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RAVELSTEIN 5 страницаLas obligaciones de Ruby eran livianas. Sacaba brillo a la plata, lavaba la vajilla Quimper blanca y azul y la cristalerí a Lalique, plato por plato, vaso por vaso. No se encargaba de planchar. De las camisas de Ravelstein se hací a cargo el American Trustworthy Home-delivery Service. Tambié n de la limpieza de sus trajes. Tení a mucho trato con Trustworthy. Se lo limpiaban todo menos las corbatas. Las corbatas las enviaba por ví a aé rea urgente a una tintorerí a de Parí s especializada en seda. A su casa llegaban continuamente alfombras nuevas, muebles nuevos. Es probable que Ruby pasara el mobiliario del comedor, los aparadores para la porcelana y las camas a sus hijas y nietos. Era una vieja muy religiosa, tení a esa cortesí a sureñ a exagerada cuando contestaba al telé fono. Ravelstein estaba perfectamente enterado de que apenas hací a nada. Era una presencia fiel en la casa. É l se mostraba muy franco con la mujer. No se hací a ilusiones con respecto a que lo admitiera en su intimidad, a abrirse paso hasta el alma de una respetable anciana negra. Pero hací a má s de medio siglo que la mujer trabajaba en el medio universitario, tení a mucho que contar acerca de las casas de los acadé micos y de sus secretos, y Ravelstein era un chismoso insaciable. Como no sentí a el menor afecto hacia su familia, persistí a en separar de la suya a sus alumnos má s dotados. Como ya he dicho, querí a salvarlos de desastrosos conceptos erró neos, «irrealidades estandarizadas» impuestas por padres estú pidos. Surgen aquí ciertos problemas de exposició n. No hay que confundir a Ravelstein con aquellos espí ritus libres de los campus universitarios que abundaban en mis tiempos de estudiante. Aqué llos se imponí an el objetivo de librarle a uno de los antecedentes burgueses a travé s de la educació n que recibirí a. Eran maestros liberados que se ofrecí an como modelo, a veces se veí an como revolucionarios. Empleaban al hablar la jerga de los jó venes. Se recogí an el pelo en una cola de caballo, llevaban barba. Eran licenciados en Filosofí a, hippies, desinhibidos. Ravelstein no actuaba de esa manera. El no era fá cil de imitar. Para empezar, no se podí a ser como é l a menos de estudiar, de aprender, de llevar a cabo la labor esoté rica de interpretació n que é l habí a realizado con su difunto mentor, el famoso y controvertido Fé lix Davarr. A veces he intentado ponerme en la piel del estudiante inteligente de Oklahoma o de Utah o de Manitoba que llegaba al piso de Ravelstein invitado a una reunió n, subí a en el ascensor, se acercaba a la puerta, que encontraba abierta de par en par, y tení a la primera impresió n del há bitat del maestro: las inmensas alfombras orientales antiguas (algunas raí das), los tapices de las paredes, las estatuillas clá sicas, los espejos, las vitrinas acristaladas, los aparadores franceses antiguos, los candelabros Lalique y los apliques luminosos de las paredes. El sofá de la sala de estar era de cuero negro, profundo, amplio, bajo. El vidrio de la mesa de centro tení a diez centí metros de grosor. Ravelstein esparcí a, a veces, sus efectos sobre ella: la pluma estilográ fica Montblanc de oro macizo, el reloj de pulsera de veinte mil dó lares, el artilugio de oro con el que despuntaba sus habanos de contrabando, la enorme pitillera llena de cigarrillos Marlboro, sus mecheros Dunhill, los pesados ceniceros cuadrados de cristal..., largas colillas de cigarrillos aspirados neuró ticamente una vez o dos y aplastados despué s. Mucha ceniza. Arrimado a la pared, sobre un soporte, inclinado, un aparato telefó nico complejo provisto de muchas teclas, puesto de mando de Abe, manejado por é l con mano experta. Sujeto a un uso intenso. Desde Parí s y Londres le llamaban casi con igual frecuencia que desde Washington. Algunos de sus amigos í ntimos de Parí s le llamaban simplemente para hablarle de cuestiones í ntimas..., escá ndalos sexuales. Los que lo conocí an mejor se retiraban prudentemente cuando señ alaba con los dedos el espacio debajo del cigarrillo. Hací a preguntas agudas en voz baja y, al escuchar, a menudo reclinaba la cabeza calva hacia atrá s, sobre los cojines de cuero, a veces los ojos levantados, brillando ensimismados, la boca ligeramente abierta..., juntos los pies calzados con mocasines, suela contra suela. Tení a siempre a todo volumen un CD de Rossini. Le gustaba extraordinariamente Rossini y tambié n la ó pera del dieciocho. La mú sica barroca italiana debí a interpretarse con los instrumentos antiguos originales. Habí a pagado un precio exorbitante por su equipo de alta fidelidad. No consideraba excesivamente caros unos altavoces a diez mil dó lares la unidad. Tres pisos má s arriba y tres pisos má s abajo del suyo, les gustara o no, tení an que escuchar a Frescobaldi, a Corelli, a Pergolesi, a La italiana en Argel. Si los vecinos llamaban a su puerta para quejarse, les decí a con una sonrisa que la vida sin mú sica era un erial y que les harí a bien prestar oí do. No dejaba de prometerles, sin embargo, que instalarí a un sistema de insonorizació n entre los pisos y llamó, en efecto, a un ingeniero de sonido. —Me he gastado diez mil en aislamientos Kapock y las habitaciones no está n insonorisé es. Pero cuando enumeraba la lista de sus vecinos uno por uno, no habí a ninguno que fuera para é l digno de atenció n. El tení a sus razones y estaba dispuesto a justificarlas. Los tení a clasificados a todos: pequeñ os burgueses dominados por miedos secretos, todos ellos un altar de amour propre, volcados en persuadir a los demá s de ratificar la imagen que cada uno tení a de sí mismo; personalidades chatas y calculadoras (personalidades es un té rmino mejor que «espí ritus», porque las personalidades se pueden afrontar mientras que contemplar los espí ritus de esa clase de individuos supone un horror que siempre es mejor evitar). Nada para lo cual merezca la pena vivir salvo necedad, vanagloria..., ninguna solidaridad con la comunidad, ningú n amor a tu polis, ausencia de gratitud, sin nada por lo cual uno podrí a dar la vida. Porque, recué rdese, las grandes pasiones son antinomianas. 6 Y las grandes figuras que representan el heroí smo humano y que planean terriblemente sobre nosotros son muy diferentes del hombre de la calle, la gente corriente y moliente de nuestra é poca, la «normal», el individuo medio. La apreciació n que hací a Ravelstein de la gente que trataba a diario tení a este antecedente de amor inmenso o de rabia incontenible. É l me recordarí a que la «có lera» estaba en la primera lí nea de la Ilí ada: menin Achileos. Aquí es donde ve uno las principales vigas que sustentan la profunda sinceridad de las creencias de Ravelstein. Los hé roes má s grandes de todos, los filó sofos, habí an sido y serí an siempre ateos. Despué s de los filó sofos, en la procesió n de Ravelstein, vení an los poetas y estadistas. Tremendos historiadores como Tucí dides. Genios militares como Cé sar —«el hombre má s grande que ha existido en todos los tiempos»— y, junto a Cé sar, Marco Antonio, su sucesor por breve tiempo, «el triple pilar de la Tierra» que puso el amor por encima de la polí tica imperial. Ravelstein valoraba la antigü edad clá sica. Preferí a Atenas, pero tení a un gran respeto por Jerusalé n. É stas eran algunas de sus premisas fundamentales, que constituí an los cimientos de su vocació n de profesor. Si las dejo al margen de la descripció n que hago de su vida, lo ú nico que veremos será n sus excentricidades o sus flaquezas, sus compras desaforadas y su derroche, su vestimenta, sus vanidades, sus bromas, sus paroxismos de risa, la marche militaire que organizaba al cruzar el patio con su inmenso y lujoso abrigo de cuero forrado de pieles. Yo só lo sabí a de otro igual. Gus Alex, maleante y criminal, que lucí a un abrigo de visó n largo y de excelente corte cuando sacaba a pasear a su perrito por Lake Shore Drive. Solí a decirse a veces que sus alumnos favoritos estaban entusiasmados con Ravelstein, que era divertido, que era un nú mero. Pero ese entusiasmo era algo superficial, algo que entretení a. É l transmití a una fuerza vital. Por muchas que fueran sus extravagancias, sus alumnos se alimentaban de su energí a y esa energí a se esparcí a, se diseminaba, se aplicaba. Hago lo que puedo con los hechos. É l viví a de acuerdo con sus ideas. Sus conocimientos eran reales y é l los documentaba con pelos y señ ales. É l estaba para prestar ayuda, para dar explicaciones y para poner en marcha, a la vez que para convencer —si podí a— de que la grandeza de la humanidad no se evaporarí a del todo en bienestar burgué s, etcé tera. En la vida de Ravelstein no habí a nada que fuera té rmino medio. No aceptaba la estupidez ni el aburrimiento. Tampoco toleraba la depresió n. No aguantaba los estados de á nimo bajos. Los achaques, cuando los tení a, eran fí sicos. Hubo un tiempo en que tuvo problemas dentales graves. En la clí nica universitaria le persuadieron de que se hiciera unos implantes; se los introdujeron en los alvé olos, en el hueso de la mandí bula, a travé s de las encí as. La operació n fue una chapuza y tuvo que sufrir tormentos en manos del cirujano. Pasaba las noches paseando de un lado a otro. Quiso despué s que le retiraran los implantes, lo que todaví a fue má s doloroso que colocá rselos. —Eso es lo que pasa cuando uno deja la cabeza en manos de un carpintero —me dijo. —Habrí as tenido que ir a Boston a que te lo hicieran. Dicen que los cirujanos bucales de Boston son los mejores. —No te pongas nunca en manos de malditos especialistas. Te sacrifican en el altar de su..., eeeh..., eeeh..., té cnica. Se impacientaba con la higiene. Eran incontables los cigarrillos que encendí a al cabo del dí a. De la mayorí a se olvidaba o los dejaba a medio fumar. Se quedaban como barras de tiza en el cristal de sus ceniceros de ejecutivo. Pero el organismo no es perfecto. Las manchas bioló gicas eran las de esperar: un corazó n y unos pulmones dañ ados, ennegrecí dos. Mas prolongar su vida no era un objetivo que persiguiera Ravelstein. El riesgo, el lí mite, el apagó n que lleva la muerte consigo estaban presentes en todos los momentos de la vida. Cuando tosí a oí as los ecos del sumidero que subí an del pozo de la mina. Dejé de preguntar a Abe por los implantes de la mandí bula. Di por sentado que de cuando en cuando sufrí a arrebatos de dolor y pensé que formaban parte del teló n de fondo psicofí sico. Irregular en sus há bitos y horarios, rara vez tení a una noche de sueñ o ininterrumpido. La preparació n de las clases a menudo lo tení a en vela. Eran precisas unas cualidades excepcionales para conducir a sus alumnos de Oklahoma, Texas u Oregon a travé s del diá logo plató nico, a la vez que un conocimiento esoté rico. A Abe no se le pegaban las sá banas. Nikki, en cambio, se pasaba toda la noche viendo pelí culas chinas de misterio y de kung fu y a menudo se quedaba durmiendo hasta las dos de la tarde. Tanto Abe como Nikki eran forofos del baloncesto. Rara vez se perdí an las retransmisiones de los Chicago Bulls que daba la NBC. Cuando habí a un partido importante, Ravelstein invitaba a su piso a algunos universitarios. Encargaba pizzas. Aparecí an dos mensajeros cargados con montones de cajas, que avisaban de su presencia con puntapié s en la puerta. El recibidor se llenaba del olor cá lido del oré gano, de los tomates, del queso caliente, de los pimientos y anchoas. Nikki presidí a el corte, que hací a con un cuchillo muy afilado de filo mó vil. Se serví an las porciones en platos de cartó n. Rosamund y yo comí amos bocadillos preparados por Ravelstein con sus manos á vidas e inseguras mientras se acompañ aba de alegres exclamaciones. Las bebidas se serví an a la manera de gran demostració n de habilidad, como si recorriera un alambre colocado a gran altura con una bandeja de vasos llenos hasta los bordes. No era momento de bromear con é l. Por un bolsillo solí a asomarle el telé fono portá til. No puedo recordar qué llamada estaba esperando entonces. Era posible que alguno de sus contactos tuviera informació n fidedigna sobre la decisió n ú ltima del presidente Bush de poner fin a la guerra de Irak. Recuerdo al presidente —cara larga, alto y delgado— interrumpiendo de forma intermitente los actos anteriores al partido en la pista de baloncesto. Inmensos bancos de espectadores, mucha luz, colores vivos, Michael Jordá n, Scottie Pippen, Horace Grant llenando la red en los lanzamientos de calentamiento. Y el señ or Bush, igual de alto, pero sin belleza alguna en sus movimientos. Tal vez ni siquiera fuera Irak, sino otra crisis cualquiera. Ya se sabe có mo es la televisió n: en las noticias de la NBA no se distinguen las guerras de lo demá s: deportes, má ximo esplendor, operaciones militares de alta tecnologí a. Ravelstein era plenamente consciente de ello. Si hablaba de Maquiavelo y de la mejor manera de tratar al enemigo derrotado, era porque é l era profesor hasta la mé dula. Aparecieron tambié n imá genes fugaces del general Colin Powell y de Baker, el secretario de Estado. Y despué s, en el estadio, una breve atenuació n de luces y, seguidamente, el espectacular restablecimiento de la luz. Eran cosas que te hací an recordar las demostraciones masivas organizadas y puestas en escena por el empresario de Hitler, Albert Speer: los acontecimientos deportivos y las concentraciones fascistas de masas se aupaban recí procamente. Los muchachos de Ravelstein estaban muy entregados al baloncesto. No hay duda de que en Michael Jordá n veí an a un genio. Ravelstein se sentí a entroncado con Jordá n, el artista, de una manera profunda y vital. Solí a decir que el baloncesto, junto con la mú sica de jazz, constituí a una contribució n negra significativa a la vida superior del paí s y a su cará cter especí ficamente americano. Los toreros en Españ a, los tenores en Irlanda o los Nijinskys en Rusia eran el equivalente de los aleros y escoltas en Estados Unidos. Sea como fuere, aquella noche el presidente Bush habí a conseguido un triunfo militar para Estados Unidos, y Ravelstein, al hacer un comentario sobre los soldados negros americanos, quiso expresar todo el mé rito que representaban para el paí s y para el ejé rcito americano, los elogios que recibí an a travé s de la televisió n y lo expertos que eran en el aspecto té cnico, la eficiencia de su labor. Por ese motivo Ravelstein concedió al Pentá gono la calificació n má xima. Por un sinnú mero de razones, Ravelstein simpatizaba con los soldados. Hablaba con gran emoció n del piloto americano que habí a sido derribado en Vietnam del Norte y que se lesionó y sufrió heridas en la cara. Se fracturó deliberadamente la nariz contra la pared de su celda. Lo hizo cuando le comunicaron que tendrí a que aparecer en la televisió n de Ho Chi Minh junto con otros prisioneros y denunciar el imperialismo americano. En sus fiestas baloncestí sticas, Ravelstein ofrecí a porciones de pizza a sus alumnos, los universitarios, mientras giraba la calva cabeza en direcció n a la pantalla multicolor de su televisor situada detrá s de é l. Los suyos, su cuadrilla, sus discí pulos, sus clones, vestidos igual que é l, fumaban los mismos cigarrillos Marlboro y encontraban en aquellos esparcimientos un terreno comú n entre los clubes de forofos de la infancia y la Tierra Prometida del intelecto hacia la cual Ravelstein, su Moisé s y su Só crates, los conducí a. Michael Jordá n era ahora una figura de culto americana, los niñ os guardaban los corazones de manzana que é l tiraba como si fueran reliquias. Incluso en la é poca actual hubiera sido posible una cruzada de niñ os. Jordá n, decí an los perió dicos, tení a poderes «bió nicos». Podí a quedarse en suspenso en el aire y escapar a cualquier estorbo, y por sus actos podí as saber lo que pretendí a, con tiempo suficiente para cambiar de mano mientras planeaba en lo alto..., un hombre que ganaba ochenta millones de dó lares al añ o, no ya una figura de culto sino un hé roe que llegaba al corazó n de las masas. Era inevitable que aquellos muchachos a los que formaba vieran en Ravelstein la contrapartida intelectual de Jordá n. El hombre que los habí a introducido en los poderes y sutilezas de Tucí dides y analizado como nadie la intervenció n de Alcibí ades en la campañ a de Sicilia —un hombre que habí a presentado el Gorgias en su seminario, literalmente ante la imagen de las acerí as y los montones de cenizas y la basura de las calles de Gary, mientras las barcas cargadas de mineral iban y vení an sobre las aguas— tambié n podí a quedarse suspendido en el aire, levitar igual que Jordá n. Aquel hombre que tení a su idiosincrasia y sus chifladuras, con su avidez por los caramelos baratos o los habanos ilegales, era tambié n un prodigio homé rico. Ravelstein, el anfitrió n, apareció de pronto con una fuente de queso diciendo: —¿ Qué os parece ahora un trozo de ese cheddar de Vermont? Y con mano inepta, hundió el cuchillo del queso, con descargas nerviosas incontrolables en los dedos, en la rueda de cinco libras de queso Cabot superpicante. Al sonar el telé fono celular que llevaba en el bolsillo del pantaló n, hizo un aparte para intercambiar unas palabras con alguien que igual podí a estar en Hong Kong que en Hawai. Uno de sus informadores querí a pasarle un comunicado. No eran violaciones de la seguridad. Eran secretos que ni escuchaba ni habí a solicitado. Lo que le encantaba era tener a hombres que é l habí a formado situados en puestos importantes; la realidad de la vida confirmaba sus juicios. Se apartaba con su telé fono portá til y despué s volví a para decirnos: —Colin Powell y Baker han aconsejado al presidente que no enví e má s soldados a Bagdad. Bush lo anunciará mañ ana. Temen que haya bajas. Enví an un ejé rcito descomunal y hacen una demostració n de guerra té cnica de lo má s moderna como no se ha visto nunca, pero despué s dejan la dictadura donde estaba y se van por donde han venido... A Ravelstein le daba una gran satisfacció n conocer los entresijos de la situació n. Como el niñ o del poema de Lawrence, escondido debajo del gran piano negro, «en el estruendo de las cuerdas estremecidas», mientras la madre del poeta interpreta «appassionato». —Pues bien, eso es lo ú ltimo que ha salido del Departamento de Defensa... La mayorí a sabí amos muy bien que la fuente principal de informació n de Ravelstein era Philip Gorman. El padre de Gorman, el acadé mico, se habí a opuesto ené rgicamente a que Philip asistiera a los seminarios de Ravelstein en los cuales se habí a inscrito. Profesores respetables de teorí a polí tica le habí an dicho al viejo Gorman que Ravelstein estaba chiflado, que seducí a y corrompí a a sus alumnos. —Previnieron al pater-familias contra el revienta-familias —dijo Ravelstein. El viejo Gorman, naturalmente, era demasiado rí gido para agradecer que su hijo no se metiera en la administració n de empresas, segú n decí a Abe. —Pues bien, precisamente ahora Philip es uno de los asesores má s pró ximos al secretario de Estado. Ese muchacho tiene un gran cerebro y estaba verdaderamente dotado para la gran polí tica, mientras que hay má s estadí sticos que hormigas. El joven Philip era uno de los muchachos que habí a educado Ravelstein a lo largo de treinta añ os de enseñ anza. Sus alumnos eran historiadores, profesores, periodistas, profesionales, funcionarios civiles, asesores. Ravelstein habí a generado (adoctrinado) a tres o cuatro generaciones de universitarios. Sus muchachos, ademá s, estaban locos por é l. No se limitaban a absorber sus doctrinas, sus interpretaciones, sino que imitaban sus maneras y trataban de caminar y de hablar como é l, con su libertad, agresividad y mordacidad, y con una brillantez todo lo parecida a la suya de que eran capaces. Los má s jó venes —aquellos que podí an permitirse costearlo— tambié n se compraban los trajes en Lanvin o Hermé s, encargaban las camisas a Turnbull & Asser («Kisser & Asser», ahora que lo pienso). Fumaban con la gesticulació n errá tica de Ravelstein. Escuchaban los mismos discos compactos. Se habí an curado de su afició n al rock y ahora escuchaban a Mozart, a Rossini, o retrocedí an hasta Albinoni y Frescobaldi («con los instrumentos originales»). Habí an vendido su colecció n de los Beatles y los Grateful Dead y escuchaban, en cambio, La Traviata interpretada por Maria Callas. —Que Phil Gorman tenga rango ministerial só lo es cuestió n de tiempo, y será un bien para el paí s. Por algo Ravelstein habí a dado una buena formació n a sus chicos en aquellos tiempos degradados que corrí an, «la cuarta ola de la modernidad». A ellos se les podí a confiar informació n confidencial, por supuesto que no iban a pasar los secretos de Estado a su maestro, el que les habí a abierto los ojos a la «Gran Polí tica». Habí a que ver los cambios que habí an operado en ellos las responsabilidades que ahora tení an. Tení an un aire má s resuelto, una mayor madurez. Hací an bien guardá ndose la informació n. Sabí an que Ravelstein era un cotilla. Pero tambié n é l tení a guardados importantes secretos, informació n de naturaleza privada y peligrosa que só lo podí a confiar a unos pocos. Enseñ ar, tal como Ravelstein entendí a que habí a que enseñ ar, era una labor compleja. No todo el mundo podí a conocer los hechos. Pero si no se conocí an los hechos, no era posible una vida auté ntica. O sea que habí a que escoger con tacto de orfebre. En Parí s habí a un par de personas que conocí an a Ravelstein í ntimamente y otras tres a este lado del Atlá ntico. Yo era una de é stas. Y cuando é l me pidió que escribiera una «Vida de Ravelstein», me correspondió a mí interpretar sus deseos y decidir hasta qué punto su muerte me liberarí a de respetar lo esencial..., o el sesgo que mi temperamento y emociones dieran a lo esencial, mi versió n distorsionada de los hechos. Supongo que é l pensaba que en realidad importarí a muy poco, puesto que é l ya no estarí a y su fama pó stuma no tendrí a entonces la má s mí nima importancia. El joven Gorman, de eso no cabí a ninguna duda, revisaba la informació n que proporcionaba a Ravelstein. Ninguna rebasarí a los hechos que la prensa del dí a siguiente pudiera divulgar. Pero é l sabí a qué placer proporcionaba a su antiguo profesor dá ndole a conocer los entresijos de la informació n, por eso, el respeto y el afecto lo llevaban a confiá rselos. Sabí a tambié n que Ravelstein tení a un gran cú mulo de datos histó ricos y polí ticos que debí a mantener y poner al dí a. Se remontaban a Plató n y a Tucí dides, tal vez incluso a Moisé s. Todas aquellas grandes concepciones de los estadistas..., esquemas a los que se llegaba a travé s de Maquiavelo, por la ví a de Severo o de Caracalla. Y por esto era esencial encajar decisiones de ú ltima hora con respecto a la Guerra del Golfo, tomadas por polí ticos evidentemente limitados como Bush y Baker, en un cuadro lo má s auté ntico posible de las fuerzas que estaban en juego, en la historia polí tica de esta civilizació n. Cuando Ravelstein habí a dicho que el joven Gorman sabí a captar la Gran Polí tica era má s o menos a esto a lo que se referí a.
A la má s mí nima oportunidad, siempre que tení a algú n pretexto razonable, Ravelstein atravesaba, raudo, el Adá mico hasta Parí s. Lo cual no quiere decir que se sintiera a disgusto en el ambiente urbano del Medio Oeste. Estaba vinculado a la universidad en la que habí a conseguido su tí tulo universitario como alumno del gran Davarr. É l era americano hasta la mé dula. Yo me habí a criado en la ciudad, pero la familia de Ravelstein no habí a llegado de Ohio hasta el final de los añ os treinta. No conocí a su padre, al que é l me describió como un ogro de cuento, un hombrecillo iracundo, dé spota y neuró tico. Uno de aquellos tiranos de pacotilla que ponen a los hijos en vereda a base de gritos demenciales en un ambiente familiar de locura continua. La universidad admití a a los escolares que pasaban el examen de ingreso. Ravelstein pudo ingresar a los quince añ os, con lo que quedó liberado de su padre y de una hermana a la que aborrecí a casi en la misma medida que a su progenitor. Como ya he dicho, estaba encariñ ado con su madre. Pero en la universidad se desembarazó de todos los Ravelstein. —Mi verdadera vida intelectual se inició aquí. Para mí no existí a nada mejor que las pensiones para estudiantes, donde tení a mi camastro. Nunca he visto que sea una desgracia «quedarte tieso en una casa de alquiler», como escribió Eliot. ¿ Acaso la diñ as mejor en una casa de tu propiedad? Pese a todo, sin ser envidioso (jamá s supe que Ravelstein envidiara a nadie), sentí a una profunda debilidad por los entornos gratos y le gustaba imaginar que un dí a vivirí a en uno de aquellos edificios anodinos para pijos, antes ocupados exclusivamente por los blancos distinguidos de la facultad. Cuando volvió a la universidad convertido en profesor despué s de dos dé cadas en campus de menor categorí a, supo arreglá rselas para conseguir un piso de cuatro habitaciones en el edificio má s deseable de todos los posibles. La mayor parte de sus ventanas daban a un atrio impersonal, pero má s allá se divisaba el campus por su parte oeste, con sus agujas gó ticas de piedra caliza de Indiana, los laboratorios, los dormitorios, las oficinas. Podí a contemplar el campanario de la capilla, una especie de Coloso Bismarck truncado, con campanas que retumbaban en todo el complejo universitario y má s lejos aú n. Cuando Ravelstein se convirtió en figura nacional (y tambié n internacional, ya que só lo sus derechos de autor del Japó n eran, segú n é l decí a con satisfacció n y sin modestia alguna, «feroces»), se trasladó a uno de los mejores apartamentos de la zona. Ahora tení a buenas vistas en todas las direcciones. La difunta señ ora Glyph, que se ofendió porque habí a bebido directamente de la botella de cola en una comida dada en honor de T. S. Eliot, no habí a estado mejor instalada. Era muy curioso, pero la casa tení a un ambiente de retiro moná stico. Entrabas en ella bajo techos abovedados. El vestí bulo tení a las paredes revestidas de caoba. Los ascensores parecí an confesionarios. Cada piso tení a un pequeñ o zaguá n de entrada embaldosado y una lá mpara gó tica colgada del techo. Era frecuente encontrar en el rellano de Ravelstein algú n mueble camino de la calle por haber sido desplazado de su sitio tras una compra reciente: una có moda, un armario, un paragü ero, un cuadro de Parí s que habí a empezado a despertar dudas. Ravelstein no podí a competir con la colecció n de Matisse y Chagall de los Glyph, iniciada en los añ os veinte. Pero en lo tocante a la cocina, los superaba con mucho. En una empresa dedicada a suministros para restaurantes habí a comprado una cafetera expré s. La tení a instalada en la cocina, dominaba el fregadero y vomitaba vapores y silbidos acompañ ados de explosiones. Yo me negaba a beber su café porque estaba preparado con agua clorada del grifo. La enorme má quina comercial hací a inutilizable el fregadero. Pero a Ravelstein no le hací an ninguna falta los fregaderos, lo ú nico que importaba era el café.
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