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RAVELSTEIN 8 страница



—En este momento no.

—Pues te garantizo que no son tan bondadosos como quieren hacernos creer. Todos esos imperios del Este está n controlados por la policí a.

—Y la selva oscura es el alma, pero allí no hay quien esté a salvo de la GPU. De todos modos, ahora no estoy de humor para agudezas.

—Lo sé —dijo Ravelstein—. Tu mujer te ha hecho saber que ya no tienes acceso a su cuerpo. El contrato de arrendamiento ha expirado. Aunque nunca hubo intenció n de que fuera indefinido. No se puede esperar de la gente que viva sin amor o sin un simulacro de amor. La mayorí a se contenta con una relació n sexual cordial y agradable.

No esperaba que Vela se presentara en el juzgado cuando finalizaron los trá mites, pero lo hizo. Llevaba una chaqueta abotonada hasta arriba, un atuendo má s herá ldico que femenino, un vestido con botones de lató n desde el cuello hasta las rodillas, y se habí a arreglado con el maquillaje y el cabello tirante de una bailarina de saló n. Tengo por imposible exponer los mensajes que emití a. Yo habí a tenido mi oportunidad, dada su extraordinaria y regia generosidad, y era evidente que yo la habí a perdido.

Vela habí a elaborado una racionalidad esoté rica que era manifiestamente incognoscible, pero que estaba basada en principios de dieciocho quilates. A pesar de todo, su condició n de reina tení a su lado defectuoso. Como uno se figurase que podí a decir de dó nde vení a, se equivocaba. «Quizá parecí a que este hombre (Chick) podí a ser mi marido, pero era un error. Q. E. D. 10» Y se alejó con su curioso andar, cada paso un hoyo. Só lo participaban los dedos de los pies. Los tacones estaban solos. Pero no tení a nada de grotesco, sino que era curiosamente expresivo, si bien nadie habrí a sabido desentrañ ar su significado.

Rosamund no habí a sido una de las alumnas estrella de Ravelstein, pero era muy buena a su manera.

—Hace su trabajo tan bien como el primero. Su griego es má s que satisfactorio y no se le escapa nada, entiende los textos a la perfecció n. Muy nerviosa e insegura con respecto a sí misma. Y muy atractiva, ¿ no te parece? No es voluptuosa, pero sí bonita.

É l no lo sabí a pero, por una vez, yo me habí a adelantado. No dejarí a que Ravelstein me hiciera la evaluació n de Rosamund. No le permitirí a que arreglara mi matrimonio, como solí a hacer con sus alumnos. Si no le importabas, le daba igual lo que hicieras. Pero si eras amigo suyo, mejor que no tomaras las riendas de tus asuntos. Le molestaba enormemente que sus amigos lo dejasen al margen de cualquier cosa que se relacionase con ellos..., sobre todo si los veí a a diario.

 

La ambulancia del hospital que devolvió a Ravelstein a su casa se arrimó silenciosamente al bordillo y Rosamund y yo nos levantamos. Cerré el libro allí donde Keynes escribí a una carta a su madre dá ndole cuenta de los deberes que le correspondí an como ayudante del ministro de Hacienda en el Consejo Econó mico Supremo. La camilla de ruedas entró rá pidamente en medio de un gran silencio y vi el meló n liso y pelado de la cabeza de Ravelstein atravesando los arcos de la Alhambra y dejando atrá s las plantas de sombra y el gorgoteo del agua en la pila recubierta de musgo. Nikki seguí a, presuroso, la camilla a travé s de las puertas de bronce y vidrio.

Rosamund y yo entramos en el ascensor de pasajeros para subir hasta lo alto del edificio. Niñ os malvados tení an la costumbre de pulsar todos los botones y, a menudo, el ascensor se iba parando en todos los pisos. Entre un continuo abrir y cerrar de puertas, la ascensió n se convirtió en un viaje de quince minutos, por lo que cuando llegamos al piso má s alto Ravelstein ya estaba en cama..., aunque no en la de cuatro pilares. Se habí a encargado una cama de hospital, sobre la cual un mecá nico estaba instalando un gran triá ngulo equilá tero de tubos de acero inoxidable. Ravelstein se servirí a de é l para desplazar el peso de su cuerpo. Cuando tuviera que trasladarse a la silla para las sesiones de fisioterapia, se deslizarí a la base del triá ngulo debajo de sus muslos. Cuando agarraba dé bilmente el tubo de acero, el pequeñ o mecanismo instalado al pie de la cama levantaba muy gradualmente con un zumbido todo aquel aparejo de contramaestre. De repente, veí as có mo las maltrechas piernas emergí an entre las sá banas e iban levantá ndose. Y como no podí a abrir del todo los pá rpados, la mirada no era de alarma total.

Seguramente habí a reflexionado sobre la cuestió n, sobre la administració n material de la vida, sobre los innumerables caminos que llevan a la enfermedad, a la lesió n..., a la muerte, lí nea de reflexió n insó lita para é l. Sú bitamente apareció una enfermera, detrá s de la cual permanecí a, a manera de escolta, el mecá nico (un té cnico del hospital). Zarandearon a Ravelstein hasta dejarlo en el borde de la cama y, muy lentamente, lo bajaron a la silla de ruedas. El objetivo que perseguí a el doctor Schley era que Abe se pusiera de pie para que se fortaleciesen sus mú sculos. Las largas, larguí simas piernas, no tení an pantorrillas y, a travé s de la zona interior de los brazos, muy blanca, se le entreveí an las venas. Era inevitable pensar en la sangre contaminada que circulaba por ellas. Mientras la enfermera porfiaba por cubrirle los genitales, Ravelstein parecí a reflexionar sobre alguna duda acuciante..., tal vez la de si tení a o no sentido luchar por la existencia. No lo tení a, pero é l luchaba pese a todo. Asió el acero, probablemente muy frí o, los puñ os junto a sus grandes orejas y a los cabellos de la zona occipital que le sobresalí an por debajo del lí mite de la calva. Hay cabezas calvas que pregonan su fuerza. La cabeza de Ravelstein habí a sido una de ellas. Pero ahora se habí a convertido en una de las vulnerables. Creo que sabí a qué facha tení a, «conducido a un lado por una tuberí a» mediante una especie de aparejo naval, de pronto abocado al terror..., a la histeria ridí cula. Sin embargo, ya se habí a desprendido de su triá ngulo y estaba sentado en la silla de ruedas, el triá ngulo se habí a deslizado debajo de é l y Nikki lo llevó a dar una vuelta por el piso. Rosamund y yo fuimos siguié ndolos de una habitació n a otra.

No habí a nada fuera de su sitio. Del mantenimiento del piso se habí an ocupado las dos señ oras: Wadja, la polaca, que los martes se encargaba de la limpieza propiamente dicha, y la señ ora Tyson, la negra (demasiado mayor para trabajar de veras), que iba a la casa los viernes. La funció n que tení a a su cargo la señ ora Tyson consistí a en mantener en su nivel apropiado la dignidad de las familias en cuyas casas trabajaba. Para Wajda, Ravelstein era un apestoso judí o má s, su imaginació n desatada hací a que se lo representase en posesió n de muchí simo dinero, una persona vocinglera e incomprensible. Ruby entendí a mejor a Ravelstein: un profesor, un personaje blanco y misterioso. Dentro de los lí mites que un blanco, por serlo, planteaba a su comprensió n, veí a a Ravelstein como una persona que se hací a cargo de los problemas que le acarreaba su hija prostituta, el hijo delincuente que tení a en la cá rcel y el otro hijo con las dolencias del VIH y todo el embrollo de mujeres e hijos en que se encontraba metido cuya complejidad se resiste a la descripció n. En tardes tranquilas, Ravelstein a veces escuchaba, medio soñ ando y medio entendiendo, las historias que le contaba Ruby Tyson, en realidad, al margen de su curiosidad. La anciana tení a unas maneras sureñ as y dignas, imbuidas de una triste reserva. Cabe imaginar có mo debí a de escucharla Ravelstein, qué caos de vida era la de aquella gente. Esa buena mujer estaba al corriente de aquellos manejos tan propios de los blancos en los que participaban decanos, rectores y buró cratas acadé micos cuyas camas ella hací a y de cuyas salas de estar sacaba el polvo. Y conocí a, qué duda cabe, sus problemas familiares, los secretos esoté ricos, psiquiá tricos, de sus mujeres, sobre los cuales informaba sin tardanza y al dedillo a Ravelstein. En el apartamento de é ste la mujer no daba golpe y se pasaba la mayor parte del tiempo que le pagaban sentada en un alto taburete de la cocina. De vez en cuando, bajaba del mismo y cocí a un pastel en el horno. La fornida, fuerte y agresiva Wadja se ocupaba de fregotear y restregar. Era Wadja la que moví a los muebles de un lado a otro, la que limpiaba los retretes, la que hací a funcionar el aspirador, la que fregaba los platos, la que lavaba la cristalerí a. Como era propensa a los sofocos, se sacaba el vestido y la combinació n. Mientras trabajaba só lo llevaba unos gigantescos sostenes y unos calzones bombachos inflados tipo zuavo.

Al ver a Ravelstein en su silla de ruedas, la cara de Wadja se torció en una mueca en la que se mezclaban la compasió n y la ironí a, acompañ ada de un levantamiento de cejas. Un cú mulo de comentarios no dichos se ocultaron detrá s de aquel promontorio que formaba en su cara su respingona nariz. ¡ Vaya, qué malo era aquello! Pero despué s de todo, no era má s que un judí o. A veces la oí as mascullar por lo bajo «Moishala» mientras secaba objetos o les sacaba brillo. Dé bil los primeros dí as, Ravelstein la saludaba levantando un dedo í ndice, al tiempo que le decí a a Nikki:

—¡ Por el amor de Dios, apá rtala del Lalique! A mí me dijo una vez:

—Fregotea las copas debajo del grifo, las desportilla con los golpes. El dí a que le mostré los estragos, se echó a llorar. Dijo que me comprarí a unas copas nuevas en Woolworth’s. Y yo le dije: «¿ Sabe usted lo que valen esas copas Lalique? ». Cuando le dije la cantidad, se sonrió burlona y dijo: «¡ Usted se chotea, señ or! ».

—¿ Le dijiste el precio?

—No puedes por menos de pensar si será n igual de brutas con los penes —dijo—. ¡ Imagí nate..., como fueran de cristal!

 

 

 

Llegado a este punto quizá deberí a ofrecer algú n dato que ilustrase qué era yo para Ravelstein y qué era Ravelstein para mí. Fue algo que nunca estuvo demasiado claro para ninguno de los dos, los interesados. Ravelstein no habrí a considerado ú til hablar del tema. Decí a que estaba má s que satisfecho simplemente viendo que yo seguí a al pie de la letra lo que é l decí a. Cuando se puso enfermo nos veí amos a diario y sostení amos largas conversaciones telefó nicas, como correspondí a a unos grandes amigos, que es lo que é ramos. É ramos í ntimos amigos, ¿ qué otra cosa se puede decir? En los cajones de mi escritorio encuentro carpetas con pá ginas y má s pá ginas sobre Ravelstein. Pero parece como si estos datos só lo abordasen la cuestió n. No son té rminos modernos aceptables cuando de amistad se trata, ni de ninguna otra forma superior de interdependencia. El hombre es un ser que siempre tiene algo que decir sobre todo aquello que está bajo el sol.

Ravelstein estaba siempre dispuesto a decirme lo que fuese. Ahora bien, ¿ por qué se molestaba en comunicarme a mí todas aquellas cosas aquel hombretó n judí o de Dayton, Ohio? Pues porque era algo que necesitaba comunicar con urgencia. Ravelstein era VIH positivo y morirí a como consecuencia de las complicaciones que comportaba aquel hecho. Su debilidad lo hací a pasto de una interminable caterva de infecciones. Pese a ello, porfiaba en explicarme una vez y otra qué era el amor —carencia, conciencia de esa privació n, ansia de recuperar el todo—, y có mo se entremezclaban los tormentos de Eros con los placeres má s extá ticos.

Si el momento actual tiene algo de bueno es que me permite recordar que, en lo que a mí se refiere, yo estaba entonces en libertad de confesar a Ravelstein lo que no habrí a podido decir a nadie má s, desvelarle mis debilidades, mis secretos má s degradantes y vergonzosos y muchas cosas encubiertas que van minando las fuerzas de uno. No pocas veces é l habí a juzgado mis confesiones endiabladamente divertidas. Lo que má s le divertí a eran los supuestos asesinatos. Tal vez porque yo, sin querer, les daba un sesgo có mico. Sea por la razó n que fuere, para é l eran hilarantes, por lo que me dijo:

—¿ Has leí do al doctor Theodore Reik, el famoso psicoanalista boche? Decí a que un supuesto asesinato al dí a, del psiquiatra lejos mantení a.

Que yo fuera duro conmigo, sin embargo, é l lo veí a como un signo positivo. El conocimiento de uno mismo exige severidad y yo estaba siempre dispuesto a contender con aquel monstruo proteico —el yo—, lo que me dejaba entrever que, para mí, todaví a existí an esperanzas. Pero me habrí a gustado ir má s lejos. Tení a la sensació n de que uno no se deja conocer del todo a menos que encuentre la manera de comunicar ciertas cosas «incomunicables», la metafí sica particular. La forma que yo tení a de enfocar esta cuestió n era que uno, antes de nacer, no sabe nada de la vida en este mundo. El reto oculto consiste en captar este misterio, el mundo. Se viene de la nada, del no ser o del olvido primordial, y se irrumpe en una realidad articulada y plenamente desarrollada. No se ha visto nunca la vida. En el intervalo de luz entre la oscuridad, donde uno estaba esperando nacer, y la oscuridad de la muerte, que ha de recibirlo un dí a, tiene que captar lo que pueda de la realidad, que ya estaba en un estadio de desarrollo muy avanzado. Yo habí a esperado milenios para verla. Despué s, tras aprender a caminar —en la cocina—, me enviaron a la calle para que la inspeccionara má s de cerca. Una de mis primeras impresiones fue altamente utilitaria: los postes de madera alineados en la calle. Tení an el color del castor, eran suaves y podridos. Los segmentos entrecruzados o los mú ltiples brazos sostení an multitud de alambres o cables en una interminable red de repetidores que caí an, se remontaban, volví an a caer y a remontarse. En lugares fijos de aquel ascenso y descenso de cables se posaban los gorriones, arrancaban desde allí el vuelo y volví an al mismo punto para descansar. A lo largo de las aceras, ladrillos descoloridos revelaban con la puesta de sol su rojo original. En aquellos tiempos rara vez se veí an coches. Lo que se veí an eran cabriolé s de alquiler, furgones cargados de hielo, los carros de la cerveza y los enormes caballos que tiraban de ellos. Yo conocí a a la gente por su cara —roja, blanca, arrugada, manchada o lisa; sonriente o violenta o furibunda—, por sus ojos, bocas, narices, voces, pies y gestos. Có mo se inclinaban hasta el niñ o para hacerle una gracia o para preguntarle algo, o para importunarlo o atormentarlo con sus muestras de cariñ o.

Dios se me apareció muy pronto. Llevaba la cabellera peinada con raya en medio. Supe que é ramos parientes porque habí a hecho a Adá n a imagen suya y le habí a infundido vida con un soplo. Mi hermano mayor se peinaba de la misma manera. Entre mi hermano mayor y yo habí a otro hermano. La mayor de todos era mi hermana. En fin..., é ste era el mundo. Yo, antes, no lo habí a visto nunca. Su primer regalo fue regalarse. Los objetos se acumulaban para atraerme y ejercí an sobre mí un imperativo magné tico que estaba allí presente para eso. Era un privilegio tener permiso para saber: ver, tocar, oí r. No me habrí a sido imposible describirle todo aquello a Ravelstein. Pero é l me habrí a respondido, quitando hierro al asunto, que Rousseau ya habí a cubierto el mismo territorio en sus Confesiones o en sus Meditaciones de un paseante solitario. Yo no querí a que se me anticipara nadie en estas mis primeras impresiones epistemoló gicas, ni que nadie les quitara hierro. Por algo habí a pasado setenta añ os y má s viendo la realidad bajo estos mismos signos. Presentí a tambié n que habí a tenido que esperar miles de añ os para ver, oí r, oler y tocar esos misteriosos fenó menos, aguardar turno para la vida antes de desaparecer de nuevo llegado el momento. Podrí a haber dicho a Ravelstein:

—Me habí a tocado el turno de vivir.

Pero Ravelstein estaba demasiado cerca de la muerte para hablarle en aquellos té rminos y tuve que abdicar de mi deseo de darme a conocer totalmente describié ndole mi metafí sica í ntima. Só lo un reducido nú mero de espí ritus selectos han encontrado la manera de expresar ese tipo de revelaciones en la mú sica, la pintura o a travé s de la palabra.

Má s penetraciones infantiles del mundo exterior: en la calle Roy, de Montreal, un caballo de carga resbala en el suelo helado. El ambiente está oscuro como boca de lobo. Un animal má s pequeñ o se habrí a encontrado los pies, pero esa bestia de ancas enormes no puede hacer otra cosa que agitar los cascos en el aire. El perdieron de larga pelambre, con ojos asombrados y venas conspicuas, necesitarí a un gigante para salvarlo, pero lo ú nico que tiene a mano es una multitud de hombrecillos, apostados en la esquina, que emiten opiniones. Dicen al policí a que menos mal que el caballo se ha caí do en la calle Roy, peor serí a tener que escribir en el informe el nombre de la calle Lagauchettierre. Despué s hay una extrañ a e interminable procesió n de muchachas, escolares que desfilan de dos en dos con sus negros uniformes. Su cara es tan blanca que parecen tuberculosas. Las monjas que las vigilan llevan las manos metidas en las mangas para tenerlas calientes. Los charcos de esa calle sucia son hondos y sobre el agua hay espumarajos de hielo.

En los niñ os esta impresió n —la realidad real— es tolerada por los adultos. Hasta una cierta edad no se puede hacer nada. En las familias acomodadas dura má s tiempo, quizá. Pero Ravelstein podí a haber argumentado que en esto habí a un peligro de autocomplacencia. O uno continú a viviendo entre epifaní as o se las sacude de encima, y se dedica a negocios y otras actividades, adopta unos principios racionales y se centra en la sociedad o en la polí tica. Entonces se desvanece esa sensació n de venir de «otro lugar». Segú n la teorí a plató nica, todo lo que uno sabe proviene de una existencia anterior en otro lugar. En mi caso, Ravelstein opinaba que la precisió n de la observació n habí a ido mucho má s allá de donde debí a y que, por esto, ahora se cultivaba por su misma extrañ a razó n de ser. La humanidad reclamaba primordialmente nuestra atenció n y yo hací a excesivas concesiones a mi «metafí sica personal», creí a é l. Su severidad me hací a bien. A lo largo de mi vida no me habí a dado por cambiar, pero consideré excelente que una persona que me apreciaba me señ alase mis faltas y defectos. No estaba en mi á nimo, sin embargo, extirpar mediante cirugí a crí tica la lente metafí sica con la que habí a nacido.

É sta es una de las trampas que nos tiende una sociedad liberal: nos mantiene aniñ ados. Es probable que Abe hubiera dicho:

—A ti te corresponde elegir. O continú as vié ndolo todo como un niñ o o pasas a hacer otra cosa.

Así pues, una vez má s, Ravelstein estaba recuperá ndose de una enfermedad má s y aprendí a, por la que parecí a ser la dé cima vez, a tenerse en pie. Nikki aprendió a manejar el artefacto triangular y, tan pronto como Ravelstein se encontró mejor, Rosamund y yo seguí amos a Nikki tras la silla de ruedas guiada por é ste. Ravelstein, con los ojos entrecerrados, tení a la cabeza caí da hacia un lado. Empujado por Nikki, se paseaba sobre ruedas por su inmenso apartamento, destinado a espí ritus má s normales y má s felices. Pero é ste era su reino, con todas sus posesiones.

Rosamund, con lá grimas en los ojos, me preguntó si alguna vez volverí a a ser el de antes.

—¿ Vencerá el Guillain-Barré? Yo dirí a que las probabilidades está n a su favor —dije—. El añ o pasado tuvo el herpes..., ese herpes lo que fuera. Peleó con é l. Y salió vencedor.

—Pero ¿ cuá ntas veces podrá?

—Todo está tal como tú lo dejaste —iba diciendo Nikki a Ravelstein.

Las alfombras y las colgaduras, los accesorios Lalique, los cuadros, los libros y los discos compactos. Habí a vendido la colecció n de viejos discos de fonó grafo, muy numerosa y bien seleccionada, para estar al dí a de los avances tecnoló gicos. De Londres, de Parí s, de Praga y de Moscú le llegaban catá logos de discos ofrecié ndole las ú ltimas grabaciones barrocas. Los telé fonos de lo que Nikki y yo llamá bamos el «puesto de mando» estaban desconectados. Só lo se mantení a «operativo», como decí a é l, el aparato del dormitorio de Nikki. En aquella ciudad millonaria no podí a haber otro apartamento como é ste, con sus valiosí simas alfombras antiguas por todas partes y, en el fregadero de la cocina, aquella má quina de dimensiones comerciales que, entre silbidos, hací a café s espressos. Pero Ravelstein ya no podí a hacerla funcionar. Sobre la repisa de la chimenea Judit seguí a asiendo por los negros cabellos la cabeza de Holofernes. É ste se habí a quedado con la boca abierta. Ella con los ojos vueltos al cielo. El pintor querí a que se viera a Judit como una sencilla hija de Sió n, una belleza casta y natural, a pesar de que acababa de cortar la cabeza de un hombre. ¿ Qué debí a de pensar Ravelstein al respecto? Eran pocas las indicaciones, en sus aposentos privados, de sus preferencias sexuales. No habí a razó n, en ningú n aspecto, para hacerlo sospechoso de irregularidades del tipo má s comú n..., los ridí culos revoloteos seductores de los gays de otros tiempos. No soportaba los mariposeos de los afeminados.

En aquellos recorridos en silla de ruedas a travé s de su apartamento se hací a terriblemente evidente lo que sentí a. ¿ Qué pasará con todo esto cuando yo me haya ido? No me puedo llevar nada a la tumba. Esos hermosos objetos que compré en el Japó n, en Europa y en Nueva York, con tantí simas deliberaciones y discusiones con expertos y amigos... Sí, Ravelstein se hundí a. Jamá s habrí a imaginado, vié ndolo en su silla de ruedas, arropado con una manta, la amplia espalda encorvada y su cabeza de meló n caí da a un lado, hasta qué punto era impresionante su fí sico, qué poco contaban sus peculiaridades, sus tics e idiosincrasias, sus recientes enfermedades. Hací a añ os, a raí z de una visita a la casa de campo que tengo en New Hampshire, Ravelstein me preguntó si abrigaba un sentimiento de propiedad sobre aquella casa de piedra rú stica, los viejos arces y los nogales, los jardines. Mi sincera respuesta fue que, a pesar de que me gustaban bastante, no me sentí a propietario de todas aquellas hectá reas ni de aquellas cosas. O sea que, en caso de ocurrir lo peor y de que una milicia armada local arremetiera contra mí y se me llevara por ser un aliení gena judí o, la ofensa irí a dirigida sobre todo contra el judí o, no contra el propietario. Y, en ese caso, mi inquietud se centrarí a en la Constitució n americana, no en mis inversiones. Las estancias, las piedras, la vegetació n no hací an mella alguna en mis ó rganos vitales. De perder todas aquellas cosas, podrí a vivir en otro lugar. Sin embargo, si se destruyera la Constitució n, el fundamento legal de todo, volverí amos al caos primigenio, como é l solí a advertirme.

En aquella visita, Ravelstein vino a verme desde Hanover a travé s de la Interstate 91, poniendo en riesgo su vida al conducir un coche de alquiler. Se poní a muy nervioso al volante. No tení a la coordinació n suficiente para ir seguro por las autopistas. No conectaba con el vehí culo a no ser como pasajero, era demasiado nervioso para sentarse en el asiento del conductor. Tampoco le gustaba el campo.

Decí a, repitiendo el parecer de Só crates en Fedro, que un á rbol, por hermoso que sea, no dice nunca nada y que la conversació n só lo es posible en la ciudad, entre hombres. Porque a é l le encantaba hablar, pensar mientras hablaba, reclinar el cuerpo para atrá s y dejarse inundar por el flujo de las ideas. El instruí a, examinaba, debatí a, señ alaba errores, celebraba los primeros principios, mezclaba el griego con la traducció n simultá nea y tartamudeaba locamente, rié ndose a carcajadas mientras salpicaba sus exposiciones con chistes judí os.

En el campo nunca se sentí a a sus anchas para tratar un tema. Miraba los bosques y los prados, pero mirar era lo ú nico que podí a hacer con ellos. Rousseau, tan amante de los campos y de los bosques, estaba en cierto modo en los pensamientos de Abe. Rousseau practicaba la botá nica. Pero las plantas no eran el plato fuerte de Ravelstein. Podí a comerse una ensalada, pero no veí a qué interé s podí a tener meditar sobre ella.

Vino al campo a verme y la visita fue una concesió n a mi inexplicable gusto por las lejaní as y la soledad. ¿ Por qué me enterraba en los bosques? Era muy evidente que é l habí a examinado mis motivos desde má s á ngulos de los que a mí habrí an podido ocurrí rseme aunque hubiera reflexionado un eó n sobre los mismos. Tambié n era posible que lo llenara de curiosidad mi esposa de entonces, Vela —eran los tiempos anteriores a Rosamund—, e intentara comprender por qué me habí a casado con aquella mujer. Y ahora esta consideració n es para los lectores. El poseí a una inteligencia auté ntica, una mente activa y pertinaz, mientras que yo só lo era plenamente inteligente en ocasiones. Lo que é l elaboraba despué s de pensar y como resultado de pensar se asentaba sobre unos cimientos de principios comprobados. ¿ Có mo puedo expresarlo?... Si hablá ramos de pá jaros, é l era un á guila, mientras que yo era una especie de papamoscas.

É l sabí a, sin embargo, que yo era capaz de entender sus principios, ni siquiera tení a necesidad de explicá rmelos. Si Ravelstein hubiera tenido una ú nica ilusió n habrí a sido pensar que yo aceptaba que me corrigiera. Por algo era un maestro. Su vocació n era é sta: enseñ ar. Nosotros somos un pueblo de maestros. Hace milenios que los judí os enseñ an y aprenden. Sin la enseñ anza el judaí smo serí a imposible. Ravelstein habí a sido alumno o, si se prefiere, discí pulo de Davarr. Es muy posible que no hayan oí do hablar de ese formidable filó sofo. Dicen sus admiradores que fue un filó sofo en el sentido clá sico del té rmino. Yo no soy juez en ese tipo de cosas. La filosofí a es un trabajo duro. Mis intereses discurren por una direcció n totalmente diferente. Pero dentro de mis lí mites mentales tengo un respeto por el difunto Davarr. Ravelstein hablaba tantí simo de é l que al final me vi obligado a leer algunos de sus libros. Tení a que hacerlo si querí a entender lo que Abe se traí a entre manos. Solí a encontrarme al difunto Davarr por la calle y costaba imaginar que aquella persona tan insignificante, triplemente abstraí da, con sus leves anteojos como tapadera de sus exaltados juicios, fuera el demonio heré tico tan odiado por los acadé micos de todo el paí s, Estados Unidos, e incluso del extranjero. Como uno de los representantes principales de Davarr, Ravelstein tambié n era objeto de sus odios. Pero a é l no le importaba en absoluto ser el enemigo. Ravelstein era cualquier cosa menos pusilá nime. A mí no me importaban mucho los profesores como gremio. No han tenido mucho que ofrecernos en el insoportable siglo que ahora termina. Eso pensaba yo o solí a pensar.



  

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