Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





RAVELSTEIN 1 страница



 

 

En la vida de Saul Bellow su relació n con el filó sofo Allan Bloom fue decisiva. Tanto que en esta novela Bloom se convierte en Abe Ravelstein. En el Hotel Crillon de Parí s, Abe Ravelstein y su amigo Chick celebran, entre lujos y excentricidades, el é xito del revolucionario libro del primero. Tras añ os como brillante profesor universitario, con un salario que no le permití a alcanzar la vida hedonista y fastuosa que tanto deseaba, Ravelstein se ha convertido por fin en un intelectual millonario. Así se inicia la travesí a por las emociones y las ideas de estos dos fascinantes personajes, que recorren en sus valientes conversaciones temas como el amor, la historia, la polí tica y el humor. Pasió n y conocimiento se unen en esta deslumbrante na rració n.       

 


Tí tulo Original: Ravelstein

Traductor: Berdagué Costa, Roser

Autor: Saul Bellow

©2000, Alfaguara

Colecció n: Alfaguara literaturas

ISBN: 9788420442327

Generado con: QualityEbook v0. 68


RAVELSTEIN

 

 

SAÚ L BELLOW

 

 

Traducció n de Roser Berdagué

 

 

 

        

 

 

       Tí tulo original: Ravelstein

 

       © 2000, Saú l Bellow

 

       © De la traducció n: Roser Berdagué

 

       © De esta edició n:

 

       2000, Grupo Santillana de Ediciones, S. A.

 

       Torrelaguna, 60. 28043 Madrid

 

       Telé fono 91 744 90 60

 

       Telefax 91 744 92 24

 

       www. alfaguara. com

 

 

       Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A.

 

       Beazley 3860. 1437 Buenos Aires

 

 

       Aguilar, Altea, Taurus, Alfaguara S. A. de C. V.

 

       Avda. Universidad, 767, Col. del Valle,

 

       Mé xico, D. F. C. P. 03100

 

 

       Distribuidora y Editora Aguilar, Altea,

 

       Taurus, Alfaguara, S. A.

 

       Calle 80 N° 10-23 Santafé de Bogotá, Colombia

 

 

       ISBN: 84-204-4232-1

 

       Depó sito legal: M. 30. 677-2000

 

       Impreso en Españ a - Printed in Spain

 

 

       Diseñ o:

 

       Proyecto de Enric Satué

 

 

       © Fotografí a de cubierta:

 

       Richard Dunkley

 

 

       © Diseñ o de cubierta:

 

       Agustí n Escudero

 

 

           

 

 

 

 

Alla bella donna della mia mente. A Janis, la estrella sin la cual yo no podrí a navegar. A la verdadera Rosie.            

 

 

       Quisiera dar las gracias a mi editora, Beena

 

       Kamlani, por su talento y clarividencia.

 

 

       SAUL BELLOW

 

 

 

Raro es que los benefactores de la humanidad sean personajes divertidos. Ese, por lo menos, es el caso de Amé rica. Si alguien quiere gobernar el paí s tiene que entretenerlo. En tiempos de la Guerra Civil la gente se lamentaba de los chistes de Lincoln. Quizá é l considerase que la seriedad estricta era mucho má s peligrosa que cualquier cuchufleta. Los crí ticos, con todo, decí an de é l que era frí volo y hasta su mismo ministro de Defensa lo calificó de simio.

Entre los papanatas e impostores que formaron los gustos y mentalidades de mi generació n, H. L. Mencken se llevó la palma. Mis compañ eros de enseñ anza secundaria, lectores del American Mercury, estaban al corriente del juicio de Scopes cuando Mencken informó acerca del mismo. Mencken estuvo muy duro con William Jennings Bryan y tambié n con el Bible Belt1 y el Boobus Americanus. Clarence Darrow, que defendí a a Scopes, representaba la ciencia, la modernidad y el progreso. Tanto para Darrow como para Mencken, Bryan, el Creacionista Especial, era un redomado absurdo del Cinturó n Agrí cola. En el lenguaje de la teorí a evolucionista, Bryan era una rama seca del á rbol de la vida. Su está ndar monetario de la Plata Libre era puro chiste. Y lo mismo su oratoria congresista al viejo estilo. Y lo mismo los desaforados á gapes nebraskianos que devoraba. Sus comilonas, adujo Mencken, fueron su muerte. Sus puntos de vista sobre la Creació n Especial quedaron cubiertos de ridí culo extremo en el juicio, y Bryan siguió el camino de los pterodá ctilos —torpe versió n de una idea que triunfó má s tarde—, reptiles planeadores que se transformaron en pá jaros de sangre caliente que volaban y cantaban.

Yo tení a un cuadernillo plagado de citas de Mencken a las que añ adí má s tarde notas de có micos que hací an sus gracias a costa de los demá s o de sí mismos, como W. C. Fields o Charlie Chaplin, Mae West, Huey Long y el senador Dirksen. Habí a incluso una pá gina sobre el sentido del humor de Maquiavelo. No tengo intenció n, sin embargo, de hacerles partí cipes de mis especulaciones en torno al ingenio y a la ironí a que se ejerce a costa de uno mismo en las sociedades democrá ticas. No se preocupen. Me alegra haber perdido el viejo cuadernillo. No tengo ganas de recuperarlo. Só lo ha aflorado de manera fugaz a modo de amplia nota a pie de pá gina.

Siempre he tenido debilidad por las notas a pie de pá gina. A mi modo de ver, una nota a pie de pá gina, sea inteligente o perversa, ha redimido má s de un texto. Y ahora me doy cuenta de que me sirvo de una larga nota a pie de pá gina para introducir un asunto serio: desplazarme en rá pido movimiento a Parí s, a un á tico del Hotel Crillon. Primeros de junio. Hora de desayunar. El anfitrió n es mi buen amigo el profesor Ravelstein, Abe Ravelstein. Mi esposa y yo, que tambié n nos hospedamos en el Crillon, ocupamos una habitació n debajo de la suya, en el sexto piso. Ella todaví a duerme. Toda la planta debajo de la nuestra (esto no tiene absolutamente nada que ver, pero en cierto modo tengo por inevitable mencionarlo) está ocupada en este momento preciso por Michael Jackson y su sé quito. Actú a por la noche en algú n inmenso auditorio parisino. Sus fans franceses no tardará n en llegar y pronto veremos una multitud de rostros vueltos hacia arriba que gritará n al uní sono Miekell Jacksown. Una barrera policial retiene a los fans. Dentro, desde el sexto piso, basta echar un vistazo a travé s del hueco de la marmó rea escalera para descubrir a los guardaespaldas de Michael. Uno está resolviendo el crucigrama del Paris Herald.

—¡ Terrible!... ¿ No te parece?... ¡ Ese circo popular!... —dijo Ravelstein.

El profesor estaba muy contento esa mañ ana. Se habí a servido de la administració n del hotel para conseguir aquella codiciada suite. Estar en Parí s..., en el Crillon. Estar aquí por una vez con dinero a espuertas. Se habí an acabado las apestosas habitaciones del Dragó n Volant, o comoquiera que se llamase, en rué du Dragó n. O del Hotel de l’Acadé mie, en rué des Saints Peres, enfrente de la facultad de Medicina. Ahora ya no se construyen hoteles tan grandiosos ni tan lujosos como el Crillon, donde se alojaba la plana mayor de la milicia americana durante las negociaciones de paz de la Primera Guerra Mundial.

—¡ Fantá stico!, ¿ verdad? —dijo Ravelstein, con uno de sus rá pidos gestos.

Le confirmé que así era. El centro de Parí s estaba a nuestros pies: la plaza de la Concordia con el obelisco, la Orangerie, la Cá mara de los Diputados, el Sena con la pomposidad de sus puentes, palacios, jardines. Ni que decir tiene que aqué llas eran cosas grandes y dignas de contemplar, má s grandes hoy porque Ravelstein las mostraba desde el á tico del hotel, un Ravelstein que no hací a má s que un añ o debí a cien mil dó lares. Quizá má s. Solí a entonces bromear conmigo acerca de su «fondo de amortizació n»2.

Decí a:

—Es un fondo de extinció n, pero yo me extingo con é l... ¿ Sabes qué significa fondo de amortizació n en los cí rculos financieros, Chick?

—¿ Fondo de amortizació n? Tengo una vaga idea.

Antes de que Ravelstein se hiciera rico nadie se habí a planteado nunca que necesitara trajes Armani ni maletas Vuitton, ni puros cubanos, inencontrables en Estados Unidos, ni accesorios Dunhill, ni estilográ ficas Montblanc de oro macizo, ni cristal de Baccarat o de Lalique para servirse el vino..., o para que se lo sirvieran. Ravelstein era uno de esos hombres voluminosos —voluminoso, no fornido— a quienes les tiemblan las manos cuando tienen que llevar a cabo tareas delicadas. La causa no estaba en alguna flaqueza suya sino en una tremenda y á vida energí a que lo llenaba de agitació n cuando se descargaba.

Pues bien, sus amigos, colegas, alumnos y admiradores ya no tení an que poner de su parte para que pudiera costearse sus lujosas costumbres. A Dios gracias, ahora ya podí a prescindir de ciertas elaboradas transacciones con sus camaradas acadé micos a base de trueque de objetos de plata Jensen, de Spode o de Quimper. É stas eran cosas del pasado. Ahora era muy rico. Habí a llegado al pú blico con sus ideas. Habí a escrito un libro —difí cil pero popular—, un libro ingenioso, inteligente, polé mico que se habí a vendido bien y que todaví a seguí a vendié ndose bien en ambos hemisferios y a ambos lados del ecuador. El hecho se habí a llevado a cabo con rapidez pero con absoluta seriedad: nada de concesiones baratas, nada de populacherí as, nada de truculencias mentales, nada de disculpas, nada de aires de patricio. Ahora tení a todo el derecho a presentarse tal como lo hizo mientras el camarero nos serví a el desayuno. Su intelecto lo habí a convertido en millonario. No es moco de pavo hacerse rico y famoso diciendo exactamente lo que uno piensa..., y saber decirlo con palabras propias, sin componendas.

Esa mañ ana Ravelstein llevaba un quimono azul y blanco. Se lo habí an regalado en Japó n hací a un añ o con motivo de una conferencia. Le habí an preguntado si habí a algo que le gustara particularmente y é l habí a respondido que le habrí a gustado un quimono. Aqué l, adecuado para un sogú n, debió de ser objeto de un pedido especial. Ravelstein era muy alto. No era muy agraciado. Llevaba la enorme prenda muy suelta en la cintura y abierta en má s de la mitad. Tení a unas piernas de insó lita largura, no muy bien formadas. Los calzoncillos no muy sujetos en la cintura.

—Me ha dicho el camarero que Michael Jackson no come del Crillon —dijo—. Lo acompañ a a todas partes su cocinero en su jet privado. En cualquier caso, el chef del Crillon se ha llevado un chasco. Dice que su cocina fue buena para Richard Nixon y Henry Kissinger, al igual que para toda una recua de shas, reyes, generales y primeros ministros. Pero ese monito de la fará ndula no quiere su cocina. ¿ No dice algo la Biblia sobre reyes mutilados que hacen vida debajo de la mesa de sus conquistadores..., y comen de las sobras que les caen?

—Me parece que sí. Recuerdo que les habí an cortado los pulgares. ¿ Y eso qué tiene que ver con el Crillon y con Michael Jackson?

Abe se echó a reí r y dijo que no lo sabí a muy bien. Era só lo algo que le habí a pasado por la cabeza. En ese punto, las voces atipladas de los fans, adolescentes parisinos —chicos y chicas gritando al uní sono—, vinieron a añ adirse a los ruidos de los autobuses, camiones y taxis.

Aquella demostració n histó rica fue nuestro teló n de fondo. Pasamos un buen rato tomando café. Ravelstein estaba muy animado. Con todo, hablá bamos en voz baja porque Nikki, el compañ ero de Abe, seguí a durmiendo. Nikki habí a adquirido, en Estados Unidos, la costumbre de ver pelí culas de kung fu de su Singapur natal hasta las cuatro de la madrugada. Tambié n aquí se pasaba despierto gran parte de la noche. El camarero habí a cerrado las puertas correderas para no turbar el delicado sueñ o de Nikki. De cuando en cuando, a travé s de la ventana, yo echaba una ojeada a los rotundos brazos del muchacho y a los largos mechones negros y ondulados desparramados sobre el brillo de sus hombros. Con poco má s de treinta añ os, Nikki conservaba algo del niñ o que habí a sido.

Entró el camarero con fresas silvestres, brioches, tarros de mermelada y una serie de botecitos que, consecuente con la educació n que me habí an dado, yo llamaba el servicio del hotel. Ravelstein garrapateó con descuido su nombre en el cheque al tiempo que se llevaba un bollo a la boca. Yo era el comensal má s pulcro. Cuando veí as comer y hablar a un tiempo a Ravelstein te hací a sentir que allí habí a algo bioló gico en marcha, que estaba pertrechando su organismo y alimentando sus ideas.

Esta mañ ana volvió a instarme a ser má s pú blico, a salir de mi vida privada, a interesarme en «la vida pú blica, la polí tica», para servirme de sus mismas palabras. Querí a que probase fortuna en la biografí a y me avine a decirle que lo harí a. A petició n suya, habí a escrito una breve reseñ a acerca de las argumentaciones de J. M. Keynes sobre las reparaciones de guerra alemanas y el levantamiento del bloqueo aliado en 1919. A Ravelstein le habí a complacido lo que yo habí a escrito, aunque sin satisfacerlo del todo. Segú n é l, yo tení a un problema retó rico. Yo le dije que hacer hincapié excesivo en los hechos literales reducí a el interé s general del trabajo.

No me habrí a costado salir al paso de su comentario: cuando yo cursaba enseñ anza secundaria tuve un profesor de lengua inglesa llamado Morford (le llamá bamos «el loco Morford») que nos hizo leer el ensayo de Macaulay sobre el Johnson de Boswell. No sabrí a decir si habí a sido idea de Morford o de la Junta de Estudios. El ensayo de Macaulay, encargado por la Encyclopedia Britannica en el siglo diecinueve, fue publicado por Riverside Press como libro de texto. Leerlo me dio fiebre. Macaulay me entusiasmó con su versió n de la Vida, con la «anfractuosidad» de la mente de Johnson. Desde entonces he leí do muchas crí ticas sesudas acerca de los excesos Victorianos de Macaulay. Pero no me he curado nunca, jamá s he querido curarme de mi debilidad por Macaulay. Gracias a é l todaví a veo al pobre Johnson, caminando con pasos convulsivos, tocando todos los faroles de la calle y comiendo carne en malas condiciones y pasteles rancios.

Qué lí nea adoptarí a al escribir una biografí a se convirtió en el problema. Contaba con el ejemplo del propio Johnson en las memorias que escribió de su amigo Richard Savage. Tambié n con el de Plutarco, por supuesto. Al citar a Plutarco a un estudioso de lo griego, lo rechazó tildá ndolo de «mero literato». Pero ¿ acaso se habrí a podido escribir Antonio y Cleopatra sin Plutarco?

Consideré a continuació n las Vidas breves de Aubrey.

No pienso repasar toda la lista.

Habí a intentado describir el señ or Morford a Ravelstein: yo, en clase, no habí a visto nunca borracho al loco Morford, pero es evidente que era un beodo..., tení a la cara colorada de los borrachí nes. Llevaba todos los dí as el mismo traje, que parecí a sacado de una venta de saldos por incendio del local. Ni é l querí a conocerte ni que tú lo conocieras. Su mirada azul y abstraí da de alcohó lico nunca se fijaba en nadie. Debajo de las alborotadas cejas, sus ojos se dirigí an tan só lo a las paredes, atravesaban las ventanas, penetraban en el libro que estuviera leyendo. Johnson de Macaulay y Hamlet de Shakespeare fueron las dos obras que estudiamos aquel curso con é l. Johnson, pese a su escró fula, a sus andrajos, a su hidropesí a, tuvo sus amistades, escribió sus libros exactamente de la misma manera que Morford atendí a sus clases y nos escuchaba cuando recitá bamos de memoria los versos: «¡ Qué fatigosos, rancios, insulsos y vanos me parecen todos los usos de este mundo! ». La cabeza rapada, torvo el rostro ceñ udo, la mano prieta detrá s de la espalda. Absolutamente anodino e inú til.

Ravelstein no se mostró muy interesado en la descripció n que le hice de Morford. ¿ Por qué le invitaba a ver al Morford de mis recuerdos? Pero Abe estuvo acertado al ponerme en la ví a del ensayo de Keynes. Keynes, el poderoso economista-estadista a quien todo el mundo conoce por Las consecuencias econó micas de la paz, envió cartas y comunicaciones a sus amigos de Bloomsbury informá ndoles de sus experiencias de posguerra, en particular, de los debates sobre reparaciones entre los alemanes derrotados y los lí deres aliados: Clemenceau, Lloyd George y los americanos. Ravelstein, hombre que no era pró digo en elogios, me dijo que aquella vez yo habí a escrito una reseñ a de primera clase sobre las notas de Keynes a sus amigos. Ravelstein evaluaba a Hayek muy por encima de Keynes como economista. Decí a que Keynes habí a exagerado el rigor de los aliados y habí a hecho el juego a los generales alemanes y, despué s, a los nazis. La Paz de Versalles habí a sido mucho menos punitiva que lo que habrí a debido ser. Los objetivos bé licos de Hitler en 1939 no se diferenciaban de los del Ká iser en 1914. Pero, dejando al margen este error de bulto, Keynes poseí a muchos atractivos personales. Educado en Eton y Cambridge, el grupo de Bloomsbury le habí a conferido lustre social y cultural. La Gran Polí tica de su tiempo lo habí a desarrollado y perfeccionado. Supongo que, en su vida personal, se consideraba uraniano, eufemismo britá nico de homosexual. Ravelstein me hizo notar que Keynes se habí a casado con una bailarina rusa. Me explicó tambié n que Urano habí a engendrado a Afrodita, pero que é sta no habí a tenido madre. Habí a sido concebida por la espuma del mar. Si me decí a estas cosas no era porque pensase que yo las ignoraba, sino porque juzgaba que me hací a falta, en un determinado momento, dirigir hacia ellas mis pensamientos. Por eso me recordó que, cuando el titá n Cronos mató a Urano, las semillas de é ste se dispersaron en el mar. Y en cierto modo, esto tení a que ver con las reparaciones de guerra o con el hecho de que los alemanes, bloqueados aú n, se estuvieran muriendo entonces de hambre.

Ravelstein, que, por razones que é l sabí a, me habí a metido en el trabajo de Keynes, recordaba sobre todo los pasajes que describen la incapacidad de los alemanes de cubrir las exigencias de Francia e Inglaterra. Los franceses andaban tras las reservas de oro del Kaiser; decí an que el oro debí a entregarse de inmediato. Los ingleses dijeron que se conformaban con las divisas fuertes. Uno de los negociadores alemanes era judí o. Lloyd George, tras haber perdido los estribos, se volvió contra aquel hombre e hizo a su costa un asombroso numerito: se agachó, se encorvó, caminó renqueante, escupió, sonorizó las eses, sacó giba..., una zancajosa parodia de los andares judí os. Keynes lo describió a sus amigos de Bloomsbury. Ravelstein no tení a buena opinió n de los intelectuales de Bloomsbury. Le disgustaban sus manierismos culturales, desaprobaba sus extravagantes bufonadas y lo que é l llamaba sus «mariconadas». No podí a ni querí a censurarlos por chismosos. A é l le gustaba demasiado chismorrear para sucumbir a tales censuras. Decí a, sin embargo, que no eran pensadores sino esnobs y que su influencia era perniciosa. Los espí as que má s tarde, en los añ os treinta, reclutaron la GPU o el NKVD en Inglaterra3 habí an sido formados en Bloomsbury.

—Pero lo sacaste bien, Chick, sobre todo la aviesa parodia del youpin que hizo Lloyd George.

Youpin es el equivalente francé s de kike4.

—Gracias —dije.

—Lejos de mí querer entrometerme —dijo Ravelstein—, convendrá s conmigo en que intento ayudarte.

Por supuesto que yo comprendí a sus razones. Querí a que escribiera su biografí a y, al mismo tiempo, querí a apartarme de mis malas costumbres. Segú n é l, yo me habí a recluido en el individualismo y necesitaba ser restituido a la comunidad. «¡ Son demasiados añ os de interioridad! », solí a decir. Yo me morí a de ganas de ponerme en contacto con la polí tica, pero no polí tica local ni maquinaria polí tica, ni siquiera polí tica nacional, sino polí tica tal como Aristó teles y Plató n entendí an el té rmino, una polí tica con raí ces en la propia naturaleza. No se puede volver la espalda a la propia naturaleza. Concedí a a Ravelstein que leer aquellos documentos de Keynes y escribir el ensayo habí a sido algo parecido a unas vacaciones. Habí a sido un volver a la humanidad, darse un bañ o de humanidad. A veces necesito ir en metro a la hora punta o meterme en un cine atiborrado de gente: a eso le llamo yo un bañ o de humanidad. Como la res que necesita lamer sal, tambié n yo a veces anhelo el contacto fí sico.

—Tengo unas cuantas ideas vagas con respecto a Keynes y al Banco Mundial, a su acuerdo de Bretton Woods y tambié n a su ataque al Tratado de Versalles. Sé de Keynes justo lo indispensable para introducir su nombre en un crucigrama —dije—. Me alegro de que me llamaras la atenció n sobre sus notas personales. Sus amigos de Bloomsbury seguramente se morí an de ganas de conocer sus impresiones sobre la Conferencia de la Paz. Gracias a é l dispusieron de asientos de primera fila en un acto histó rico mundial. Supongo que Lytton Strachey y Virginia Woolf estarí an debidamente narcotizados. Por algo representaban los intereses superiores de la sociedad britá nica. Tení an el deber de saber, un deber de artista.

—¿ Y qué me dices del aspecto judí o de la cuestió n? —dijo Ravelstein.

—A Keynes no le gustaba demasiado. Recuerda que la ú nica amistad que hizo en la Conferencia de la Paz fue con un judí o miembro de la delegació n alemana.

—No, no debí a de preocuparles demasiado un hombre tan adocenado como Lloyd George a aquellos bloomsburianos.

Pero Ravelstein conocí a el valor de una camarilla. É l tení a la suya. La constituí an estudiantes que é l habí a formado en filosofí a polí tica y amigos de muchos añ os. La mayorí a se habí an formado, al igual que el propio Ravelstein, con el profesor Davarr, y se serví an de su vocabulario esoté rico. Algunos de los alumnos má s antiguos de Ravelstein ocupaban ahora puestos de importancia en perió dicos nacionales. Habí a algunos en el Departamento de Estado. Otros daban clases en la Academia Militar o formaban parte del personal del Asesor de Seguridad Nacional. Uno era un proté gé de Paul Nitze. Otro, disidente, publicaba una columna en el Washington Times. Los habí a influyentes, todos estaban bien informados; constituí an un grupo cerrado, una comunidad. Ravelstein tení a noticias frecuentes de ellos y, cuando estaba en casa, pasaba horas al telé fono hablando con sus discí pulos. En cierto modo, les guardaba los secretos. O por lo menos no los divulgaba mencionando nombres. Incluso hoy, en el á tico del Crillon, tení a el telé fono mó vil sujeto entre las rodillas desnudas. El quimono japoné s le caí a de unas piernas má s blancas que la leche. Tení a pantorrillas de hombre sedentario, la tibia larga y abrupto el mú sculo de la pantorrilla, sin redondeces. Hací a unos añ os, despué s del ataque al corazó n, que los mé dicos le habí an aconsejado que hiciera ejercicio y con ese propó sito se habí a comprado un chá ndal caro y unas elegantes zapatillas de gimnasia. Estuvo unos dí as arrastrá ndose por el perí metro de la pista antes de tirar la toalla. El ejercicio fí sico no era lo suyo. É l trataba su cuerpo como un vehí culo, una moto lanzada a toda velocidad sobre el borde del Gran Cañ ó n.

—No me sorprende lo de Lloyd George —dijo Ravelstein—. Era un cabroncete de alivio. En los añ os treinta visitó a Hider y regresó con una gran opinió n de é l. Hider era el sueñ o de los lí deres polí ticos. La gente hací a lo que é l querí a, y rá pido. Nada de discusiones, sin rechistar. Nada que ver con el gobierno parlamentario.

Era una gozada oí r hablar a Ravelstein de lo que é l llamaba Gran Polí tica. A menudo especulaba en torno a Roosevelt y a Churchill. Sentí a un gran respeto por De Gaulle. De cuando en cuando se le iba un poco la mano. Hoy, por ejemplo, cuando habló de la «mordacidad» de Lloyd George.

—La mordacidad está bien —dije yo.

—En lo tocante a lenguaje, los britá nicos nos ganan en mordacidad. Sobre todo a partir del momento en que su fuerza comenzó a hacer aguas y el lenguaje se convirtió en un recurso importante.

—Como la puta de Hamlet, que tiene que descargar su corazó n de palabras.

Ravelstein, con su calva y poderosa cabeza, se moví a a gusto entre grandes frases, cuestiones importantes y hombres famosos, entre dé cadas, eras, siglos. Pero estaba tan familiarizado con actores como Mel Brooks como lo estaba con los clá sicos y podí a pasar de la colosal tragedia que narra Tucí dides al Moisé s interpretado por Brooks.

—Baja del monte Sinaí con los mandamientos. Dios le habí a dado veinte pero, al ver a los hijos de Israel alborotando en torno al Becerro de Oro, a Mel Brooks se le caen diez mandamientos de los brazos.

A Ravelstein le encantaban estas consideraciones tipo Catskill; poseí a un don natural para esas cosas.

Le gustó el esbozo que hice de Keynes. Recordó que Churchill habí a calificado a Keynes de hombre de inteligencia clarividente. A Abe le encantaba Churchill. En tanto economista, Milton Friedman era má s inteligente que la mayorí a, pero Friedman era un faná tico del librecambio y no tení a interé s alguno por la cultura, mientras que Keynes poseí a una inteligencia cultivada. Se equivocó, sin embargo, con el Tratado de Versalles y era deficiente en polí tica, campo que Ravelstein comprendí a a fondo.

La «gente» que Abe tení a en Washington mantení a tan ocupada su lí nea telefó nica que le dije que debí a de estar organizando un gobierno fantasma. Aceptó el comentario con una sonrisa, como si la rareza no fuera suya sino mí a. Dijo:

—Esos alumnos a los que he preparado en los ú ltimos treinta añ os siguen dirigié ndose a mí y, en cierto modo, el telé fono hace posible un seminario continuo donde las cuestiones que se les plantean en el dí a a dí a de Washington está n en la misma lí nea del Plató n que estudiaban hace dos o tres dé cadas, o de Locke o de Rousseau o, si me apuras, de Nietzsche.



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.