Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





RAVELSTEIN 4 страница



—Ha bebido directamente de la botella de cola y T. S. Eliot lo ha observado..., horrorizado.

Ravelstein solí a contar esa ané cdota sobre é l y sobre la difunta señ ora Glyph. Esta nadaba en grandes riquezas, su marido era un destacado orientalista.

—Las personas que se crean ellas mismas su esplendor se van inventando sobre la marcha su importancia peculiar —dijo Ravelstein—. Hasta que acaban por urdir una deslumbrante fantasí a. Se transforman en una especie de libé lulas gloriosas que vuelan zumbando a travé s de una atmó sfera de absoluta irrealidad. Despué s escriben ensayos, poemas, libros enteros que se dedican mutuamente...

—¡ Vaya conducta judí a y tosca en una comida dada en honor de un visitante tan encopetado y superimportante...! —dije.

—¡ Qué iba a pensar T. S. de nosotros!

Pero en cierto modo no creo que la cosa se redujera a beber directamente de la botella de cola (y a propó sito, ¿ qué hací a en la mesa una botella de cola? ). Las esposas de los profesores sabí an que cuando invitaban a cenar a Ravelstein se enfrentaban despué s a un í mprobo trabajo de limpieza: cosas derramadas, salpicaduras, migajas, la servilleta que é l habí a utilizado hecha una porquerí a, trozos de carne guisada esparcidos debajo de la mesa, vino rociado a su alrededor cuando se reí a a carcajadas de algú n chiste; platos rechazados despué s del primer bocado y arrojados al suelo de un manotazo. Una anfitriona avisada habrí a puesto perió dicos debajo de su silla. Y a é l no le habrí a importado. Daba muy poca importancia a ese tipo de cosas. Por supuesto que todos tenemos maneras de saber qué pasa a nuestro alrededor. Abe lo sabí a, sabí a de qué cosas debí a ser plenamente consciente y cuá les debí a apartar lejos de sí. Poner reparos a las maneras que Abe observaba en la mesa habrí a sido confesar la propia mezquindad.

A Ravelstein le divertí a decir:

—No estaba dispuesta a tolerar que un judí o tuviese tan malas maneras en su mesa.

El profesor Glyph, su marido, no tení a esa clase de prejuicios. Era un hombre alto y grave. Tení a maneras decorosas pero daba la impresió n de que el interé s de su mirada estaba centrado en otra parte, en objetos má s lejanos y hasta má s divertidos..., me refiero a má s divertidos que Ravelstein. Sus ojillos estaban muy separados y tení an una mirada agradable y tolerante; su cabello, peinado con raya en medio, era el propio de un hombre culto, famoso por su saber. Sus amigos eran en su mayorí a franceses y gente notable que llevaba nombres como Bourbon-Sixte, miembros de la Academia o a la espera de una inminente nominació n. Glyph era objeto de los halagos de su esposa y sirvientas, una lavandera, una cocinera y una camarera. Los Glyph no eran un matrimonio acadé mico de tipo corriente, estaban tan a gusto en Londres como en Parí s. En Saint-Tropez o en un sitio parecido habí an tenido por vecinos pró ximos a los Scott Fitzgerald. Glyph y su esposa no eran dados a barajar nombres famosos, habí an sido un matrimonio americano rico de la é poca del jazz. Habí an conocido a Picasso y a Gertrude Stein.

Por alguna razó n, Ravelstein y yo nos pusimos a hablar de ellos en el Café de Flore. En dí as especialmente placenteros tengo un bajó n a primera hora de la tarde, el buen tiempo no hace má s que empeorarlo. El esplendor que el sol aporta al entorno, el triunfo de la vida, por llamarlo de alguna manera, el florecimiento de todas las cosas me llena de desesperació n. Jamá s sabré afrontar esas horas que representan el triunfo de la vida. No se lo habí a comentado nunca a Ravelstein, pero probablemente é l lo notaba. A veces parecí a intervenir en mi favor.

—A Glyph le encantaba el Pont Royal, era su hotel favorito. Está muy pró ximo —dijo Ravelstein—. Y voy a decirte una cosa: cuando murió la señ ora Glyph, su marido vino a Parí s a llorarla. Se trajo los trabajos que su mujer habí a escrito. Su idea era publicar una recopilació n de sus ensayos. Y llamó a Rakhmiel Kogon para que lo ayudara. Rakhmiel estaba en Oxford.

—¿ Vino Rakhmiel?

—Estaba en deuda con el viejo. Desde hací a tiempo. Glyph habí a evitado que pusieran a Rakhmiel de patitas en la calle. Lo habí a protegido, le habí a ofrecido un santuario. Eso fue antes de que Rakhmiel se convirtiera en eso que los gilipollas acadé micos llaman «una figura destacada». En fin, que vino a Parí s y tambié n se hospedó en el Pont Royal, pero no en una suite. Y todas las mañ anas trabajaba en los papeles de Marí a Glyph. Cada mañ ana Glyph decí a: «He atrapado un resfriado. Hoy Marí a no me habrí a dejado trabajar», o bien: «Tengo que ir a cortarme el pelo. Marí a dirí a que me estoy pasando de fecha». O tení a que encontrarse con un tal Rochefoucauld o con un tal Bourbon-Sixte y entretanto Rakhmiel dale que te pego con las notas de su mujer y venga a leer sus desatinados ensayos. Pero lo que má s le atraí a era su diario. Y era porque en é l lo mencionaba a menudo: «Otra vez ese judí o espantoso, R. Kogon». O bien: «Me esfuerzo en tolerar a ese repulsivo proté gé de Herbert, el Kogon ese, que cada dí a es má s judí o y má s rastrero y má s insoportable, con esa cara chabacana de gato judí o... ».

—¿ Fue el propio Kogon quien te lo contó? —le pregunté.

—¡ Pues claro! Le divirtió de lo lindo. Tení a a aquella mujer por una Verdurin, una infatigable trepa social. Esa clase de gente, cuando es cultivada, tiene una razó n má s para despreciar a los judí os.

—Pero nadie inteligente podí a tomarse en serio a la señ ora Glyph —dije.

—¿ La conociste, Chick?

—No, yo aparecí poco despué s de su muerte. Glyph era un buen hombre, generoso como pocos, siempre se referí a a ella llamá ndola «mi difunta esposa» y despué s, para hacer una gracia, añ adí a que su fallo era que nunca fue puntual. Y en segundo lugar, era un hombre encantador..., algunos saben escoger mejor. Ella resultó ser fuerte, generosa e inteligente. Cierta vez é l me invitó a cenar y, con su estilo francé s ceremonioso, me preguntó por telé fono si tení a objeciones contra «gens de couleur». La invitada era una martiniquesa despampanante, esposa de un famoso historiador de arte. ¿ Fue el Rewald que escribió el libro sobre Cé zanne?

—Tu siempre has estado de suerte, pero rara vez sacas tajada de las circunstancias —dijo Ravelstein.

Ya me habí a acostumbrado a oí rselo. Ravelstein me consideraba inteligente, bien dotado, pero estimaba que yo era poco cultivado, ingenuo y pasivo, volcado hacia adentro. Decí a que, cuando estaba con la compañ í a adecuada, yo era un conversador inspirado y solí a decir a los estudiantes que no habí a cuestió n importante que yo no hubiera abordado. Sí, de acuerdo, pero ¿ qué habí a de todas aquellas grandes cuestiones?

Gracias a haberme hecho caso, Ravelstein se habí a hecho muy rico. Rosamund, despué s de la fiesta de la noche anterior, me dijo:

—É l querí a que fuera una gran ocasió n. Todo el agradecimiento y afecto de Abe se volcó en el simposio del Lucas Cartó n: la cena, los vinos y la conversació n al estilo ateniense.

Rosamund habí a sido una de las groupies cultas de Ravelstein. Era muy buena en griego. Para poder estudiar con Ravelstein era imprescindible leer a Jenofonte, Tucí dides y Plató n en griego.

Aunque yo me reí a cuando Rosamund describí a a su profesor, estaba de acuerdo con ella.

A diferencia de la mayorí a de otros adoradores, ella sabí a pensar con claridad. Era una de las dotes de Rosamund. Lo que no excluí a que estimase a Ravelstein. Por algo era una de sus grandes admiradoras.

Abe iba por su tercer espresso serré , que el camarero le dejó en la mesa, y con manaza torpe agarró la tacita para llevá rsela a los labios. De haber podido, no me habrí a abstenido de apostar fuerte por el resultado. De la solapa de su chaqueta nueva emergieron de pronto unas manchas de color marró n. Algo imposible de prevenir, una fatalidad. Abe no habí a terminado aú n de beber el espresso, la cabeza echada para atrá s. Me quedé con la boca cerrada, habrí a querido apartarme de la gran má cula marró n de la chaqueta Lanvin. Un hombre de otro estilo se habrí a apercibido al momento de que allí habí a sucedido algo, alguien, quizá, que se tomase el dinero má s en serio y que, en cierto modo, valorase la responsabilidad de llevar una prenda de cuatro mil quinientos dó lares. Las corbatas de Hermé s o de Ermenegildo Zegna de Ravelstein estaban consteladas de quemaduras de cigarrillo. Yo habí a intentado despertar su interé s por las corbatas de pajarita. Le decí a que las protegerí a con la barbilla. É l les veí a la utilidad, pero no estaba dispuesto a comprarse una corbata con un lazo atado de antemano, y en la vida habrí a aprendido a atarse un papillon (como decí a é l).

—Tengo los dedos demasiado torpes —decí a.

—¡ Ah, vaya! —exclamó cuando descubrió finalmente la mancha en la solapa Lanvin—. La he vuelto a cagar.

No me reí de su observació n.

Era una circunstancia en la que se imponí a tomar una decisió n. Que se hubiera derramado el café encima era divertido, era puro Ravelstein. El mismo acababa de decirlo. Pero yo no lo vi como un accidente có mico. Con voz un tanto ahogada le indiqué que las manchas eran eliminables.

—Seguro que puede resolverlo el servicio de limpieza del Crillon.

—¿ Tú crees?

—En caso de que no sea así, lo hará n en otro sitio.

Habí a que ser especialista en Ravelstein para seguir los movimientos de su cerebro. Habí a que saber distinguir entre lo que habí an enseñ ado a la gente que tiene que hacer y lo que la gente siente el profundo deseo de hacer. Segú n ciertos pensadores, todos los hombres son enemigos; se temen y se odian. En la naturaleza hay una guerra de todo contra todo. Sartre nos dijo en una de sus obras de teatro que el infierno son «los otros». Dicho sea de paso, Abe detestaba a Sartre y despreciaba sus ideas. La filosofí a no era lo mí o. Yo habí a estudiado a Maquiavelo y a Hobbes en la escuela y sé lo suficiente para salir del paso en un concurso. Pero fue un estudio apresurado y, en realidad, fue de Ravelstein de quien aprendí, porque yo era devoto suyo. Lo «reverenciaba», como me habí a enseñ ado a decir una de mis amistades.

Como es evidente, la intenció n que me guiaba al mencionar el servicio del Crillon era consolar a Abe por haber derramado el café má s fuerte del Flore sobre su flamante chaqueta nueva. Pero Abe no querí a que lo consolase por ser como era. Le habrí a sentado mejor que yo me hubiera reí do de su precipitada y tartajeante efusió n, de sus desmañ ados y á vidos temblores. Lo que a é l le gustaba era la comedia vulgar, las viejas rutinas del vodevil, las observaciones hirientes, el descaro, la sal gruesa en el chiste. Por eso, no veí a con buenos ojos que mis motivaciones fueran dé biles, liberales, esa actitud de ya-se-arreglará..., mi estú pida amabilidad.

Abe no concedí a ningú n cré dito a la amabilidad. Cuando sus alumnos no cubrí an los requisitos que é l marcaba, despachaba al interesado sin miramientos:

—Me he equivocado contigo. É ste no es sitio para ti. No hace falta que vuelvas.

Que pudiera herir los sentimientos de los rechazados era algo que no le afectaba en lo má s mí nimo.

—Si me odian, mejor para ellos. El odio agudiza la inteligencia. Ya hay bastantes gilipolleces terapé uticas sueltas por ahí.

Me decí a que yo atendí a a todo tipo de personas y que me hací an perder mucho tiempo.

—Lee un buen libro sobre Abe Lincoln y verá s —me aconsejó —. Así te enterará s de có mo lo fastidiaba la gente cuando la Guerra Civil, que si un trabajo, que si contratos de guerra, que si franquicias, que si cargos consulares y planes militares delirantes. Como era el presidente de todos, se figuraba que estaba obligado a hablar con todos aquellos pará sitos, aquellos chinches, aquellos promotores. Y estaba metido en un rí o de sangre. Las medidas bé licas lo convirtieron en tirano, tuvo que cancelar el recurso del há beas corpus, ya sabes. Existí a una..., eeeh, eeeh..., una necesidad superior. Tení a que impedir que Maryland se uniera a la Confederació n.

Ni que decir tiene que mis necesidades eran diferentes de las necesidades de Ravelstein. En mi campo hay que hacer má s concesiones, tener en cuenta todo tipo de ambigü edades..., para evitar los juicios hirientes. Son represiones que pueden tomarse por candidez, pero no lo son, ni muchí simo menos. En arte uno acaba por doblegarse al proceso adecuado. No se puede tachar a la gente de un plumazo ni enviarla al cuerno así como así.

Por otro lado, tal como lo veí a Ravelstein, yo estaba dispuesto a correr riesgos..., anormalmente dispuesto a ello. Unos «riesgos colosales».

—Considerá ndolo globalmente, serí a difí cil encontrar a una persona menos prudente que tú, Chick. Si analizo tu vida, casi me siento tentado a creer en un fatum. Tú tienes un fatum. Tú eres de los que sacan fuera la cabeza. Y quizá la..., eeeh, eeeh... la cabeza no sea la ú nica cosa que sacas. Lo que quiero decir es que tu sistema de direcció n es tremendamente defectuoso.

Pero aquel absurdo era precisamente lo que má s gustaba a Ravelstein.

—Delante de una alternativa arriesgada, nunca optas por lo seguro. Tú eres lo que la gente, en los tiempos en que se usaba esa clase de palabras, habrí a llamado un incompetente. Por supuesto que estamos má s que hartos de los perfiles de personalidad o de los defectos. Una razó n que explicarí a por qué la violencia está a la orden del dí a podrí a ser que estamos má s que cansados de las percepciones psiquiá tricas y que nos gusta ver có mo las armas automá ticas hacen saltar a la gente por los aires o estallar dentro de sus coches o có mo la estrangulan o có mo los taxidermistas la rellenan. Estamos má s que hartos de tener que pensar en los problemas de todo el mundo... A los hijos de puta no les basta con la destrucció n de mentirijillas tipo Grand Guignol.

Le gustaba levantar sus largos brazos por encima de la luz que se proyectaba sobre su cabeza calva y lanzar un grito có mico.

Se me ocurre que esta descripció n mí a desencadenará sobre mí acusaciones de misantropí a. Ravelstein era cualquier cosa menos un misá ntropo o un cí nico. Era generoso como el que má s: un remanso o una fuente de energí a para aquellos alumnos que aceptaba. Muchos se acercaban a é l con la premisa democrá tica de que los ayudarí a y de que compartirí a con ellos sus ideas. Se negaba, por supuesto, a dejarse utilizar, a que los ociosos lo disfrutasen y explotasen.

—Yo no soy el cañ o de las fuentes de Saratoga Springs, a las que acudí an en verano los judí os del Bronx con sus vasos para beber de balde el agua dispensadora de vida, un agua buena para el estreñ imiento y que evitaba el endurecimiento de las arterias. Yo no soy una mercancí a gratuita ni un bien pú blico, ¡ ni hablar! Dicho sea de paso, aquella agua que obraba maravillas resultó carcinó gena. Mala para el hí gado. Peor para el pá ncreas —soltó una carcajada no exenta de satisfacció n.

Si aquellos personajes no hubieran acudido en autobú s o en tren a beber el agua de Saratoga, habrí an comido o bebido algo igual de mortí fero en Flatbush o Brownsville. Es imposible enumerar los mú ltiples peligros del tabaco, de los conservantes contenidos en los alimentos, del amianto, de los mejunjes con los que rocí an las cosechas..., del E. coli del pollo crudo en manos de los que trabajan en las cocinas.

—No hay nada má s burgué s que el miedo a la muerte —dirí a Ravelstein.

Cuando hací a esos pequeñ os antisermones parecí a un chalado. Me recordaba a esas bailarinas de trapo, los payasos de los añ os veinte que agitaban sus largos brazos deshilachados y laxos y tení an pintadas en sus rostros empolvados unas enormes sonrisas. Así pues, en Ravelstein las preocupaciones serias «coexistí an», para emplear una palabra de la polí tica del siglo veinte, con la bufonerí a. Só lo sus amigos le veí an esta faceta. Podí a ser todo lo correcto que hiciera falta en ocasiones serias, pero no como una concesió n a los tiquismiquis acadé micos; porque habí a cuestiones reales a considerar —cuestiones relacionadas con la finalidad de nuestra existencia, por ejemplo, la ordenació n correcta del espí ritu humano— era Ravelstein tan só lido y serio como el má s profundo y grande de los profesores. Ravelstein tení a fuerza y dureza. A pesar de ello, incluso cuando explicaba uno de sus diá logos plató nicos se permití a alguna cabriola.

A veces decí a:

—Sí, hago el pitre.

—El payaso serio de la pareja.

—El bufó n.

Los dos habí amos vivido en Francia. Los franceses eran gente educada de verdad..., o lo habí an sido en otro tiempo. En este siglo les habí an dado una soberana paliza. Sin embargo, seguí an conservando un verdadero gusto por los objetos bellos, por el ocio, por la lectura y la conversació n. No despreciaban las necesidades de las criaturas, lo bá sicamente humano. Sigo haciendo esta puntualizació n en favor de los franceses.

En cualquier calle francesa se puede comprar una baguette, un par de calzoncillos taille grand patró n o cerveza o brandy o café o charcuterie. Ravelstein era ateo, pero no habí a razó n que impidiese a un ateo estar influido por la Sainte Chapelle ni leer a Pascal. Para un hombre civilizado no habí a un escenario ni un ambiente como el parisino. En lo que a mí se refiere, a menudo me habí a visto hostigado y despreciado por los parisinos. Yo no veí a Vichy tan só lo como un producto de la ocupació n nazi. Yo tení a ideas propias con respecto al colaboracionismo y al fascismo.

—No sé si será por tu susceptibilidad judí a o por tu necesidad absurda de que te reciban con simpatí a —dijo Ravelstein— o quizá porque te parece que los franchutes son unos desagradecidos. No creo que cueste mucho demostrar que Parí s es mejor sitio que Detroit o que Newark o que Hartford.

Era una disparidad de poca monta que no involucraba grandes principios. Abe tení a amigos excelentes en Parí s. Era bien recibido en los é coles e instituí s, donde daba conferencias sobre temas franceses en su francé s peculiar. É l mismo, añ os atrá s, habí a estudiado en Parí s con un famoso hegeliano, el alto funcionario Alexander Kojé ve, que habí a educado a toda una generació n de pensadores y escritores influyentes. Abe contaba entre ellos con varios compañ eros, admiradores, lectores. En Estados Unidos era controvertido. Tení a má s enemigos en casa que los que habrí a deseado cualquier persona normal, sobre todo entre los cientí ficos sociales y los filó sofos.

Pero yo tengo de estas cosas el conocimiento limitado que alguien no especializado en la materia puede tener. Abe Ravelstein y yo é ramos í ntimos amigos. Viví amos en la misma calle y tení amos contacto casi diario. Solí a invitarme a asistir a sus seminarios y a hablar de literatura con gente universitaria. En otro tiempo todaví a habí a en nuestro paí s una comunidad literaria considerable, medicina y derecho eran aú n «las profesiones eruditas», pero en las ciudades americanas de hoy ya no cabe esperar que los mé dicos, abogados, empresarios, periodistas, polí ticos, personalidades de la televisió n, arquitectos o comerciantes puedan hablar de las novelas de Stendhal o de los poemas de Thomas Hardy. De vez en cuando, uno se tropieza con un lector de Proust o con un maniá tico que se sabe de memoria pá ginas enteras de Finnegans Wake. Cuando me preguntan por Finnegan, digo siempre que me lo reservo para la residencia geriá trica. Mejor entrar en la eternidad de la mano de Anna Livia Plurabelle que con los Simpsons agitá ndose en la pantalla del televisor.

 

No sé muy bien qué té rminos aplicar al amplio y elegante apartamento de Ravelstein, su base en el Medio Oeste. No serí a adecuado calificarlo de santuario: Abe no tení a nada de fugitivo. Tampoco de solitario. En realidad, se llevaba bien con su entorno americano. Las ventanas de su casa le ofrecí an un gran panorama de la ciudad. En sus ú ltimos añ os rara vez se sirvió del transporte pú blico, pero sabí a moverse por sus calles, hablaba la lengua de la ciudad. Negros jó venes lo paraban en la calle para preguntarle dó nde se habí a comprado el traje o el abrigo o el sombrero. Estaban familiarizados con la gran moda. Le hablaban de Ferré, de Lanvin, de su camisero de Jermyn Street.

—A esos petimetres les encanta la moda —explicaba—. Los trajes exagerados y otras ordinarieces han pasado a la historia. Tambié n saben mucho de coches.

—Y a lo mejor tambié n de relojes de pulsera de veinte mil dó lares. ¿ Y qué me dices de pistolas?

Ravelstein se reí a.

—Hasta las negras me paran por la calle para comentarme mis trajes —dijo—. Les guí a la intuició n.

El corazó n se le henchí a en el pecho al hablar de aquella gente tan entendida, los amantes de la elegancia.

La admiració n de los adolescentes negros compensaba a Ravelstein del odio que le tení an los profesores. El é xito y la popularidad cosechados por su libro habí an sacado de sus casillas a los acadé micos. Exponí a los fallos del sistema de acuerdo con el cual se escolarizaba a la gente, la superficialidad de su historicismo, su susceptibilidad frente al nihilismo europeo. El compendio de sus argumentaciones era que, si en Estados Unidos se podí a tener una preparació n té cnica excelente, la educació n liberal se habí a encogido tanto que se perdí a en el punto de fuga. Está bamos al servicio de la alta tecnologí a, que habí a transformado el mundo moderno. La generació n má s vieja habí a ahorrado para costear la educació n de sus hijos. El coste de una licenciatura habí a subido a ciento cincuenta mil dó lares. Era, para esos padres, lo mismo que echar aquellos dó lares en el retrete, creí a Ravelstein. En las universidades americanas es imposible educarse de verdad a no ser que uno quiera ser ingeniero aeroná utico, informá tico o cultivar campos de este tipo. Las universidades son excelentes en biologí a y ciencias fí sicas, pero las artes liberales son un fracaso. El filó sofo Sidney Hook le habí a dicho a Ravelstein que la filosofí a habí a terminado.

—A nuestros licenciados tenemos que buscarles trabajo en los hospitales para que se dediquen a la é tica mé dica —admití a Hook.

El libro de Ravelstein distaba mucho de pasarse de la raya. De haber hablado por boca de ganso, habrí a costado desvirtuar sus afirmaciones. Pero no, Ravelstein era sensato, estaba bien informado, sus argumentaciones eran documentadas. Los zopencos se unieron contra é l (como Swift, o quizá Pope, habí an dicho hací a mucho tiempo). De haber tenido el poder del FBI, los profesores habrí an puesto a Ravelstein en carteles de «Se busca» como los que se ven en los edificios federales.

Habí a pasado por encima de las cabezas de los profesores y de las instituciones eruditas para hablar directamente con el gran pú blico. Despué s de todo, hay millones de personas que esperan una señ al. Muchas tienen tí tulo universitario.

Cuando los colegas de Ravelstein, furiosos, lo atacaron, dijo que se sentí a como aquel general americano que fue sitiado por los nazis. ¿ Habí a sido en Remagen? Cuando lo conminaron a que se rindiera, su respuesta fue: «¡ Narices! » Ravelstein se llevó un disgusto, por supuesto; ¿ quié n no? Y é l no podí a esperar que lo rescatase ningú n Patton acadé mico. Su activo eran sus amigos y, naturalmente, contaba con generaciones de licenciados que estaban de su parte y tambié n con la fuerza que dan la verdad y los principios. Su libro fue bien recibido en Europa. Los britá nicos mostraron una tendencia a mirarlo por encima del hombro. Las universidades, algunas, encontraron su griego defectuoso. Pero Margaret Thatcher lo invitó a Chequers a pasar un fin de semana. Allí estuvo «aux anges» (Chequers era un paraí so, pero Abe preferí a las expresiones francesas a las americanas; por eso, no empleaba nunca el equivalente de «mujeriego» ni de «faldero», é l decí a «un homme a femmes»).

Incluso los jó venes inteligentes de izquierdas se habí an puesto a su favor.

En Chequers, la señ ora Thatcher le señ aló una pintura de Tiziano: un leó n rampante prisionero de una red. Un rató n roí a las cuerdas para liberar al leó n. (¿ Es una de las fá bulas de Esopo? ) Es un detalle que se ha perdido entre las sombras de los siglos. Uno de los grandes hombres del siglo, el estadista Winston Churchill, habí a incorporado con sus pinceles el mí tico rató n a la pintura.

A su regreso de Inglaterra, Abe me lo contó todo en su saló n (sala de estar no era). Tení a en é l sus pinturas, originales de artistas franceses menores pero buenos. Algunas eran muy bonitas. La má s grande era una Judit sosteniendo la cabeza de Holofernes, un cuadro con mucha sangre. La doncella tení a a Holofernes agarrado por los cabellos. El dirigí a la mirada hacia arriba, los ojos entrecerrados, el aspecto de ella era tranquilo, puro y santo. Pienso a veces que el hombre no se enteró siquiera de qué habí a sido lo que habí a acabado con é l. Hay maneras peores de morir. De cuando en cuando preguntaba a Ravelstein por qué habí a elegido aquella pintura en particular para presidir el saló n.

—No afirma nada —decí a.

—Traducimos todo lo que vemos al lenguaje de Freud. Ahora bien, ¿ qué trivializamos, su vocabulario o lo que observamos?

—Uno siempre puede negarse a que lo absorban —dijo Ravelstein.

Ravelstein sobresalí a en eso que los americanos llaman «artes visuales». Si tení a aquellas telas era porque las paredes eran para las pinturas y las pinturas para las paredes. Su piso estaba amueblado con lujo y debí a poseer los cuadros adecuados. Cuando comenzó a entrar el dinero sustituyó todo lo «viejo» que tení a en casa. No era viejo en realidad, só lo que habí a sido adquirido hací a tiempo, compras má s baratas. Pero incluso en los tiempos en que viví a só lo del salario de la universidad ya se compraba sofá s caros, muebles buenos de cuero italiano, lo hací a con el dinero que pedí a prestado a sus amigos. Cuando llegó a la franja má s alta de los libros má s vendidos, regaló todo lo viejo a Ruby Tyson, la negra que iba dos veces por semana a su casa a limpiar y quitar el polvo. Como es natural, é l se hizo cargo de la mudanza y pagó el transporte. Necesitaba con urgencia el espacio. Le faltaba tiempo para que cargaran con todo.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.