de un siglo, era (casi necesariamente) un chiflado. Para volver sobre la cuestió n principal que aquí me ocupa, a Ravelstein le habí a cogido por sorpresa que me casara con Rosamund sin molestarme en consultá rselo. Yo estaba dispuesto a admitir que tal vez é l sabí a má s de mí que yo mismo, pero no por ello iba a ponerme bajo su custodia ni a confiar en que podí a dirigir mi vida. Ademá s, habrí a sido una injusticia hacia Rosamund. No quiero hacer aquí discursos sobre la dignidad, la autonomí a y cosas parecidas. Hací a algo má s de un añ o que ella y yo está bamos juntos cuando Ravelstein se enteró de que é ramos eso que los periodistas de la prensa de cotilleo habrí an llamado «noticia». Debo decir, con todo, que vio con buenos ojos que nos casá ramos y no mostró resentimiento alguno. La gente hací a de una manera natural lo que habí a hecho siempre. Los viejos continuaban teniendo un rebrote de insensatez tras otro hasta que el organismo acababa por rendirse. Estaba totalmente dispuesto a hacer sus delicias demostrá ndole que yo era tí pico, fiel a lo formal. En los meses finales hizo una revisió n de sus opiniones sobre sus amigos í ntimos y sus alumnos favoritos y vio que habí a acertado con todos. Nunca le dije que me habí a enamorado de Rosamund porque se habrí a echado a reí r y me habrí a dicho que yo era un idiota. Es muy importante, sin embargo, entender que é l no fue una de esas personas para quienes el amor está desprestigiado, ha caí do de su pedestal, aquellos para quienes es un mito histó rico, romá ntico, que ha tardado en morir pero que hoy, por fin, ha muerto. El creí a —no, é l veí a— que cada alma busca al otro peculiar, ansia encontrar su complemento. No voy a describir a Eros, etcé tera, tal como é l lo veí a. Bastante lo he hecho ya. Pero hay en esto un cierto esplendor irreductible sin el cual no serí amos del todo humanos. El amor es la funció n má s alta de nuestra especie, su vocació n. No se puede dejar al margen este hecho al considerar a Ravelstein. É l nunca echó en saco roto esta convicció n. Estaba presente en todos sus enjuiciamientos.

Solí a hablar bien de Rosamund. Decí a que era seria, trabajadora, inteligente. Era bonita y vivaracha. Las muchachas, decí a, llevaban la carga de lo que é l llamaba el «mantenimiento del atractivo». La naturaleza, ademá s, las habí a dotado del deseo de tener hijos y, por tanto, de casarse, lo que favorecí a la estabilidad indispensable en la vida familiar. Y esto, junto con un montó n de cosas má s, las incapacitaba para la filosofí a.

—Hay muchachas que se figuran que van a conseguir que su marido viva siempre —dijo.

—¿ Te parece que es el caso de Rosamund? Yo no pienso casi nunca en los añ os que tengo segú n el calendario. Camino siempre por la misma llanura, no le veo el final.

—Hay hechos significativos que es preciso vivir, pero no hay que dejar que te absorban.

Al referirse a su enfermedad, lo hací a casi siempre de esa manera oblicua. Ravelstein estaba tomando sus disposiciones finales. Nadie se habrí a prestado a hablarle de esas cuestiones. La ú nica excepció n era Nikki. Pero Nikki, en cierto sentido, era su familia. En caso de que Ravelstein tuviera familia era una familia exó tica, porque para é l no habí a familias. Nikki, el guapo prí ncipe chino, serí a su heredero. Los demá s no é ramos sus herederos sino, en mayor o menor grado, sus amigos.

Ravelstein hizo, en los ú ltimos meses de su vida, lo mismo que habí a hecho siempre. Dio sus clases, organizó conferencias. Si le faltaban las fuerzas para hablar, invitaba a sus amigos a que hablaran por é l. El dinero de la fundació n estaba siempre disponible. Su cabeza calva, en el centro de la primera fila, presidí a aquellos actos. Cuando terminaba la conferencia, la suya era la primera pregunta que se formulaba.

Aquello se convirtió en protocolo. Todo el mundo esperaba a que é l iniciara el debate. Cuando comenzó el trimestre de otoñ o seguí a bastante activo, pero cuando lo acompañ é desde su piso hasta el campus, tuvo que pararse en cada esquina para recobrar el aliento.

Recuerdo bandadas de loros posá ndose en un grupo de á rboles de bayas rojas comestibles. Esos loros, de los que se decí a que eran descendientes de una pareja de pá jaros enjaulados escapados de su encierro, habí an construido primero unos nidos largos, semejantes a sacos, en el parque situado frente al lago y, má s tarde, colonizaron los paseos. En aquellas viviendas pajariles que colgaban de postes utilitarios viví an centenares de loros verdes.



  

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