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31 de marzo



 

Hoy ha sido el funeral. El capitá n llevaba una corona en su coche. Se le acercó una mujer con una capa azul, plumas y piernas cortas enfundadas en medias estriadas. Puso un pie en el estribo, como si estuviera en la barra de un bar. Entonces subió a bordo y se alejaron juntos. Durante toda la mañ ana han venido mensajeros con telegramas. No sé cuá ntos hijos tení a la anciana. Marie me dijo cierta vez que tení a un hijo en California. La familia se reunió en el porche. Los rostros de las mujeres estaban humedecidos por las lá grimas; los hombres parecí an taciturnos. Regresaron del funeral al mediodí a y almorzaron sentados a una larga mesa en la sala. Los vi cuando subí en busca del correo a mediodí a. El capitá n me sorprendió mirando y frunció el ceñ o. Me apresuré a retirarme.

El cartero estaba metiendo una carta en el buzó n de la puerta contigua, y al verme me señ aló vigorosamente y se deslizó el dedo por la garganta. Yo habí a recibido el aviso. «Un comité de sus vecinos... » Me convocaban el dí a nueve. El lunes me harí an el aná lisis de sangre. Saqué los papeles del sobre y los deposité sobre el tocador, donde Iva podrí a verlos cuando entrara.

Horas despué s, cuando estaba sentado leyendo, Marie llegó con toallas limpias. Tambié n ella vestí a de negro. Deambuló por la casa sombrí a e inabordable, como si compartiera con la señ ora Kiefer y los deudos algú n insó lito secreto acerca de la muerte. Aproveché la oportunidad para decirle que me marchaba.

—¿ Su mujer va a quedarse? —me preguntó.

—No lo sé.

—Ajá. Bien, buena suerte.

Con expresió n compungida, se llevó un pañ uelo a las mejillas hú medas.

—Gracias —repliqué.

Ella tomó las toallas sucias y cerró la puerta.

 



  

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