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RAVELSTEIN 3 страница



En fin, poco despué s de la medianoche nos levantamos para salir. Tení amos enfrente un brillante despliegue de orquí deas. Atraí dos por las luces y colores de la floristerí a, atravesamos la calle desierta. En la luna del escaparate habí a una abertura vertical, dos ribetes de lató n, por la que el aroma de las flores se volcaba en el monó xido de carbono de la place de la Madeleine. Má s seducció n francesa. Delante de la grandiosa iglesia donde se celebran todos los funerales oficiales, solí an congregarse las prostitutas. Ravelstein me lo recordó.

Ahí tienen a Ravelstein. Si no conocieran esa faceta suya, no lo conocerí an en absoluto. Sin sus deseos, el espí ritu serí a un neumá tico viejo, bueno quizá para un verano en la playa, nada má s. Los hombres y mujeres fogosos, especialmente los jó venes, se dedican a perseguir el amor. El burgué s, en cambio, está dominado por el miedo a la muerte violenta. De la manera má s compendiada posible, é ste es el esbozo de las preocupaciones má s importantes de Ravelstein.

Veo que le hago una injusticia hablando de forma tan simplista. Era un hombre muy complejo. ¿ Compartí a de veras la opinió n (atribuida por Só crates a Aristó fanes) de que buscamos a ese otro que es parte de uno mismo? Nada podí a impresionarlo tanto como un ejemplo auté ntico de esa bú squeda. Por otra parte, siempre andaba husmeando indicios de la misma en todas aquellas personas que conocí a. Por supuesto que aquí incluí a a sus alumnos. Es curioso que un profesor vea a los chicos de sus seminarios como actores de ese tambaleante drama eterno. Lo primero que hací a cuando los veí a llegar era ordenarles que se olvidasen de sus familias. Sus padres eran tenderos de Crawfordsville, Indiana, o de Pontiac, Illinois. Los hijos se enfrascaban largo y tendido en Las guerras del Peloponeso, en el Banquete y el Fedro y no tení an en absoluto por singular estar má s familiarizados de pronto con Nicias y Alcibí ades que con el tren de la leche o las tiendas de todo a cien. Poco a poco, Ravelstein conseguí a tambié n que confiasen en é l. Le contaban sus cosas. No se guardaban nada. Era asombroso lo que Ravelstein acababa por saber de ellos. Su pasió n por el comadreo le proporcionaba en parte la informació n que querí a. No só lo los instruí a, los formaba, los distribuí a en grupos y subgrupos, y los adscribí a a categorí as sexuales, segú n le pareciera apropiado. Unos serí an maridos y padres; otros, afeminados..., los que eran como es debido, los que no eran como es debido, los sagaces, los divertidos, los jugadores, los temerarios; los eruditos natos, los dotados para la filosofí a. Amantes, empollones, buró cratas, narcisistas, buscadores. Dedicaba muchas consideraciones a todo esto. Habí a odiado a su familia y se habí a desembarazado de ella. Decí a a los estudiantes que estaban en la universidad para aprender, lo que significaba que debí an librarse de las opiniones de sus padres. É l los encaminarí a a una vida superior, llena de variedad y diversidad, gobernada por la racionalidad..., todo menos la aridez. Si tení an suerte, si se aplicaban y poní an voluntad, Ravelstein les harí a el mayor regalo que podí an esperar y los conducirí a a travé s de Plató n, los introducirí a en los secretos esoté ricos de Maimó nides, los guiarí a en la interpretació n correcta de Maquiavelo, les presentarí a la humanidad superior de Shakespeare..., así hasta Nietzsche y má s allá. No era un programa acadé mico lo que é l ofrecí a, era algo bastante má s desmadejado. Y la cosa funcionaba, de manera global su programa era efectivo. Ni uno solo de sus estudiantes se convirtió en un Ravelstein en cuanto a alcance, pero la mayorí a eran sumamente inteligentes y tení an una singularidad muy satisfactoria. El los querí a singulares. Le encantaban los má s peculiares, aunque nunca llegaban a ser lo bastante peculiares para sus gustos. Pero naturalmente, era preciso que conocieran los fundamentos y que los conocieran diabó licamente bien.

—¿ É ste no es aquel que está pirado? —dirí a acerca de alguno—. ¿ No te ha mandado una separata de su ú ltimo artí culo...? ¿ Historicismo y filosofí a? Le dije que te la dejara en el buzó n.

Yo le habí a echado una ojeada. Me habí a dejado con la sensació n de ser una hormiga que se dispone a cruzar los Andes.

Ravelstein instaba a sus hombrecitos a que se liberaran de los padres. Pero en la comunidad que constituí an a su alrededor, Ravelstein ejercí a una funció n que, poco a poco, se convertí a en la de un padre. Desde luego, como no saliesen airosos, no dudaba en echarlos. Sin embargo, una vez convertidos en í ntimos suyos, planeaba su futuro. Me decí a:

—Ali es má s listo que nadie. ¿ Te parece bien esa irlandesa con la que va?

—Pues no me he fijado mucho. Parece inteligente.

—Inteligente no es má s que un aspecto. Dejó la carrera de derecho para estudiar conmigo. Aparte de esto, tiene un buen par de tetas. Hace unos cinco añ os que Ali y ella viven juntos.

—Entonces ha hecho una inversió n legí tima en é l.

—Ya te entiendo. Só lo que lo dices como si é l fuera propiedad de la chica. Recuerda que é l es musulmá n y ella monó gama. É l cuenta con una buena pirá mide humana de familia egipcia..., como los acró batas, en fin...

A Ravelstein le parecí a dudoso que los musulmanes se enamoraran. El amor pasió n tení a para é l un perenne interé s. Pero en el Oriente Medio eran habituales los matrimonios de conveniencia.

—Edna, de todos modos, es capaz de arrasar cualquier pirá mide —tambié n habí a estudiado a Edna, aquellos emparejamientos de los estudiantes le daban mucho que pensar—. Esa chica se las sabe todas y, ademá s, es una belleza, de eso no cabe duda.

Como ya he dicho, habí amos planeado que hoy discutirí amos las memorias que yo pensaba escribir, si bien no era buen dí a para enzarzarnos en detalles biográ ficos.

—Y pensá ndolo bien —dijo Abe—, no tengo ganas de volver a los viejos tiempos: a la competente de mi madre educada en Johns Hopkins, la primera de la clase, y al lerdo de mi padre que me decí a que yo no estaba calificado para Phi Beta Kappa. En las cosas que importaban yo sacaba las notas má ximas. Para las materias obligadas, me conformaba con notables y aprobados. Pese a todo, por muy bien que quedase (me invitaron a dar conferencias en Yale y en Harvard), mi padre no dejó de echarme en cara hasta el final que yo, de Phi Beta K., nada. Tení a un cerebro que era como una cié naga de Georgia..., Okefenokee pero con lucecillas neuró ticas movié ndose en la superficie. Un fracasado, eso era, pero con cierto mé rito escondido, tan bien enterrado que no hubo manera de encontrarlo nunca.

Despué s Ravelstein enmudeció y a continuació n dijo:

—Creo que esta mañ ana prefiero pasear por la rué St. Honoré.

—O lo que queda de la mañ ana.

—Rosamund estará durmiendo. Anoche la dejamos exhausta con tanto glamour, una mujer hermosa cenando con tres hombres deseables. Tú habrí as sido un engorro para tu mujer antes de la una. Quisiera tu consejo sobre una chaqueta deportiva de Lanvin. Le dije al dependiente que pasarí a por la mañ ana. Hoy estoy un poco atontado, ahora mismo estaba dando cabezadas. El amodorramiento es un estado que detesto de manera particular...

Abandonamos el á tico. Elegimos bien el momento porque varios pisos má s abajo se paró el ascensor y entraron Michael Jackson y los suyos. Llevaba uno de aquellos trajes suyos centelleantes, oro sobre fondo negro, muy ceñ ido, los rizos recié n peinados y lucí a su fina sonrisa casta. Era inevitable rastrear su cara con los ojos en busca de señ ales de cirugí a plá stica. Le encontré un aire de melancolí a transicional. Muchachos de oro que descienden al polvo, como los deshollinadores.

A Ravelstein, alto como cualquiera de sus guardaespaldas, má s alto aú n pero ciertamente no tan fuerte, le encantó aquel breve momento de contacto. É l era así, lo consumí a el placer de un momento.

En la planta baja, los guardaespaldas abrieron un camino para que Jackson pasara por é l, dando brazadas como si nadasen. En el vestí bulo se habí a congregado multitud de gente. Pero la multitud de verdad estaba fuera, en la calle, al otro lado de la barrera policial. Nos quedamos comprimidos y retenidos detrá s de cordones dorados. El astro salió caminando con delicadeza y saludando con la mano a centenares de groupies vociferantes. A Abe Ravelstein no le importó lo má s mí nimo que lo hubieran puesto detrá s de una cuerda. El Parí s actual era el Parí s que le tocaba ser. Los reyes que planificaron Versalles dirigieron a los arquitectos que construyeron los magní ficos espacios pú blicos de la capital. Hoy se habí an convertido en el decorado por el que se moví a Ravelstein. Era el gran señ or en el nuevo orden de cosas, provisto de tarjetas de cré dito y de talonarios de cheques, dispuesto a gastarse los dó lares. De haber existido hotel mejor que el Crillon, Abe se habrí a alojado en é l. Aquellos dí as Ravelstein era un hombre magní fico. Pagaba las facturas con la tarjeta de cré dito y el importe se cargaba en su cuenta del Merrill Lynch. Ravelstein rara vez comprobaba su estado de cuentas. De cuando en cuando, Nikki, que no tení a que encargarse de este menester, lo hací a. La ú nica finalidad que lo guiaba era proteger a Abe. Gracias a Nikki se descubrió a un importante estafador de Singapur. Una persona de aquel paí s se habí a servido de la tarjeta Visa de Abe para saldar una cuenta de treinta mil dó lares.

—La firma era una falsificació n evidente —dijo Abe, no excesivamente contrariado—. Visa se hizo cargo de todo. Los estafadores electró nicos internacionales está n a la orden del dí a. Los fulleros aprenden á ir por delante de la alta tecnologí a igual que esas ingeniosas bacterias que aprenden a burlar los fá rmacos. Entretanto, sesudos investigadores trabajan en laboratorios tratando de encontrar la forma de llevarles la delantera. Los pequeñ os genios de los campus universitarios superan en argucia al Pentá gono.

En la rué St. Honoré, Ravelstein era totalmente feliz. í bamos de un escaparate a otro.

El té rmino usado en Parí s para los mirones de escaparates es leche-vitrines, «lame-escaparates». Se trata de una actividad que exige una ociosidad total y nuestro desayuno habí a consumido gran parte de la mañ ana. Aun así, nos demoramos en los escaparates que exhibí an calcetines y corbatas y camisas a medida. Despué s echamos a andar un poco má s aprisa. Dije a Abe que aquellos escaparates lujosos me provocaban tensió n. Demasiados señ uelos, me resultaba insoportable que tiraran de mí desde todos lados.

—He observado —dijo Ravelstein— que, desde que te casaste, tus cá nones vestimentarios han experimentado un bajó n. Hubo un tiempo en que fuiste un lechuguino.

Lo dijo con pesadumbre. De cuando en cuando me compraba una corbata, nunca la que yo habrí a elegido. Esas corbatas-regalo llevaban implí cita una reprimenda, como si quisiera llamarme la atenció n sobre mi desaliñ o. Pero habí a algo má s. Ravelstein era má s alto que yo. Su presencia era impresionante. Debido a su talla superior, la ropa le sentaba mejor que a mí. Ni en sueñ os le habrí a discutido este extremo. Para ser elegante de veras, un hombre tiene que ser alto. Un hé roe de tragedia debe ser de talla superior a la media. Hací a un montó n de tiempo que no leí a a Aristó teles, pero recordaba que ya lo habí a dicho en la Poé tica.

En la rué St. Honoré, cargada con todo el esplendor de la historia y la polí tica de Francia —con todas las reivindicaciones particulares de la civilizació n francesa—, lo que me vino a las mientes fue aquel viejo nú mero de music-hall titulado El hombre que hizo saltar la banca de Montecarlo. Hay un flá neur que se pasea por el Bois de Boulogne con aire altanero. Lo hace con elegancia. Y, por supuesto, lo mira la gente.

Las cosas no ocurren si no ocurren en Parí s o si no llaman la atenció n de Parí s. Sobre esa vieja caldera que está a reventar, Balzac afirmó lo dicho como primer principio. Si habí a algo que Parí s no hubiese visto era que no existí a.

Naturalmente, Ravelstein sabí a demasiadas cosas del mundo moderno para admitir tal afirmació n. Ravelstein era, no lo perdamos de vista, un hombre que manejaba los mandos de una centralita telefó nica privada provista de complejos teclados y lucecillas parpadeantes, y el propietario de un aparato esté reo ú ltimo modelo, con el que escuchaba a Palestrina interpretado con los instrumentos originales. Francia, ¡ ay!, habí a dejado de ser el centro del intelecto, ya no era la Ilustració n. Tampoco era la sede del ciberespacio. Ya no atraí a a los grandes intelectos del mundo ni a todo el resto de aquel schtuss cultural. Los franceses habí an sido. De Gaulle, la jirafa humana, olisqueando el aire con las ventanas de la nariz muy abiertas. Churchill diciendo de é l que la ofensa que pesaba sobre Inglaterra era haber ayudado a la France. La altiva criatura militar mirando el mundo de ú ltima hora por encima del hombro y encontrando insoportable la idea de que su paí s necesitara ayuda.

La mente de Abe no andaba nunca escasa de elementos con los cuales rellenar o documentar los tiempos.

—«Francia sin ejé rcito no es Francia», otra vez Churchill.

El gusto que yo sentí a por la conversació n era similar. No podí a intervenir en ella pero me encantaba escucharla. Ravelstein era infinitamente má s ducho que yo. Sentí a un especial interé s por la Gran Polí tica. Ni que decir tiene que en este aspecto la Francia de hoy estaba en la bancarrota. Lo ú nico que le quedaba eran las maneras y sabí a sacar el má ximo partido de ellas, si bien só lo para marcarse faroles. Ellos sabí an que hablaban de pijotadas. En lo que seguí an destacando era en las artes de la intimidad. La comida continuaba situá ndose a gran altura, por ejemplo el banquete de anoche en el Lucas Cartó n. En cualquier quartier habí a mercados con productos frescos, buenas tahonas, charcuteries con sus fiambres. Tambié n las grandiosas exhibiciones de prendas í ntimas. El amor desvergonzado a la refinada ropa de cama. «Viens, viens dans mes bras, je te donne du chocolat. » Era maravilloso poder ser tan pú blico con lo privado, con el ser vivo y sus necesidades. Las rutilantes revistas de Nueva York los imitaban, pero sin llegar nunca a igualarlos... Sí, y despué s estaba la vida de las calles francesas.

—Las calles residenciales de Amé rica son esté riles en nueve de sus dé cimas partes en el aspecto humano. Aquí la humanidad todaví a actú a —dijo Ravelstein.

Ravelstein, el pecador, tení a una inclinació n hacia la perversió n sexual. Se regodeaba en los encuentros louches, en lo escabroso y equí voco. Para ciertos tipos de conducta o de mala conducta Parí s seguí a siendo el mejor sitio. Si Ravelstein, al caminar, al sonreí r, al explicar, tartamudeaba, no era por debilidad sino por exceso. La famosa luz de Parí s se concentraba en su cabeza calva.

—¿ Está muy lejos el sitio donde vamos?

—No seas impaciente, Chick. Contigo siempre tengo la sensació n de que tienes alguna cosa má s importante que hacer que la que haces en un determinado momento.

No me defendí, ni lo intenté siquiera. Nuestro destino, Lanvin, estaba cerca, pero varias tiendas se interpusieron en nuestro camino. Las ó pticas retení an siempre a Ravelstein. Conocí a todo tipo de monturas. En esto no estaba solo. Segú n un estudio, la americana media tiene tres gafas de sol. «¡ Oh, no busques razó n a la necesidad! », é sta era la defensa que hací a el pobre Lear de lo superfluo. A Abe le entusiasmaban las gafas; las compraba tambié n para regalar. A mí me regaló unas plegables con un estuche pequeñ o que cabí a en el bolsillo exterior.

Habí a abjurado de las lentes de contacto desde el dí a en que perdió una en la salsa de los espaguetis que preparaba. Rosamund y yo está bamos invitados a cenar aquella noche en su casa y abundaron los chistes sobre un nuevo tipo de visió n retrospectiva. ¿ Acaso los seres humanos estaban capacitados para digerir las lentes de contacto? Como se decí a de las ostras con respecto al duro hierro.

—¿ Qué tiene esta chaqueta Lanvin que no tengan las otras veinte que tienes? —habrí a querido decirle.

Yo sabí a muy bien que Abe tení a en la cabeza todo tipo de distinciones relacionadas con la prodigalidad y la cicaterí a, la magnanimidad y la mezquindad. Los atributos del hombre de gran espí ritu. Pero yo no querí a turbarlo. Ni é l querí a tampoco, aquella mañ ana, que lo turbaran.

Cuando estaba en el Medio Oeste, no hací a tanto tiempo de aquello, y estaba sin un chavo, lamentá ndose siempre de su guardarropa, una vez lo llevé a Gesualdo, mi sastre, en el centro de la ciudad, para que le tomara medidas y le hiciera un traje. En el altillo de Gesualdo, escogió una franela de dibujo atrevido, fabricada por una buena manufactura escocesa. Hicimos tres o cuatro pruebas y, a mi modo de ver, el producto final resultó muy elegante. Me gasté una buena suma en é l. En aquel momento yo tení a un libro en la franja má s baja de los má s vendidos; no llegó nunca a superar la franja media, pero yo me daba por má s que satisfecho. Como hijo de la Gran Depresió n, me contentaba con una retribució n mediana por todo rendimiento. Mis está ndares habí an quedado establecidos en los magros añ os treinta. Con mil quinientos dó lares nos habrí amos comprado un traje fantá stico. Yo, ni siquiera en mis tiempos de petimetre (mi fase de figurí n fue muy corta), jamá s habí a rebasado la suma de los quinientos dó lares en la compra de un traje. Esto, entonces, era lo que pagaban por é l los estudiantes de derecho que acababan de pasar el examen de final de carrera. Má s tarde, cuando se establecí an, dejaban de ir a Gesualdo. Entonces buscaban sastres má s refinados, los que vestí an a los cirujanos, atletas profesionales y mafiosos.

Ravelstein y yo aclaramos todo lo que habí a que aclarar en lo tocante al traje de Gesualdo.

—Oye, Chick —dijo Ravelstein—. El valor real de ese traje no estaba en el corte..., ni en el esmero del trabajo...

—Tú y Nikki os reí ais mucho cuando te lo poní as para estar por casa. Só lo te lo pusiste una vez para salir y fue para quedar bien conmigo...

—No puedo negar que no lo consideraba apto para su uso.

—Uso no es la palabra que corresponde. Vosotros dos no se lo habrí ais puesto ni a un paleto.

Ravelstein, fumador en cadena, encendió otro cigarrillo e inclinó el tó rax para atrá s, tal vez para evitar la llama del encendedor, tal vez porque se estaba riendo con ganas. Así que consiguió hablar, dijo:

—Bueno, no era un Lanvin. Tú quisiste hacer algo por mí. Fue generoso de tu parte, Chick, y Nikki fue el primero en reconocerlo. Pero Gesualdo está muy atrasado. Hace trajes tipo mafioso, no para profesores universitarios sino para soldados o para gá ngsters de baja estofa.

—Bueno, ya has definido perfectamente mi estilo en el vestir.

—A ti la moda no te interesa. Las marcas te tienen sin cuidado. Lo que habrí as tenido que hacer era darme la pasta que pagaste a Gesualdo y yo habrí a puesto el resto y me hubiera hecho un traje decente.

É ramos muy francos hablando entre nosotros. Cada uno podí a decir lo que pensase sin ofender al otro. No nos reservá bamos ninguno de los dos nada que fuera tan personal, tan vergonzoso que no pudiera decirse, nada tan asqueroso o tan criminal. A veces me parecí a que se callaba los juicios má s severos si creí a que yo, en aquel momento, no estaba en condiciones de soportarlos. Y yo solí a ahorrá rmelos tambié n con é l. Pero suponí a para mí un alivio tremendo ser tan franco y claro con é l como conmigo mismo cuando se trataba de debilidades o de vicios. Me llevaba mucha ventaja en lo tocante a conocerse. Con todo, no habí a conversació n personal que no acabase en broma nihilista limpia y de buen tono.

—Quizá no valga la pena vivir si uno no somete su vida a examen. Pero aquel que examina la suya puede pensar que ojalá estuviera muerto —le dije.

Ravelstein estaba encantado. Se reí a tan a gusto que levantaba los ojos hacia el cielo.

Pero no he terminado aú n con Parí s en primavera.

Compramos la esplé ndida chaqueta de Lanvin. Estaba hecha con una hermosa franela, sedosa y al mismo tiempo con cuerpo. Yo asocié su color a los perdigueros de raza labrador, dorado, con variados reflejos en los pliegues.

—Puedes ver chaquetas como é sta anunciadas en Vanity Fair y otras lujosas revistas de moda. Generalmente las lucen tipos fuertes, bien rasurados, con aire de machotes rudos o de violadores que no tienen nada, lo que se dice nada que hacer en la vida, como no sea exhibir toda la gloria de su asqueroso narcisismo. Nadie imagina a un hombre cabal e inteligente con una prenda como é sta. Si tiene algo de grasa en el pecho, entonces quizá sí, o con michelines en la cintura. De hecho, es una chaqueta que da gusto verla.

Aconsejé a Ravelstein que se comprara la chaqueta Lanvin.

Costaba cuatro mil quinientos dó lares y la cargó en su Visa Oro porque así, de sopetó n, no sabí a muy bien qué saldo tení a en el Cré dit Lyonnais. Visa te protege contra la extorsió n; te garantiza el cambio legal que rige el dí a de la transacció n.

Ya en la calle, preguntó có mo era el color a plena luz. Se sintió profundamente satisfecho cuando le dije que era esplé ndido.

La estació n siguiente fue Sulka’s, donde quiso echar una ojeada a las camisas a medida que tení a encargadas. Debí an mandá rselas al Crillon, metida cada una en una consistente caja de plá stico.

Fuimos despué s a los salones de exposició n de Lalique, donde querí a ver unas lá mparas para las paredes y techos de su casa.

—Reservemos media hora para Gelot, el sombrerero.

En Gelot claudiqué y me compré un sombrero verde de pana. Abe dijo que tení a que hacerlo.

—Me gusta có mo te queda. Espero que me permitirá s que te diga una cosa. No te haces valer —dijo—. Eres tan modesto que da asco, Chick. Es indecoroso porque no hay má s que mirarte para darse cuenta de que eres un megaló mano como la copa de un pino. Si eres tan tacañ o que no quieres comprá rtelo, que lo carguen en mi cuenta...

—En la casa de mis padres habí a unos sofá s de color verde —dije—. De segunda mano, pero de terciopelo. Me lo pago yo..., lo voy a comprar en memoria de los viejos tiempos.

—Quizá es de mucho abrigo para junio.

—Bueno, espero seguir vivo en octubre.

Llevaba puesta su nueva chaqueta Lanvin en la rué de Rivoli. Tení amos el gran Louvre y los parques a nuestra izquierda. Las arcadas estaban repletas de turistas.

—El Palais Royal —indicó Ravelstein con un gesto vago—, por aquí se paseaba Diderot hasta ú ltima hora de la tarde y aquí fue donde sostuvo sus famosas conversaciones con el sobrino de Rameau.

Pero Ravelstein no tení a nada que ver con el sobrino, profesor de mú sica y gorró n. Tambié n estaba por encima de Diderot. Una persona mucho má s imponente y má s grave, con una amplia formació n en historia, sobre todo historia de la moral y de la teorí a polí tica. Yo siempre me habí a sentido atraí do por las personas metó dicas en un sentido amplio, las que habí an trazado el mapa del mundo y lo habí an hecho coherente. Ravelstein parecí a incoherente só lo cuando articulaba sus «eeeh, eeeh, eeeh». Tení amos un amigo en Estados Unidos a quien le gustaba decir:

—El orden es carismá tico de por sí.

Lo que es otra manera de decir: «La mú sica tiene encanto», etcé tera.

Y así fue como nos pusimos a hablar de aquel hombre carismá tico cuyo nombre es, o era, Rakhmiel Kogon. Rakhmiel era el vivo retrato del actor Edmund Gwenn, que fue el Santa Claus de Macy’s en De ilusió n tambié n se vive. Pero Rakhmiel era un Santa Claus que no tení a nada de bonachó n, é l era peligroso, rubicundo, un hombre de ojos enrojecidos y el rostro con los mú sculos de la ira muy desarrollados. Bajaba por la chimenea como Santa Claus, pero con intenció n de armar barullo.

Ni a Ravelstein ni a mí nos apetecí a comer —el banquete del Lucas Cartó n, con sus diez platos, te dejaba sin apetito hasta la cena del dí a siguiente—, pero nos sentamos a tomar café. Ravelstein iba por su segundo paquete de Marlboro y en el Café de Flore, que frecuentaba regularmente, pidió «un espresso tres serré ». En el Flore se lo preparaban muy concentrado. Pero si le temblaban los dedos al coger la taza no era por los nervios, sino por un exceso de excitació n. La cafeí na era lo de menos.

Dijo:

—Rakhmiel fue, hace mucho tiempo, profesor mí o. Despué s enseñ ó en el London School of Economics. Má s tarde en Oxford, donde se volvió britá nico. Dividí a su tiempo entre Estados Unidos e Inglaterra. Es una persona seria, no se siente a gusto consigo mismo. Pero yo le debo mucho..., por ejemplo, mi puesto actual. Yo estaba exiliado en Minnesota y é l me consiguió el cargo que yo querí a...

—Casi el que tú querí as...

—En eso tienes razó n. Soy el ú nico con categorí a pero sin una cá tedra de renombre. Despué s de todo lo que he hecho por la universidad... Y la ú nica silla que me ofrece la administració n es la silla elé ctrica.

Pero Ravelstein no era dado a esas preocupaciones y quejas. Y aqué l no era sitio para ellas. Quizá volveré al tema má s adelante. Pero no es probable. En todo caso, no es lo que me corresponde exponer aquí. Ya he dicho antes que me centrarí a en un enfoque nada sistemá tico de Ravelstein.

Era una curiosidad observarlo mientras comí a. Habí a que acostumbrarse a sus há bitos de comensal. La señ ora Glyph, esposa del fundador de su departamento, le dijo una vez que no esperase que volviera a invitarlo a cenar. La señ ora Glyph era por derecho una mujer riquí sima, poseí a una gran cultura y era una excelente anfitriona de las celebridades que estaban de paso. Habí a sentado a cenar a su mesa a R. H. Tawney y a Bertrand Russell y a algú n tomista francé s de altos vuelos cuyo nombre ahora se me escapa (Maritain? ), así como a montones de literatos, sobre todo franceses. Abe Ravelstein, a la sazó n elemento joven de la facultad, fue invitado a un banquete en honor de T. S. Eliot. Marla Glyph le dijo a Abe Ravelstein cuando ya se iba:



  

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