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RAVELSTEIN 10 страница



Pero todo esto es mero teló n de fondo.

Sigamos adelante. f Ravelstein, hablando todaví a sobre Vela, dijo:

—Tú le haces un ofrecimiento, que es pasar unos hermosos veranos en el campo, pero a ella este sitio la tiene sin cuidado, Chick, de lo contrario pasarí a aquí má s tiempo. Con todo —prosiguió —, dé jame que te diga qué veo yo en todo esto. Veo al judí o, al hijo de inmigrantes, tomá ndose en serio las premisas americanas. Tú está s en libertad de hacer lo que te parezca y dar plena realidad a tus deseos. Como americano tienes derecho a comprar tierras y a construirte una casa y vivir en ella, disfrutando plenamente de tus derechos. Verdad es que aquí no hay nadie má s que tú. Así pues, te has construido este santuario de New Hampshire y te rodeas de recuerdos familiares. El samovar ruso de tu madre es un objeto bellí simo. Es..., eeeh, eeeh..., muy bonito. Pero está lejos, muy, muy lejos de la ciudad de Tula. Tula es a los samovares lo que Newcasde al carbó n. El..., eeeh, eeeh..., samovar de Tula no habí a estado nunca en un lugar má s extrañ o ni de mayor desarraigo. En cuanto a ti, Chick, está s haciendo tu declaració n total de derechos americanos. Es una actitud muy valiente de tu parte pero está s solo... Eres el ú nico judí o en kiló metros a la redonda. Tus vecinos confí an entre sí. ¿ Y tú, a quié n tienes? ¿ A una esposa gentil? Tienes una teorí a: igualdad ante la ley. Es un gran consuelo eso de contar con unas garantí as constitucionales que te apoyan, seguramente apreciado por otros devotos de la Constitució n propiamente dicha...

Se lo pasaba en grande. A mí no me importaba demasiado. Que me mostraran una pauta de mis actividades era algo que me divertí a.

—Debo suponer tambié n que tus impuestos son altos...

—Así es. Y nuevas evaluaciones educativas cada añ o.

—Imagino la educació n que recibirá n aquí —dijo—. ¿ Has asistido alguna vez a una reunió n del municipio?

—Una vez.

—¿ Y tu licenciosa esposa?

—Sí, tambié n ella.

Antes de que se iniciara el ciclo de nuevas u oscuras enfermedades, Ravelstein y yo tuvimos muchas conversaciones jocosas como la anterior. Parecí a estar convencido de que yo valoraba la opinió n que tení a de mis actividades. Hasta cierto punto era así, de hecho me parecí an ú tiles. Dijo, por ejemplo, que yo era cualquier cosa menos enemigo del riesgo. Y me preguntó:

—Me fascinan los matrimonios que has hecho. Recuerdas a Steve Brody, ¿ verdad?

—¿ El tipo que saltó del puente de Brooklyn por una apuesta?

—El mismo, un sujeto fogoso.

Vean la Repú blica de Plató n, especialmente el libro IV. No es que yo haya estudiado esos grandes textos con mucho detenimiento, pero serí a vano pensar que uno entenderí a el pensamiento de Ravelstein si los ignora. A mí, de hecho, no me intimidaban. Ahora me muevo con Plató n con la misma soltura que con Elmore Leonard.

—Captas de inmediato todo lo que te digo —declaraba a veces Ravelstein, si bien es posible que, por haber cultivado el arte de la conversació n con el bueno de Chick, se tomara con é l un cuidado especial y procediera a pasos contados. Y es posible igualmente que, como educador genial que era, supiera qué trá fico podí a soportar mi cerebro.

En New Hampshire me insistió una vez y otra para que le repitiera chistes viejos, nú meros có micos, rutinas de vodevil.

—¿ Có mo dice aquella canció n de Jimmy Savvo?

O bien:

—¿ Có mo es aquello del marido furioso? El tipo aquel que, con el corazó n destrozado, le dice a su amigo: «Mi mujer me engañ a».

—¡ Ah, sí! Y entonces su amigo le dice: «Haz el amor con ella cada dí a. Una vez al dí a como mí nimo. En un añ o la matas».

—«¡ No! », le dice el otro, estupefacto. ¿ Es así?

—«Una vez al dí a. No sobrevivirá a esa frecuencia... »

—Despué s sacan un cartel en el escenario. Seguramente lo recuerdas. Aparece un botones con un gorrito redondo y doble hilera de botones que lleva un trí pode con un letrero. En é l se lee con letras de palo: «Cincuenta y una semanas despué s». Seguidamente se ve al marido sentado en una silla de ruedas que es empujada por la mujer a travé s del escenario. El hombre tiene muy mal aspecto. Está arrebujado con unas mantas, igual que un invá lido. La mujer está como una rosa. Lleva un trajecito de tenista y la raqueta bajo el brazo. Hace unas carantoñ as al marido, lo arropa con las mantas, lo besa. É l tiene los ojos cerrados. Parece un muerto. La mujer le dice: «Descansa, cariñ o. Vuelvo despué s del partido..., no tardo nada». Mientras se aleja a pasos apresurados, el marido se lleva la mano a la boca y en un maravilloso susurro muy de vodevil dice confidencialmente al pú blico: «¡ Si supiera que só lo le queda una semana de vida!... ».

Ravelstein echó la cabeza para atrá s y, con los ojos cerrados, dejó que la carcajada le venciera el cuerpo contra el respaldo. A mi manera, hice lo mismo. Como he dicho antes, lo que nos acercaba era ese mismo sentido del humor, aunque decirlo así serí a una manera de explicarlo insuficiente y ané mica. Era un jubiloso alboroto —immenso giubilo—, un desmesurado acuerdo lo que nos uní a, serí a vano intentar explicarlo.

 

En aquellos dí as Rosamund hací a un largo trayecto en el tren elevado. Atravesaba la ciudad en toda su enorme anchura y se llevaba impresos en sus pensamientos y sentimientos los rostros de los demá s pasajeros. Me traí a el correo de la semana y los mensajes telefó nicos. Por espacio de dos añ os habí a sido mi ayudante universitaria, me pasaba cosas a má quina y se encargaba de enviar los faxes. Vela la trataba con condescendencia y ni siquiera la invitaba a sentarse. Yo le ofrecí a una taza de té y procuraba que se sintiera a gusto. Aunque vestida de manera un tanto pobre, Rosamund era extremadamente pulcra, pese a lo cual, Vela la tení a por una personilla desaliñ ada. Vela se daba aires aristocrá ticos. Se compraba ropa carí sima, prendas confeccionadas con materias tan extrañ as como piel de avestruz. Una temporada só lo se vistió de piel de avestruz. Llevaba un gran sombrero de avestruz estilo salteador de caminos, con los folí culos del cuero visibles allí donde habí an sido arrancadas las plumas. Tambié n un bolso de bandolera en piel de avestruz colgado del hombro y botas y guantes igualmente de avestruz. Como disponí a de su salario í ntegro de profesora tení a mucho dinero que gastar. Su belleza de impecable perfil era lo ú nico que importaba.

Vela me dijo:

—Tu pequeñ a Rosamund está murié ndose de ganas de ocuparse de ti.

—Creo que se figura que soy un casado feliz.

—En ese caso, ¿ por qué se trae siempre el traje de bañ o?

—Porque hace un largo trayecto en tren y le gusta nadar en el lago.

—No, lo hace para que admires su hermosa figura. En caso contrario, se irí a a nadar al otro extremo de la ciudad.

—Aquí se siente má s segura.

—No te pasará s todo el rato dictá ndole cartas.

—Ni pensarlo —admití.

—¿ De qué hablá is entonces? ¿ De Hitler y Stalin?

Para Vela aquellos temas eran insignificantes. Comparados con la fí sica del caos, no existí an siquiera. Aunque habí a nacido a una hora de Stalingrado, sus padres se habí an empeñ ado en mantenerla impolutamente inocente de la Wehrmacht y los gulags. Lo ú nico que contaban eran sus estudios esoté ricos. Es curioso, pero Vela tení a talento para la polí tica. Se aseguraba siempre de que la gente tuviera buen concepto de ella. Querí a que la vieran como una persona cá lida, simpá tica, generosa. Hasta el propio Ravelstein decí a de ella:

—La gente se siente halagada con sus atenciones. Compra regalos de cumpleañ os carí simos.

—Sí, es curioso có mo sabe atraerse a la gente y alejarla de mí. Yo no estoy para participar en un concurso de gastos con ella.

—¿ Qué quieres decir, Chick? ¿ Que es una especie de extraterrestre?

Yo ya estaba familiarizado con las ideas que Ravelstein tení a sobre el matrimonio. Las personas acaban cansá ndose de vivir solas y llenas de deseos, no aguantan el intolerable aislamiento. Necesitan encontrar la parte que les falta, la parte adecuada, para ser completas. Pero como ven que, juzgá ndolo desde un punto de vista realista, serí a imposible encontrarla, se conforman con un sustituto agradable. Reconociendo que no pueden salir vencedores, ceden. Rara vez se da el matrimonio de espí ritus afines. El amor que llega hasta las puertas de la muerte no es un proyecto moderno. Para Ravelstein, sin embargo, no habí a nada comparable a esa proeza del espí ritu. Los estudiosos niegan que el soneto 116 se refiera al amor entre hombres y mujeres, insisten en que Shakespeare habla de amistad. Lo mejor que podemos esperar en la é poca moderna no es amor sino un apego sexual, solució n burguesa con atuendo bohemio. Si menciono la bohemia es porque necesitamos sentirnos liberados. Ravelstein enseñ aba que en la é poca moderna nos encontramos en un estado de debilidad. La fortaleza —é l lo aprendió de Só crates— nos llega a travé s de la naturaleza. En el nú cleo del espí ritu está Eros. Eros se siente atraí do de forma irresistible por el sol. Probablemente ya he hablado de esto con anterioridad. Si vuelvo sobre lo mismo es porque no me canso nunca de Ravelstein, como é l no se cansó nunca de Só crates, para quien Eros estaba en el nú cleo del alma, donde el sol la nutre y expande.

Pero en algunos aspectos yo tení a a Vela en mejor concepto que Ravelstein. El no era vulnerable a su tipo de encantos. Yo, por otra parte, continuaba viendo lo que otros veí an en ella: có mo atravesaba una habitació n, sus vestidos caros, aquella rá pida manera suya de poner los dedos de los pies en el suelo apenas tocá ndolo. Vela tení a originalidad en su manera de andar, hablar, encogerse de hombros, sonreí r. Sus amistades americanas la consideraban la personificació n de la gracia y la elegancia europeas. Tambié n Rosamund lo pensaba. Yo decí a que, debajo de todo aquello, lo que habí a en realidad era un tipo especial de atractiva torpeza. Pero todo su prestigio, la fama de que gozaba en la rama de la fí sica que cultivaba, el sustancioso salario que le pagaban, aquel encanto inimitable que deslumbraba, eran cosas demasiado importantes para que ninguna mujer pretendiera desafiarla. Rosamund dirí a de ella:

—Qué hermosa mujer..., la cintura, las piernas, todo.

—Es verdad. Pero tiene una sombra de artificio. Es como una estratagema. Como una ausencia de afecto.

—¿ Incluso despué s de un matrimonio tan largo?

Yo habí a tenido la esperanza de que el matrimonio con Vela funcionarí a porque habí a pasado por matrimonios anteriores. Pero, má s o menos, habí a renunciado a la batalla y, por espacio de unos doce añ os, no le habí a pedido nada. Por la mañ ana Vela salí a de casa dando un portazo. Yo tení a mi trabajo, al que dedicaba mis dí as. Ravelstein, desde el otro extremo de la ciudad, hací a su control telefó nico de una o dos horas. Una vez por semana como mí nimo, Rosamund vení a a mi casa en transporte pú blico desde el extremo de la ciudad donde estaba Ravelstein. Yo le insinuaba a menudo que tomara un taxi pero ella me decí a que preferí a el tren. Me decí a que George, su novio, consideraba muy seguros los trenes. La policí a los vigilaba má s eficazmente aquí que en Nueva York. Adoptando la costumbre de Ravelstein, le enseñ é el té rmino louche, que significa que no está claro. Nada como una palabra francesa para neutralizar un peligro americano.

 

Fue entonces cuando las cosas fueron de mal en peor. En efecto, acababa de volver del entierro de mi hermano con el tiempo justo para ver al otro hermano que me quedaba, Shimon, el dí a que resultó ser el ú ltimo de su vida. Me dijo:

—Llevas una camisa muy bonita, Chick..., con esas rayas rojas y grises..., tiene clase.

Está bamos sentados uno al lado del otro en el sofá de roten. En su rostro, devastado por el cá ncer, habí a la misma expresió n de buen humor de siempre.

—He sabido que quieres comprar un Mercedes diesel. Te aconsejo que no lo hagas —me dijo—. Só lo te traerá dolores de cabeza.

Vibraba en é l una urgencia o una inquietud final. Todo habí a terminado. Le prometí, pues, que no me comprarí a el diesel. Despué s, tras un largo intercambio de miradas silenciosas, dijo que querí a volver a la cama. Estaba demasiado lejos para hacerlo por su cuenta. En otro tiempo habí a jugado a pelota, tení a piernas fuertes, pero de ellas habí a desaparecido todo el mú sculo. Lo miré desde atrá s, intentando dilucidar si debí a intervenir o no. Ya no le quedaba nada que le permitiera hacer su voluntad. Despué s, cuando volvió la cabeza hacia mí, vi que las cuencas de los ojos se le giraban hacia arriba..., se convirtieron en unos globos blancos. La enfermera exclamó:

—Se nos va.

Shimon levantó la voz para decirle:

—No se excite.

Era una frase que solí a decir a su mujer y a sus trece hijos cuando no estaban de acuerdo en algo y se peleaban. Su funció n en la familia consistí a en no dejar que las cosas se salieran de madre. El no sabí a que sus ojos habí an girado hacia arriba y se habí an vuelto hacia adentro. Era algo que yo habí a visto en los moribundos y, por esto, supe que se nos iba. La enfermera tení a razó n.

Despué s de su entierro aquella misma semana, pocos dí as antes de mi cumpleañ os, me entró una gran furia y me puse a gritar, a dar puntapié s a la puerta del cuarto de bañ o de Vela, cuando de pronto me acordé de que mi hermano me habí a llamado a la calma, era prá cticamente lo ú ltimo que habí a dicho. O sea que me fui de casa. Aquella noche, cuando volví, encontré una nota de Vela: se habí a ido a dormir a casa de Yelena, otra francesa-balcá nica.

Al volver a casa la noche siguiente me la encontré salpicada de circulitos adhesivos de colores: los verdes identificaban mis cosas, los de color salmó n estaban pegados en las suyas. El piso era un remolino de topos. Su color era anormal, habí a algo gaseoso o bilioso en ellos; la caja que los identificaba los calificaba de «tonos pastel». Parecí a que allí habí a habido una ventisca, «una tempestad meumtuum», segú n dije a Ravelstein.

Un grupo de alumnos suyos me ayudaron a desembalar mis cosas en mi nuevo apartamento una vez me hube mudado. Rosamund estaba entre ellos. Como es natural, se interesó en conocer mis libros. En las cajas de embalaje estaba mi Wordsworth de la universidad y mi Ulises de Shakespeare and Company, con los curiosos errores cometidos por los tipó grafos parisinos de Joyce: no «dame un toque, Poldy. ¡ Oh, Dios, me muero de ganas», sino que Molly dice «dame un tough»11. Todo porque hay dos perros copulando abajo, en la calle. «Así empieza la vida», piensa Leopold Bloom. Aquel dí a é l y Molly conciben a su hijo, un niñ o que no vive mucho tiempo. Los muros de la vida, en todas direcciones, está n cubiertos de tantas cosas que no es posible encontrar una explicació n a todas, só lo detectar algunas de las má s notorias. Por ejemplo, qué pinta debí a de tener Vela cuando etiquetaba todos aquellos objetos con los topos adhesivos verdes y naranjas. Só lo con mirarlos te entraban ganas de escapar corriendo y dando gritos. ¿ Por qué se habrí a casado uno con una mujer cuya ú ltima acció n consiste en ponerse a pegar cientos por no decir miles de etiquetas? Y ya que lo digo, ¿ por qué se casarí a Molly con Leopold Bloom? La respuesta de ella fue: «Igual da é l que otro».

Yo habí a tenido a Vela por una belleza sin posible rival. Llevaba las faldas ceñ idas al cuerpo. Tení a grupa de jinete, ademá s de un busto muy notable, y el golpeteo de sus tacones cuando entraba en una habitació n era como un tamborileo militar, si bien no te daba pista alguna con respecto a qué sentí a o qué pensaba.

El labio superior de Vela era rí gido. Siempre me he sentido inclinado a conceder una especial importancia diagnó stica al labio superior. Como una persona tenga la má s mí nima tendencia despó tica, es ese labio el que la revela. Siempre que examino una fotografí a acostumbro a aislar los rasgos de las personas. ¿ Qué te dice esta frente? ¿ Qué la situació n de estos ojos? ¿ O este bigote? Hider y Stalin, dictadores clá sicos de nuestro siglo, llevaban bigotes muy diferentes. El labio de Hider, ahora que lo pienso, era extremadamente llamativo. Un hecho curioso: el labio de Vela, cuando la besabas, te pinchaba.

Vela tení a la costumbre de llevarte por donde ella querí a, de mostrarte có mo ser macho. Una tendencia en las mujeres bastante má s habitual de lo que se supone. O bien tení a en sus pensamientos a hombres que le habí an gustado en otros tiempos o se atení a a algú n principio viril que habí a en ella, una contrapartida masculina junguiana, un animus personal o una visió n innata de lo que es un hombre..., inconsciente, por supuesto.

Ravelstein no tení a paciencia para ese tipo de cosas. Decí a:

—Esto proviene directamente de Radu Grielescu. Vela es una gran amiga del matrimonio Grielescu. Tú solí as cenar con ellos una semana sí y otra no. Claro, tú eres escritor, necesitas conocer a todo tipo de personas —dijo Ravelstein—. Es natural en un hombre que está en tu situació n. Gente del mundo de los deportes, del cine, mú sicos, agentes de mercancí as, incluso delincuentes. Son tu pan y tu sal, tu carne y tus patatas.

—Entonces, ¿ por qué no puedo cenar con Grielescu y su mujer?

—No hay nada que decir, siempre que tengas conciencia de la situació n.

—¿ Y cuá l es la situació n en su caso?

—Pues que Grielescu se aprovecha de ti. En su paí s de antes era un fascista. Esto necesita superarlo. El tí o era hitleriano.

—¡ No me digas!

—¿ Te ha negado alguna vez que perteneciera a la Guardia de Hierro?

—No se ha suscitado el tema.

—No lo has suscitado tú. ¿ No te acuerdas de la carnicerí a que hubo en Bucarest? ¿ Cuando colgaron de los ganchos del matadero a personas vivas y las liquidaron a todas..., las desollaron vivas?

Rara vez se oí a a Ravelstein hablar de esas cosas. De cuando en cuando se referí a a la «Historia» en grandes té rminos hegelianos y recomendaba por lo divertidos ciertos capí tulos de la Filosofí a de la Historia. Con é l eran extremadamente raras las conversaciones sombrí as que entran de lleno en el detalle.

—No sé si sabes que Grielescu era un seguidor de Nae Ionesco, fundador de la Guardia de Hierro. ¿ No te lo ha dicho nunca?

—De cuando en cuando habla de Ionesco, pero habla sobre todo del tiempo que pasó en la India y de que estudió con un maestro de yoga.

—Es su fantochada oriental para deslumbrar a la gente. Tú eres demasiado blando, Chick, aunque tampoco eres del todo inocente. Sabes que es una comedia. Entre vosotros dos hay un acuerdo tá cito... ¿ Hace falta que te lo diga con toda claridad?

Por lo general, Ravelstein y yo nos hablá bamos con franqueza. Verbum sat sapienti est. Los Grielescu eran, para Vela, gente que contaba mucho en el aspecto social. Yo estaba especialmente dotado para detectar el fenó meno y sabí a que Vela me calificaba con buena nota si yo era educado con Radu y amable con su señ ora. Que yo estuviera de palique en francé s con la madama, hablando de nimiedades, llenaba de inmensa satisfacció n a Vela. Pero Ravelstein se tomaba muy en serio mi relació n con aquella gente. Puesto que la muerte estaba cerca, parecí a que consideraba necesario hablar má s abiertamente de cuestiones que nunca hasta entonces habí amos estimado oportuno abordar.

—Te utilizan como tapadera —dijo Ravelstein—. Tú no tendrí as por qué estar a partir un piñ ó n con esos matajudí os. Pero como son amigos de Vela, bebes los vientos por ellos, o sea que das a Grielescu exactamente lo que busca. Como nacionalista rumano de los añ os treinta, el tipo era violento con los judí os. El no era ario, ¡ ni hablar!..., é l era dacio. 12

Yo conocí a al dedillo todos estos extremos. Sabí a tambié n que Grielescu habí a mantenido un trato estrecho con C. G. Jung, que se veí a a sí mismo como una especie de Cristo ario. Pero ¿ qué puede hacer uno con esa gente erudita de los Balcanes que posee tal diversidad de intereses y de talento... que son cientí ficos y filó sofos y ademá s historiadores y poetas, que han estudiado sá nscrito y tamil y han dado conferencias sobre mitologí a en la Sorbona? ¿ Y que, interrogados a fondo, podrí an hablarte de personas que habí an «conocido ligeramente» en la Guardia de Hierro, institució n paramilitar que odiaba a los judí os?

El hecho era que yo disfrutaba observando a Grielescu. Tení a un sinnú mero de tics. Era un fumador inquieto, de los que hurgan la pipa, la atiborran, introducen alambres en el tubo de brezo para limpiarlo, rebañ an la cazoleta para eliminar de ella el pan de carbó n. Era bajo y calvo, pero se dejaba largo el pelo de la nuca, que le crecí a como la maleza y le caí a sobre el cuello de la camisa. Su crá neo, abierto como un estuario, estaba recorrido de venas; parecí a congestionado. Nada que ver con la calvicie de meló n verde ovalado de Ravelstein. Como para acompañ ar su agitado manoseo de aquellas larvas peludas con las que se limpiaba la pipa, Grielescu seguí a desgranando algú n que otro tema esoté rico. Tení a unas cejas boscosas y la amplia faz preparada para un intercambio de ideas. Pero el tal intercambio no se producí a, porque é l ya estaba embarcado en alguna cuestió n que tanto podí a versar sobre mitologí a como sobre historia y sobre la que uno no tení a nada que decir. A mí no me importaba en absoluto. No me gusta cargar con la responsabilidad de llevar la voz cantante en una conversació n. Sin embargo, todo el mundo tiene una especie de cé sped de conocimientos aleatorios que le complace tener verde y bien regado. A veces Radu hablaba sobre chamanismo siberiano o volví a a tratar de las costumbres matrimoniales en la Australia primitiva. Se daba por sentado que uno estaba allí para escucharle y aprender de é l. La señ ora Grielescu incluso habí a amueblado el saló n teniendo presente aquel detalle.

—Así se las arreglaba para desviar la conversació n de sus antecedentes fascistas —dijo Ravelstein—. Pero son antecedentes que demuestran que escribió sobre la sí filis judí a que contaminó a la excelsa civilizació n balcá nica.

Resultó que tení a razó n. Grielescu habí a estado vinculado a los nazis, no a la forma de fascismo italiano, má s desleí da. Serí a difí cil decir hasta dó nde llegaban las ideas polí ticas de la señ ora Grielescu. Supongo que en la é poca anterior a la guerra fue una belleza elegante, una joven moderna de clase bien. No costaba imaginarla con un sombrero campana apeá ndose de una limusina. Las mujeres que llevaban ropa buena y se pintaban los labios de color rojo vivo no acostumbraban a tener ideas polí ticas. Eran damas europeas que se dedicaban a supervisar el comportamiento social de sus esposos, los varones de su clase. Los hombres estaban para abrir puertas y retirar las sillas del comedor cuando habí a que sentarse.

La señ ora Grielescu tení a siempre algú n que otro achaque de salud. A juzgar por sus arrugas, habí a rebasado los sesenta, circunstancia que no la hací a feliz pero que no le impedí a ser exigente con los hombres. Era un manual de etiqueta ambulante. Jamá s llegarí a a saberse hasta qué punto estaba enterada del pasado de su marido como Guardia de Hierro. A finales de los añ os treinta, cuando los alemanes y los austrí acos conquistaron Francia, Polonia, Austria, Checoslovaquia, Grielescu fue en Londres una especie de pez gordo de la cultura y, má s adelante, en Lisboa, se convirtió en una figura destacada de la dictadura de Salazar.

Pero su polí tica de mediados de siglo habí a quedado muerta y enterrada. Cuando Vela y yo salí amos a cenar con los Grielescu la conversació n no versaba sobre guerra ni polí tica, sino sobre historia arcaica o mitologí a. El profesor, con su sué ter de seda blanca cuello cisne debajo del esmoquin, retiraba las sillas a las señ oras y les colgaba las chaquetillas. Le temblaban las manos. Manejaba el champá n con ansiedad.

—Pagaba la cuenta en dinero contante de un fajo de billetes de cincuenta. Nada de tarjetas de cré dito.

—No lo veo retirando dinero del banco —dijo Ravelstein.

—Es probable que enví e a la secretaria a cobrar los cheques. En cualquier caso, paga siempre con billetes limpios y planchados. Ni siquiera los cuenta, suelta unos cuantos de los verdes y hace el gesto de «qué dese la vuelta». Seguidamente se precipita al otro extremo de la mesa para encender el cigarrillo a su mujer. Es todo galanterí a, hommages, tiene un pedido de rosas fijo en la florista, besamanos y reverencias.

—Todo en francé s. Aplica un criterio diferente a los americanos. Y tú, encima, eres judí o. Los judí os deberí an entender su posició n con respecto al mito. ¿ Por qué han de asociarse al mito? Fue el mito el que los demonizó. El mito judí o tiene conexiones con la teorí a de la conspiració n. Los Protocolos de Sió n, por ejemplo. Radu ha escrito libros, libros interminables, sobre el mito. Así pues, ¿ qué esperas de la mitologí a, Chick? ¿ Está s esperando que uno de estos dí as te den un golpecito en el hombro y te digan que ha llegado el momento de que seas un anciano de Sió n? Piensa alguna vez en aquellos que colgaron de los ganchos del matadero.

 

Ravelstein y yo hablamos interminablemente de la celada balcá nica en la que me encontraba, pero en el momento en que me dispongo a proseguir esta narració n me doy cuenta de que tengo que cerrar el asunto Vela. Tengo que terminar con ella de una vez por todas. No es tan fá cil como parece. Era una beldad, se vestí a maravillosamente bien y sus formas fí sicas eran memorables. Cuando hablaba por telé fono gorjeaba como Papagena. Ravelstein es prá cticamente la ú nica persona que la describí a como una mujer con mal gusto para vestir. La veí a como una gestora de lo aparente de un nivel fuera de lo comú n. Hablando en té rminos polí ticos podí a decirse que habrí a salido elegida por victoria aplastante. Pero Ravelstein no estaba de acuerdo:



  

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