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RAVELSTEIN 6 страница



É l y Nikki dormí an sobre linos Pratesi y debajo de pieles de angora bellamente tratadas. É l sabí a muy bien que todos aquellos lujos eran pura diversió n. Cuando lo acusaban de absurdo se mantení a perfectamente imperturbable. No tendrí a una vida larga. Me inclino a pensar que sus dudas en torno a su eliminació n temprana eran homé ricas. No aceptarí a un confinamiento a unas dé cadas de decadencia y sin salida, por algo sentí a un gran apetito de vida y estaba excepcionalmente dotado para apreciar grandes perspectivas. No era ú nicamente el dinero —la inesperada bicoca que habí a sido su libro— aquello que lo hací a posible, era su probada habilidad en lides intelectuales, el sitio que ocupaba, los enfrentamientos que provocaba, sus disputas con los clasicistas e historiadores de Oxford. Estaba seguro de sí mismo, como habí a dicho De Gaulle con respecto a los judí os. Le encantaba la polé mica.

Rosamund y yo viví amos en un edificio situado calle arriba que te hací a pensar en la Lí nea Maginot. Nuestra morada no era tan esplé ndida como el piso de Ravelstein, con su lujo moná stico. Las habitaciones eran como cajas, pero yo só lo habí a buscado un sitio donde refugiarme. A mí me habí an echado, habí a sido expulsado despué s de doce añ os de matrimonio de la que habí a sido mi casa, situada en la zona residencial, por lo que me sentí a feliz de haber encontrado un santuario en aquella caja de cemento, situada a poca distancia de la casa de Ravelstein, a unos cincuenta metros de su puerta de hierro forjado estilo gó tico americano del Medio Oeste y de su portero uniformado. Nosotros no tení amos portero.

Ante mí se extendí an unos cincuenta añ os de andar por esas calles recorridas por franjas de sol, de pasar por delante de edificios en otro tiempo ocupados por amigos. En é ste, cuyo inquilino es hoy un teó logo japoné s, habí a vivido hací a cuarenta añ os una tal señ orita Abercrombie. Era pintora y se habí a casado con un simpá tico revientapisos hippie cuya especialidad consistí a en divertir a los amigos reinterpretando el robo con escalo de los pisos segundos. En las inmediaciones todas las calles tení an casas con habitaciones delanteras donde habí an vivido amigos mí os y ventanas de dormitorios a los lados donde habí an muerto. Má s de los que querí a recordar.

A mi edad, no se tienen ganas de pecar de tierno. Es diferente si uno lleva una vida activa. Yo, en conjunto, llevo una vida activa. Pero existen lagunas y son lagunas que suelen estar llenas de muertos.

Ravelstein me concedí a el favor de atribuirme una seriedad ingenua en relació n con la verdad.

Decí a:

—Tú no te engañ as a ti mismo, Chick. Puedes posponer todo el tiempo que quieras la aceptació n, pero al final acabas confesando. No es una virtud corriente.

Yo no soy profesor, aunque lleve tantas dé cadas movié ndome entre la comunidad universitaria que mucha gente de la facultad me toma por un viejo colega. Y uno de esos dí as marcados por el sol, poco despué s de haber regresado a la vecindad universitaria, con un tiempo seco, frí o y despejado, al salir a la calle me encontré con un conocido llamado Battle. Era profesor, inglé s, y se paseaba por las calles heladas enfundado en un fino gabá n. Rondaba la sesentena, era alto, rubicundo, entrado en carnes, con un careto enorme y glacial, de piel gruesa y roja como el pimentó n. Tení a cabello abundante, que llevaba largo, y a veces me recordaba al cuá quero de las cajas de avena. Poseí a energí a suficiente para dar calor a dos. Só lo los hombros levantados revelaban que la temperatura ambiental estaba justo debajo del punto de congelació n —los hombros levantados y las manos hundidas en los bolsillos del gabá n, toda la mano salvo los pulgares. Poní a los pies muy juntos. No era lo que se suele entender por un tipo elegante, pero llevaba siempre zapatos de calidad superior.

Se decí a de Battle que era un hombre de amplios conocimientos. (Yo en esto tení a que fiarme de lo que decí an los demá s, ¿ có mo iba a determinar su dominio del sá nscrito o del á rabe? ) No era un tipo Oxbridge7. É l era producto de una de esas universidades inglesas de ladrillo rojo.

En un caso como el suyo no podí as limitarte a decir que habí as tropezado con un profesor llamado Battle, cuyos largos cabellos hací an superfluo el uso del sombrero. Durante la Segunda Guerra Mundial, Battle habí a sido paracaidista y tambié n piloto. Cierta vez transportó a De Gaulle a travé s del Mediterrá neo. Aparte de esto, en la vida civil habí a sido un tenista notable. Tambié n habí a dado clases de baile de saló n en Indochina. Tení a muy rá pidos los pies, era un asombroso corredor que una vez habí a perseguido y alcanzado a un caco. Lo habí a golpeado con tal sañ a en la barriga que los polis tuvieron que llevá rselo en ambulancia.

Battle, uno de los favoritos de Ravelstein, era un entusiasta del amigo Abe. Pero habrí a sido del todo imposible decir có mo é l, Battle, veí a a Ravelstein. No existí an claves para saber qué pasaba detrá s de aquella frente poderosa que, llena de fuerza, bajaba hasta el voladizo cerdoso del reborde supraorbital, perpendicular a la lí nea recta de la nariz y parejo a las apretadas paralelas de sus labios. Su boca era la de un rey celta. De haber sido entrenado, Battle habrí a podido ser levantador de pesas a nivel olí mpico. Era un hombre muy fuerte pero ¿ de qué le serví a su fuerza? Dejaba a un lado sus dones naturales. A lo que é l apuntaba era a la sutileza: maquiavé licos movimientos ocultos, complicados, osados, secretos. Su propó sito podí a ser poner trabas a un presidente de departamento e influir en un decano haciendo que avisara al rector, etcé tera. Nadie podí a sospechar que existieran ese tipo de maquinaciones y mucho menos preocuparse de descubrir quié n habí a detrá s de ellas. Ravelstein, al explicá rmelo, de forma incoherente a causa de las carcajadas y de sus varios «eeeh, eeeh», dijo:

—Habla conmigo de todo tipo de cuestiones..., eeeh, eeeh..., personales, muy personales, pero nunca me ha contado nada sobre todos esos otros manejos.

Por poco que lo animara, Ravelstein me revelarí a las confidencias de Battle..., o de quien fuera. Refirié ndose a un amigo nuestro, difunto, dirí a:

—Lo que yo hago no es cotilleo, es ciencia social.

Lo que querí a decir en realidad era que las idiosincrasias formaban parte del dominio pú blico, que debí an disfrutarse como el aire u otras cosas gratuitas. No perdí a el tiempo con especulaciones psicoanalí ticas ni con aná lisis de la vida diaria. No tení a paciencia para «esa mierda de la percepció n» y preferí a el ingenio o incluso la crueldad sin má s a las interpretaciones de lo convencional, amistosas y bien intencionadas, de tipo liberal.

En la calle frí a y soleada —su cara, toda pliegues aquel dí a con un frí o de todos los demonios—, Battle me dijo:

—¿ Sabes si Abe recibe visitas estos dí as?

—¿ Por qué no? A ti siempre está contento de verte.

—No me he expresado bien... El siempre es muy amable con Mary y conmigo.

Mary era una mujercita regordeta, inteligente, baja, toda sonrisas. Tanto a Ravelstein como a mí nos encantaba Mary.

—Entonces, si te recibe bien y es amable contigo, ¿ dó nde está el problema?

—Su salud no está en el mejor momento, ¿ no crees?

—Bueno, es uno de esos hombres altos y fuertes que siempre está n cargados de achaques.

—¿ Pero no te parece que ahora tiene má s achaques que de costumbre?

Battle me estaba poniendo a prueba, a la espera de que yo emitiera indicaciones con respecto al estado de Ravelstein. Yo no pensaba decirle nada, pese a que sabí a que tení a simpatí a a Ravelstein, que lo apreciaba en cierta manera. Con la gente rara puedo llegar hasta cierto punto pero no má s allá. Con cada bocanada de aire que pasaba a travé s de las enormes ventanas de su nariz, é sta se iba poniendo má s roja. El color se le iba atenuando camino de los pliegues que, como un acordeó n, se le formaban debajo de la barbilla. Rara vez llevaba sombrero. Al parecer, sus negros cabellos le resguardaban la nuca del frí o. Sus zapatos eran de bailarí n de tango. A mí me gustaba su excentricidad. Parecí a una mezcla de delicadeza contenida y de brutalidad volandera.

Los Battle, marido y mujer, tení an a Ravelstein en gran estima. Lo apreciaban. Era seguro que hablaban a menudo de é l.

—Pues ha tenido una serie de infecciones —dije—. El herpes lo dejó muy tocado.

—Herpes zó ster, claro —dijo Battle—. Una inflamació n de los nervios. Una cosa terriblemente complicada y dolorosa. Suele atacar los nervios de la espina dorsal y del crá neo. He visto algunos casos.

Sus palabras me hicieron ver a Ravelstein. Le vi tumbado, en silencio, debajo de su edredó n de plumas. Sus ojos oscuros estaban tranquilos. Descansaba la cabeza en unos cojines. Su postura revelaba reposo. Pero no reposaba.

—Aquello está superado, ¿ verdad? —dijo Battle—. No ha cogido nada má s, ¿ no es cierto? ¿ Hay otra cosa?

Habí a otra cosa. Los neuró logos dieron a la enfermedad siguiente el nombre de Guillain-Barré cuando, finalmente, la identificaron. En aquel entonces todaví a no habí a sido diagnosticada. Abe habí a regresado en avió n desde Parí s para asistir a una cena que el alcalde dio en su honor. Traje y corbata de etiqueta y discursos de personajes, una de aquellas ocasiones a las que Ravelstein, á vido de reconocimiento, no podí a decir que no. En Parí s, la ciudad donde se proponí a pasar su añ o sabá tico, habí a alquilado un apartamento en una avenida donde tení an domicilio las embajadas y residencias oficiales, muy cerca del Palacio del Elí seo. Siempre habí a policí a rondando por los alrededores y volver a casa por la noche representaba un problema debido a que Abe disponí a de poco tiempo para perderlo con los trá mites burocrá ticos en el Hotel de Ville que exigí a la obtenció n de una carte de sé jour. Por eso, siempre que la policí a lo paraba y le pedí a los documentos de identidad no estaba en condiciones de mostrar ninguno y las discusiones nocturnas que se desencadenaban eran interminables. Ravelstein daba a la policí a como ú nica referencia el nombre del Marqué s de Tal y de Cual, el propietario del piso. Pero se habrí a podido hablar mucho de las cosas que pasaban en la calle. Hasta los inconvenientes de Parí s eran del má s alto nivel. Comparados con las preocupaciones que lo afectaban realmente, aquellos corsos (Ravelstein creí a que todos los flics —los policí as franceses— eran oriundos de Có rcega; por muy afeitados que fueran, siempre les asomaban pelos en la barbilla) le resultaban entretenidos en todos los aspectos.

Sea como fuere, el caso es que Ravelstein hizo un rá pido viaje de regreso para asistir al banquete que el alcalde dio en su honor, pero volvió con una enfermedad (descubierta primeramente por un cientí fico francé s) que lo envió al hospital. Los mé dicos lo ingresaron en la unidad de cuidados intensivos. Le administraron oxí geno. Só lo permití an entrar a dos visitantes cada vez, tres como má ximo. Ravelstein apenas decí a nada. De cuando en cuando, me dirigí a una mirada que me revelaba que me reconocí a. En aquel crá neo calvo que era una torre de vigí a, sus grandes ojos tení an una mirada concentrada. Sus brazos, no totalmente desarrollados, pronto fueron perdiendo el mú sculo que habí an tenido. En los primeros dí as que lo afectó el virus Barré, Ravelstein no podí a hacer uso de las manos. Pese a todo, se las arregló para manifestar que necesitaba fumar.

—Con la má scara de oxí geno, imposible. Lo volarí as todo.

De una u otra manera, yo me encontraba siempre metido en el papel de la cautela, hablando en favor de lo má s comú n del sentido comú n a personas que se enorgullecí an de saltarse por las buenas la prudencia. ¿ Eran los demá s los que me poní an en esa posició n o es que yo, en el fondo, era así? En aquellos momentos en los que me sometí a a la má xima crí tica, me veí a como el porte parole burgué s. Ravelstein era consciente de este fallo mí o.

Nikki y yo no é ramos distintos en este aspecto. Nikki era mucho má s incisivo y crí tico que yo. El dí a que Ravelstein compró una carí sima alfombra de Sukkumian en el North Side, Nikki le gritó:

—¿ Que has pagado diez de los grandes por todos esos agujeros y todos esos hilos sueltos..., só lo porque los agujeros demuestran que esto es antiguo de verdad? ¿ Qué te han dicho? ¿ Que era la alfombra en la que envolvieron a Cleopatra desnuda? Como dice siempre Chick, eres uno de esos tí os que se figura que el dinero es para arrojarlo desde el vagó n de cola de un tren expreso. Está s en la plataforma de observació n del siglo veinte y vas lanzando al aire los billetes de cien dó lares.

Se llamó por telé fono a Nikki para decirle que Ravelstein volví a a estar enfermo. Nikki estaba en su escuela de hostelerí a de Ginebra y supimos que se disponí a a regresar inmediatamente en avió n. Nadie habí a puesto nunca en duda la solidez de los lazos entre Nikki y Abe. Nikki era muy abierto. Era abierto por naturaleza, un hombre niñ o de gran belleza, suave piel, negros cabellos, oriental, grá cil. Tení a de sí mismo una concepció n exó tica. No me refiero a que se diera aires. Siempre fue muy natural. Yo creí a —o solí a pensar— que aquel protegido de Ravelstein era, en cierto modo, un niñ o malcriado. Tambié n en esto me equivocaba. Aunque era un hecho que habí a vivido como un prí ncipe. Antes aú n de que fuera escrito aquel libro famoso del que se vendieron un milló n de ejemplares, Nikki ya vestí a mejor que el Prí ncipe de Gales. Era má s inteligente y perspicaz que muchos con mejor educació n que é l. Es má s, tení a el valor de reivindicar su derecho a ser ni má s ni menos que lo que aparentaba ser.

Y esto, como bien me señ aló Ravelstein, no era pose en é l. En el aspecto de Nikki no habí a absolutamente nada que pudiera calificarse de decorativo o teatral. No buscaba el conflicto, esto era evidente, pero «está siempre preparado para pelear. Y tiene tal conciencia de su propia persona..., que acabará peleando. He tenido que frenarlo muchas veces».

A veces bajaba la voz al hablar de Nikki, cuando decí a que entre ellos dos no existí a intimidad alguna.

—Somos má s bien padre e hijo.

A veces me parecí a que, en cuestiones de tipo sexual, Ravelstein me veí a anticuado, anacró nico. Yo era í ntimo amigo suyo, pero provení a de una familia judí a europea de tipo tradicional, con un vocabulario para la inversió n que se remontaba a dos milenios o má s. El té rmino judí o ancestral referido a este asunto era primordialmente Tum-tum, que quizá databa de la cautividad babiló nica. A veces, la palabra era andreygenes, evidentemente de origen alejandrino, helení stico: los dos sexos se fundí an en una oscuridad eró tica y perversa. La mezcolanza de arcaí smo y modernidad era especialmente atractiva para Ravelstein, cuya personalidad no cabí a en lo moderno y, rebasá ndolo, se desbordaba sobre todas las é pocas. Puede ser curioso, pero é l era así.

 

Salió de cuidados intensivos incapaz de andar. Pero no tardó en recuperar el uso parcial de las manos. Debí a tener manos porque tení a que fumar. En cuanto lo instalaron en la habitació n del hospital envió a Rosamund a comprar un cartó n de cigarrillos Marlboro. Rosamund habí a sido alumna suya y é l le habí a enseñ ado todo aquello que era indispensable que conociesen sus alumnos para entender: los fundamentos e hipó tesis de su sistema esoté rico. Por supuesto que Rosamund era perfectamente consciente de que Ravelstein acababa de empezar a respirar por su cuenta y de que fumar le era perjudicial, peligroso..., era casi seguro que lo tení a prohibido.

—No hace falta que me digas que fumar ahora es una mala idea —le dijo a Rosie cuando la vio dudar—. Pero peor es no fumar.

Por supuesto que ella lo entendió, por algo habí a ido hasta la ú ltima de sus clases.

—O sea que he bajado, he comprado seis paquetes de Marlboro en la má quina, y se los he subido —me dijo Rosamund.

—Si no se los hubieras comprado tú, se los habrí an comprado diez mensajeros —dije.

—Seguro que sí.

Del hospital entraban y salí an sus mejores alumnos —su cí rculo í ntimo—, se agrupaban, charlaban en la sala de espera.

El segundo dí a despué s de su salida de cuidados intensivos, Ravelstein, que no habí a recuperado el uso de las piernas, llamó una vez má s a sus amigos de Parí s y les explicó por qué no podí a volver de momento. Habí a que renunciar al apartamento. Tendrí an que abordar con mucho tacto a los aristó cratas propietarios del mismo para recuperar el dé pó t de garantie. Diez mil dó lares. Igual podí an devolverlos que negarse. El se hací a cargo de sus razones, dijo. Las estancias de aquel piso eran las má s bellas, las má s distinguidas de cuantas habí a habitado en su vida, segú n dijo.

Ravelstein no contaba con recuperar el depó sito, pese a sus numerosos contactos con los cí rculos acadé micos franceses. Tení a muchas relaciones importantes en Francia, al igual que en Italia. Sabí a muy bien que, desde el punto de vista legal, no estaba en condiciones de recuperar la fianza.

—Y menos teniendo en cuenta que, en este caso, el inquilino es judí o y en el á rbol genealó gico del propietario hay un Gobineau. Esos Gobineau tení an fama de odiar a los judí os. Y encima yo no soy ú nicamente judí o sino, ademá s, americano, lo que todaví a es má s peligroso para la civilizació n, segú n su punto de vista. Pese a todo, no les importaba que un judí o viviese en su calle siempre que pagase.

En un momento bajo, debilitado por la enfermedad, con los ojos entrecerrados, una voz que hací a confusas las palabras y un tono que les arrebataba gran parte de su significado —pasó varios dí as hablando con voz tan apagada como su mirada— siguió intentando decirme algo. Lo que querí a contarme quedó claro por fin: que incluso en aquellos momentos estaba haciendo los trá mites necesarios para el enví o de un BMW.

—¿ Desde Alemania?

Así era al parecer, aun cuando no me precisó si lo enviaban. Pese a lo cual me dio la impresió n de que el coche ya estaba cargado en un barco mercante y se encontraba en mitad del Atlá ntico. O igual podí an haberlo descargado ya y estarlo transportando en camió n al Medio Oeste.

—Es para Nikki —dijo Ravelstein—. Considera que debe tener algo que sea exclusivamente suyo, algo fuera de lo corriente. Lo comprendes, ¿ verdad, Chick? Ademá s, quizá tenga que dejar la escuela suiza.

Esto no me lo planteó en forma de pregunta. Pero lo entendí perfectamente. Si a uno —como en el caso de Nikki— lo visten Versace, Ultimo y Gucci, no va a servirse del transporte pú blico. Sin embargo, una vez satisfecha mi singular necesidad de recurrir al humor con una observació n como aqué lla, volví a estar en condiciones de pasar a la realidad. Y la realidad era que Ravelstein todaví a no habí a salido de apuros, que dependí a aú n de eso que los mé dicos llaman «soportes vitales», que la parte inferior de su cuerpo seguí a paralizada, que no le funcionaban las piernas y que, cuando saliese de la pará lisis, se esperaban otras infecciones.

—Y ahora dime una cosa..., eeeh, eeeh..., Chick. ¿ Qué aspecto tengo?

—¿ Te refieres a la cara?

—A la cara, a la cabeza. Tú tienes buen ojo, Chick. Anda, no te reprimas.

—Pues tu cabeza parece un meló n maduro colocado sobre la almohada.

Se echó a reí r. Entrecerró los ojos y le brillaron; sentí a una satisfacció n particular ante mi reacció n. Veí a en la observació n un indicio de unas facultades superiores en marcha. Con respecto al coche, dijo:

—La agencia querí a venderme un BMW de color vino. Yo prefiero el color castañ o. Por aquí hay una carta de colores... —señ aló con el dedo, se la acerqué y la abrió con rá pido movimiento. Tiras y má s tiras de colores de esmalte. Tras estudiar detenidamente los colores le dije que el color vino no me convencí a.

—Tú no te equivocas nunca en materia de gusto. Nikki piensa igual.

—Muy amable, jamá s habrí a creí do que Nikki se hubiera fijado en esto.

—Tal vez la ropa que llevas no sea de ú ltima moda, pero en ti habí a todos los ingredientes de un dandi, Chick..., tal vez en una fase incipiente y de una manera limitada... Recuerdo aquel sastre tuyo de Chicago, el que me hizo un traje.

—Que no te he visto nunca.

—Lo llevaba en casa.

—Pero despué s desapareció.

—Nikki y yo solí amos reí rnos como locos comentando el corte. Era un traje perfecto para Las Vegas o para un polí tico en la asamblea demó crata anual del Bismarck Hotel..., no te enfades, Chick.

—No me enfado. Dedico una parte muy pequeñ a de mi sensibilidad a los trajes que llevo.

—Nikki dice siempre que tienes un gusto impecable para las camisas y las corbatas. Kisser & Asser.

—Sí, claro, Kisser & Asser.

—¡ Sí! —dijo Ravelstein cerrando los ojos con delectació n.

—No quiero cansarte —dije.

—No, no —los ojos de Abe siguieron cerrados—. Todaví a estoy vivo para intercambiar agudezas. Tú me causas má s beneficio que una docena de inyecciones intravenosas.

Sí, y ademá s podí a confiar en mí. Yo era uno de los que habí an estado delante de la vidriera del hospital. Ad sum, como respondí amos cuando pasaban lista en la escuela... o ab est, como decí amos al uní sono cuando quedaba vacante una silla.

Kiló metros y kiló metros de ciudad estaban cubiertos de esa desnudez de finales de otoñ o..., el endurecimiento frí o de la tierra, los bulevares con los radios de sus ramales, el aspecto de desierto pintado que tení an los apartamentos, el verde de los parques que iba empalidecié ndose..., la zona templada y sus estaciones desfilando a golpe de manivela. Llegaba el invierno.

Cuando volvió a sonar el telé fono, lo cogí de inmediato; querí a ser biombo entre é l y los que llamasen. Pero era la mujer de BMW y Ravelstein querí a hablar con ella.

—Vamos a repasar la lista —dijo é l—. ¿ Seguro que viene con transmisió n manual? No quiero transmisió n automá tica.

Sumados los extras, el coche costarí a ochenta mil.

—Cuento con que dispondrá de almohadillas de seguridad en el asiento del pasajero y en el del conductor.

—... Y ahora pasemos al color del interior..., la tapicerí a de cabritilla. El aparato de CD, instalado en la parte trasera, debe tener capacidad para seis discos. ¡ Para ocho! ¡ Para diez!

—¿ Y la puerta? ¿ Tiene cierre electró nico? No queremos tener que ir de aquí para allá con las malditas llaves. Pues no le puedo remitir un cheque certificado. Estoy en el hospital. Me tiene sin cuidado que sea norma de la empresa. Quiero la entrega el jueves a má s tardar. Nikki..., el señ or Tay Ling llega de Ginebra el mié rcoles por la noche. O sea que el papeleo tiene que estar resuelto. No, como creo haberle dicho, ahora estoy en una habitació n del hospital ¡ Eeeeh..., eeeh...! Puedo garantizarle que no es un manicomio. Ustedes ya tienen mi nú mero de cuenta de Merrill Lynch. ¿ Có mo? Seguro que puede aceptar un cheque a cré dito, señ orita Sorabh..., ¿ có mo se escribe, bh o hb?

Las consultas diarias no eran menos de doce.

—¡ Nikki es tan quisquilloso! —dijo—. Y ademá s, ¿ por qué no ha de ser perfecto todo? Quiero que esté contento en un cien por cien..., el motor, la carrocerí a, todos los cachivaches electró nicos. Todo en su sitio. Los estabilizadores equilibrados. Antes era el Harmonious Blacksmith... 8, ahora son los armoniosos ordenadores. En el coche nuevo no se oirá n ó peras barrocas. Só lo jazz chino..., o lo que sea.

Nikki, como yo sabí a bien, era exigente. Era algo que se hací a patente incluso en las relaciones esporá dicas que mantení a con la gente. Debí a ser tambié n así con los objetos.

—No quiero que parezca que BMW me toma el pelo debido a esta enfermedad. Tengo que anticiparme a có mo reaccionará Nikki. Aunque parece tranquilo, es muy tiquismiquis —dijo Ravelstein—. Es natural. É l comparte mi prosperidad, es ló gico, pero no hace mucho que me dijo que le habrí a gustado recibir una señ al de mi parte..., un gesto grandioso. No es só lo mi prosperidad, es nuestra prosperidad.

No lo invité a entrar en detalles. Como é l y yo é ramos í ntimos amigos, me correspondí a a mí deducir qué lugar ocupaba Nikki en su vida. Yo creí a estar lo bastante al tanto para comprender. Pero quizá me equivocaba. A menudo Ravelstein me hací a dudar de mis cualidades.

—Con tantas garantí as..., tardará s un mes en leerlas —le dije.

—Lo dices de una manera que parece un ví a crucis —dijo Ravelstein con una sonrisa.

—Tú y Nikki está is en buenas manos con esta gigantesca corporació n alemana. Es una especie de monarquí a burguesa. Me pregunto si usaron mano de obra esclava en tiempo de guerra.

Como tení a los brazos muy debilitados, sus manos me parecieron extrañ amente grandes cuando encendió uno de los cigarrillos que le habí a llevado Rosamund. Pero al ver que lo dejaba en el cenicero y aventaba el humo con la mano, comprendí que alguien acababa de entrar en la habitació n.

Era el doctor Schley, el cardió logo de Ravelstein. Tambié n era mi cardió logo. El doctor Schley era bajo y menudo, pero su delgadez no era en é l signo de debilidad. Era un hombre severo. Contaba con el respaldo de su veteraní a en el hospital, era el mé dico má s importante de cardiologí a. No hablaba mucho. No tení a por qué.

—¿ Se da usted cuenta, señ or Ravelstein, de que acaba de salir de cuidados intensivos? Hace tan só lo unas horas que usted no podí a respirar. Y ahora introduce humo en sus debilitados pulmones. Esto es muy serio —dijo Schley desviando lateralmente hacia mí una mirada glacial. (Yo no habrí a debido permitir que Ravelstein encendiera el cigarrillo. )

Tambié n el doctor Schley era totalmente calvo, llevaba bata blanca y por uno de sus bolsillos asomaba el estetoscopio, que asió con gesto enfurecido como si fuera un tirachinas.



  

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