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RAVELSTEIN 12 страница



—¿ Qué estamos mirando? —preguntó Ravelstein volviendo hacia mí sus grandes ojos redondos.

—Los loros.

—Sí, claro, nunca hubiera creí do que verí a esos pá jaros. ¡ Vaya ruido el que arman!

—Antes aquí no habí a má s que ratas, ratones y ardillas grises..., ahora por los paseos se ven mapaches y hasta zarigü eyas..., una nueva ecologí a de las grandes ciudades cuya base es la basura...

—Quieres decir que eso de la jungla urbana ha dejado de ser una metá fora —dijo—. Verdaderamente me crispa los nervios oí r a esos alborotadores pá jaros verdes venidos de los tró picos. ¿ No los expulsa la nieve?

—Al parecer, no.

No habí a nada que acabase con ellos. Aquellos ruidosos pá jaros verdes que trillaban y guerreaban entre las hojas y les sacudí an la nieve de encima para atracarse de bayas, retuvieron la atenció n de Ravelstein má s de lo que yo esperaba. La vida natural le interesaba poco. Los seres humanos lo tení an absorbido por entero. Perderse entre hierbas, hojas, vientos, pá jaros o bestias era una evasió n de las obligaciones de í ndole superior. A mí me parece que los pá jaros retuvieron su atenció n má s tiempo de lo normal porque no só lo comí an sino que se atracaban y é l, como ellos, era voraz con la comida. O lo habí a sido. Ahora sus comidas eran sobre todo una ocasió n de intercambio social o de conversació n. Todas las noches salí a a cenar fuera. Nikki no podí a cocinar para todos los que acudí an a ver a Ravelstein.

Abe tomaba el medicamento que se administraba normalmente a los que padecí an su enfermedad, pero no querí a que se supiera. Recuerdo su contrariedad un dí a que, con la sala llena de amigos, entró la enfermera y dijo:

—¡ Hora de tomar el AZT!

Al dí a siguiente me dijo:

—¡ La habrí a matado! —y, furioso, continuó —: ¿ No educan a esa gente?

—Salen del gueto —dijo Nikki.

—¡ Qué gueto! —exclamó Ravelstein—. Los judí os del gueto tení an sentimientos, tení an nervios civilizados..., miles de añ os de educació n. Tení an comunidades y leyes. La palabra «gueto» sale de perió dicos ignorantes. No es del gueto de donde vienen, sino de un tumulto nihilista atronador que no tiene sentido alguno.

Un dí a me dijo:

—Chick, necesito que me hagas un cheque. No es mucho. Quinientos pavos.

—¿ Por qué no lo haces tú mismo?

—No quiero problemas con Nikki. Se enterarí a por la matriz del talonario.

—De acuerdo. ¿ A nombre de quié n lo hago?

—Hazlo al portador.

No era necesario pedirle explicaciones.

—Ahí tienes la direcció n —me dijo, tendié ndome un papelito.

—Dalo por hecho.

—Te haré un cheque.

—No te preocupes —le dije.

Me pregunté si alguno de los visitantes no le habrí a birlado, quizá, un mechero o cualquier otro bibelot y ahora se veí a obligado a pagar aquel dinero para rescatarlo. Pero decidí que no valí a la pena hacer especulaciones. Ravelstein ya me habí a hablado del notable aumento de su apetencia sexual. Me habí a dicho:

—Estoy caliente, ¿ qué le puedo hacer? Y algunos de esos muchachitos me tienen una simpatí a muy curiosa. Disponen del cuadro completo, ademá s. Nunca habrí a pensado que la muerte podí a ser un afrodisí aco tan raro. No sé por qué me descargo de esto contigo. Quizá porque creo que lo debes saber.

Toda mi vida he tenido la costumbre de postergar las cosas. Por supuesto que sabí a que Ravelstein estaba en la lí nea de fondo, que no vivirí a mucho tiempo. Pero cuando Nikki me dijo que Morris Herbst iba a venir me lo tomé como un aviso para tratar de dominarme.

Ravelstein y Morris Herbst hablaban por telé fono a diario. Gracias a la ayuda de Ravelstein, Morris, que era viudo, se las habí a arreglado para colocar a dos hijos. Ravelstein habí a estado enamorado, en cierto modo, de su difunta esposa y hablaba de ella con singular respeto y admiració n. Me habí a descrito «la impresionante palidez de su rostro, sus ojos negros, su belleza y su disposició n abierta a lo sexual sin ser promiscua». En el terreno de la sexualidad ya no hay nada prohibido, pero el reto estriba en mantener a raya la propia ante la anarquí a sexual general. Ravelstein admiraba a la difunta esposa de Herbst, la amaba. La suya era la ú nica fotografí a de mujer que llevaba en la cartera. Por consiguiente, era natural que fuera un sucedá neo de padre para sus hijos. Les conseguí a becas y trabajillos en el campus, tutelaba a sus amigos, se aseguraba de que leyeran los clá sicos esenciales.

Supe lo de la foto de Nehamah por Nikki.

—La lleva con las tarjetas de cré dito y la Blue Cross —dijo—. Ya sabes que sus simpatí as está n con aquellos que tienen pasiones bá sicas, son los ú nicos que le llenan los ojos de lá grimas. Para Abe, eso es lo que má s cuenta.

Si Ravelstein no hablaba mucho de Nehamah Herbst era porque en los ú ltimos meses de vida de aquella mujer, é l y Morris habí an cultivado una especie de culto en torno a ella. Abe habí a pasado mucho tiempo con ella en las ú ltimas semanas y Nehamah le habí a hablado abiertamente de cuestiones secretas e í ntimas. A pesar de que no se podí a confiar en é l en lo que se referí a a respetar las confidencias que se le hací an, a mí no me dijo nunca nada sobre lo que habí an hablado é l y Nehamah.

Cuando la madre de Nehamah llegó de Mea Sha’arim y pidió a su hija que le dejase celebrar una ceremonia ortodoxa, é sta dijo:

—¿ Có mo? ¿ En mi lecho de muerte?

—Sí. Tienes que hacerlo por tus hijos. Yo estoy aquí para salvarlos.

Pero, como decí a a veces Ravelstein, casi nunca se llega a lo que cuenta de veras. Lo que importa realmente debe ser revelado, nunca practicado. Sin embargo, só lo un puñ ado de seres humanos poseen la imaginació n y fuerza de cará cter suficientes para vivir de acuerdo con el verdadero Eros. Nehamah no só lo se negó a recibir al rabino ortodoxo que llevó su madre hasta su lecho de muerte, sino que ya no volvió a dirigirle nunca má s la palabra y, sin llevarse el adió s de su hija, la vieja regresó a Mea Sha’arim.

—Nehamah era pura y fue inamovible —dijo Ravelstein en voz baja y con respeto infinito.

Estoy intentando transmitir de la mejor manera que puedo la conexió n singular que existí a entre Ravelstein y Morris Herbst. Durante treinta o cuarenta añ os estuvieron en contacto diario.

—Ahora que dispongo de pasta para hacer lo que se me antoje, tengo la satisfacció n de estar en contacto con Morris y de poder hablar con é l sin preocuparme de lo que pueda costarme —me dijo Ravelstein.

De todos modos, segú n me dijo Nikki, Ravelstein no veí a nunca las facturas de telé fono. Las pagaba Legg Masó n, la importante empresa de inversiones del Este que administraba su dinero. Abe le habí a dicho a Nikki, que era quien abrí a la correspondencia:

—No me gusta la impresió n electró nica, por supuesto que no pienso leer nada. No me traigas nada, no me pases ningú n estado de cuentas a menos que el capital baje por debajo de los diez millones.

En este punto la reserva oriental de Nikki se volatilizaba. No conseguí a evitar una carcajada.

—Ni un cé ntimo menos de diez grandes —dijo.

Era franco conmigo porque yo nunca lo agobiaba, no le hablaba nunca de dinero. Se habrí a sentido..., veamos, ¿ có mo se habrí a sentido?... La palabra adecuada es «ultrajado». Tení a una suavidad principesca asiá tica pero, como lo ofendieses, Nikki era muy capaz de rebanarte la cabeza.

Volviendo a Morris Herbst, estaba siempre en el primer lugar de la lista de invitados en todos los congresos que organizaba Ravelstein. Era el primero en ser invitado y el primero en aceptar. En todos y cada uno de los actos en los que intervení a Ravelstein, Morris leí a un trabajo. Tení a un aire reflexivo, reposado, estable y hablaba con seguridad, sin prisas ni nerviosismo. Con su barba blanca cuadrada —sin bigote— tení a el aire de un campesino de Michigan al que conocí hace cincuenta añ os. Herbst tambié n habí a estudiado con el profesor Davarr pero, como no tení a conocimiento del griego, no podí a considerarse un producto Davarr genuino. Enseñ aba Goethe, habí a escrito un libro sobre Las afinidades electivas, pero el hecho curioso —siempre hay hechos curiosos— era que tambié n tení a una debilidad por los naipes y los dados y viajaba a menudo a Las Vegas. Ravelstein estimaba en mucho a los jugadores temerarios. Tambié n yo tení a buena opinió n de Herbst. No habrí a sabido decir por qué. Era jugador, perdí a la cabeza cuando jugaba al veintiuno y, aunque lloraba a su esposa, no por ello dejaba de procurarse otras mujeres y nunca se atribuí a mé ritos falsos.

Sí, se habí a ocupado de su familia, tal como habí a prometido a Nehamah, pero sus hijos sabí an todos los detalles de sus correrí as, de sus aventuras. Despué s de la muerte de Nehamah tení a siempre a alguna mujer instalada en casa y muchas otras que lo llamaban desde todo el paí s. Tení a unas maneras tranquilas, una forma de estar sentado inequí vocamente serena. Sus blancos cabellos eran a la vez rizados y ondulados y su tez de color intenso. Su aspecto era bueno, pero debí a la vida a la cirugí a cardí aca. Cuando le hací as una pregunta, tení as que esperar a que organizase la respuesta. Podí a quedarse sentado e inmó vil y considerar incluso cinco minutos (lo cronometré varias veces) la respuesta que debí a dar. Era un conversador sobrio y circunspecto. Habí a nacido en Alemania y se habí a especializado en los pensadores alemanes. Su afició n a los mismos no llegó nunca a rayar tan alto como su afició n a las mujeres, pero desde la muerte de su esposa tuvo un amor duradero con una mujer cuyo marido, paciente varó n, se vio obligado a aguantar sus largas conversaciones telefó nicas nocturnas. Privado de telé fono, ¿ qué habrí a sido de la vida espiritual de Morris? Ravelstein preferí a la expresió n francesa. Decí a:

—Yo no llamarí a mujeriego a Morris. La verdad es que es un auté ntico homme a femmes. Si esto no es una vocació n, no es nada.

Hací a cinco añ os que los cirujanos le habí an comunicado a Herbst que su corazó n estaba agotado. Se hallaba en lista de espera para un trasplante con una calificació n de alta prioridad. No le quedaba má s que una semana por delante cuando un motorista de Missouri sufrió un atropello y murió en el accidente. Al muchacho le saquearon los ó rganos. Desde el punto de vista té cnico, aquellos trasplantes eran un é xito inmenso. Pero, considerando el caso desde el lado humano, el hecho es que Morris lleva en el pecho el corazó n de otro hombre. Que uno acepte un injerto de piel de un desconocido compatible tiene un pase, pero a todos nos parece que, tratá ndose del corazó n, es otro cantar. El corazó n es un misterio. El que ha visto su corazó n en una pantalla de ví deo, como es el caso ahora de muchos millones de personas, y ha contemplado có mo se contrae y se dilata rí tmicamente, tal vez se habrá preguntado a qué obedece la persistencia de este mú sculo tan leal en su funcionamiento desde el ú tero materno hasta el ú ltimo suspiro. Una contracció n y una dilatació n rí tmicas que prosiguen su ciego funcionamiento. ¿ Por qué? ¿ Có mo? Pues resulta que el que ahora prolonga la vida de Morris Herbst es un adolescente de Cape Girardeau, Missouri, un demonio de la velocidad de quien su actual poseedor lo ignora todo. Una situació n a la que no se puede aplicar otra cosa má s que aquella frase hecha de la industria que dice: «Las piezas son intercambiables». Y esto es algo que nos hace conscientes de la realidad moderna.

Durante la guerra, a menudo me habí a impresionado pensar que los soldados rusos que hicieron retroceder el ejé rcito de Hitler a travé s de Polonia habí an logrado su propó sito gracias al cerdo enlatado de Chicago que consumí an.

¿ Por qué cerdo? Pues bien, en este caso es apropiado. Morris era un judí o creyente, no del todo ortodoxo, pero má s o menos practicante. Resulta que ese judí o laxo debe la vida al corazó n que le sacaron del pecho a un muchacho que perdió el control de la moto que conducí a. No estoy enterado de las circunstancias reales de su muerte. Todo lo que sé, en realidad, es que los té cnicos quirú rgicos extrajeron el ó rgano al chaval y que ahora sustituye al corazó n titubeante alojado anteriormente en el pecho de Herbst. É ste me dijo un dí a que aquello habí a aportado a su vida unos impulsos y unas sensaciones ajenas.

Quise saber a qué se referí a.

Sentado y circunspecto, las manos en las rodillas, desaparecida la palidez de su rostro junto con el corazó n averiado que lo estaba matando, los cabellos blancos rizados enmarcando un rostro de nuevo rubicundo, dijo que ahora se sentí a como uno de esos Santa Claus que hay en el departamento de juguetes de los grandes almacenes y que preguntan a los niñ os qué regalos quieren en Navidad. Y todo porque un corazó n prestado se habí a enseñ oreado del centro de su «equipo fí sico» (segú n é l lo designó ) y advertí a que, al mismo tiempo, le habí a sido impuesto un temperamento diferente: juvenil, atolondrado, no que buscase el riesgo pero sí satisfecho de correrlo.

—Me siento un poco como el tipo aquel que se hace llamar Evel Knievel que salta con su Honda por encima de diecisé is barriles de cerveza.

Si lo entendí, por curioso que parezca, fue porque en aquel entonces yo estaba en tratamiento con una fisioterapeuta que me habí a dicho que los ó rganos principales del cuerpo estaban rodeados de cargas de energí a y que ella, la terapeuta, estaba en contacto en aquellos momentos con mi vesí cula biliar.

—Pero es que yo no tengo vesí cula biliar —le dije—. Me la extirparon.

—De acuerdo, pero queda la energí a..., y seguirá allí mientras usted viva —me dijo.

Lo menciono con una pizca de agnosticismo porque se me pedí a que creyera que no se trataba simplemente de que el corazó n del muchacho habí a cambiado de cuerpo. Los ó rganos son, ademá s, receptores de cosas sombrí as, de impulsos de afirmació n, tanto ansiosos como felices segú n los casos, y seguramente habí an entrado en el cuerpo de Herbst junto con el nuevo corazó n. Ahora tendrí an que acomodarse a los impulsos de aquel nuevo marco.

De tratarse de un trasplante de riñ ó n o de pá ncreas, el caso habrí a sido diferente. Pero el corazó n comporta muchas connotaciones, es el centro de las emociones del hombre, de su vida superior.

En cualquier caso, a Morris, judí o alemá n, lo habí a salvado aquel muchacho de Missouri. Y tuve que refrenarme de hacerle preguntas sobre aquel corazó n originariamente cristiano o gentil, con sus oscuras energí as y sus ritmos. ¿ Có mo se adaptaba a las necesidades o peculiaridades judí as, a sus pesares, a sus ideas? En aquel momento era un tema del que no podí a hablar con Ravelstein. No estaba en condiciones de canalizar sus reflexiones en aquella direcció n.

A lo má ximo que me atreví fue a preguntar con muchas vacilaciones directamente a Morris sobre el trasplante. Me dijo que en todos los Estados, cuando sacabas el permiso de conducir, te hací an rellenar una casilla en la que te preguntaban si accedí as o no a donar tus ó rganos.

—El chico no habí a tardado ni medio segundo en poner una X en la casilla correspondiente. ¡ Qué demonios! ¿ Por qué no? O sea que expidieron el corazó n al Este y me operaron en el Mass General.

—¿ No sabes nada má s sobre el chico?

—Muy poco. Escribí una carta a sus padres dá ndoles las gracias.

—¿ Qué les decí as, si no te importa comentarlo?

—Les dije con toda sinceridad lo agradecido que les estaba. Me expresé como si fuera un americano de pura cepa, así no tendrá n que preocuparse pensando que gracias al corazó n de su hijo hay un chinche extranjero que sigue vivo...

—Seguramente te hará s tus reflexiones cuando ahora está s en la carretera y te ves rodeado de pronto por una pandilla de jó venes con sus motos, sus pañ uelos, sus cascos y sus anteojos.

—Estoy preparado para esto.

—¿ Te contestó la familia del chico?

—Ni una postal. Pero seguramente les alegra pensar que el corazó n de su hijo sigue viviendo.

Inclinó la cabeza y su expresió n fue de indecisió n. Sus dedos, que tení a en la sien, le sostení an la cabeza... como si buscara respuestas en el motivo de la alfombra persa de Ravelstein o extrajera de ella algú n mensaje singular sobre aquella milagrosa prolongació n vital que se le habí a concedido. Como yo no cifraba mis esperanzas en la alfombra, volví al lenguaje de la polí tica de las grandes ciudades... Se habí a introducido un elemento extrañ o. Así pues, la vida —es decir, lo que uno ve incesantemente, las imá genes que genera la vida— continuaba. Aquello guardaba relació n con algo que yo habí a dicho a Ravelstein.

Al preguntarme qué idea me hací a de la muerte, có mo la imaginaba, le dije que cesarí an las imá genes. Es evidente que, al hablar de imá genes, me referí a a aquello que los americanos llaman Experiencia. No pensaba entonces en las imá genes a las que ú ltimamente se tiene acceso, las que ofrece la tecnologí a, esa especie de excursió n que uno puede hacer a travé s del propio tubo digestivo o del propio corazó n. El corazó n..., al fin y al cabo, es una masa de mú sculos. Pero, qué tenaces. El corazó n empieza a latir en el ú tero materno y prosigue su ritmo a lo largo de casi un siglo. En el caso de Herbst se habí a rendido despué s de cumplidos los cincuenta añ os y, gracias al trasplante, seguirí a funcionando hasta los ochenta y tantos. Se habí a comprometido a ir al hospital una vez al añ o para someterse a unas pruebas. Pero, en té rminos generales, su vida era la misma de antes. Tení a todas las trazas de ser un hombre afable, tolerante, accesible. Su rostro bené volo y tranquilo, bordeado de una barba blanca, limpia y rizada, era sereno y sano. Observaba con mucha atenció n a las mujeres, revisaba sus cuerpos, sus pechos, piernas, peinados. Era uno de esos hombres que saben apreciar a una mujer, que hacen justicia a sus cualidades. No daba la impresió n de que esas estimaciones suyas molestaran a nadie. Sentí a un placer desinteresado en juzgar a las mujeres. Pero sus maneras eran tranquilas, no hací a grandes alharacas, eran pocas las que se sentí an incó modas como resultado de su interé s.

Cuando llegó Herbst, me retiré. Abe y Morris, amigos desde hací a casi medio siglo, seguramente tení an montañ as de cosas que contarse. Ravelstein gritó desde la cama:

—¡ Traé dmelo aquí!

Tení a las sá banas Pratesi sueltas por las esquinas de la cama y la colcha de visó n, bellamente curada, suaví sima, caí da en el suelo. En las paredes, por alguna razó n, los cuadros no estaban nunca derechos. En el cuarto, sobre los muebles antiguos y valiosos, se amontaban prendas de ropa revueltas con papeles manuscritos y cartas. Las cartas me recordaban siempre las controversias en las que Ravelstein estaba envuelto, los enemigos poderosos e implacables que se habí a hecho en el mundo acadé mico. Era algo que a é l le tení a totalmente sin cuidado.

Herbst se agachó junto a la cabecera de la cama para abrazar a Ravelstein.

—Chick, acerca una silla a Morris, ¿ quieres?

Le acerqué la butaca italiana de respaldo redondo, tapizada de cuero. Uno solí a olvidar que Herbst estaba vivo gracias al trasplante. Tení a tan buen aspecto que se daba por sentado que podí a atender sus necesidades normales. Por un momento pensé que Ravelstein preferí a que Herbst, su viejo amigo, fuera un invá lido. Pero fue un fogonazo. No cuadraba con Ravelstein condescender a aquel tipo de juegos. Se morí a, de esto no habí a duda, pero aquella habitació n no se convertirí a por ello en la de un enfermo. É l necesitaba —deseaba— hablar.

Dejé solos a los amigos, salí de aquella habitació n que Ravelstein habí a amueblado como dormitorio de un hombre de su talla. Casi de inmediato oí que se reí an estrepitosamente, se poní an mutuamente al corriente de los chistes mejores (los má s descarnados, los má s picantes) que habí an oí do ú ltimamente. El ambiente solemne tipo «ú ltimos dí as de Só crates» no era el estilo de Ravelstein. No era é ste el momento de ser otro..., ni siquiera de ser Só crates. Era el de ser má s que nunca quien habí a sido siempre. No iba a malgastar tontamente las horas de declive que le quedaban siendo quien no era.

Cuando se instalaron a hablar de sus cosas volví a casa e informé de los asuntos del dí a a Rosamund. Acababa de hablar por telé fono con la mujer que le pasaba la tesis a má quina. Faltaban pocas semanas para la lectura de su tesis doctoral. Habí a estudiado cinco añ os con Ravelstein o sea que, de haberme interesado saber qué debí a Maquiavelo a Tito Livio, no tení a má s que preguntá rselo a aquella mujercita de ojos azules almendrados tan encantadora como guapa. Pero entonces me interesaban muy poco las deudas que pudiera tener Maquiavelo. Lo que para mí má s contaba, lo que me reconfortaba má s profundamente, era que todo cuanto dijera a aquella mujer, ella lo entenderí a.

—¿ Ha llegado Herbst? Seguro que tienen mucho que contarse.

—No lo dudo, pero lo primero que tienen que contarse son unos cuantos chistes sucios. Una ocasió n má s bien rara, se mire como se mire. Herbst, con el corazó n de otro hombre palpitá ndole en el pecho, y Ravelstein, que ya se ha despedido de é l. En cierto modo, mejor los chistes que una conversació n sobre el alma y la inmortalidad. Para averiguar qué ocurre cuando dejas de respirar hay que comprar la entrada.

—¿ Morirse?

—¿ Hay alguna otra forma de enterarse?

—¿ Te ha dicho Nikki que el doctor Schley quiere que Ravelstein vuelva al hospital?

—Me sorprende —dije—. Si acaba de aprender a andar... Segú n tú decí as, todaví a le quedaba un añ o.

—¿ No pensabas lo mismo? —dijo Rosamund.

—Sí, claro, pero é l no tiene ganas de ir arrastrá ndose por ahí. Por lo menos en el hospital estará má s protegido frente a los amigos y a los que le quieren bien.

—É l es mucho má s sociable que tú, Chick. Disfruta con la compañ í a de la gente.

 

Pero no se trataba simplemente de compañ í a. La gente iba a verle para exponerle sus problemas, como si é l, desde su lecho de muerte, dispensara una especie de informació n divina.

La puerta de la habitació n de Ravelstein estaba abierta, lo que me permitió ver los largos cabellos de Battle, que le caí an sobre sus cargadas espaldas, y tambié n sus elegantes botas hasta el tobillo. No le veí a la cara pero pude ver, en cambio, que su esposa estaba llorando. Estaba inclinada hacia adelante. Aquello no podí an ser má s que lá grimas. Aquella mujer me inspiraba un gran respeto y sentí a una gran simpatí a hacia su marido.

Los Battle eran grandes admiradores de Ravelstein. No asistí an jamá s a sus conferencias pú blicas y dudo que leyeran sus libros, pero se lo tomaban muy en serio. Cuando, hace unos añ os, a Battle le llegó la jubilació n, cruzó con su esposa los confines del Estado y se internaron juntos en los bosques de Wisconsin, donde se dispusieron a llevar una vida muy sencilla, estilo Thoreau. Cuando vení an a la ciudad, Ravelstein solí a invitarlos a cenar a nuestro restaurante serbio-francé s.

Yo habí a descubierto que, si sitú as a una persona bajo una luz có mica, se vuelve má s agradable. Si dices de alguien que es grosero, que eructa, que tiene unos ojos que parece un lucio humano, a partir de entonces te llevas mejor con é l, en parte porque reconoces que has sido sá dico con é l y que lo has desprovisto de sus atributos humanos. Igualmente, si has perpetrado contra esa persona alguna violencia metafó rica, te sientes deudor de alguna consideració n especial.

Así que salieron los Battle, Ravelstein me dijo (acurrucado en la cama, como divirtié ndose por dentro) que el propó sito de aquella visita habí a sido recabar su consejo.

—¿ Sobre qué?

—Han venido para decirme que proyectaban suicidarse. Se han disculpado conmigo por molestarme en un momento así...

—Menos mal... —dije.

—No seas duro con ellos, Chick. Las fantasí as sobre el suicidio son bastante habituales entre la gente mayor. Creo que hablan en serio.

—Se figuran que hablan en serio.

—Como estoy en las ú ltimas, tambié n yo pienso en esas cosas, es natural. Me encuentro en un momento malí simo para que la gente me venga con sus problemas. Me han expuesto la cosa en la forma de «supongamos que... ». ¿ Consideraba yo, juzgá ndolo de una manera abstracta, dada la é poca de la vida en que se encontraban y todo el resto de la que pueda quedarles, que obrarí an bien si...?

—¿ Un pacto de suicidio?

—Battle ha expuesto sus razonamientos y ella los ha completado y ha incorporado la glosa sensata. Han dicho que yo era la ú nica persona en quien confiaban y que estaban seguros de que no serí a satí rico con ellos.

—O sea que van a ver a un hombre que preferirí a no morir y le exponen su plan de suicidio.

—Hace varias semanas que Batde me lo insinuó. Es un hombre muy inteligente, pero tiene un cará cter muy fuerte. Y esto le impide expresarse. La sensata es ella, ha venido con un vestido azul lleno de botones, dos hileras de botones en la parte delantera. Es una mujer menuda. ¿ O será que su voluminoso marido la empequeñ ece? En fin, tiene una carita britá nica muy graciosa, una cara que te mira desde abajo. Estoy seguro de que los niñ os, cuando la ven, deben de encontrarla encantadora, simpá tica...

—¿ De qué se quejan, pues?

—Se quejan de que se hacen viejos. Todas las personas cultas cometen el mismo error, creen que la naturaleza y la soledad van a sentarles bien. La naturaleza y la soledad son veneno —dijo Ravelstein—. Al pobre Battle y a su mujer les deprimen los bosques. Eso es lo primero que hay que tener en cuenta.

—¿ Y tú qué les has dicho?

—Les he dicho que han hecho bien contá ndomelo. Ojalá que la gente, cuando tiene ideas suicidas, pidiera consejo. Si se sienten de esa manera es porque les falta una comunidad, gente con quien hablar.



  

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