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RAVELSTEIN 9 страница



Es grato recordar la semana que Ravelstein pasó en el campo. La tranquila Nueva Inglaterra en largos y estrechos paneles: sol, verdor, un lecho de amapolas de un rojo anaranjado junto al rojo y blanco de las peoní as.

Atisbando a travé s de las persianas venecianas (separaba y ensanchaba las tablillas con dedos temblones), veí a las flores —precisamente entonces florecí an las azaleas— y le parecí a todo muy bien, pero el drama de la estació n no tení a verdadero interé s para é l. No podí a compararse con el drama humano.

—¿ Siempre es así tu mujer? —me preguntó.

—¿ Siempre es có mo?

—«Có mo», así decí a uno. Encerrada catorce horas al dí a con sus libros y papeles, Vela aislada en su campestre habitació n-armario.

—Ya te entiendo. Pues, sí. Así es como procede con su fí sica del caos.

—Sentada sin moverse..., incluso sin respirar. Nunca se la oye respirar. ¿ Có mo se las apañ a para no ahogarse?

—Está preparando su trabajo. Parece ser que va a asistir a un congreso y tiene que comentar las investigaciones de otra persona.

—Debe de atrapar el aire al vuelo..., a rachas. La he observado —dijo Ravelstein—, creo que no inspira, a no ser de una manera subterrá nea.

Por supuesto que exageraba. Los hechos, sin embargo, avalaban sus afirmaciones. Ademá s, se las habí a ingeniado de manera que se me hiciese aceptable la manera que tení a de hablar de ella. Antes de que yo tuviera tiempo de coincidir o no con su enfoque, ya me habí a convencido. A lo que é l apuntaba era a que yo no tení a por qué aceptar el comportamiento de Vela. Cuando í bamos al campo, ella se encerraba en su habitació n. Entonces se creaban dos soledades. Así eran nuestros veranos en Nueva Inglaterra: bajo un mismo sol, en un mismo planeta, pero con dos existencias separadas.

Ravelstein vino a New Hampshire para estar conmigo muy poco tiempo y vio inmediatamente dó nde me habí a metido. Detestaba el escenario rural, pero por mí dejó su vida en suspenso. No le gustaba haber abandonado el tablero de mando que tení a en la ciudad. Estar desconectado de sus informantes de Washington y Parí s, de sus alumnos, de la gente que habí a formado, de la cuadrilla de hermanos, de los iniciados, de los pocos felices que lo rodeaban, le hací a sentir extremadamente incó modo.

—O sea que así es como pasas tus veranos —comentó.

Siempre que podí a iba a Parí s y se quedaba una semana o, mejor aú n, un mes. Parí s, lo admití a, ya no era lo que fue una vez. Pese a ello, a veces citaba aquella frase de Balzac que decí a que nada de lo que ocurrí a en el mundo podí a ser a menos que hubiera sido observado, juzgado y certificado por Parí s. Con todo, habí an pasado los viejos tiempos. Las zarinas y los reyes ya no iban a Parí s en busca de poetas y filó sofos. Cuando extranjeros como Ravelstein hablaban de Rousseau ante un pú blico francé s, la sala estaba atiborrada de gente. Daba la impresió n de que Francia todaví a sabí a acoger a los genios. Pero eran muy pocos los intelectuales franceses que Abe Ravelstein habrí a calificado con buena nota. Le tení a sin cuidado el desatinado antiamericanismo. No le hací a ninguna falta el amor de los parisinos, no necesitaba halagos. En té rminos generales, preferí a su perversidad a su civilizació n.

Parí s (é sta es una acotació n importante) fue la ciudad donde Abe Ravelstein y Vela tuvieron su primer tropiezo. É l se encontraba en la ciudad cuando Vela y yo nos trasladamos en avió n a allí para recoger un premio que se concedí a a escritores extranjeros. Nos alojamos en el Pont Royal Hotel. Impaciente, lleno de entusiasmo, ansioso de verme, Ravelstein dio una voz desde la antecá mara y, sin aguardar respuesta, irrumpió en la habitació n. Dispuesto a abrazarme..., a mí o a Vela, el primero que se le pusiera a tiro. Pero ella estaba en combinació n. Giró en redondo, echó a correr y se encerró de un portazo en el cuarto de bañ o. Abe y yo, felices de volver a vernos despué s de muchos meses, no nos paramos a pensar en Vela ni en la inconveniencia de Ravelstein al entrar como una tromba en nuestro cuarto. Lo mí nimo que podrí a haber hecho era dar unos golpecitos en la puerta. Al fin y al cabo, aqué l era el dormitorio de ella, como hubo de recordarme Vela.

Yo habrí a debido entender, al ver a Vela, pudibunda, huir corriendo, que Ravelstein se habí a hecho culpable de un ultraje. Pero yo no querí a tener en cuenta el concepto que ella podí a hacerse de la compostura. Despué s me dirí a que no perdonarí a nunca a Ravelstein que hubiera entrado de aquella manera en su habitació n. ¿ Por qué se habí a precipitado en el cuarto sin avisar antes de que ella se vistiera?

—Pues..., porque es impetuoso —dije—. En un hombre como Ravelstein..., uno de sus encantos es que actú a movido por impulsos...

Pero aquello no aplacó a Vela. Cada palabra que yo pronunciaba para justificar a Ravelstein o para defenderlo engrosaba inmediatamente aquel cú mulo de cosas que alimentaban su sed de venganza y que despué s dispararí a contra mí.

—Yo no he venido a Parí s a ver a tus amigos —me dijo—, ni a que me sorprendan medio desnuda en mi cuarto.

—Enseñ as má s en la playa —le dije—, con eso que los minimalistas de la moda llaman traje de bañ o.

Vela tambié n rebatió esta objeció n.

—Es un contexto diferente. Ademá s, una tiene derecho a prepararse. Tú me hablas en un tono de superioridad que no parece sino que quieres rebajarme, que me tienes por una ignorante. Quisiera recordarte que estoy a la misma altura en mi campo que tú en el tuyo.

—Por supuesto. O a má s —dije.

Estoy acostumbrado a que me miren por encima del hombro los hombres de negocios, los abogados, los ingenieros, los personajillos de Washington, diversos cientí ficos. Incluso sus secretarias, que tienen sus referentes en la televisió n para establecer su escala de valores y que esconden sonrisas detrá s de la mano y se aplauden una a otra con las manos en alto cuando aparezco..., incomprensible memez.

O sea que dejé que Vela se sintiera todo lo superior que le apeteciera, mientras que Ravelstein dijo que yo habrí a debido tener má s orgullo y que era falso que yo fuera tan dó cil como eso. Pero yo no me sentí a inclinado a salirme de mi camino y doblegarme ante tantos crí ticos. Era plenamente consciente de la realidad y de mis defectos. No apartaba de mis pensamientos la idea de que la muerte estaba acercá ndose, de que puede presentarse en el momento má s impensado.

De todos modos, yo habrí a debido prever que Vela harí a una montañ a de la «inconveniencia» de Ravelstein. Estaba preparada para cantarme las verdades con respecto a Abe, por lo que aquella irrupció n de é ste en la habitació n del hotel le brindó la ocasió n que estaba esperando.

—No quiero volver a verlo por aquí —dijo—. Lo que tambié n te pido es que recuerdes que me prometiste llevarme a Chartres.

—Eso dije. Y por supuesto pienso llevarte..., quiero decir que iremos juntos.

—Podemos invitar a los Grielescu. Son viejos amigos nuestros. El profesor Grielescu vendrá seguro. Nanette no creo..., hace mucho tiempo que no hace desplazamientos tan largos. No quiere que la vean a la luz del dí a.

Tambié n yo lo habí a observado. La señ ora Grielescu habí a sido una mujer deslumbrante en sus tiempos, una de aquellas jeunes filies en fleur sobre las que se leí a hace mucho tiempo. Grielescu era un famoso erudito, no exactamente un seguidor de Jung..., pero tampoco ajeno del todo a Jung. Era difí cil clasificarlo.

Ravelstein, que no acusaba a nadie porque sí, decí a que los estudiosos especializados en este tipo de cosas consideraban a Grielescu un Guardia de Hierro relacionado con el gobierno fascista de la Rumania anterior a la guerra. Habí a sido agregado cultural del servicio extranjero durante el ré gimen nazi de Bucarest.

—A ti no te gusta pensar en estas cosas, Chick —dijo Ravelstein—. Y está s casado con una mujer que te tiene atemorizado. Naturalmente, tú dirá s que es una ignorante en materia de polí tica.

—De polí tica entiende muy poco...

—Naturalmente, ella cree que el cientí fico debe estar por encima y má s allá de la polí tica. Pero son sus amigos. Hay que considerar los hechos como son.

—Tengo que admitir que Radu Grielescu marca las normas de conducta de los europeos del Este que se mueven en su cí rculo —dije.

—Te refieres a todas esas mierdas de la cortesí a masculina, claro.

—Sí, má s o menos. El hombre considerado, el ú nico que es como se debe ser, el que recuerda los cumpleañ os, la luna de miel y otros aniversarios conmovedores. Hay que besar la mano de las señ oras, enviarles rosas, arrastrarse por el suelo, retirar las sillas, precipitarse a abrirles la puerta y dar ó rdenes al maitre d’h. En un marco así, la mujer espera que la mimen, le tengan deferencias, se enamoren de ella.

—¿ Esos pelmazos que hacen de chevalier a votre servicé l Naturalmente, no es má s que un juego. Pero a las mujeres les embelesa.

El trayecto desde la estació n de Montparnasse a Chartres fue muy corto. Ya que tení a que llevar a Vela a ver la catedral, preferí a que fuera en un dí a de mercado en la temporada de las fresas. Pero a Vela en realidad no le interesaba Chartres salvo para que la llevaran allí. La arquitectura gó tica y las vidrieras emplomadas le importaban un rá bano. Lo ú nico que querí a era hacer su voluntad.

—Te pone un sinfí n de condiciones, ¿ verdad? —dijo Ravelstein—. ¿ No te obligó a le trajeras todo el equipaje hasta aquí?

—Sí, es verdad. Llegué ví a Londres.

—Y como ella no podí a anular una cita previa que habí a concertado, tuvisteis que venir por separado. Y tú cargaste con sus vestidos de gala...

Eran cosas que no contribuí an a que Ravelstein me admirase. Y quiso dejarlo perfectamente claro. El cuadro que habí a pintado de mi matrimonio distaba mucho de ser halagador. Los escritores no son buenos maridos. Reservan el Eros para el arte. O quizá es que son desatentos. En cuanto a Vela, todaví a la juzgaba con mayor rigor.

—Tal vez no habrí a debido entrar de aquella manera en la habitació n —eso lo admití a, pero añ adió algo má s—, aunque la verdad es que no habí a mucho que ver. En cualquier caso, a mí no me interesaba. No estaba precisamente desnuda. Llevaba una combinació n y todo tipo de cosas debajo. O sea que, ¿ a qué viene tanto revuelo?

—El protocolo —le expliqué.

—No, no. Nada de protocolo. Esto ni siquiera es protocolo —disintió Ravelstein.

Yo no acostumbro a tener problemas con las palabras. Lo que querí a decir era que no estaba preparada para que la viera nadie. A menos de haber vivido con ella, nadie habrí a imaginado todo lo que hací a Vela por las mañ anas con su cabello, sus mejillas, sus labios (especialmente el superior)..., las fases de los preparativos. Era preciso que todos vieran lo hermosa que era. Pero la suya era una belleza de escaparate y, por esto, exigí a un nivel de preparació n de West Point o de hú sar Habsburgo. Me haré sospechoso de prejuicios, pero puedo asegurar que me he tropezado en la vida con cosas verdaderamente estrafalarias. Se da la circunstancia de que soy marido en serie y en este aspecto he tenido un problema de supervivencia.

Ravelstein dijo:

—Vela proviene de la regió n del Mar Negro, ¿ verdad?

—¿ Y eso qué tiene que ver, suponiendo que sea así?

—¿ Del este del Danubio? ¿ De los Cá rpatos?

—No sitú o el sitio con exactitud.

—No tiene demasiada importancia —dijo Abe—. Una gran dama modelo Europa oriental. Ninguna francesa moderna habrí a montado ese nú mero. La gente de la Europa oriental suele mirarse en Francia. En su paí s no hay vida, su paí s es un asco, por eso só lo quieren verse bajo una luz francesa. Es vá lido para gente como Cioran o incluso nuestro amigo..., tu amigo..., Grielescu. Tienen la esperanza de que así se volverá n franceses. Pero tu mujer es todaví a má s peculiar...

Le paré los pies. Me habrí a hecho acreedor de deslealtad de haber admitido que, en efecto, Vela era una variedad muy curiosa del tipo de fenó meno que é l describí a. Yo la veí a con ojos de amante. Aunque no del todo. Tambié n con ojos de naturalista. Era una mujer muy hermosa. Y debo admitir que ciertos rasgos de su rostro me recordaban a Giorgione. En un mapa pequeñ o podrí an situarse los orí genes de Vela en Grecia o incluso en Egipto. Por supuesto que un intelecto de alto nivel es un fenó meno universal y Vela tení a un cerebro de primera divisió n. Como mí nimo la parte cientí fica del mismo era merecedora de particular respeto. Ravelstein, en cambio, sostení a que entre los cientí ficos eran escasos los ejemplos de grandes personalidades. Filó sofos, pintores, estadistas, abogados de gran categorí a sí los habí a. Pero grandes espí ritus, hombres o mujeres, en el campo de las ciencias, eran extremadamente raros.

—Lo grande es su ciencia, no las personas.

Tengo que dejar Parí s y volver a New Hampshire.

Unos pocos dí as en el campo me hicieron llegar a la conclusió n de que la visita de Ravelstein era una prueba del afecto que me tení a. Los campos, los á rboles, los estanques, las flores, los pá jaros no le interesaban en absoluto: suponí an un despilfarro de tiempo para un hombre superior como é l. ¿ Por qué habí a renunciado a su baterí a de telé fonos, a sus restaurantes y a todas las ventajas y alicientes eró ticos de Nueva York o Chicago? Pues porque querí a tener, en New Hampshire, una visió n directa de lo que pasaba entre Vela y yo.

Le bastó un dí a.

—Me he fijado —me dijo—, y he visto que te tiene amarrado a la pata de la mesa —dijo—. ¿ No hacé is nada juntos? ¿ No salí s nunca de excursió n?

—No, ¡ figú rate!

—¿ Y a nadar?

—Alguna que otra vez ella se zambulle en el estanque del vecino.

—¿ Y barbacoas, comidas campestres, visitas a los amigos, fiestas?

—Son cosas que no le pirran.

—Ella no puede hablar contigo de lo que má s le interesa...

Su rostro, enorme, me abrumaba y, reteniendo el aliento, me llevó a considerarlo todo, en silencio, desde su punto de vista: ¿ por qué someterse al tormento de unas tensiones diarias que no tení an trazas de terminar nunca?

Todo lo que necesitaba Vela, como decí a a menudo, era permanecer sentada en un rincó n tranquilo con un bloc de notas y hacer sus diagramas, las rodillas levantadas, sin respirar, inmó vil. Pero es que en aquellos momentos, ademá s, dirigí a corrientes negativas hacia mí. La belleza de aquel rincó n de New Hampshire, con sus grandes arces y sus nogales de siglos de antigü edad..., la vincapervinca y los musgos en los rincones umbrí os significaban..., bien, para Vela significaban muy poco. Ella estaba sumida en grandes abstracciones.

—¿ Qué lugar ocupas tú en todo esto? —dijo Ravelstein—. Quizá seas todo lo que un hombre puede conseguir de ella... Así pues, la pregunta fascinante es si ella se concentra en su ciencia o en su trabajo de bruja, puesto que eso es lo que parece dada tu ignorancia.

A mí aqué lla me pareció una buena manera de plantear el caso.

—La pauta normal que ella sigue —dije— consiste en hacer el equipaje cada equis semanas, incluyendo en é l los vestidos de fiesta, puesto que tambié n hay reuniones sociales, no todo es duro trabajo cientí fico. Sale de estampida en su Jaguar blanco y asiste a congreso tras congreso a lo largo de la costa oeste.

—¿ No dirí as que, dejando aparte el matiz de desprecio que esto comporta para ti, no sientes un cierto alivio cada vez que se va?

Ravelstein podí a ser comprensivo conmigo, pero a menudo especulaba con mis paradó jicas extravagancias.

—¿ Qué sacas tú de este sitio? —dijo—. É ste deberí a ser tu retiro, un lugar verde y tranquilo para pensar y trabajar. O por lo menos para avanzar tus proyectos...

En general, yo era abierto con é l y hasta me sentí a dispuesto a incitar sus crí ticas. Se interesaba sinceramente en la vida de sus amigos, en su cará cter, en su intimidad má s profunda..., en sus necesidades o maní as sexuales. A veces me sorprendí a por la objetividad de sus observaciones. No trataba de imponerse sacando a relucir tus imperfecciones. Yo, en cierta manera, agradecí a que me sometiera a observació n y, por eso, le hablaba abiertamente de mis peculiaridades.

Puedo ofrecer una conversació n como muestra.

—Te concedo que é ste es un lugar hermoso y tranquilo —dijo Ravelstein—, pero ¿ puedes explicar en qué te beneficia la naturaleza..., a ti, un judí o de tipo urbano? Tú no eres un trascendentalista puesto al dí a.

—No, no es mi campo.

—Y para tus vecinos del campo eres una bestia que mejor si se hubiera ahogado con el Diluvio.

—Sí, ni má s ni menos. Pero no me preocupa encajar en la comunidad ni agregarme a ella. Lo que me atrajo del lugar fue la quietud que tengo a mi alrededor...

—Ya lo hablamos en otra ocasió n...

—Sí, porque es importante.

—La vida se escapa a toda marcha. Los dí as vuelan má s rá pidos que una lanzadera. O que una piedra lanzada al aire —dijo como un padre indulgente—. Con una aceleració n de caí da de nueve metros setenta y cinco centí metros por segundo, metá fora de la horrí sona velocidad con que se aproxima la muerte. A ti te gustarí a que el tiempo fuera tan lento como en la infancia..., cada dí a toda una vida.

—Sí, pero para conseguirlo necesitas algunas reservas de quietud en tu espí ritu.

—Como ha dicho un ruso —dijo Ravelstein—. No sé cuá l, pero tú siempre te refieres a los rusos, Chick, cuando tratas de explicar en profundidad lo que te traes entre manos. Pero es que ademá s llevas añ os debatiendo el problema de organizar tu vida..., es decir, tu vida privada. Y esto ha hecho que te conviertas en el propietario de esta casa y de estos arces de trescientos añ os de antigü edad, por no hablar ademá s de la alfombra verde de los prados y de las paredes de piedra. La polí tica liberal de nuestro paí s permite la intimidad y la libertad, que la vida personal no se perturbe. Pero tus dí as se aceleran, vuelan raudos..., y tu esposa está decidida a boicotear tu proyecto de tranquila realizació n. Tiene que haber una expresió n rusa especial para esta..., eeeh, eeeh..., constelació n. Comprendo que te sedujera. Es una mujer con mucha clase cuando está de buenas y tiene una figura sexy...

Al principio Ravelstein habí a tenido buen cuidado de no ofender a Vela. En honor a nuestra amistad, querí a proceder con tiento en lo que a ella respectaba y, por esto, se mostraba amable y especialmente atento cuando ella hablaba. Era deferente con ella. Lo hací a como un virtuoso, como un Itzhak Perlman que interpretase canciones de cuna para una niñ a pequeñ a. Pero habí a que situar aparte sus opiniones má s hondas. Cuando irrumpió en la habitació n del hotel de Parí s todaví a estaba protegido por la entente cordiale que mantení a con Vela. El nunca se mentí a con respecto a lo que observaba. Las notas mentales que tomaba eran exactas.

Pero é l y yo nos habí amos hecho amigos —está bamos profundamente unidos— y, de no habernos entendido de manera mutua y espontá nea, esa amistad no habrí a sido posible. En aquella ocasió n reclinó en el respaldo de la silla su cabeza calva, manifiestamente calva. Las dimensiones de su cara, que era grande, pá lida, surcada de pliegues, me hizo pensar en la fuerza de los mú sculos del cuello y de los hombros que sustentaban la cabeza, puesto que sus piernas tení an el mú sculo mí nimo, el justo necesario para servir a sus propó sitos o hacer su voluntad.

—Habrí a sido muy fá cil establecer una buena conexió n. Pero tú necesitas un reto extremo. O sea que te ves abocado a tratar de complacer a una mujer. Aunque ella se niega a que la complazcan..., o a que la complazcas tú, en todo caso.

—Menos mal que tienes una vocació n —prosiguió —. O sea que é sta es una cosa secundaria. No se trata de un caso auté ntico de esclavitud sexual o de psicopatologí a. De Servidumbre Humana, sí.

Aunque para ti sea só lo marginal. Puede tratarse simplemente de que te diviertas y te distraigas entre la inocencia verde y pura de las Montañ as Blancas con esos vicios menores..., las torturas sexuales.

—Desde el dí a en que te lanzaste sobre nosotros en Parí s dice que tú y yo nos entendemos.

Aquello lo frenó en seco. En medio del silencio contemplé có mo aquella «informació n» inesperada era procesada por un aparato —y lo digo en serio— de gran potencia. Que Ravelstein poseí a una inteligencia inmensa es algo que no puede discutirse. É l estaba en la cumbre de una escuela. Eran muchos los centenares de personas de aquí y de Inglaterra, Francia e Italia que lo veí an de ese modo. Habí a interpretado a Rousseau para los franceses, a Maquiavelo para los italianos, etcé tera.

Despué s de una pausa, dijo:

—¡ Ah! Cuando dice que nos entendemos, ¿ quiere decir lo que me figuro que quiere decir? ¿ Eso despué s de tantos añ os de matrimonio? ¿ Cuá ntos añ os hace que está is casados?

—Doce añ os enteros —le dije.

—¡ Doce! ¡ Qué lamentable! —dijo Ravelstein—. Es como si tú mismo te hubieras condenado a ir a la cá rcel. Y hasta eres un marido fiel. Has cumplido dí a tras dí a, uno tras otro, sin permisos por buena conducta y sin solicitar la libertad condicional.

—He estado muy ocupado con un trabajo absorbente —dije—. Por la mañ ana ella se viste y se pinta, y despué s comprueba en tres espejos con luces diferentes có mo le queda el peinado, có mo lleva la cara y có mo está su figura: el espejo del vestidor, el del cuarto de bañ o y el del lavabo de los invitados. Despué s sale por la puerta principal dando un portazo. Yo me quedo que no sé si me duele la cabeza o el corazó n. Pero esto me concentra las ideas.

—Ya no sabe qué ponerse —dijo Ravelstein—. Todas esas materias extrañ as..., ¿ qué era aquello que llevaba el añ o pasado? ¿ Piel de avestruz? Y finalmente te acusa de que tienes una relació n sexual corrupta conmigo. ¿ Y tú qué le dijiste?

—Me reí a gusto. Le dije que ni siquiera sabí a có mo se hací a el acto y que, a mi edad, no me apetecí a aprenderlo. Parecí a una broma. Aunque ella no me creyó...

—No podí a —dijo Ravelstein—. Le habí a costado demasiado inventar una acusació n tan lamentable como aqué lla. Su á mbito mental es extremadamente limitado por ese lado..., aunque me han dicho que es muy buena en fí sica del caos.

Aquella informació n debí a haberle llegado por ví a telefó nica. La vieja expresió n «tiene má s conexiones que una centralita telefó nica» ahora estaba sepultada debajo de los montones de datos que acumula la expansió n desorbitada de la tecnologí a de las comunicaciones.

Ravelstein habí a averiguado algunos datos sobre Vela a travé s de los amigos que tení a en todas partes y se disponí a a decirme mucho má s de lo que yo querí a oí r. O sea que me taparí a los oí dos con las manos y cerrarí a con fuerza los pá rpados. Pero a esta edad uno ya no puede conservar la inocencia. Las nueve dé cimas partes de la inocencia de hoy en dí a son poca cosa má s que indiferencia ante el vicio, actitud que no se ve afectada por todo lo que uno pueda leer, oí r o ver. El amor al escá ndalo hace ingeniosas a las personas. Vela era ingeniosa en la ciencia e inocente en su conducta.

Uno no podí a, como amigo í ntimo de Ravelstein, dejar de enterarse de muchí simas má s cosas de las que a uno le apetecí a saber. Pero ahondando a una cierta profundidad, hay zonas de la psique que pertenecen aú n a la Edad Media. O incluso a la é poca de las pirá mides o al Ur de los caldeos. Ravelstein me habló de las relaciones que Vela tení a con personas de las que no habí a oí do hablar en mi vida. Me dijo tambié n que estaba dispuesto a darme los nombres de mis rivales. Pero yo no le quise escuchar. Puesto que ella no me amaba, yo, recurriendo a potencias bioló gicas innatas, me habí a escudado detrá s de mi escritorio y habí a finalizado unos cuantos proyectos pospuestos desde hací a mucho tiempo, mientras iba citando a Robert Frost para mis adentros:

 

       Puesto que tengo promesas que cumplir

 

       Y antes de acostarme millas que cubrir.

 

 

Que a veces cambiaba por:

 

       Puesto que tengo mucho que cocinar

 

       Y lejos llegar antes de despertar.

 

 

El chiste era a mi costa, no a costa de Frost, un tipo sentencioso cuya conversació n giraba primordialmente en torno a sus cosas, sus logros y triunfos. No se puede negar que sabí a promocionarse. Era un genio de las relaciones pú blicas. Pese a todo, fue un escritor dotado de raros dones.

Enterarme de la supuesta mala conducta de Vela me desestabilizó. Cuando recuerdo lo que me contó Ravelstein sobre las variadas aventuras de Vela, pierdo pie, me tambaleo. ¿ Por qué tení a tantos congresos en verano? ¿ Por qué no me dejaba nú meros de telé fono que me permitieran contactar con ella? Ni que decir tiene que eran cosas que no habrí an interesado a Ravelstein de no tratarse de hechos singulares. Como ya he dicho, a Ravelstein le encantaban los chismes y sus amigos eran puntos de referencia que daban lugar a un chispeante cotilleo. No habí a que dar por sentado que mantendrí a cerrada la tapadera de las confidencias. Pero esto era algo que a mí no me molestaba de manera particular. La gente es ahora infinitamente má s inteligente de lo que solí a ser cuando hurgaba en tus secretos. Si la gente se entera de tus secretos, se acrecienta su poder sobre ti. No hay manera de pararlos ni de frenarlos. Ya puedes construir tantos laberintos como quieras, ten la seguridad de que te encontrará n. Yo sabí a, desde luego, que a Ravelstein le importaban un comino los «secretos».

Pero como Ravelstein tení a una vida mental de gran envergadura —y lo digo sin ironí a, sus intereses eran amplí simos—, necesitaba saber todo lo que habí a que saber sobre sus amigos y sus alumnos, de la misma manera que el mé dico que quiere hacer Un diagnó stico tiene que ver al paciente desnudo del todo. La comparació n se viene abajo cuando uno recuerda que el mé dico está obligado, en virtud de normas é ticas, a no cotillear a costa del paciente. Ravelstein no tení a esta obligació n. En los añ os treinta, cuando yo era joven, flotaba en el aire el concepto de la «verdad desnuda». «Sepamos la verdad desnuda. » Una inglesa de nombre Claire Sheridan escribió unas memorias que llevaban por tí tulo La verdad desnuda. Por algo habí a visitado la Rusia revolucionaria, donde parece que habí a estado muy relacionada con Lenin, Trotsky y otros muchos bolcheviques de pro.



  

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