|
|||
RAVELSTEIN 2 страницаEra muy agradable ganarse la aprobació n de Ravelstein, por eso sus alumnos seguí an acudiendo a é l. Eran hombres que frisaban los cuarenta, algunos habí an tenido un papel destacado en la organizació n de la Guerra del Golfo y se poní an en contacto con é l en el momento má s impensado. —Estas relaciones tan especiales son importantes para mí, tienen una prioridad má xima. Tan natural era para Ravelstein que necesitara saber lo que se llevaban entre manos en Downing Street o en el Kremlin como lo fuera para Virginia Woolf leer el informe privado de Keynes sobre las reparaciones alemanas. Quizá las opiniones o puntos de vista de Ravelstein se abrí an camino a veces hacia las decisiones polí ticas, pero no era eso lo que importaba. Lo que importaba era que é l siguiese encargá ndose de la educació n polí tica de sus muchachos. En Parí s tambié n tení a seguidores. Alumnos que habí an seguido sus clases en la Ecole des Hautes É tudes, y que acababan de regresar de una misió n en Moscú, tambié n lo telefoneaban. Estaban tambié n las amistades de cariz sexual y las confidencias de cará cter í ntimo. En su casa, junto al amplio sofá de cuero negro desde el cual recogí a las llamadas, tení a un panel electró nico del que hací a un uso experto. Yo no habrí a sabido hacerlo funcionar. No tengo aptitudes para la alta tecnologí a. Pero Ravelstein, pese a que no tení a las manos firmes, manejaba sus instrumentos a la manera de un Pró spero. En cualquier caso, ahora no tení a que preocuparse por las facturas de telé fono. Pero seguimos en lo alto del Hotel Crillon. —Tienes buenos instintos, Chick —dijo—. Lá stima que no haya má s nihilismo en tu constitució n. Habrí as sido má s parecido a Cé line en su comedia o farsa nihilista. La mujer desdeñ ada que dice a su amiguito, Robinson: «¿ Por qué no puedes decir: “te amo”? ¿ Qué hay en ti de especial? Tú te empalmas como todo el mundo. Quoi! Tune bandes pas? ». Para ella, empalmarse es lo mismo que amar. Pero Robinson, el nihilista, só lo tiene principios elevados en relació n con una cosa: no mentir acerca de las pocas, poquí simas cosas que cuentan de veras. Puede intentar cualquier tipo de obscenidad, pero acaba por ponerse un lí mite, y aquella golfa, sintié ndose profundamente insultada, lo mata de un tiro porque é l no quiere decirle «te amo». —¿ Se refiere Cé line a que esto lo hace auté ntico? —Se refiere a que se supone que los escritores te hacen reí r y llorar. Y eso busca la humanidad. La situació n de ese Robinson es una reposició n del drama de la Edad Media en el que los criminales má s agresivos y má s disolutos rezan a la Virgen Marí a. Pero en este punto no hay desacuerdo. Quiero que hagas conmigo lo que hiciste con Keynes, pero a mayor escala. Ademá s, fuiste demasiado amable con é l. Yo no quiero eso. Conmigo puedes ser tan duro como quieras. No eres el angelito que aparentas ser, y quizá cuando me describas conseguirá s liberarte. —¿ De qué, exactamente? —De lo que sea que te domina..., alguna espada de Damocles que pende sobre ti. —No —dije—. Má s bien es la espada de Tontocles. De haber sostenido aquella conversació n en un restaurante, los demá s comensales se habrí an figurado que contá bamos chistes verdes, que nos lo está bamos pasando en grande. La espada de «Tontocles» se encuadraba en las gracias de Ravelstein y por eso se echó a reí r para atrá s, como el caballo herido que pintó Picasso en el Guernica. El legado que me dejaba Ravelstein era un tema. É l creí a legarme un tema, tal vez el mejor que me habí a correspondido nunca, tal vez el ú nico importante. Pero el significado de aquel legado era que é l morirí a antes que yo. De haberlo precedido yo en la muerte, seguro que é l no habrí a escrito unas memorias mí as. Cualquier cosa que superase la extensió n de una pá gina en una ceremonia funeral habrí a sido impensable de su parte. Sin embargo, é ramos amigos í ntimos, no podí amos serlo má s. De lo que nos reí amos era de la muerte y es un hecho que la muerte agudiza la comicidad. Pero el hecho de que nos rié ramos juntos no significaba que nos rié ramos por las mismas razones. Que las ideas má s sesudas de Ravelstein, metidas en su libro, lo hubieran convertido en millonario sin duda tení a su gracia. Era preciso el genio del capitalismo para transformar las ideas, las opiniones, las enseñ anzas en mercancí a valiosa. Té ngase presente que Ravelstein era un maestro. No era uno de esos conservadores que convierten en í dolo el librecambio. Tení a opiniones propias sobre cuestiones polí ticas y morales. Pero no tengo el má s mí nimo interé s en exponer sus ideas. En este momento me interesa, má s que otra cosa, eludirlas. Quiero, aquí, ser breve. El era un educador. Reunir sus ideas en un libro le hizo absurdamente rico. Se gastaba los dó lares casi con la misma rapidez con que iban entrando. Precisamente entonces estaba estudiando un nuevo contrato de un libro de cinco millones de dó lares. Tambié n sacaba buenos honorarios del circuito de las conferencias. Despué s de todo, era un erudito. Eso no se lo discutí a nadie. Hay que ser erudito para captar la modernidad en toda su complejidad y para evaluar su coste humano. En el escenario social podí a ser un tipo excé ntrico pero, cuando estaba en el estrado, te dabas cuenta de lo bien fundamentados que estaban sus argumentos. Estaba muy claro que sabí a de qué hablaba. El pú blico veí a la educació n superior como un derecho. La Casa Blanca lo afirmaba. Los estudiantes eran como «mares atiborrados de caballa». El promedio de las tasas anuales universitarias era de treinta mil dó lares. Pero ¿ qué aprendí an los estudiantes? Las universidades eran permisivas, laxas. El puritanismo de los viejos tiempos se habí a esfumado. El relativismo afirmaba que lo que era verdad en Santo Domingo era mentira en Pago-Pago, y que las normas morales, por tanto, distaban mucho de ser absolutas. Ahora bien, Ravelstein no era enemigo del placer ni opuesto al amor. Por el contrario, veí a el amor como el bien posiblemente má s excelso de la humanidad. Que un ser humano estuviera privado de deseo querí a decir que su espí ritu era deforme, carecí a del mayor don, estaba enfermo de muerte. Se nos ofrecí a un modelo bioló gico que desechaba el espí ritu y exageraba la importancia de la liberació n orgiá stica de las tensiones (biostá tica y biodiná mica). No pretendo explicar aquí las enseñ anzas eró ticas de Aristó fanes y Só crates, ni las de la Biblia. Para eso habrí a que acudir a Ravelstein. A sus ojos, Jerusalé n y Atenas fueron las fuentes gemelas de la civilizació n. Jerusalé n y Atenas no son santo de mi devoció n. Que les aproveche. Pero yo era viejo para convertirme en discí pulo de Ravelstein. Lo que quiero decir aquí es que incluso en la Casa Blanca y en Downing Street se lo tomaban muy en serio. Fue un invitado de fin de semana de la señ ora Thatcher en Chequers. El presidente tampoco lo echó en saco roto. Reagan lo invitó a cenar y Ravelstein se gastó una fortuna en atuendos de etiqueta, fají n, gemelos de diamantes y zapatos de charol. Un periodista del Daily News dijo que, para Ravelstein, el dinero era algo que se arrojaba desde la plataforma trasera de un tren en marcha. Ravelstein me mostró el recorte entre accesos de risa. Todas esas cosas le divertí an profundamente. Por supuesto que yo no tení a las mismas razones que é l para reí rme. A mí no me habí an elegido las inmensas fuerzas hidrá ulicas del paí s para auparme como a é l. Aunque yo llevaba muchos añ os a Ravelstein, é ramos í ntimos amigos. En mi cará cter, como en el suyo, habí a elementos de inmadurez, lo que nivelaba el terreno y allanaba obstá culos. Alguien que me conocí a bien me dijo una vez que nadie que fuese adulto tení a derecho a ser tan ingenuo como yo. Como si yo hubiera elegido ser cá ndido. Está el hecho, ademá s, de que hasta los má s inocentes saben qué les interesa. Mujeres de lo má s simple reconocen en qué momento deben trazar una raya entre ellas y un marido difí cil, cuá ndo deben retirar el dinero de la cuenta corriente conjunta. Yo no prestaba particular atenció n al instinto de conservació n. Afortunadamente —o tal vez no tan afortunadamente—, estamos en un tiempo-cuerno de la abundancia, todas las naciones civilizadas viven una era de opulencia. Nunca, en el orden material, las grandes poblaciones han estado mejor protegidas contra el hambre y la enfermedad. Y esta liberació n parcial de la lucha por la supervivencia hace cá ndidas a las personas. Quiero decir con esto que en sus ilusiones no existen trabas. De acuerdo con un pacto no establecido, lo primero que hace uno es aceptar las condiciones, invariablemente falseadas, segú n las cuales se presentan los demá s. Amortigua sus facultades crí ticas. Reprime su sagacidad. Y a la que se descuida se encuentra divorciado y pagando una desaforada cantidad de dinero a una mujer que má s de una vez se habí a declarado ingenua y habí a dicho que no tení a ni idea de esas cuestiones. Para acercarse a un hombre como Ravelstein tal vez sea mejor un mé todo gradual.
Aquella mañ ana de junio en Parí s yo habí a subido a la lujosa suite del á tico, no para hablar del ensayo biográ fico que pensaba abordar, sino para recoger algunos datos sobre los padres y los primeros añ os de la vida de Ravelstein. No querí a saber má s detalles que los necesarios, ahora ya estaba familiarizado a grandes rasgos con su vida. Los Ravelstein eran una familia de Dayton, Ohio. Su madre, mujer de extraordinaria energí a, habí a pasado por el Johns Hopkins. Su padre, que no habí a conocido la prosperidad, era el representante local de una gran empresa de á mbito nacional y habí a sido arrinconado en Dayton. Era un hombrecillo gordo y neuró tico, un padre histé rico, ordenancista. El niñ o Abe, cuando se le aplicaba un castigo, debí a sufrir, desnudo, los zurriagazos del cinturó n utilizado por su padre para mantener los pantalones en su sitio. Abe admiraba a su madre, odiaba a su padre, despreciaba a su hermana. Pero Keynes, para volver a é l una vez má s, tení a poco que decir sobre la historia familiar de Clemenceau. Clemenceau era un cí nico redomado, aborrecí a a los alemanes y desconfiaba de ellos; no se quitó los guantes grises de cabritilla en la mesa de negociaciones. Pero pasaremos por alto los guantes; a lo que me refiero es a que aquí no vamos a hacer psicobiografí a. Esa mañ ana, ademá s, Ravelstein no estaba en vena para adentrarse en los incidentes de sus primeros añ os de vida. La plaza de la Concordia perdí a su primitivo frescor. El trá fico, abajo, era má s escaso pero el calor de junio se espesaba, subí a. Al sol, el latido del pulso era un poco má s lento. Tras la primera arremetida de sentimientos, el poderoso hormigueo en el meollo de una vida vindicada por una victoria incompleta sobre muchos absurdos, todo se habí a confabulado para situar a Abe Ravelstein, acadé mico, un mero profesor de filosofí a polí tica, en la misma cumbre de Parí s, entre los jeques del petró leo del Crillon, los altos funcionarios del Ritz o los playboys del Hotel Meurice. Bajo el sol, en una pausa de la conversació n, se quedó un momento en suspenso o tal vez sufrió un bajó n, las hemisfé ricas cejas levantadas... Los labios, colocados para decir algo má s, se abstuvieron de decir nada. Sobre su calva cabeza parecí an visibles las marcas de los dedos que la habí an conformado. Por un momento se habí a ido a otra parte; era propenso a esas intermitencias. Pese a tener abiertos los ojos, quizá no te veí a. Como rara vez pasaba una noche de sueñ o ininterrumpido, era habitual en é l, especialmente si hací a calor, que se quedara brevemente en suspenso, dormitara, se ausentara, con los largos brazos caí dos a los lados de la silla y la rara forma de sus pies desparejados. Uno era tres nú meros má s grande que el otro. Pero no era só lo el sueñ o fragmentado, era la excitació n, el retorcimiento, la tensió n de sus placeres, de su vida mental. La fatiga de esta mañ ana podí a obedecer a la esplé ndida cena que nos habí a ofrecido la noche anterior, extraordinario festejo, chez Lucas Cartó n, en la place de la Madeleine. Era normal que la digestió n de todos aquellos platos tuviera que cobrarse su tributo. El plato fuerte habí a sido pollo aderezado con miel y cocido dentro de una envoltura de arcilla. Unos arqueó logos habí an descubierto, en una excavació n reciente en el Egeo, la antigua receta griega. Cenamos aquel delicioso manjar atendidos por no menos de cuatro camareros. El sommelier, con la enseñ a de su oficio en una cadena con sus llaves, vigilaba que fueran rellená ndose las copas. Cada plato tení a su vino apropiado y, mientras tanto, otros camareros se moví an como acró batas para disponer la porcelana y la plata. Ravelstein tení a un aire de desaforada felicidad, se reí a y balbuceaba, como siempre que estaba de buenas, y empezaba cada frase de sus largas oraciones con un: —Eeeh, eeeh, eeeh, é sta es la mejor cocina de Europa. Eeeh, eeeh, Chick es un gran escé ptico cuando se trata de Francia. Eeeh, eeeh, cree que la cocina es lo ú nico que les queda desde la desgracia de eeeh, eeeh, 1940, cuando Hider bailó su danza de la victoria delante del Are de Triomphe. Chick ve la France pourrie en Sartre, en el desprecio a Estados Unidos y eeeh, eeeh, el culto al estalinismo y en la filosofí a y la teorí a lingü í stica. Eeeh, eeeh, hermené utica..., é l dice que la harmoné utica son esos bocadillos pequeñ os que comen los mú sicos en los entreactos. Pero hay que admitir que una comida como é sta no te la dan en otro sitio. Fijaos có mo se ha puesto de rubicunda Rosamund. Por lo menos hay una mujer que sabe saborear una comida exquisita y eeeh, eeeh, eeeh, la presentació n de un restaurador. Y lo mismo Nikki, alguien que sabe juzgar la buena cocina..., eso no me lo negará s, Chick. No, yo no se lo habrí a negado. Nikki estaba formá ndose en una escuela hostelera suiza. A esto no puedo añ adir otra cosa puesto que no soy la persona ideal para recordar minucias, pero Nikki era un maitre d’h5 acreditado. Le entraban oleadas de risa cuando se poní a el chaqué del oficio delante de Ravelstein y de mí y se adornaba con sus dignidades profesionales. Ahora bien, la cena de aquella noche era en mi honor. Era la manera que tení a Ravelstein de agradecer a su amigo Chick el apoyo prestado al escribir su best-seller. La idea de todo el proyecto, decí a é l, era mí a, desde el principio. Jamá s se habrí a escrito el libro de no haberlo instado yo a que lo escribiera. Abe tuvo la gentileza de reconocé rmelo siempre: —Fue Chick quien me puso en marcha. Existe un paralelismo entre los fenó menos de las zonas urbanas deprimidas y la confusió n mental de Estados Unidos, victoriosos de la Guerra Frí a, ú nica superpotencia que queda. Esa es una manera de atenuar las cosas. Esto es lo que tení an que contarnos los libros y artí culos de Ravelstein. El nos llevaba desde la antigü edad a la Ilustració n y despué s —por la ví a de Locke, Montesquieu y Rousseau hasta Nietzsche y Heidegger— al momento presente, a la Amé rica corporativista, la de la alta tecnologí a, a su cultura y a sus esparcimientos, a su prensa, a su sistema educativo, a sus gabinetes asesores, a su polí tica. Te ofrecí a un cuadro de esa democracia de masas y de su caracterí stico —deplorable— producto humano. En el aula —sus clases estaban siempre atestadas—, tosí a, balbuceaba, filmaba, vociferaba, reí a, poní a de pie a los alumnos y discutí a con ellos, los provocaba a singular combate, los examinaba, los machacaba. No preguntaba: «¿ Dó nde pasará usted la eternidad? », como hací an los piquetes religiosos del fin-está -pró ximo, sino: «¿ Con qué piensa satisfacer, en esta democracia moderna, las exigencias de su espí ritu? ». Aquel petimetre alto, con su traje diplomá tico a rayas o rayado de tiza y su calva (tení as siempre la impresió n de que habí a algo peligroso en su blancura, su fuerza blanca, sus abolladuras) no subí a al estrado para aburrirte hasta la memez enumerando el orden correcto de las é pocas (la Edad de la Fe, la Edad de la Razó n, la Revolució n Romá ntica), ni tampoco se presentaba como acadé mico, ni como un rebelde universitario que alentase las conductas revolucionarias. Las huelgas y ocupaciones de los campus universitarios de los añ os sesenta habí an hecho retroceder al paí s de manera significativa, segú n é l decí a. No camelaba a los estudiantes adoptando aires pomposos ni intentaba escandalizarlos —o, en realidad, divertirlos, como hacen los conferenciantes histrió nicos— con exclamaciones como «¡ mierda! » o «¡ joder! ». En é l no habí a nada de salvaje universitario. Sus fragilidades eran visibles. Tení a un conocimiento obsesivo de qué naufragios amenazaban sus fallos o sus errores. Pero no se hundirí a antes de describirte la Caverna de Plató n. Te hablarí a del alma, ya tenue, y que iba encogié ndose aprisa..., cada vez má s aprisa. Atraí a a los estudiantes mejor dotados. Sus clases estaban siempre llenas a rebosar. Fue por esto por lo que se me ocurrió que lo ú nico que tení a que hacer era poner sobre papel lo que decí a viva voce. No habí a en el mundo nada má s fá cil para Ravelstein que escribir un libro popular. Por otra parte, para ser totalmente franco, yo estaba cansado de oí rlo lamentarse de su salario insuficiente, harto de sus costumbres bizantinas de pedir dinero prestado y de las componendas y tratos a que se veí a obligado tan pronto empeñ ando su tetera Jensen como sus bandejas antiguas Quimper. Despué s de atender con má s exasperació n que interé s a la historia de su bellí sima tetera Jensen, que estuvo cinco añ os en manos de Cecil Moers, uno de sus alumnos, licenciado en filosofí a, entregada como garantí a de un pré stamo de cinco mil dó lares (y vendida finalmente por dicho licenciado en filosofí a por diez mil dó lares a algú n anticuario), le dije: —¿ Cuá nto tiempo crees que voy a aguantar la historia de esta tediosa disputa, de esta tediosa tetera y de todos tus tediosos artí culos de lujo? Mira, Abe, si vives por encima de los medios de que dispones, si eres un aristó crata ví ctima de su necesidad de verse rodeado de objetos bellos, ¿ por qué no aumentas esos medios? Recuerdo que Ravelstein, al oí rlo, se llevó las dos manos a los oí dos. Tení a unas manos de delicada factura, pero las orejas eran toscas. —¿ Qué quieres decir? ¿ Quieres que me contrate como acompañ ante? —Bueno, la verdad es que no sabes bailar. Podrí as alquilarte como animador de cenas. Por mil machacantes la noche... No, en lo que estoy pensando es en un libro. Podrí as escribir un libro popular basado en las mismas notas que te sirven para tus clases. —¡ Ah, ya! —dijo é l—. Como el pobre del pá rroco Adams, de Fielding, que va a Londres a que le impriman los sermones. El pá rroco necesitaba dinero y lo ú nico que tení a para vender eran sus sermones. Pero é l los tení a escritos. Yo ni siquiera tengo notas. El consejo que me has dado, Chick, es el de un escritor que tiene mucha obra publicada. Me recuerdas a Dwight Macdonald. Un dí a le dijo a Venetsky, uno de sus amigos, que estaba sin blanca —no tení a lo que se dice un chavo—: «Oye, si tan apurado está s, ¿ por qué no vendes algú n valor? Siempre queda esta posibilidad». No se le habí a ocurrido que Venetsky no poseí a valor alguno. Los Macdonald tení an valores. Los Venetsky, no. —Ese Macdonald es como Marí a Antonieta. —¡ Sí! —exclamó Ravelstein con una carcajada—. Eeeh, como aquel chiste viejo de los tiempos de la Depresió n que cuenta que un mendigo se acerca a una vieja rica y le dice: «Señ ora, hace tres dí as que no pruebo bocado». Y ella le contesta: «¡ Oh, pobre! ¡ Tiene que esforzarse! ». —No veo por qué desaprovechas la ocasió n —le dije a Ravelstein—. Lo ú nico que tienes que hacer es presentar una propuesta. Por lo menos conseguirá s un pequeñ o adelanto. No serí a menos de dos mil quinientos dó lares. Creo que podrí a acercarse a los cinco mil. Aunque no llegues a escribir una sola palabra del libro proyectado, por lo menos cubrirá s algunas deudas y mantendrá s activa tu capacidad de pedir prestado. Total, ¿ qué puedes perder? Pegó un salto. La posibilidad de burlar a un editor estafá ndole unos miles de dó lares y encima librarse de trapicheos y tejemanejes lo atraí a poderosamente. Visto en perspectiva, era cualquier cosa menos una mezquindad. Pero no esperaba que mis especulaciones utó picas desembocasen en ningú n resultado. Se habí a acostumbrado a ese teatro de la intriga de poca monta en el que podí a iró nica y satí ricamente representar y afirmar su talla y objetivos excepcionales. O sea que hizo el esbozo y lo envió, firmó un contrato y cobró el adelanto. La inestimable tetera Jensen de plata habí a desaparecido para siempre, pero a Ravelstein se le habí a reabierto una lí nea de cré dito. Envió dinero por cable a Nikki, que estaba en Ginebra, con el que se compró un traje nuevo Gianfranco Ferré. Nikki tení a instintos de prí ncipe, se vestí a como tal. En Nikki, Ravelstein veí a a un joven brillante que tení a todo el derecho del mundo a afirmarse. No era cuestió n de estilo ni de presentació n. Hablamos aquí de la naturaleza de un joven, no de sus estrategias. Para sorpresa suya, Abe Ravelstein se encontró trabajando en el libro que con su firma se habí a comprometido a escribir. Entre sus amigos y las tres o cuatro generaciones de estudiantes que habí a formado se produjo una sorpresa general. Algunos estuvieron en desacuerdo. Se oponí an por considerarlo una popularizació n o una vulgarizació n de sus ideas. Pero es sabido que enseñ ar, aunque se enseñ e Plató n o Lucrecio o Maquiavelo o Bacon o Hobbes, siempre es una vulgarizació n de algú n tipo. El producto de esas mentes preclaras está impreso desde hace siglos y es accesible a un pú blico general ciego a su significado esoté rico. Puesto que todos los grandes textos tení an un significado esoté rico, segú n é l creí a y enseñ aba. Eso, creo, debe mencionarse, pero só lo mencionarse. De hecho, lo má s simple del ser humano es esoté rico y radicalmente misterioso. Otra pequeñ a curiosidad de aquella velada en el Lucas Cartó n fue que terminó con un vino despué s de la cena. Habí amos llegado al estuario de la fiesta y volví amos a encontrarnos una vez má s frente al golfo de la cuenta comú n. Ravelstein sacó su talonario de cheques franceses. Antes, no habí a tenido nunca una cuenta bancaria en Parí s. Durante largos añ os habí a sido un turista o un adorador de nivel medio de la civilizació n francesa —pero situado debajo de la nube del presupuesto—, aspirante a darse aires pero sin blanca. En nuestro lado del Atlá ntico habí a un lejano paralelismo de la situació n. Puedes ser judí o pero a la vez eres americano, aunque en cierto modo no lo eres. Imaginen, sin embargo, que uno se mete la mano en el bolsillo dispuesto a dejar una propina de gran señ or y en el bolsillo encuentra poco má s que la pelusa de la costura. Pero Ravelstein, con mano temblorosa, rellenó aquella noche el cheque presa del é xtasis. El camarero habí a traí do un platito con trufas de chocolate junto con la nota y a Ravelstein le abochornó ver que Rosamund abrí a el bolso y envolví a los bomboncitos picudos cubiertos de cacao en polvo. —¡ Có gelos! ¡ Có gelos todos! —dijo Ravelstein, el comediante judí o, levantando su voz cascada de club nocturno—. Son recuerdos comestibles. Cada vez que te comas uno volverá s a recordar la fiesta. Puedes anotarlo en tu diario y rememorar lo lanzada y atrevida que fuiste al enfundarte las trufas en el bolso. Ravelstein se formaba de uno el mejor de los conceptos cuando veí a transgredir los lí mites. Má s adelante, repetirí a ocasionalmente a Rosamund: —No me vengas con esos remilgos de señ orita bien educada ni con tapetitos de blonda, que ya te vi có mo te guardabas los bombones en el Lucas Cartó n. Era un hecho que le gustaban los delitos menores y las transgresiones de poca monta. Bajo la capa de sus preferencias siempre habí a ideas. En este ejemplo, la idea era que la buena conducta uniforme era muy mal signo. El propio Ravelstein, ademá s, tení a debilidad por las golosinas, lo que é l llamaba friandises. De regreso a casa, a la salida del despacho, solí a pararse en la tienda de comestibles para comprarse una bolsa de caramelos. Por su gusto se habrí a atracado de frutas azucaradas, especialmente de medias lunas con sabor a lima. Lo que le llamaba particularmente la atenció n en el hecho de que Rosamund arramblara con las trufas era que se trataba de una joven muy guapa, bien educada, corté s e inteligente. A Ravelstein le complací a que se hubiera enamorado de un viejo como yo. —Hay una clase de mujeres que se sienten atraí das de forma natural por los viejos —decí a. Como ya he indicado, tení a debilidad por las conductas anó malas. De manera especial cuando estaban motivadas por amor. Tení a en mucho el deseo. Buscar el amor, enamorarse, era añ orar la mitad perdida, como habí a dicho Aristó fanes. Só lo que no lo habí a dicho Aristó fanes, sino Plató n en una charla atribuida a Aristó fanes. Al principio los hombres y las mujeres eran redondos como el sol y la luna, macho y hembra a la vez, y estaban provistos de dos aparatos sexuales. En ciertos casos los dos aparatos eran masculinos. Así decí a el mito. Eran seres orgullosos, autosuficientes. Desafiaron a los dioses del Olimpo, que los castigaron dividié ndolos por la mitad. É sa es la mutilació n que sufrió la humanidad. Por eso, generació n tras generació n, vamos en pos de la mitad que nos falta, anhelamos volver a ser completos. Yo no era ningú n experto. Como todos o la mayorí a de estudiantes de mi generació n, habí a leí do el Banquete de Plató n. Maravilloso esparcimiento, a mi modo de ver. Pero Ravelstein volvió a remitirme a é l. No es que me enviara a é l literalmente, pero si uno estaba continuamente en su compañ í a era inevitable volver repetidas veces al Banquete. Ser humano querí a decir estar dividido, mutilado. El hombre es incompleto. Zeus es un tirano. El monte Olimpo es una tiraní a. A la humanidad corresponde, en su estado dividido, buscar la mitad que le falta. Y despué s de tantas generaciones, uno no encuentra su verdadera contrapartida. Eros es una compensació n concedida por Zeus..., posiblemente por razones polí ticas que é l sabe. Y la bú squeda de tu mitad perdida encierra desesperanza. El abrazo sexual lleva a olvidarse temporalmente de uno mismo, pero el dolor de saberse mutilado es permanente.
|
|||
|