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RAVELSTEIN 16 страницаPero mi interé s primordial no se centraba en la especulació n cientí fica. Ya he dicho en diversas ocasiones que mi especialidad son los detalles corrientes de la vida diaria. Ravelstein tambié n lo habí a señ alado diferentes veces: lo mí o no eran los noumena o «las cosas en sí », yo dejaba ese tipo de cosas a los «Kants» de ese mundo. Cuerpos negros sin cabeza en una jungla donde se derraman desde centenares de metros cascadas de orquí deas carmesí no serí an má s que fenó menos, ¿ o no? Los hombres, recié n asesinados, eran descabezados. Las cabezas quedaban aparte. El investigador que se encargó de registrar estos hechos dijo que las cabezas eran la moneda utilizada para la compra de mujeres. Esa era la razó n de que los cazadores de cabezas cazaran cabezas. Pero aquel investigador americano se habí a sentido atraí do hacia aquel escondrijo al borde del agua no porque le interesasen aquellos esforzados guerreros sino por el olor a carne asada. «Era exactamente aquel mismo olorcillo de la cocina de mi casa, la tajada de carne en el horno. O el pavo del Dí a de Acció n de Gracias. Igual de apetitoso. La carne humana tambié n excita las glá ndulas salivares... Los guerreros me ofrecieron un poco del shish-kebab humano. Las ví ctimas estaban boca abajo. El suelo estaba empapado de sangre roja. Los vencedores encontraban có mica la expresió n de mi rostro. “¿ Qué pasa? Es carne, una carne como otra cualquiera”, decí an. » De hecho, el autor se extendí a má s de lo necesario en la incitante fragancia de la carne. Los cazadores le explicaron que, de haber caí do ellos en la emboscada, ahora serí an ellos los muertos y suya la carne que los otros se comerí an. Entre nosotros, aquello habrí a podido ser una racionalizació n. En el caso de ellos, era una realidad de la vida. En la jungla no abunda la caza. Los cazadores acostumbran a estar agotados y tienen una gran necesidad de comida. El americano seguí a con sus reflexiones en torno a Leningrado en los tiempos del sitio al que los nazis sometieron la ciudad y tambié n hablaba de los soldados japoneses que, acorralados en las selvas de Filipinas, se comí an sus muertos, y mencionaba igualmente a los atletas sudamericanos cuyo avió n se estrelló en los Andes. A buen seguro que nuestros propios nihilistas, que afirman que todo está permitido, tambié n estarí an de acuerdo en que el canibalismo es algo perfectamente ló gico. El investigador americano escribe: «Pero lo que me poní a las cosas má s difí ciles era el apetitoso olor del asado de muslo humano amputado de un cadá ver aú n sangrante en aquel paraí so de flores. Aquello era para mí lo má s duro de superar. No las cabezas que llevaban los guerreros asidas por los cabellos cuando salí an a cortejar. » Rosamund, advirtiendo al fin que yo estaba realmente enfermo —pese a que yo lo negaba—, recorrió varios kiló metros a pie a travé s del humo y las fogatas de las parrillas alineadas a lo largo de la acera en busca de un pavo estilo Dí a de Acció n de Gracias. No hubo manera de encontrar ninguno. No parecí a sino que las flacuchas gallinas locales criasen pelo, no plumas. En el fondo de un congelador del mercado encontró unos paquetes de muslos y alas de pollo petrificado. Dijo Rosamund que, despué s de soltar el lí quido, tení an mucho peor aspecto que antes. En aquella isla de ñ ames y cocoteros no habí a vegetales que cocinar. Pese a ello, Rosamund se las ingenió, tras horas de denodados esfuerzos, para hacer una sopa de pollo. Movido por la gratitud, quise hacer un chiste con mi incapacidad de comerla... recordando a una mujer inmigrante de mi infancia que habí a dicho: —Mi Joey no quiere comer un cucurucho de helado, vuelve la cabeza a un lado. Si no puede lamer un helado quiere decir que está muy mal. Tal vez porque sentí a los tró picos como una amenaza de muerte, el instinto me decí a que me tomase las cosas por el lado có mico. Por un lado no me quitaba de la cabeza que aquella tierra era má s porosa que la nuestra. No era tan compacta como en el Norte. Debí a de ser má s difí cil enterrar un cadá ver en aquel suelo coralino en proceso de putrefacció n. De todos modos, no pensaba suscitar un tema tan desatinado como aqué l cuando hablase con Rosamund. No hací a má s que lamentarse de haberme embarcado en unas vacaciones tan deliciosas como aqué llas..., pese a lo cual, yo sabí a que podí a confiar en que Rosamund harí a lo má s conveniente. Me sentí a muy extrañ o, pero me decí a que era un malestar que me habí a traí do del Norte —una especie de ansiedad, un encontrarme fuera de sitio, algo parecido a unos sufrimientos metafí sicos. Añ os atrá s, cierta vez que fui a parar a Puerto Rico y permanecí allí un largo periodo de tiempo, sentí aquella misma desazó n provocada por el entorno tropical, los olores de agua salobre estancada y residuos marinos putrefactos que emanaba la laguna, extrañ os tufos escapados de la vida vegetal de la jungla, la podredumbre de la materia animal. La mangosta era tan habitual en Puerto Rico como los perros en las calles de otros paí ses. Nadie creerí a que, en los caminos y calles perifé ricas de los pueblos, puedan vivir animales tan voluminosos... Por la noche llegaban del pueblo estallidos de mú sica tribal. Los gallos cortaban el sueñ o de raí z. Pero yo dormí a poco y lo ú nico que comí a eran palomitas de maí z. Como me quejaba del agua del grifo, Rosamund, que ahora estaba seriamente preocupada, hací a frecuentes viajes a la tienda de comestibles, de donde regresaba cargada con pesados botellones de agua. Era evidente que yo estaba enfermo, pero no toleraba que me dijeran que lo estaba. Pensaba cosas raras y poco a poco vi que me obsesionaba profundamente por el problema de la evolució n. Yo, por supuesto, creí a en la evolució n, ¿ quié n se negará a aceptar los miles de pruebas que la avalan? Lo que no estaba tan claro era que hubiese ocurrido a travé s de unos cambios aleatorios, segú n afirmaban muy convencidos tantos cientí ficos. «Si se dispone del tiempo suficiente, puede ocurrir cualquier cosa y unos billones de añ os dan tiempo para todos los errores y callejones sin salida posibles. » Watson, el genetista, habí a establecido la ley al respecto. Pero, segú n dije a Rosamund, enfrentá ndome aquí con Watson, si uno tiene en cuenta los sutiles recursos del cuerpo —los posee a millares—, demasiado sutiles para ser accidentales, las palabras de Watson eran burda carpinterí a, toscos trabajos de taller, no ebanisterí a fina. Juzgadas las cosas con mirada retrospectiva, siento lá stima de Rosamund, que vio entonces que yo estaba realmente enfermo. Intentaba encontrar remedios, que preparaba en la pequeñ a cocina. Me preparaba comidas que en condiciones normales yo habrí a ingerido con gusto. Pero la carne del mercado era basta. De las sopas que me hací a, yo no conseguí a engullir ni una cucharada. Y entretanto la familia francesa instalada debajo de nosotros seguí a cocinando aquellos mejunjes cuyo solo olor me descomponí a. —¿ Será posible que personas decentes, civilizadas y amables cocinen —y lo que es peor aú n, coman— esos apestosos comistrajos? —Temo que se molestarí an si les dijese que tuvieran las ventanas cerradas —dijo Rosamund—. De todos modos, ¿ no crees que deberí a verte un mé dico? En esta misma calle hay un mé dico francé s. Hemos visto el letrero docenas de veces. Está bamos en el porche tomando un vaso de vino como preá mbulo de la cena que yo no conseguirí a tragar. Comí a las aceitunas rellenas que Rosamund habí a puesto en la mesa. Me gustaban las aceitunas rellenas de anchoa, al estilo españ ol. Aquí só lo se encontraban las rellenas de pimiento. Era imposible contemplar el cielo de las noches caribeñ as sin pensar en Dios, segú n yo habí a descubierto. Ni pensar en Dios sin que en el cuadro entraran las personas que habí as amado y habí an muerto. Reviví as entonces los lazos que tení as con ellas y terminabas haciendo una estimació n todo lo sincera que podí as aguantar y, al mismo tiempo, ibas pasando revista a toda una vida de actividades, afectos, apegos. Yo, esto, lo llevaba mal. Y como, gracias a Rosamund, tení a la tendencia a hacer todo lo posible para llegar al fondo cientí fico de las cosas, al dí a siguiente fui a ver al mé dico. Los americanos no valoran demasiado la medicina extranjera. Suelen pensar que un mé dico francé s te dirá que tienes una crise de foie y que dejes de tomar vino tinto. Pero aquel mé dico no habló del vino. Lo que me dijo, en cambio, fue que tení a el dengue. No era tan grave como parecí a. El dengue es una enfermedad tropical transmitida por mosquitos, se trata con quinina. Por consiguiente, añ adí quinina local al Quinaglute que el mé dico americano —Schley, el mismo mé dico que habí a regañ ado a Ravelstein por haberse puesto a fumar minutos despué s de salir de cuidados intensivos— me habí a recetado para que el corazó n no se me desmandara. Rosamund tuvo que volver una vez má s a la farmacia, una excursió n de cuatro kiló metros y medio sin protegerse del sol. El diagnó stico del mé dico francé s pareció tranquilizarla en parte. Por muy grave que fuera el dengue, tení a tratamiento. Los vecinos, los efluvios de cuyas apestosas comidas seguí an revolvié ndome el estó mago, me brindaron su ayuda. Dijeron que podí an llevarme en coche al hospital de la ciudad de M., situado a cuarenta kiló metros de distancia. La carretera era pintoresca pero, como tuve ocasió n de comprobar, estaba atiborrada de destartalados vehí culos agrí colas y guaguas (autobuses). El mé dico era un hombre de maneras suaves, de esos que evitan alarmismos, nada inclinado a los diagnó sticos melodramá ticos. Decidí, pues, aceptar el dengue sin protestas y tomarme el mejunje a base de quinina que me recetó. Rosamund y yo leí mos juntos Antonio y Cleopatra, recordando que Ravelstein decí a que sin gran polí tica no hay pasió n. Rosamund lloró cuando Antonio dice: «Me muero, Egipto, me muero» y cuando Cleopatra acerca el á spid a su pecho. Despué s nos acostamos y nos dormimos, pero no por mucho tiempo. Me desmayé sobre las frí as baldosas del cuarto de bañ o. Estaba a oscuras y habí a salido a tientas de la habitació n antes de desplomarme. Rosamund no podí a incorporarme ni llevarme a rastras a la cama. Bajó corriendo a despertar a la patrona, que inmediatamente reclamó por telé fono una ambulancia. Cuando me dijeron que la ambulancia se hallaba en camino, dije que me negaba en redondo a que me llevasen al hospital. Habí a visto demasiados. La medicina colonial, especialmente en los tró picos, era materia delicada. —Tienes que ir por fuerza —dijo Rosamund. Pero al ver que yo me empecinaba en no ir, volvió abajo para avisar al mé dico a travé s del telé fono de la patrona. Viví a a unos cinco minutos de distancia, en nuestra misma calle. Mostrá ndose muy considerado pese a haberlo despertado, me iluminó la garganta y los ojos con la linterna. Dos fornidos camilleros subí an ya la escalera con una litera plegable. Los dos negros, vestidos con sus batas, desplegaban la camilla cuando les interrumpí dicié ndoles: —Yo no voy a ninguna parte. Rosamund pidió su parecer al doctor, quien repuso: —Bueno, si tanto se opone, no es que sea absolutamente né cessaire... Y despidió a la ambulancia. A los camilleros, que desaparecieron en silencio, no pareció importarles demasiado. Se oyó el rugido del motor. Dejamos transcurrir como pudimos el resto de la noche y, ya con luz de dí a, sin mencionar para nada el desayuno, me senté fuera a contemplar los negros arrecifes, la atmó sfera, el agua, todos ellos haciendo lo mismo de siempre. Uno de los atractivos de la temporada eran las nubes de pá lidas mariposas, una variedad de color amarillo claro. No eran grandes ni tení an una particular belleza, revoloteaban en direcció n al mar y regresaban despué s hacia la vegetació n. Rosamund se encontraba abajo utilizando el telé fono de la patrona, al que hasta entonces no habí amos tenido acceso. La patrona no cogí a recados. Los inquilinos no estaban autorizados a hacer llamadas. Pero ahora yo estaba enfermo y la mujer no estaba dispuesta a que estirara la pata en su casa. Supongo que Rosamund tambié n lo advertí a y, por extrañ o que parezca, a mí me era prá cticamente indiferente lo que pudiera pasar. El sol no se habí a levantado todaví a y la luz bastaba apenas para distinguir lo lí quido de lo só lido, un mar, una especie de planicie y el correspondiente vací o interior. Só lo Rosamund, normalmente dú ctil, muy señ ora, deferente y gentil, revelaba ahora (sin posibilidad de discutí rselo) una fortaleza interior y la voluntad evidente de salir al paso del mal cará cter de la patrona y de la frialdad burocrá tica del personal que atendí a el telé fono de la compañ í a aé rea. Y cuando subió, luciendo una ligera sonrisa, dijo: —Nos vamos mañ ana temprano. Hay cantidad de plazas libres en San Juan porque es el Dí a de Acció n de Gracias. El problema era el vuelo hasta San Juan. Pero les he dicho que se trataba de una urgencia mé dica. Me han dicho que tendrá n una silla de ruedas a punto. ¡ Una silla de ruedas! No creí a estar tan mal como para que me fuese necesaria una silla de ruedas. Resultó que la inexperta Rosamund habí a visto la realidad con má s claridad que nadie. A mí no se me habrí a ocurrido la posibilidad de que nos hallá ramos ante una urgencia o una crisis. ¿ Podrí amos contar con un taxi a primera hora de la mañ ana? Sí. En parte porque la afrocaribeñ a patrona, mujer expeditiva y severa, de mediana edad y de buen ver, se habí a percatado la noche anterior, gracias a la presencia de la ambulancia y del mé dico, de la situació n en que nos encontrá bamos. Es posible que cruzara tambié n algunas palabras con el escrupuloso, aunque no del todo fiable, mé dico francé s. De todas formas, a ella no le hací a ninguna falta la opinió n del mé dico, le bastaba echar un vistazo a mi arrugado semblante, un rostro de moribundo de muy mal augurio. Rosamund, que ahora estaba muy asustada, tambié n estaba contenta de que nos fué ramos. Su cara, ligeramente bronceada, miraba ya hacia Boston y a su mirí ada de mé dicos. Al parecer habí a captado el mensaje: de continuar en la isla, la muerte era segura. Cuando me preguntó: —¿ Qué libros y perió dicos tiramos? La respuesta fue fá cil. —Nos desharemos de todos los libros pesados. Y sobre todo de los Poemas de Browning. Me revolví a contra Browning. Lo tení a clasificado en el mismo lugar que la cocina y los vecinos franceses. De lo que no pensaba deshacerme era de la revista de mi amigo Durkin, el nú mero del caní bal. El asado de carne humana, los caní bales y las cabezas cortadas boca arriba diseminadas sobre la hierba empapada de sangre, mirando tal vez los arrecifes cubiertos de orquí deas, eran cosas que me tení an fascinado. El consumo de carne humana se habí a quedado flotando en mi conciencia, que, lo admito, estaba contaminada. Era mi enfermedad lo que me hací a particularmente susceptible. Por nada del mundo me habrí a desprendido de aquellas pá ginas. Quizá podí a encubrirme alegando mi enfermedad en descargo. Pero las pá ginas desaparecieron durante el vuelo. El alivio que demostró nuestra bella patrona hablaba por sí solo. ¡ Qué contenta, qué orgullosa se sentí a al desembarazarse de mí! Que se vaya y se muera en otro sitio, en un taxi o en un avió n. Se levantó antes del amanecer para vernos partir. Tambié n aparecieron los vecinos franceses. La noche anterior debió de despertarlos la ambulancia con la sirena y los destellos de luces. Apesadumbrados, nos desearon lo mejor y nos despidieron con adioses de la mano. Personas muy decentes, todo hay que decirlo. El adió s de la patrona fue como si nos dijera: «¡ Hasta nunca! ». En su lugar, quizá yo habrí a pensado lo mismo. Despedirse de alguien a la luz de las cinco de la mañ ana..., ¡ que se fuera con viento fresco! Rosamund, comentando nuestras frustradas vacaciones, dijo: —¡ Vaya pesadilla! Ya en el ruidoso taxi, lanzado a toda velocidad, Rosamund se despidió de la isla con profundo alivio. Por lo menos se librarí a del motorista enmascarado que una o dos veces por semana se adueñ aba de la calle principal. Iba totalmente recubierto de cuero y llevaba un casco Buck Rogers. Lo ú nico desnudo eran sus grandes dientes. El guardia desaparecí a así que iniciaba el barrido. La gente huí a a la desbandada cuando llegaba volando. Rugí a de un lado a otro en medio de tempestades de polvo, habrí a matado a los viandantes que se le pusieran a tiro. —El loco del pueblo —lo llamaba Rosamund—. Ya no tendré que preocuparme de que aparezca yendo y viniendo de la farmacia —dijo. En el inmenso cobertizo de metal verde que cubrí a los millares de metros cuadrados del aeropuerto, Rosamund me ayudó a mí, el enfermo, a llegar a la silla de ruedas que me estaba esperando. Me senté en ella sintié ndome un imbé cil y firmé sobre las rodillas los cheques de viajero para pagar la tarifa de salida. No me parecí a necesaria la silla de ruedas. Todaví a estaba en condiciones de caminar, le dije a Rosamund, como hube de demostrarle subiendo sin ayuda los peldañ os del avió n. Despué s, vuelta a bajar en San Juan, donde me desplomé, agradecido, en la segunda silla de ruedas que me esperaba. Amontonaron gran parte del equipaje a mi alrededor y sobre mis rodillas. Pero seguidamente vení a la inspecció n del pasaporte, para la cual tuve que ponerme de pie. Lo peor fue la aduana. Rosamund tuvo que trasladar ella sola las grandes maletas y bolsas del carro a las mesas de inspecció n, abrirlas despué s, responder preguntas, cerrarlas de nuevo y cargarlas al carro para que las trasladaran al vuelo de Estados Unidos. Rosamund no tení a la fuerza de un hombre, el mú sculo necesario. Y aquí fue donde descubrí con claridad meridiana que yo habí a dejado de ser el viajero autó nomo que habí a sido. Rosamund les dijo a los inspectores que no me encontraba bien, pero no le prestaron particular atenció n. Era el Dí a de Acció n de Gracias y el avió n no tení a ni la mitad de las plazas ocupadas. La azafata dijo que, si querí a, podí a viajar tendido y nos condujo a la parte trasera del avió n, donde levantó los brazos de una fila de asientos. Pedí agua y seguidamente má s agua. No habí a tenido tanta sed en toda mi vida. El jefe de los camareros, que habí a tenido el dengue en el Pací fico Sur durante la guerra, me dio una serie de consejos sensatos. Tambié n me ofreció oxí geno. Rosamund insistió en que lo tomara, pero yo só lo querí a má s agua. Rosamund, entretanto, intentó ponerse en contacto telefó nico con mis mé dicos de Boston. Tení a dos, el «principal» y el cardió logo. El cardió logo estaba jugando al golf y no era posible hablar con é l; el «principal» habí a ido a New Hampshire para asistir a una cena de familia. Recuerdo que en el curso del vuelo volví a hablar de aquel joven amigo de Grielescu que fue asesinado en un compartimento del lavabo de caballeros. —Ya me lo contaste. —¿ Cuá ndo? —No hace mucho. —No puedo sacá rmelo de la cabeza. No volveré a hablar de é l. Tengo la impresió n de que, de alguna manera, lo relaciono con Ravelstein. Mira, a mí Grielescu no me gustaba, pero lo encontraba divertido, y a Ravelstein esto le parecí a una capitulació n, algo caracterí stico en mí. Decir de é l que era divertido era como darle el visto bueno. Sin embargo, era un tipo sospechoso, se cree que estaba en connivencia con asesinos. Parece que no calo muy bien a ese tipo de verdugos. Rosamund se esforzaba en estar atenta. Me alentaba a hablar. Estaba muy preocupada. —Murió en plena faena..., mientras se estaba aliviando. Le pegaron un tiro a quemarropa. Ravelstein opinaba que yo habí a cometido uno de mis errores tí picos... —¿ Te dijo que Grielescu estaba relacionado con asesinos? —Exactamente. Me dijo que yo habrí a debido estar mejor informado. —Pero ese asesinato de que me hablas ocurrió despué s de la muerte de Ravelstein. —Pero habí a dado en el clavo. El famoso y sabiondo Grielescu, segú n decí a é l, era un nazi. En un intento de hacerme bajar de aquel tiovivo centrado en Grielescu, Rosamund dijo: —Pero ¿ se puede saber qué cosas tení ais en comú n? —El me citaba las mismas cosas que yo habí a dicho. Habí a desenterrado algo que yo habí a dicho sobre el desencanto moderno. Debajo de los escombros de las ideas modernas el mundo seguí a en el mismo sitio, todaví a por descubrir. Y la manera que tení a é l de expresarlo era que aquella red grisá cea de abstracciones que cubrí a el mundo con el objetivo de simplificarlo y explicarlo de manera que sirviera a nuestros fines culturales habí a pasado a convertirse a nuestros ojos en el mundo. Nos hací an falta visiones alternativas, una diversidad de puntos de vista, y con esto se referí a a puntos de vista, no a dejarse dominar por ideas. El lo veí a como una cuestió n de palabras: «valores», «estilos de vida», «relativismo». Yo estaba de acuerdo con é l hasta cierto punto. Nosotros necesitamos saber, pero esos té rminos no pueden satisfacer nuestra profunda necesidad humana. No podemos salir del pozo de «cultura» y de las «ideas» que supuestamente se utilizan para expresarlo. Serí a de gran ayuda contar con las palabras adecuadas. Y má s aú n con un don para leer la realidad, el impulso de dirigir tu rostro amoroso hacia ella y de apresarla con las manos. «Pero despué s resulta que, desde el bando izquierdo (¿ o será el derecho? ), Ravelstein insta a todo el mundo a que lea a Cé line. Faltarí a má s. Cé line tení a muchos mé ritos, pero era un loco terrible que antes de la guerra habí a publicado sus Bagatelles pour un massacre. En ese panfleto Cé line abominaba de los judí os y los denunciaba por haber ocupado Francia y haberla secuestrado. Eran muchos los franceses que veí an el enemigo en los judí os, no en Alemania. Hider, esto ocurrí a en 1937, liberarí a Francia de la ocupació n judí a. Los ingleses, aliados de los judí os, estaban conchabados con ellos para destruir la Frunce. El paí s ya se habí a convertido en un burdel judí o. Un lupanar Juif-Bordel de Dieu. Volvió a ponerse sobre el tapete el caso Dreyfus. Las autoridades recibieron millones de cartas envenenadas de los antidreyfusianos, enemigos de los judí os. Yo opinaba como Ravelstein que Cé line no habrí a pretendido no haber tenido parte en la Solució n Final de Hitler. Tampoco habrí a comerciado con el interbase Grielescu en favor del exterior derecho Cé line. Al reducirlo todo a la jerga del bé isbol, se advierte al momento la insensatez del intento. » Rosamund me seguí a la corriente. No habí a estado nunca tan enfermo. Pero no se me ocurrió ni por un momento que lo estuviese realmente. No estaba bien, eso sí; era evidente que no estaba en condiciones. Pero habí a vivido lo bastante para poder afirmar que no me estaba muriendo, simplemente no me encontraba bien y aquí se acababa todo. Una sociedad secreta reaccionaria puede decidir que te ha llegado la hora de morir, una camarilla de conciudadanos tuyos ha votado que hay que asesinarte. Se ha estudiado tu programa. Se trata de una situació n que podrí a calificarse de polí tica, pero en realidad es voluntad de violencia. Un playboy erudito y excé ntrico, sujeto a la regularidad de los há bitos normales, estaba en aquel momento sentado atendiendo una necesidad natural —algo que le ocurrí a a diario— y habí a recibido un disparo de un asesino instalado en el compartimento adyacente. Murió al instante. Rosamund estaba empeñ ada en ir directamente desde el aeropuerto al hospital. Pero yo insistí en ir a casa. Cuando me encontrase en la cama estarí a perfectamente. Yo, claro, no podí a verme. Ignoraba por completo si tení a fiebre, volcado como estaba en demostrar que me encontraba perfectamente bien. Rosamund cedió y amontonó maletas y bolsas en el maletero del taxi. Ya en el otro extremo del trayecto quedaba totalmente descartado que pudiera subir el equipaje escaleras arriba despué s de pagada la carrera, y en cuanto al taxista, viendo que se avecinaba tormenta, cogió el dinero y desapareció má s que corriendo. El vio el problema, no yo. Me arrastré hasta casa y me acosté. —Me encanta haber abandonado la isla abominable —le dije a Rosamund—. ¿ Será posible que estemos en el mismo dí a? ¿ Son las doce? Cuando hemos salido estaba amaneciendo. «La mano del tiempo toca la pica del mediodí a», como dijo Mercutio. Una de las citas de Shakespeare favorita de Ravelstein. Sintié ndome a salvo y có modo entre las sá banas, dije a Rosamund que lo ú nico que necesitaba era dormir. Pero era primera hora de la tarde, no hora de acostarse. Rosamund no aceptaba que dormir fuera la solució n. En virtud de alguna facultad para mí invisible, reconocí a que me encontraba en situació n desesperada. —Te habrí as muerto mientras dormí as —me dirí a má s tarde, y siguió tratando de hablar con los mé dicos—. El Dí a de Acció n de Gracias es un dí a de familia, dí a de pasá rselo bien, de jugar al golf. Rosamund se mantení a en muy buena forma. Hací a meditació n, tomaba clases de yoga. Alcanzaba a tocarse la sien con el dedo del pie. Pero se habí a quedado exhausta por culpa del equipaje, ya que habí a tenido que cargarlo desde Saint Martin. Pese a todo, se las arregló para arrastrarlo escaleras arriba hasta nuestro apartamento del tercer piso. Jamá s habrí a pensado que tuviera mú sculos suficientes. Pero aquello habí a sido má s fá cil que conseguir ayuda del hospital, como me dirí a despué s. No hubo nadie que contestara a sus llamadas. Se supone que los dí as de fiesta, cuando los mé dicos titulares está n de vacaciones, los residentes se encargan de sustituirlos. —No es tan urgente como tú crees —le dije—. Mañ ana hablas con los mé dicos y asunto concluido. Pero para Rosamund estaba muy claro que yo no sabí a de qué hablaba. Si me hubiera quedado en Saint Martin, me habrí a muerto antes de que se hiciera de dí a. Si hubiera perdido el vuelo de enlace procedente de Puerto Rico, habrí a muerto en San Juan. Y si me hubiera salido con la mí a y me hubiera dormido en mi propia cama, me habrí a muerto en ella. Rosamund dijo que, sin oxí geno, no habrí a pasado de aquella noche.
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