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RAVELSTEIN 7 страница



Ravelstein no respondió. Se negaba a que lo intimidasen, pero todaví a no estaba con fuerzas para discutir. En té rminos generales, a é l los mé dicos le interesaban muy poco. Los mé dicos eran los aliados de la burguesí a temerosa de la muerte. El no iba a variar sus costumbres porque un mé dico se lo dijera, ni siquiera por Schley, a quien respetaba. Como Rosamund entendió muy bien cuando fue a comprarle los cigarrillos, Abe seguirí a haciendo lo mismo que habí a hecho siempre. Jamá s habí a sido valetudinario.

—Señ or Ravelstein, le pido que deje el tabaco hasta que tenga los pulmones má s fuertes.

Ravelstein no respondió, só lo hizo un movimiento de asentimiento con la cabeza. Pero no de acuerdo. Ni siquiera miró al doctor Schley, su mirada llegó má s lejos. Schley no era su mé dico principal. El principal era el doctor Abern. Pero, naturalmente, Schley formaba parte del equipo; es má s, era uno de los jefes del mismo. En cuanto a mí, yo gustaba bastante a Schley..., pero en mi sitio. Al doctor Schley no se le oí a decir gran cosa, pero por poco entendido que uno fuera en acú stica mental, no tardaba en captar sus mensajes. Ravelstein era una figura relevante de los altos cí rculos intelectuales. No serí a exagerado afirmar que Ravelstein era realmente importante. En cambio yo só lo era bueno a mi manera. Pero era una manera que distaba mucho de tener importancia.

Por lo general, Schley hablaba conmigo para decirme que debí a mantener el nivel de quinina de mi organismo para controlar el ritmo de las pulsaciones cardí acas. Padecí a de fibrilaciones y en ocasiones de insuficiencia respiratoria. Las dosis elevadas de Quinaglute que me recetaba me dejaban algo sordo, como hube de descubrir en el curso del tratamiento. En cualquier caso, mis dolencias cardí acas de tono menor eran prá cticamente todo lo que me relacionaba con Schley. Ravelstein, por su parte, lo tení a fascinado. Veí a a Ravelstein como un gran luchador en batallas culturales e ideoló gicas. Despué s de que Abe pronunciara su sensacional conferencia de Harvard y dijera a los asistentes que eran elitistas disfrazados de igualitarios, el doctor Schley me dijo:

—¡ Pues sí! ¿ Quié n que no sea é l tiene los conocimientos, la seguridad y la autoridad para decir tal cosa? ¡ Y de una manera tan espontá nea, tan natural!

En cuanto a Ravelstein, no se limitaba simplemente a tener un mé dico. É l querí a conocer a todo aquel con quien se relacionaba. Su curiosidad era insaciable no só lo en lo que se referí a a los estudiantes que atraí a, sino tambié n en relació n con los comerciantes que trataba, los té cnicos de alta fidelidad, los dentistas, los consejeros de inversiones, los barberos y, naturalmente, los mé dicos.

—Schley es aquí el mandamá s —dijo—. La persona con má s influencia. El que dicta las normas. Controla todos los departamentos y enví a a los pacientes a su gente..., que es lo que ha hecho en mi caso. Pero despué s está su vida domé stica...

—No habí a pensado nunca en su vida domé stica.

—¿ Conoces a su mujer?

—No la he visto en mi vida.

—Pues bien, su casa es, en todos los aspectos, un reino de mujeres. Su mujer y sus hijas lo mangonean todo. Su vida auté ntica es la clí nica y el laboratorio.

—¿ En serio? Bueno, suele pasar con las personas que son muy estrictas...

—Como tú, Chick. Deberí as saberlo, tienes una gran experiencia en este campo.

—Otro ejemplo má s del hijo del hombre que no tiene donde reclinar la cabeza —dije.

—Bueno, no te lamentes. Tú te lo has buscado. No tienes por qué quejarte —dijo Ravelstein.

Era algo que no podí a discutirle. Lo ú nico que podí a objetar era que el mé dico no tení a ningú n amigo, ningú n Ravelstein que lo llevara por el buen camino.

—El pobre Schley es cada dí a má s mé dicamente correcto —prosiguió Ravelstein—. Su mujer es durilla, pero es que ademá s está n sus dos hijas solteras. Activistas las tres, centradas en causas como el feminismo, el medio ambiente. O sea que el doctor es un tirano en la clí nica y un extrañ o en su casa.

—Y encima yo lo he puesto furioso —dije—. ¡ Un amigo de verdad te habrí a quitado el cigarrillo!

No dije a Ravelstein nada que é l no supiera ya. Poco se le habí a escapado.

 

El BMW 740 llegó a punto..., servido una hora antes de que llegara Nikki. É ste se dirigió de inmediato al hospital. Ravelstein todaví a no estaba en condiciones de caminar y só lo disponí a del uso parcial de brazos y manos. Podí a fumar, podí a marcar nú meros por telé fono. En los demá s aspectos estaba, segú n la expresió n francesa de su preferencia, hors d’usage. Así que llegó Nikki, Rosamund y yo salimos y esperamos fuera de la habitació n.

Pasado un rato salió Nikki con lá grimas en los ojos. Rara vez hablaba de Ravelstein, ni conmigo ni con los demá s amigos. Nos aceptaba porque habí amos superado el escrutinio de Abe. Nosotros é ramos personas con las cuales Abe hablaba de asuntos que a é l, Nikki, no le interesaban. Y Abe habí a aprendido a tomar en serio las opiniones de Nikki.

—Tienes que bajar inmediatamente y tomar posesió n del coche nuevo —dijo Rosamund.

Bajamos con é l y presenciamos có mo Nikki se sentaba detrá s del volante. El chó fer de la empresa estaba esperando para darle las instrucciones, segú n nos explicó Nikki despué s, con respecto a las especiales caracterí sticas del deslumbrante 740. Observé los mandos y las luces del panel de control, parecí a la cabina de un avió n de bombardeo. Aquel coche me superaba, yo no habrí a sabido accionar el desempañ ador de los cristales ni bajar el capó.

Era evidente que, con aquel juguete despampanante, lo que pretendí a Ravelstein era distraer a Nikki de las cuestiones mé dicas. Pero só lo lo consiguió en parte. Producí a un cierto placer deslizarse en el asiento del conductor. Nikki me dijo que no pensaba volver a Suiza. Ahora todo quedaba en suspenso. Tendrí a que dejar colgado el curso de hostelerí a que estaba haciendo.

Cuando llegó el momento de volver a casa, Abe dijo que no querí a hacer el trayecto en ambulancia. Querí a que lo llevara Nikki en el 740. El doctor Schley dijo que, como Ravelstein no podí a andar ni levantarse, tendrí an que trasladarlo en camilla. Abe dijo que no necesitaba camilla ni ambulancia. Sus alumnos y sus amigos lo ayudarí an a trasladarse de la silla de ruedas al 740.

Pero Schley se opuso de forma taxativa. Dijo que no pensaba firmarle el alta. Abe acabó por claudicar y se dejó levantar de la cama junto con toda la ropa y colocar en la camilla. No dijo palabra, pero no parecí a triste ni resentido. Quedaba lejos de é l la tristeza y el resentimiento de los enfermos.

El 740 ya estaba en el garaje. Bastó una llamada telefó nica para que a los pocos minutos estuviera en la puerta.

Yo estaba releyendo las memorias de Keynes que Ravelstein me habí a recomendado como modelo a seguir. Siempre me llevaba un libro para entretener las horas de espera en la unidad de cuidados intensivos o los ratos en que el paciente dormí a o reflexionaba en silencio..., como si durmiera. Me senté con Rosamund en el patio del edificio donde viví a Ravelstein y me puse a leer a J. M. Keynes.

El punto de las memorias de Keynes en que me encontraba era la entrega de oro por los alemanes en 1919 para financiar la compra de alimentos con destino a las ciudades bloqueadas y castigadas por el hambre. La comisió n encargada de que se cumplieran los acuerdos del armisticio tení a su sede en Spa, la ciudad balnearia de moda junto a la frontera belga que habí a sido cuartel general del ejé rcito alemá n. Ludendorff tení a allí su mansió n, al igual que el Ká iser y Hindenburg. Advertí as en seguida que Keynes escribí a esoté ricamente para sus í ntimos de Bloomsbury, no para las masas lectoras de los perió dicos.

Las tierras belgas estaban embrujadas, decí a. «El aire todaví a estaba impregnado de las emociones de aquel inmenso colapso. El lugar tení a una melancolí a teutona y teatral con sus bosques de pinos negros. » Me interesó mucho saber que Keynes consideraba a Wagner directamente responsable de la Primera Guerra Mundial. «Es evidente que la concepció n que tení a el Ká iser de sí mismo estaba conformada en ese aspecto. ¿ Qué era Hindenburg sino el bajo y Ludendorff el tenor gordo de una ó pera wagneriana de tercera categorí a? »

Existí a, sin embargo, el peligro de que Alemania pudiera derivar hacia el bolchevismo. Aumentaban el hambre y las enfermedades, y las cifras de mortalidad perjudicaban a los aliados, segú n dijo Lloyd George en la Conferencia. Clemenceau en su respuesta «veí a que, de necesidad, é l concedí a muchí simo». «De necesidad» era una expresió n, señ alé a Rosamund, que se habí a perdido.

Pero los franceses aú n seguí an poniendo objeciones a la proposició n de los alemanes de utilizar el oro en pago de la comida. Clemenceau reclamaba el oro alemá n en concepto de reparaciones. Uno de los ministros franceses, un judí o llamado Klotz, declaró que habí a que permitir a los alemanes, que estaban murié ndose de hambre, que pagasen los alimentos de cualquier otro modo, pero no con oro. Le resultaba imposible llegar má s lejos sin comprometer los intereses de su paí s, «que (sacando pecho y procurando darse aires de dignidad) habí an sido confiados a su cargo».

Lloyd George —¿ por qué me veo arrastrado una vez y otra hacia lo mismo? No sé explicarme por qué me afecta tanto— se volvió con odio hacia el señ or Klotz, escribe Keynes. «¿ Han visto alguna vez a Klotz? Un judí o bajo, regordete, con abundantes mostachos, ojo inquieto, errabundo, y hombros ligeramente vencidos como pidiendo disculpas de forma instintiva. Lloyd George lo habí a odiado y despreciado siempre. Y en aquel momento, en un abrir y cerrar de ojos, se dio cuenta de que habrí a sido capaz de matarlo. Habí a mujeres y niñ os que se morí an de hambre, gritó, y allí estaba el señ or Klotz cotorreando a má s y mejor sobre su “oroooo”. Se inclinó hacia adelante y con un gesto de las manos indicó a todo el mundo la imagen de un judí o odioso agarrado a una bolsa repleta de dinero. Con ojos brillantes, articulaba las palabras con un desprecio tan violento que parecí a que las escupí a. El antisemitismo, casi a flor de piel en una asamblea como aqué lla, estaba en el corazó n de todos. Todos miraron a Klotz con odio y desprecio repentinos; el pobre hombre estaba hundido en su asiento, visiblemente encogido... Volvié ndose entonces, é l [Lloyd George] requirió a Clemenceau para que pusiera fin a aquellas tá cticas obstructivas; de otro modo, gritó, el señ or Klotz se alinearí a junto a Lenin y Trotsky entre aquellos que habí an difundido el bolchevismo en Europa. El Primer Ministro se interrumpió. Se vio que en la sala todos sonreí an con disimulo y cuchicheaban al vecino una palabra: “Klotsky”. »

Otro judí o, é ste al servicio del gobierno alemá n, era el doctor Melchior. No estaba tan bien relacionado con aquella delegació n como Keynes, que se alineó en el bando de Lloyd George y contra Herbert Hoover siempre que se hablaba de cereales, productos porcinos o planes financieros. Parecí a que Melchior opinaba igual que Keynes. Segú n lo veí a Keynes, Melchior es «con su mirada fija, sus pesados pá rpados, su desvalimiento..., como un animal honorable que sufre. ¿ No podrí amos saltarnos los hueros formalismos de esta Conferencia, la puerta con tres cerrojos e interpretació n triple, y hablar de la verdad y de la realidad como personas cuerdas y sensatas? ».

Alemania se morí a de hambre, Francia estaba exangü e. Ingleses y americanos estaban de veras dispuestos a suministrar alimentos. Habí a toneladas de cerdo esperando a que Herbert Hoover diera la orden de iniciar los enví os. «Yo admití a que nuestro proceder reciente no habí a sido tal que permitiera confiar en nuestra sinceridad, pero le rogué [a Melchior] que creyera que yo, por lo menos en aquel momento, era sincero y veraz. É l estaba tan emocionado como yo y me parece que creyó en mis palabras. Los dos estuvimos de pie durante la entrevista. En cierto modo, aquel hombre me fascinaba... El hablarí a por telé fono con Weimar y yo los instarí a a que le concedieran un cierto albedrí o... Hablaba con el pesimismo apasionado de un judí o. »

El sitio donde me encontraba leyendo, donde Rosamund y yo esperá bamos la ambulancia que trasladarí a a Ravelstein a su casa, era un pequeñ o patio situado al otro lado de la verja de hierro forjado. Un estanque de piedra, arbustos, hierba..., incluso flores de sombra. Allí habrí an encajado bien ranas y sapos, pero habrí a sido preciso importarlos. ¿ De dó nde habrí an venido? En los kiló metros de grava que rodeaban aquel santuario no habí a una sola rana. El patio era algo así como una cá mara de descompresió n. Para algunos de los inquilinos-profesores el lugar podí a recordarles las grutas-retiro que algunos señ ores ingleses se construí an en el siglo dieciocho. Habí a que protegerse frente a la cruda realidad. Para tener plena conciencia tanto del santuario como de los barrios bajos habí a que ser un Ravelstein.

—Allí —decí a riendo—, los polis te dirá n que no te pares ante una luz roja. En tierra de nadie, si te pararas podrí a ser el final.

No habí a que dejar que la historia de tu tiempo te engullera, decí a a menudo Ravelstein. Citaba a Schiller al mismo efecto: «Vive con tu siglo, pero no te conviertas en su criatura».

El arquitecto que habí a montado allí aquella pequeñ a Alhambra, con cañ os por donde corrí a el agua y plantas de sombra, tení a la misma idea: «Vive en esta ciudad, pero no pertenezcas a ella».

Rosamund, sentada a mi lado en el borde del muro de piedra que rodeaba el estanque, no se sentí a excluida mientras yo leí a.

A Ravelstein le habí a costado un cierto tiempo acostumbrarse a vernos como un matrimonio. Era una actitud un poco extrañ a porque sentí a un curioso interé s por sus alumnos y Rosamund lo habí a sido. De haberle preguntado sobre el particular habrí a dicho que, dada la clase de educació n que recibí an, con su insó lito interé s «en los afectos» —en el amor, para decirlo lisa y llanamente—, hubiera sido irresponsable pretender que era posible separar la enseñ anza de la unió n de las almas. Era su manera anticuada de exponerlo. Naturalmente habí a una palabra griega para indicarlo, pero no se puede esperar que yo recuerde todas las palabras del antiguo vocabulario. Eros era un daimon, un genio o demonio personal proporcionado por Zeus como compensació n por la cruel fractura de aquel todo humano andró gino original. Estoy seguro de haber captado bien esa parte del mito sexual aristofá nico. Gracias a la ayuda de Eros buscamos todos, cada uno de nosotros, la mitad que nos falta. Ravelstein poní a auté ntica avidez en esa bú squeda, empujado por el deseo. No todo el mundo siente ese deseo o lo reconoce en caso de sentirlo. En la literatura lo sintieron Antonio y Cleopatra, Romeo y Julieta. Má s pró ximos a nuestro tiempo, lo sintieron Ana Karenina y Emma Bovary; tambié n lo sintió, dentro de su simplicidad e inocencia, la Madame de Renal de Stendhal. Y, por supuesto, otras personas, seres instintivos, sin que existiera un abierto reconocimiento, tambié n lo han sentido de alguna manera oscura. Ravelstein estaba continuamente al acecho de eso y poní a en ello un empeñ o tal que no estaba má s que a un paso de hacer de casamentero. Hací a todo lo que podí a para colmar necesidades insatisfechas. Por ser un buen paliativo del dolor no siempre consciente que produce el deseo, tení a de por sí una importancia significativa. De una manera u otra, la vida tiene que seguir adelante. Hay que hacer matrimonios. Con el adulterio, lo que esperan los hombres y mujeres es una suspensió n temporal y breve de ese dolor que causa la privació n y que dura una vida entera. Lo que a ojos de Ravelstein convertí a el adulterio en pecado venial era que el dolor que nos produce nuestro deseo nos trata de manera implacable. Souls Without Longing9 habí a sido el tí tulo operativo de su famoso libro. Sin embargo, para gran parte de la humanidad, hay que eliminar, de una manera u otra, el deseo.

—¿ Có mo he llegado tan lejos?

Como observador honrado, me veo obligado a aclarar có mo operaba Ravelstein. Si alguien le importaba algo, era desde esa perspectiva desde la que lo veí a. Todo el mundo habrí a tenido por increí ble que dedicara tanta atenció n a cada caso particular, que pusiera tal interé s en observar a los alumnos que habí a aceptado para introducirlos en una enseñ anza superior o esoté rica, los dispuestos a romper con la mayorí a ortodoxa de las ciencias sociales que dominaba la profesió n. Ya que si seguí an a Ravelstein, les costarí a encontrar trabajo. O sea que habí a que pensar en proveer a los jó venes elegidos. Profesionalmente hablando, la opció n que habí an tomado era de resultados imprevisibles. Con frecuencia Ravelstein inquirí a mi opinió n.

—¿ Y si Smith se emparejara con Sarah? Ese chico tiene tendencias desviadas pero no llegará nunca a desviarse del todo. Lo que pasa es que Sarah es una chica muy seria..., disciplinada, trabajadora, estudia bien. No es un genio pero tiene mucho en su favor. Tal vez tenga ese toque justo de masculinidad que puede satisfacer a Smith.

Estaba tan acostumbrado a pensar en apareamientos de esta í ndole que daba la impresió n de que ya tení a preparado el mí o cuando Vela se divorció de mí. Mis fallos eran tan evidentes que no se podí a confiar en mí para que hiciera nada a derechas. Hací a siete u ocho añ os que, con todo acierto, Ravelstein habí a vaticinado:

—Vela no tardará en dar por terminado lo tuyo. Siempre está de congresos por todo el mundo. No para una semana entera en casa. Has estado demasiado sumiso con ella, Chick. Y ahora te encuentras con que no vives con ella sino con los vestidos que tiene colgados en el armario. Ella só lo necesita un marido para ser respetable. No creo que los hombres sean su mayor preferencia. Es un caso curioso, tiene los atributos de una beldad pero no es una beldad, por muy bien vestida y maquillada que vaya. Lo que pasa es que tú, como artista que eres, Chick, la viste como un ser que tení a algo que ver con la belleza. No se puede negar que tiene bonitos ojos pero, si la observas bien, tiene como una especie de correcció n militar europea. Y cuando te inspecciona a fondo, no das la talla. En lo que al aspecto intelectual se refiere, se te acerca pero seguidamente huye de ti todo lo rá pidamente que le permiten sus tacones altos. Es rara, Chick. Pero es que tú tambié n eres raro. Los artistas se enamoran, no se puede negar, pero el amor no es su don primordial. Lo que ellos aman es su elevada funció n, la utilidad de su genio, no a las mujeres en sí. Ellos ya cuentan con su fuerza impulsora. Ahora bien, Goethe tení a su daimon, y hablaba constantemente de é l a Eckermann. Y en su vejez se enamoró de un ser joven y hermoso. Pero es evidente que aquel enamoramiento era dé risoire, puro absurdo...

É sta era su manera de dejar abierto un tema..., no se mostraba del todo halagador, pero es que é l no habí a halagado nunca a nadie, como tampoco se poní a nunca a tu nivel con el fin de humillarte. Creí a simplemente que si uno estaba dispuesto a que atacaran y arrasaran la estructura de su autoestima demostraba su seriedad. El hombre debe ser capaz de oí r y de soportar lo peor que puedan decir de é l.

Pero hací a tiempo que, a su manera maravillosamente refinada y, al mismo tiempo, torpe y no-de-este-mundo, Vela ya habí a iniciado los trá mites del divorcio. Resultó que hací a un añ o que se habí a buscado un abogado. Dicho abogado —una abogada—, que formaba parte de un colosal gabinete jurí dico del centro de la ciudad, estaba perfectamente al corriente de la cuantí a de mis bienes hasta la calderilla, por lo cual Vela exigí a el veinticinco por ciento de mi cuenta corriente, libre de impuestos. Iba regularmente al centro para que le arreglaran el cabello y las cejas, y a comprarse vestidos y zapatos. Tambié n comí a a menudo con algú n amigo..., o con su abogada.

Nuestras rutinas domé sticas brillaban por su ausencia. Entre nosotros habí a un acuerdo laxo..., una casa, no la sede del amor matrimonial, ni siquiera del afecto. Cuando escaseaban las provisiones, Vela iba al supermercado y daba rienda suelta al frenesí de la compra: manzanas, piñ as, carnes para congelar, pasteles, budines de tapioca para los postres, latas de atú n y tomate, arenques, cebollas, arroz, cereales secos para el desayuno, plá tanos, vegetales para ensaladas, melones. Má s de una vez la instruí en la manera de elegir un meló n, que consiste en olerle la base, pero parece ser que no querí a que viesen a una persona dotada de una belleza y delicadeza como la suya haciendo algo tan inconveniente. Compraba pan y bollos, polvos de jabó n para el lavavajillas, estropajos de acero para los cacharros. Despué s enviaban a mi casa unas cajas de cartó n llenas de comida por valor de varios centenares de dó lares. Ella no regresaba al apartamento despué s de la compra, sino que seguí a en coche hasta la universidad. Yo me encargaba de recoger el enví o y de atiborrar de cosas la nevera y los estantes de la cocina. Pateaba despué s las cajas hasta dejarlas prensadas y las bajaba en el ascensor. Como estaba en buenos té rminos con el conserje, no querí a cargarlo con la molestia de subir a mi casa a recoger los cartones.

Kerrigan, poeta y traductor que viví a con su suegra en el piso de arriba, me preguntó un dí a que por qué me encargaba yo de sacar la basura de mi casa, a lo que le respondí explicá ndole mi relació n con el conserje.

—Todos, menos usted, se hacen respetar —me dijo.

Le respondí que quizá s tení a razó n pero que habí a que prescindir del conserje, y que el hombre tambié n me habí a indicado de manera tá cita que querí a que respetasen su dignidad. Yo, por tanto, preferí a cargar con las cajas aplastadas antes que plantearme la duda de si respetaba o no su exigencia personal de estima.

Hacia el final, sin darme cuenta de lo pró xima que estaba la lí nea de fondo, yo seguí a tratando de descifrar a Vela, de encontrar alguna pista de sus motivaciones. Ella preferí a actos que palabras, admitiendo con ello que no podí a competir conmigo verbalmente, y un dí a, mientras yo estaba leyendo un libro (mi dieta regular de palabras), irrumpió en mi habitació n totalmente desnuda, se acercó a la cabecera de la cama y me restregó el vello pú bico contra el pó mulo. Al responder yo de la manera en que ella debí a de saber que yo responderí a, se volvió y salió de la habitació n con todo el aire de haberse salido con la suya. Habí a vencido sin esfuerzo alguno y sin necesidad de pronunciar una sola palabra. Su cuerpo habló por ella, y muy eficazmente ademá s, para anunciarme que el fin estaba cerca.

En el libro que yo estaba leyendo en aquel momento en la cama no habí a nada que pudiera serme de la má s mí nima utilidad. Tampoco podí a salir en persecució n de Vela para preguntarle:

—¿ Por qué lo has hecho?

El gran apartamento estaba dividido en zonas: ella tení a la suya; yo, la mí a. Yo habrí a debido perseguirla..., pero aun así se habrí a negado a hablar de la señ al que me acababa de transmitir.

Así pues, recurrí a Ravelstein. Le llamé por telé fono y le dije que necesitaba hablar con é l, y atravesé la ciudad en coche, un recorrido de dieciocho kiló metros. Lo tení a calculado: ocho manzanas, un kiló metro y medio; segú n lo previsto por los planificadores o fundadores originales.

Al llegar a su casa, acepté la taza de café que me ofreció. Necesitaba tomar algo fuerte. Conocí a, naturalmente, su pasió n por el tipo de ané cdota que yo estaba a punto de poner en su conocimiento. Las extrañ í simas ocurrencias de las criaturas sometidas a tensió n: cuanto má s estrafalarias eran, má s le gustaban.

—Conque desnuda, ¿ eh? Estaba hacié ndote una declaració n, como se suele decir. ¿ Y cuá l ha sido tu impresió n? ¿ Qué te parece que te estaba diciendo a su manera primitiva?

—Tengo la impresió n de que ha querido decirme que ya no tengo acceso a ella.

—El despido, ¿ no? ¿ No te lo esperabas? ¿ O, en el fondo del fondo, sabí as que estaba cerca?

—La verdad es que lo veí a venir. Ni ella ni yo hemos conseguido remediarlo.

—Lo que yo me digo es que puede haber cosas que se te han escapado, Chick. No te echo la culpa por exigirle que se comporte como, segú n tu manera de ver y entender, deberí a comportarse una esposa. Pero tambié n ellas, las mujeres, tienen su manera de ver y entender. Ella tiene un considerable prestigio en lo suyo. Es una cientí fica de altos vuelos, segú n me han dicho, y a lo mejor no le apetece prepararte la cena, tener que marcar a las cinco y ponerse a pelar patatas.

—Se crió en un paí s donde la gente se morí a de hambre...

—A ojos del mundo no es moco de pavo ser fí sica del caos. Yo no sé qué significa pero tiene mucho prestigio. Tú eres el ú nico que no le concedes mé rito.

—Ha querido decirme que ya no tengo acceso a su cuerpo. Siempre que quiere decir algo importante prefiere actuar antes que hablar. Para decir a su madre que habí amos decidido casarnos, esperó a que anunciaran el momento de embarque en el aeropuerto el dí a que su madre tomaba el avió n de regreso a Europa y, en el ultimí simo momento, le dijo: «He decidido casarme con Chick». La mujer me tení a odio. Vela hací a como que querí a a su madre, pero la verdad es que le llevaba la contraria siempre que podí a.

—¿ Y a la inversa? ¿ Tambié n es verdad? —preguntó Ravelstein.

—No lo sé yo ni nadie. La gente se toma la molestia de organizarse una imagen y esa imagen le confiere una coherencia o una apariencia de coherencia que parece exigir la sociedad. Pero Vela no se ha organizado ninguna imagen...

—De acuerdo, de acuerdo —dijo Ravelstein—. Pero tú está s convencido de que ella tendrí a que amarte. Tendrí a que amarte porque tú eres digno de amor. Pero resulta que esa Vela tuya reserva su intelecto para la fí sica. La idea de presidir una vida de familia rebosante de afecto es su antipremisa nú mero uno. Y de aquí pasamos al supermercado, donde Vela compra vituallas por un valor de varios centenares de dó lares, que unos delincuentes juveniles, bajo libertad condicional, vigilados por unos funcionarios que no los pierden de vista, te enví an en cajas. Tu mismo te puedes cocinar toda esa mierda y comé rtela en soledad y despué s ponerte a restregar cacharros. Igual que hací a tu madre despué s de dar de comer a su familia con comida de verdad, preparada con amor. Tú creí as que si conseguí as que te preparase la cena con amor acabarí a por quererte. Pues el comentario que te hace ella es satí rico; te enví a las vituallas. Porque ella pertenece a un universo completamente diferente. Y tú perteneces a un tercer universo, el de los judí os al viejo estilo, ya a punto de extinguirse. El alma del otro es una selva oscura, como dicen los rusos..., tú eres aficionado a los dichos rusos.



  

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