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5 de abril
Esta mañ ana, cuando aú n estaba oscuro, salí de casa para ir a que me hicieran la extracció n de sangre. Hací a muchos meses que no salí a tan temprano. Los tranví as iban atestados de trabajadores de las fá bricas. Cuando le pregunté al cobrador por mi destino, un pequeñ o parque del que nunca habí a oí do hablar, me dijo: «Qué dese por aquí, le avisaré ». Avanzamos calle arriba a lo largo de unos tres kiló metros, y entonces el hombre me tocó con el codo y me dijo: «Ahí lo tiene». De un modo bastante juguetó n, me empujó hacia la puerta, mientras los demá s pasajeros miraban adelante con expresiones sombrí as, las caras soñ olientas y oscuras. Esperé en la cola ante el complejo deportivo. En el gimnasio me desvestí y desfilé desnudo con los demá s, examinando sus cicatrices e imperfecciones como ellos examinaban las mí as. Habí a pocos muchachos; la mayorí a eran hombres treintañ eros. A los lisiados los apartaron enseguida. Un mé dico nos palpó las ingles; otro, un hombre entrado en añ os con un cigarro en la boca, blandió la jeringa y dijo en un tono mecá nico: «Cierra el puñ o, á brelo, ya está ». Sujetando un algodó n sobre el pinchazo, mirando con curiosidad tu sangre en el tubo de ensayo, salí as al exterior y te marchabas. Eran las ocho de una mañ ana brillante, la hora a la que normalmente me levantaba. Entré en una cafeterí a a desayunar, fui a casa y me pasé el dí a leyendo.
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