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RAVELSTEIN 14 страница



—¿ De qué modo te parece que un hombre como Ravelstein iba a contraponer su existencia..., la conciencia diaria de que estaba murié ndose..., al hecho de que su atenció n iba a dirigirse ahora a los muchos millones de personas que han sucumbido en el presente siglo? No pienso ahora en los hombres que lucharon ni en los campesinos, kulaks, burgueses ni en los miembros del partido, ni siquiera en aquellos que fueron destinados a trabajos forzados, a la muerte en los gulags o en los campos de concentració n fascistas..., gente fá cil de acorralar y de trasladar en camiones propios para el transporte de bestias. Esos seres no habrí an atraí do normalmente la atenció n de Ravelstein. Eran los «perdedores» de siempre, gente que no se merecí a la preocupació n de los gobiernos..., alguien dijo que la «sociedad de las arenas movedizas» engullí a a sus ví ctimas, las ahogaba o las sofocaba. El procedimiento má s expeditivo a emplear con aquellos seres era desembarazarse de ellos, reducirlos a cadá veres. Eran judí os que habí an perdido el derecho a existir y así se lo decí an sus verdugos: «No hay razó n para que no mueras». Y lo mismo ocurrí a en los gulags de la Rusia asiá tica hasta la costa atlá ntica, donde imperaba una escalada de destrucció n o algo muy parecido a una anarquí a propagadora de muerte. No tienes má s que pensar en los centenares de miles de millones de personas aniquiladas por razones ideoló gicas..., es decir, ejecutadas con un pretexto de racionalidad. Habí a que contar con una normativa, era de considerable valor como manifestació n de orden o de firmeza en los propó sitos. Pero las formas má s desatinadas de nihilismo son las del militarismo alemá n estricto. Segú n Davarr, un gran analista, el militarismo alemá n generó el nihilismo má s extremo y desolador. Para la masa de los soldados rasos esto condujo al celo revanchista y asesino má s sangriento y desatinado. En é l estaba implí cito, al ejecutar las ó rdenes, que toda la responsabilidad correspondí a al nivel superior, fuente de la que manaban las ó rdenes. De ese modo, todos quedaban absueltos. Estaban locos de atar. Así era có mo la Wehrmacht eludí a la responsabilidad por sus crí menes. Ravelstein me dijo que se suponí a que eran mé todos civilizados utilizados para atenuar una conducta culpable. Y añ adió: «Pero en esto hablo por hablar». El tení a opiniones muy definidas sobre todas las cuestiones, pero hacia el final de su vida, cuando hací a referencia de una manera oblicua a su situació n, acostumbraba a expresarse con má s tristeza que ironí a, ¿ no crees, Rosie?

—De todos modos, la tristeza no lo tendrí a hundido mucho tiempo.

—Existí a una voluntad general de vivir con la destrucció n de millones de seres humanos. El talante del siglo era aceptar aquella circunstancia. En el campo de batalla, el ser humano queda cubierto por las concesiones especiales que amparan a los soldados. Pero a lo que me estoy refiriendo es a las cuantiosí simas muertes ocurridas en los gulags y en los campos de concentració n alemanes. ¿ Por qué ese siglo —no veo otra manera de formular la pregunta— ha suscrito tanta destrucció n? Cuando analizamos estos hechos vemos en ellos una condena que cae sobre todos nosotros.

Sitú o esta conversació n en concreto unos dos añ os despué s de la muerte de Ravelstein. Despué s del Guillain-Barré se habí a esforzado con denuedo en conseguir andar y recuperar el uso de las manos. Sabí a que deberí a rendirse al declive, que tendrí a que capitular, pero lo hací a de una manera selectiva. Importaba poco que no pudiera hacer funcionar la má quina de moler café, pero necesitaba las manos para afeitarse, escribir notas, vestirse, fumar, firmar cheques. Casi todo el mundo cree que, cuando uno no se aplica en recuperarse, es un caso perdido, un enfermo desahuciado. La mañ ana del mismo dí a que é l y yo nos acercamos a aquellos acebos poblados de loros, en los que los pá jaros se atracaban de bayas rojas y sacudí an la nieve de las hojas, desmantelaron la cama de hospital y el triá ngulo de acero que tení a Ravelstein en su casa y se los llevaron.

—Gracias a Quien Sea —exclamó Ravelstein al ver que desaparecí an de la vista y se lo llevaba todo el montacargas—. No quiero volver a ver en la vida esas jarcias de contramaestre.

Caminaba sin ayuda..., todaví a no del todo firme, pero convertido en otro Lá zaro si hubo alguna vez uno. Regresó de la muerte y se encontró con toda una tribu de loros verdes, animales tropicales que sobreviven al invierno del Medio Oeste. Con sonrisa burlona, Ravelstein me dijo:

—Incluso tienen cierto aire judí o.

Despué s, aunque apenas le interesaban las ciencias naturales, volvió a preguntarme por qué razó n se habí an multiplicado de tal manera. De repente yo me habí a convertido en un experto en la naturaleza. Por consiguiente, volví a la descripció n que ya le habí a hecho de aquellos sacos finos que colgaban de los á rboles y de los travesañ os de los postes que sostení an los cables elé ctricos. Como medias de nailon distendidas, aquellos nidos donde los pá jaros empollaban los huevos eran unos colgajos de casi diez metros.

—Esos nidos recuerdan las viviendas del Eastside —le dije.

—Le diremos a Nikki que nos lleve en el coche a echarles un vistazo. ¿ Dó nde tienen su cuartel general?

—En Jackson Park. Pero hay una gran colonia en un callejó n que arranca de la calle 54.

No fuimos nunca a ver las viviendas de los loros, los tubos cimbreantes, acodados en los arbustos, donde hací an nido. Ravelstein me dijo, en cambio, que é l y Nikki iban a emprender un viaje en avió n a Parí s.

—¿ Para qué quieres ir a Parí s?

Al momento me di cuenta de que acababa de hacerle una pregunta tan estú pida como ofensiva y de que Ravelstein se molestaba conmigo. Pero era su manera de cubrirse con sus amigos má s pró ximos. Era natural, pues, que tambié n se cubriera así conmigo.

—En el hospital me han dicho que hago bien.

—¿ En serio? —dije.

El razonamiento de los mé dicos era transparente. Aunque Ravelstein estaba murié ndose, todaví a estaba en condiciones de volar. Parí s era uno de sus grandes placeres, allí tení a buenos amigos y diferentes tipos de asuntos humanos que habí an quedado pendientes. Si tantas ganas tení a de ir a Parí s, ¿ por qué no concederle aquel placer? Los mé dicos consideraban que un viaje de diez dí as no podí a perjudicarlo demasiado. Para mí, un viaje en avió n de veinticinco horas habrí a sido agotador, pero Ravelstein recorrerí a los aeropuertos en silla de ruedas y, a diferencia de mí, viajarí a en primera clase. Para ahondar un poco má s en la cuestió n, debo admitir que aquello me parecí a una aventura desatinada tratá ndose de un hombre que estaba a las puertas de la muerte. Nadie sabí a, en realidad, qué significaba «estar en condiciones de volar» en un caso como el de Ravelstein. ¿ Volarí a en un 727 o tení a, quizá, unas alas poderosas escondidas debajo de la chaqueta?

Y aunque creo que Ravelstein se incomodó conmigo, no pienso que se sorprendiera. Entre nosotros existí a una premisa establecida con respecto a que no habí a nada tan secreto ni tan vergonzoso que no pudié ramos confesarnos, ni nada tampoco que yo no pudiera decir a Ravelstein. Lo que significaba en cierto modo que casi no habí a nada que é l no pudiera percibir por su cuenta. O sea que tambié n debí a de saber que yo miraba Parí s con un cierto desdé n. Hay un dicho de librepensador judí o sobre Parí s: wie Gott in Frankreich, que viene a significar que hasta Dios pasaba las vacaciones en Francia. ¿ Por qué? Pues porque los franceses son ateos y entre ellos hasta Dios se siente libre de cuidados, un flá neur, un turista cualquiera.

Lo que yo, ni siquiera en el ú ltimo momento, llegué a intuir fue que Ravelstein tení a en Parí s una segunda vida, una vida suplementaria. De aquella breve excursió n de despedida volvió alegre, no hizo comentario alguno sobre los amigos franceses que allí habí a dejado pero estaba muy claro que habí a hecho lo que tení a que hacer.

Supe, sin embargo, que el doctor Schley habí a ordenado a Ravelstein que volviera al hospital para realizar «otras pruebas». Nikki lo confirmó, pero añ adió que la habitació n que querí a Ravelstein no estarí a disponible hasta principios de la siguiente semana. El domingo por la tarde dio una fiesta con pizza y cerveza, estilo comida campestre, con vasos y platos de cartó n. Acababa de comprarse un nuevo equipo de ví deo, demier cri, segú n dijo é l (yo preferí a esta expresió n a la de «state-of- the-art»). 15 Tanto los cantantes como los instrumentistas parecí an de tamañ o natural, con una inmediatez de jungla tropical. La pelí cula que Ravelstein habí a elegido era una de sus favoritas: La italiana en Argel, de Rossini. Los paneles en los que aparecí an los mú sicos y los cantantes eran planos, delgados, altos, anchos, reales hasta lí mites insoportables: el arte rearmado por la tecnologí a, como dijo Ravelstein. Los rostros de los cantantes tení an la coloració n de los cristales venecianos y las cá maras arrastraban al espectador hasta la profundidad de sus hermosos ojos oscuros e incluso hasta sus dientes. Ravelstein, con su batí n de pelo de camello, estaba acomodado en su canapé admirando y explicando el nuevo equipo..., y tambié n rié ndose de la ignorancia de los legos en la materia. Pero no estaba a la altura de siempre y pulsaba continuamente el botó n de silencio para hacerse oí r. Al final resultó ser demasiado para é l, y Nikki tuvo que echarle una mano y sacarlo de la habitació n diciendo:

—Demasiada excitació n. Se figuraba que hoy podí a saltarse la siesta, pero no.

Silenciado el ví deo y silencioso tambié n Ravelstein, tal vez revisando la realidad de su enfermedad y de su muerte desde un á ngulo insó lito, siguió a Nikki fuera de la habitació n. Lo condujimos a su dormitorio con su cama trineo y sus edredones de seda. Cuando se tumbó sobre los almohadones, lo cubrí con los linos y las sedas.

El piso no tardó en vaciarse. Y cuando fueron llegando los rezagados, Nikki, apretando el botó n del ascensor para mantener abierta la puerta, les decí a:

—Abe estarí a encantado de verte, pero está tomando tantos medicamentos que no sabe siquiera en qué mundo vive.

Al dí a siguiente, cuando Ravelstein sacó a relucir el tema, le dije:

—Nikki fue muy diplomá tico. No contestó preguntas. Pero la fiesta se disolvió rá pidamente.

—El no contesta nunca preguntas, ¿ verdad? Hay preguntas no formuladas en todos los rincones, pero é l las ignora. Hay que ser fuerte para actuar de esa manera.

—Se encargó de desconectar el ví deo. No creo que yo hubiera sabido hacerlo.

En los ú ltimos dí as que Ravelstein pasó en su casa, dediqué muchas mañ anas a hacerle compañ í a. Como yo viví a en la misma manzana y no estaba obligado a seguir un horario regular, solí a ir a su casa despué s del desayuno. Nikki, cuya hora normal de acostarse eran las cuatro de la madrugada, dormí a como un tronco hasta las diez de la mañ ana, mientras que Ravelstein pasaba el tiempo dormitando, solo, tumbado en la cama con las gruesas rodillas separadas. Los mé dicos lo tení an drogado (sedado), pero esto no le impedí a pensar, considerar los diferentes problemas de manera esquemá tica. Incluso cuando dormitaba captabas muchas cosas de su persona simplemente observando su peculiar rostro judí o. No se habrí a podido imaginar contenedor má s raro para su raro intelecto. Su calvicie singular, total, casi geoló gica, presuponí a en cierto modo que no tení a nada que ocultar. El habrí a dicho —en francé s, como preferí a decirlo todo siempre— que habí a tenido un succé s fou, pero ahora se enfrentaba al cementerio.

Aunque yo era algunos añ os mayor que é l, se consideraba mi maestro. Bien mirado, era lo suyo, é l era un educador. Jamá s se presentó como filó sofo, los profesores de filosofí a no eran filó sofos. Habí a tenido una formació n filosó fica y habí a aprendido có mo ha de llevarse una vida filosó fica. De aquello se ocupaba la filosofí a, por eso habí a que leer a Plató n. De haber tenido que escoger entre Atenas y Jerusalé n, entre nosotros las dos fuentes primordiales de la vida superior, é l habrí a elegido Atenas, pese a sentir un gran respeto por Jerusalé n. Pero en sus ú ltimos dí as era de los judí os de los que querí a hablar, no de los griegos.

Cuando le comenté este cambio, se molestó conmigo.

—¿ Por qué no hablar de ellos? —dijo—. En el Sur todaví a hablan de la Guerra entre los Estados, pese a que ocurrió hace mucho má s de un siglo. En nuestro tiempo se han aniquilado millones de seres, la mayorí a no eran diferentes de ti. De nosotros. No debemos volverles la espalda. Moisé s se comunicó con Dios, recibió instrucciones suyas. Fue una conexió n que ha durado milenios.

Ravelstein siguió un buen rato por el mismo camino. Dijo que se habí a utilizado al pueblo judí o para que toda la especie conociera la medida de la agresividad humana.

—Dicen a la gente que comenzará una nueva era si se termina con la clase dominante o burguesí a, si se racionalizan los medios de producció n, sí se recurre a la eutanasia en el caso de los incurables. Tras preparar a la gente de ese modo, se le propone eliminar a los judí os. Y el arranque es considerable. Acaban con má s de la mitad de los judí os europeos... Tú y yo, Chick, formamos parte de los restantes.

No son las palabras exactas de Ravelstein. Yo parafraseo. Lo que quiso decir fue que nosotros, como judí os, nos hemos enterado de lo que puede pasar.

—No se sabe de qué rincó n puede brotar la pró xima vez. ¿ Del rincó n francé s? No, no, de Francia, no. Ya se dieron su hartazgo de sangre en el siglo dieciocho y, aunque no les importarí a demasiado que se repitiera, esta vez no será n ellos. ¿ Y los rusos? Lo de los Protocolos de los Ancianos de Sió n fue una pamema rusa. No hace mucho que tú me hablaste de Kipling.

—Sí, de Kipling, maravilloso escritor —dije—. Me mostraron unas cartas suyas y encontré en una ciertas demostraciones airadas contra Einstein. Fue a principios de siglo. Decí a que los judí os habí an distorsionado la realidad social en beneficio de sus propó sitos judaicos. Pero, no satisfechos con esto, Einstein estaba desfigurando la realidad fí sica con su teorí a de la relatividad y los judí os trataban de dar un sesgo hebreo al universo fí sico.

—Tendrá s que suprimir a Kipling de tu lista de favoritos, entonces —dijo Ravelstein.

—No, no toleraremos un Indice judí o. Ademá s, no conseguirí amos imponerlo, ni siquiera a los lectores judí os. ¿ Có mo se va a suprimir a Cé line?

A propó sito, te presté mi ejemplar de su panfleto Les Beaux Draps...

—No he tenido oportunidad de leerlo.

—Tú tienes debilidad por los nihilistas —le dije.

—Supongo que será porque no sueltan mentiras dictadas por la arrogancia. Me gustan los que aceptan el nihilismo como condició n y viven de acuerdo con dicha condició n. A los que no soporto es a los nihilistas intelectuales. Prefiero a los que viven con sus perversidades, francamente. Los nihilistas naturales.

—Cé line recomendó que se exterminase a los judí os como si fueran bacterias. Supongo que lo dirí a el mé dico que habí a en é l. En sus novelas le pesa la influencia del arte como una restricció n, pero en su propaganda es un asesino en toda la extensió n de la palabra.

Dejamos temporalmente aquella conversació n en aquel punto, ya que una vez má s la silenciosa ambulancia se acercó a la puerta de su casa y los camilleros, familiarizados ya con la distribució n del inmueble, volvieron a pulsar el timbre del montacargas. Ravelstein habí a entrado y salido tantas veces del hospital que habí a conseguido sentirse indiferente al hecho.

El doctor Schley no me habló nunca de la enfermedad de Ravelstein. Era un mé dico extremadamente serio: bajo, tieso, aquilino, eficiente. Se peinaba enhiesto y hacia arriba el escaso pelo que le quedaba, estilo indio iroqué s. A mí no me debí a explicaciones mé dicas. Yo no estaba unido a Ravelstein por lazos de sangre. Pero a aquellas alturas Schley habí a tenido ocasió n de ver que Ravelstein y yo é ramos muy amigos, por lo que comenzó a transmitirme señ ales silenciosas..., las que una dama parisina que conocí hace unas dé cadas en el cabaret ABC me enseñ ó a designar con el nombre de chanson a la carpe. Parece que nadie ha oí do nunca esa expresió n, pero puedo jurar que me ciñ o a la verdad: dos grandes peces entre diá fanas burbujas se comunican en silencio abriendo la boca. Fue así có mo el doctor Schley me notificó que los dí as de Ravelstein estaban contados. Y Rosamund añ adió:

—É ste podrí a ser el ú ltimo viaje de Ravelstein al hospital.

Asentí. Nikki, naturalmente, habí a llegado a la misma conclusió n. Habí a dedicado muchas horas a cumplir encargos, a atender llamadas telefó nicas. Era Nikki, no las enfermeras, quien afeitaba a Ravelstein con la maquinilla elé ctrica mientras é l, con los ojos cerrados, echaba la cabeza para atrá s levantando la barbilla. Un pequeñ o cuenco de plá stico debajo de la nariz le suministraba oxí geno.

—Eso tiene mal cariz, ¿ no crees? —me dijo Nikki en el pasillo.

—Así es.

—Tiene un encargo para su abogado. Y me ha dicho que avise a Morris Herbst.

No habí a recuperació n posible de aquella enfermedad, como sabí amos todos. La ú ltima vez que Ravelstein habí a sido hospitalizado habí a organizado seminarios improvisados desde la cama del hospital y los habí a presidido con brillantez.

Así se las ingeniaba para que siguiera funcionando el vodevil de la docencia. Sus alumnos continuaban sentá ndose debajo del gran tragaluz de la sala de espera aguardando a que los llamasen y, aunque é l seguí a llamando por su nombre a alguno que otro, ya no enseñ aba ni se dejaba admirar. Yo ya habí a descubierto en sus movimientos los primeros signos de la muerte que se acercaba: la cabeza convertida de pronto en insoportable carga para los hombros y el cuello, el cambio de color, especialmente debajo de los ojos. Ahora sus opiniones eran má s perentorias, ya le preocupaba menos lo que pensasen los demá s. Convení a, pues, centrarse en cuestiones neutras. Sobre Vela dijo:

—Cediste..., quisiste venderme un recortable a todo color de aquella mujer, como esas figuras de cartó n que en otros tiempos colocaban en los vestí bulos de los cines. Mira, Chick, dices a veces que tú no tienes nada que ocultarme. Pero la imagen de tu ex mujer..., me la falsificaste. Me dirá s que lo hiciste en bien del matrimonio pero ¿ qué clase de moral es é sa?

—Tienes toda la razó n —le dije.

Me habí a atrapado, no tení a posibilidad de huida. Podrí a haber añ adido, cuando lo acusé de preferir a los nihilistas de sus coetá neos acadé micos «con má s principios», que por lo menos los nihilistas no esgrimí an deformidades y falsedades pequeñ o burguesas a manera de ejemplos de principios elevados e incluso de belleza.

Nikki, el hijo chino de Ravelstein, totalmente ajeno a estas conversaciones, estaba presente en ellas para secarle la cara. Só lo se hací a a un lado delante de los té cnicos que acudí an a hacerle radiografí as o a sacarle muestras de sangre. De vez en cuando, yo poní a la mano en la calva cabeza de mi amigo. Me daba cuenta de que tení a necesidad de que lo tocasen. Me sorprendió descubrir que tení a en el crá neo un invisible rastrojo. Al parecer, habí a decidido que preferí a la calvicie total que unos cabellos endebles y se afeitaba la cabeza al igual que las mejillas. En cualquier caso, era una cabeza que ya rodaba hacia la tumba.

—¿ El dí a es oscuro? —me preguntó —. ¿ O soy yo que estoy de un humor lú gubre?

—No eres tú. Hay nubes muy espesas.

Pero no era habitual que Ravelstein se preocupase del tiempo. El tiempo debí a adaptarse a lo que pensaba la gente que importaba realmente y a veces me habí a censurado por «verificar lo externo»... o por tener un ojo en las nubes.

—Puedes contar con que la naturaleza hará lo que viene haciendo desde siempre. ¿ Crees que puedes irrumpir en la Naturaleza y discernir en ella? —me dirí a.

Pero ahora raras veces tení a estos momentos de brillantez. A menudo parecí a comatoso..., lo que hací a que Rosamund murmurase, llena de ansiedad:

—¿ Sigue ahí?

Algunas veces yo no lo sabí a muy bien. En repetidas ocasiones habí an dejado claro que no sobrevivirí a y allí estaba, tendido, respirando irregularmente, con un estante atiborrado de frascos de medicamentos junto a su cabeza, detrá s mismo de sus conspicuas y grandes orejas. A ratos tení as la impresió n de que debí a de preferir ir medio dormido al encuentro de la muerte. O tal vez reflexionaba sobre algo que no tení a interé s en exponer. Se habí a consagrado sobre todo a los dos polos de la vida humana —religió n y gobierno—, segú n los habí a calificado Voltaire. Ravelstein no creí a que Voltaire fuera serio en el aspecto intelectual, pese a lo cual a veces hací a convenientes compendios. Y ahora Ravelstein añ adirí a que Voltaire, famoso por sus campañ as —«Ecrasez l’infame! »—, odiaba de manera violenta a los judí os. Y todaví a habí a otra diferencia fí sica que observar. El cuerpo de Ravelstein, tendido en la cama, era de una gran largura, medí a casi los dos metros, y la bata que llevaba, que a los pacientes les llegaba normalmente a los tobillos, a é l le terminaba en las rodillas. En su cara, el grueso labio inferior dibujaba una curva afectuosa, pero la nariz, grande, era severa. Respiraba por la boca. Su piel tení a la textura de la fé cula hervida.

Me di cuenta de que seguí a un rastro de ideas o de esencias judaicas. Era raro ahora que, en una conversació n, saliera a relucir Plató n o Tucí dides. Ahora las Sagradas Escrituras lo desbordaban. Hablaba de religió n y del difí cil proyecto de ser hombre en el sentido pleno, ser hombre y nada má s que hombre. A veces era coherente. Las má s de las veces me desorientaba.

Cuando se lo comenté a Morris Herbst, é ste dijo:

—Por supuesto que seguirá hablando sin tapujos mientras le quede un soplo de aire en el cuerpo. Para é l esto es prioritario porque está conectado con el gran mal.

Entendí muy bien a qué se referí a. La guerra habí a dejado claro que prá cticamente todo el mundo estaba de acuerdo en que los judí os no tení an derecho a la vida.

Son cosas que te penetran hasta los huesos.

Hay algunos que pueden optar, su atenció n se ve solicitada por é sta u otra cuestió n y, acosados por diferentes cuestiones, optan por la que má s se acomoda a sus inclinaciones. Pero en el caso de «los elegidos» no hay opció n. Nunca se habí a oí do hablar de un odio de tales proporciones, nunca se habí a sentido, nunca se habí a negado de tal forma el derecho a la vida, y la voluntad que reclamaba muerte se habí a visto confirmada y justificada por el inmenso acuerdo colectivo de que el mundo mejorarí a con la desaparició n y extinció n de aquellos seres. Rismus: é sa era la palabra que empleaba el profesor Davarr para designar la agresió n, el odio, la determinació n de desembarazarse de la població n intrusa despachá ndola en hornos crematorios o en fosas comunes. No es preciso profundizar má s en la cuestió n. Pero la conclusió n a la que personas como Herbst y Ravelstein habí an llegado era que es imposible librarse de los propios orí genes, es imposible no ser judí o. Los judí os, segú n Ravelstein y Herbst, de acuerdo con la lí nea trazada por su maestro Davarr, eran, desde el punto de vista histó rico, testigos de la ausencia de redenció n.

Así pues, mientras se morí a pensando en estas cuestiones, Ravelstein formuló lo que habrí a dicho sin poder extraer sus conclusiones. Y una de dichas conclusiones era que todo judí o debe interesarse profundamente en la historia de los judí os, en sus principios de justicia, para poner un ejemplo. Pero no todos los problemas pueden resolverse. ¿ Qué podrí a haber hecho Ravelstein?

De todos modos, é l ya no estarí a presente para hacer nada. En ese caso, ¿ qué sugerencia importante podí a hacer a sus amigos? Lo primero que hizo fue hablar de las grandes fiestas que ya se aproximaban y decirme que llevara a Rosamund a la sinagoga. Herbst tení a la plena seguridad de que Ravelstein indicaba con ello el mejor camino para el pueblo judí o, el cual no poseí a nada má s valioso que su legado religioso.

Herbst y Ravelstein eran muy amigos desde hací a cuarenta añ os, la é poca en que eran estudiantes, por lo que me convení a recurrir a Herbst para que me guiase. Pero si lo hubiera acribillado a preguntas, me habrí a visto envuelto en justificaciones que no tení a estó mago para aguantar. Ravelstein se morí a, tendido en la cama cuan largo era, totalmente cubierto con la ropa, los ojos cerrados. O dormí a o quizá pensaba lo que pueda pensarse en los ú ltimos dí as. Creo que procuraba hacer lo que puede hacerse en esos momentos finales, y cuando digo hacer me refiero a hacer por aquellos que tení a bajo su cuidado, por sus alumnos. Yo era demasiado viejo para ser alumno suyo, Ravelstein no creí a en la educació n de los adultos. Para mí era demasiado tarde para entrar en Plató n. Eso que la gente llama cultura no es má s que una palabra fantasiosa para encubrir su ignorancia. Ravelstein decí a a veces que yo era soná mbulo por elecció n, lo que no significaba que no fuera educable sino que me correspondí a a mí decidir cuá ndo me considerarí a preparado para ponerme en marcha.

Cuando me dicen algo muy importante, lo entiendo bastante bien, si bien me niego de plano a asimilarlo. No se puede decir que sea una tozudez de tipo corriente.

Ahora bien, no son muchos aquellos con quienes se puede hablar de esas cuestiones. Es una lá stima. Como se nos conmina tan a menudo a emitir juicios, el uso o el abuso constante acaba endurecié ndonos de una manera natural. Ya no distinguimos lo original, lo nuevo; al final ya no somos capaces de conmovernos delante de un rostro, de una persona. Y aquí es donde entra en escena Ravelstein. El te hací a volver el rostro hacia lo original. Te forzaba a que reabrieras lo que tú mismo habí as cerrado.



  

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