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26 de marzo



 

Hemos pasado varios dí as mal de fondos. Iva recibió su paga el martes pero, en vez de hacer efectivo el cheque, lo trajo a casa y lo dejó en el cajó n de mi escritorio con instrucciones de que lo llevara al banco. La razó n que me dio de no haberlo llevado al banco del centro, como de costumbre, fue que esta semana trabajaba por las noches en la sala de referencias y no querí a correr el riesgo de regresar a casa con una suma considerable. Habí a oí do rumores de atracos.

Pero no quise ir a la sucursal bancaria que estaba cerca de casa.

Allí habí a tenido varias experiencias con los cheques de Iva. El otoñ o pasado me rechazaron en dos ocasiones, una porque no tení a suficiente identificació n y la otra cuando el subdirector, al cotejar mis tarjetas conmigo, me preguntó:

—¿ Có mo sé que es usted esta persona?

—Le doy mi palabra —repliqué.

É l no sonrió; yo no era merecedor de una sonrisa. Pero todo apuntaba a que, en unas circunstancias diferentes (si hubiera estado bien afeitado y mi camisa no estuviera raí da, o si fragmentos del forro roto no hubieran sido visibles en la manga de la chaqueta), mis palabras le habrí an hecho sonreí r. Se acomodó en la silla con semblante serio y examinó el cheque. Era un hombre rollizo, de unos treinta añ os. Sobre su mesa, en letras de lató n pegadas a un bloque de madera, decí a Sr. Frink. El cabello rojizo ya retrocedí a, dejá ndole dos anchos arcos salpicados de pecas. Dentro de pocos añ os estarí a calvo, la cabeza manchada con aquellas pecas negruzcas.

—Es un cheque del ayuntamiento, señ or... Frink, ¿ verdad? —É l asintió a la menció n del apellido—. Sin duda no es muy arriesgado aceptar un cheque del ayuntamiento.

—Si uno sabe quié n lo endosa —dijo el señ or Frink, mientras quitaba el capuchó n de su pluma con una mano y utilizaba la otra para revolver mis tarjetas con habilidad profesional—. Bien, ¿ dó nde trabaja usted, Joseph?

En estos casos generalmente respondo que trabajo en Inter-American. Es una referencia impresionante y no del todo falsa, pues estoy seguro de que el señ or Mallender me apoyarí a. Pero como se habí a dirigido a mí por mi nombre de pila, como si fuese un inmigrante o un adolescente o un negro, dejé de lado la diplomacia sin pensarlo dos veces, y le respondí.

—En estos momentos no trabajo en ninguna parte. Estoy esperando que me llamen a filas.

Por supuesto, ese era el fin de mis posibilidades. De inmediato cubrió la pluma con el capuchó n y me dijo que el banco tení a por norma no pagar los cheques de personas sin cuenta corriente en la entidad. Lo lamentaba.

Recogí mis tarjetas.

—Vea esto, observará que tengo apellido, Frink —le dije, mostrá ndole una de las tarjetas—. Comprendo que es difí cil tratar con el pú blico de una manera eficiente y ademá s corté s. De todos modos, a nadie le gusta que le traten como a un tipo sospechoso y, al mismo tiempo, de un modo condescendiente.

Hice un esfuerzo por dominarme mientras decí a esto, pero cuando terminé vi que varias personas me estaban mirando. Frink parecí a má s alarmado por mi tono que por mis palabras. No estoy seguro de si las comprendí a, pero me miraba como para informarme de que estaba amenazando a un hombre valiente. Fue un incidente estú pido. Un añ o atrá s habrí a aceptado su explicació n corté smente y me habrí a marchado.

Demasiado tarde, me guardé el cheque en el bolsillo y, sin dirigir otra mirada a Frink, me largué.

Como es natural, cuando tuve que explicar mis motivos para no ir al banco no pude contarle a Iva lo ocurrido. Me limité a decirle que me habí an rechazado dos veces y no querí a que sucediera una tercera.

—Vamos, Joseph, ¿ por qué ha de haber cualquier problema? He cobrado cientos de cheques.

—Pues no quisieron pagá rmelo. Y ya puedes figurarte lo embarazoso que es.

—Te daré mi identificació n. Todo lo que tienes que hacer es mostrá rsela.

—No lo haré —insistí.

—Entonces ve a otra parte. Vete al banco que está cerca de Lake y Park Avenue.

—Antes de que te atiendan, te hacen llenar un impreso larguí simo. Quieren saberlo todo... tu empleo. Si les digo que no estoy trabajando, se reirá n de mí y tendré que irme con las manos vací as. «¿ Qué? ¿ No está trabajando? Hoy en dí a cualquiera puede conseguir trabajo. » No, no iré. ¿ Por qué no lo haces efectivo en el centro?

—No voy a llevar todo ese dinero a altas horas de la noche. Ni hablar. Si me atracan tendremos que pedir prestado a tu padre o al mí o, o a tu hermano Amos.

—¿ Te han atracado alguna vez?

—Sabes que no.

—Entonces ¿ por qué de repente empiezas a preocuparte por eso?

—Lees dos perió dicos al dí a, de cabo a rabo. Deberí as saberlo. Ha habido atracos.

—¡ Bah! Dos personas. Y tampoco cerca de aquí, sino a kiló metros de distancia, en la calle Diecisé is.

—¿ Vas a cobrar o no este cheque, Joseph?

—No.

Tal vez deberí a haberle hablado de mi experiencia con el señ or Frink. Entonces, en cualquier caso, el motivo de mi negativa habrí a estado claro. Pero ella se habrí a enfadado de todas maneras. Con la razó n de su parte, se habrí a mostrado muy severa. Y, aunque me habrí a excusado de volver al banco, es probable que me lo hubiera hecho pasar mal en otros aspectos. Así pues, no le dije nada.

—Muy bien —concluyó ella—. El cheque se quedará en el cajó n. No comeremos.

—Puedo soportarlo si tú lo haces.

—Estoy segura de que puedes soportarlo. Tendrí as que estar tan dé bil como... como Gandhi, antes de ceder. Eres terco como un mulo.

—Creo que no tienes derecho a llamarme terco. Como si tú no fueras el doble de testaruda. No tengo ganas de pelearme por una cosa así, Iva. Esa es la verdad. No puedo ir. Tengo mis razones.

—Siempre tienes razones, y con principios —replicó ella—. Principios con P mayú scula. —Trazó la letra en el aire con el dedo í ndice.

—No seas tonta. ¿ Crees que es agradable ir a la ventanilla de un banco y que te rechacen?

—¿ De veras no tuviste allí algú n altercado? —me preguntó astutamente—. Tengo la sospecha...

—Tu sospecha es erró nea. Siempre te precipitas a sacar la peor conclusió n posible. Si yo quisiera hacer eso...

—¿ Qué?

—Dirí a muchas cosas.

—¿ Por ejemplo?

—Quieres que haga toda clase de cosas que antes nunca tení a que hacer. ¿ Ya qué viene ese temor repentino a que te roben? Podrí a decir que es una treta tuya. Has llevado dinero encima durante añ os, y cantidades superiores. De repente te asusta. Bien, la razó n es que quieres que haga recados.

—¿ Recados?

—Sí.

—Explí camelo con detalle. Debes de tener un principio oculto en alguna parte.

—No me tomes el pelo, Iva. Las cosas han cambiado. Tú eres ahora el sosté n de la familia y, tanto si lo sabes como si no, te molesta que me quede en casa mientras tú vas a trabajar cada mañ ana. Así que te inventas cosas para que las haga. Quieres que me gane mi mantenimiento.

Iva palideció.

—Tení as que decir precisamente eso. Nunca sé qué vas a hacer. Parece que nos llevamos tan bien y de repente sueltas algo... algo... es terrible decir semejante cosa.

—Pero es cierta.

—No lo es.

—Tú misma eres consciente de ello, Iva. No te culpo. Pero eres tú la que ganas el pan, y eso, al fin y al cabo, ha de tener un efecto sobre ti...

—Eres tú quien tiene un efecto sobre mí. Me das asco.

—Vamos, Iva, escú chame —insistí —. No me estoy inventando esto. Lo veo y lo siento continuamente. Sé que no quieres que sea cierto, pero lo es de todos modos. Das por sentado que no tengo nada que hacer. Cada mañ ana me das media docena de ó rdenes. Y hace un momento has mencionado que leo los perió dicos.

—Có mo lo tergiversas todo —dijo ella con acritud.

—No tanto como crees.

Ella buscó su pañ uelo.

—En cuanto saco a relucir un tema que no te gusta, empiezas a llorar. ¿ No quieres que diga nada de esto?

—Puedo tener la seguridad de que no te quedará s callado cuando crees que te tratan injustamente. Crees que todo el mundo intenta aprovecharse de ti. Incluso yo...

—No pudo continuar.

—Esto es lo que sucede cada vez que abordo un tema desagradable. Tan solo intento señ alar algo de lo que no creo que seas consciente. Pensé que querí as que te dijera estas cosas. Antes nunca poní as objeciones.

—Nunca eras tan mezquino ni ternas tan mal genio. Nunca... —No pudo seguir contenié ndose y rompió a llorar.

—¡ Por Dios! ¿ Es que nunca podemos hablar sin una inundació n de lá grimas? Llorar es fá cil para ti, pero ¿ qué puedo hacer yo? Me marcho. Deberí a irme para siempre. Esto no es vida. ¡ Deja de llorar!

Ella intentó dominarse, y sus esfuerzos terminaron con un sonido gutural grotesco. Se dio la vuelta en la cama y me ocultó la cara.

Hasta ese punto de nuestra discusió n, Vanaker habí a tosido varias veces, como si protestara. Entonces oí sus pisadas en el pasillo, camino del lavabo, y, tal como habí a esperado, el sonido que hací a al orinar y que salí a por la puerta abierta, fue creciendo a medida que dirigí a su chorro al centro de la taza, donde el agua era má s profunda. Me puse las zapatillas, salí con sigilo y me dirigí a su silueta. Cuando se volvió, al oí rme, mi pie estaba ya en la puerta. Se habí a descuidado de encender la luz, pero yo veí a con toda claridad gracias a la pequeñ a bombilla exterior. En la semipenumbra, una expresió n de pá nico apareció en sus ojos hú medos de borracho, y trató de apartarme para salir, pero yo estaba firmemente plantado en el umbral.

—¡ Por fin le he atrapado, eh! —exclamé —. Puñ etero viejo que solo piensa en beber. Por Dios que ya estoy má s que harto. Abajo hay una moribunda, y usted aquí dando portazos, completamente mamado y armando todo el jaleo que le viene en gana.

—Joseph —me llamó Iva con voz tensa—. ¡ Joseph!

—Ya era hora de que le diera un rapapolvo. Estoy hasta las narices. ¿ Cree que puede portarse así indefinidamente? —le grité a Vanaker—. ¿ A quié n se le ocurre armar este jaleo en plena noche, pedazo de carroñ a, obligarnos a oí r sus asquerosos ruidos? ¿ Es que nunca ha aprendido a cerrar la puerta cuando va al lavabo? ¡ Por Dios, bien que la cerró la noche que prendió fuego a la casa!

—¡ Señ or! —oí gritar a la señ ora Bartlett desde la escalera.

Se cerró una puerta. Iva habí a entrado de nuevo en la habitació n, y varios sonidos similares me indicaron que o bien la señ ora Fessman o bien la señ orita Ling habí an salido a escuchar y entonces se habí an apresurado a retirarse. Hubo má s ruidos procedentes del piso del capitá n Briggs. Oí los pasos de un hombre por el corredor de arriba.

—Y que, ademá s, roba —seguí diciendo.

—¿ Robo? —replicó é l dé bilmente.

—Sí, roba —repetí —. Y entonces, con mis calcetines puestos y oliendo al perfume de mi mujer, se va a la iglesia de Santo Tomá s Apó stol. No crea que no he pensado en ir ahí y contarles lo que hace. ¿ Le gustarí a eso?

É l me miraba en silencio, su cabeza era un borró n alargado en la superficie de peltre del espejo del botiquí n. Entonces dio un paso adelante, esperanzado, pues el capitá n estaba detrá s de mí, enfundado en su bata.

—¿ Qué está usted haciendo? —inquirió con severidad. La señ ora Briggs apareció a su lado—. Abró chese el cinturó n —ordenó al señ or Vanaker, quien entonces se refugió detrá s de la puerta.

—O se marcha é l, o mi mujer y yo... Nos negamos a seguir aguantá ndole.

—Ya está bien —dijo el capitá n—. Ya ha gritado bastante. Cá lmese. Pueden oí rle en toda la casa.

—Es un escá ndalo —susurró su esposa—. Con mi madre abajo.

—Lo siento, señ ora Briggs —le dije, bajando la voz—. Pero no podí a seguir soportá ndole. Admito que he perdido los estribos.

—Desde luego.

—Espera un momento, Mil —terció el capitá n. Y se dirigió a mí —: No podemos permitir aquí esa clase de conducta, y...

—¿ Qué clase de conducta? —repliqué excitado—. Parece ser que é l puede hacer lo que le plazca, pero si protesto soy yo el culpable. ¿ Por qué no le pregunta a é l? ¿ Por qué se esconde aquí?

—Si tení a quejas, deberí a habé rnoslas planteado a mí o a mi esposa en vez de armar alboroto. Esto no es una taberna...

—He soportado la indecencia de este hombre. No me importa. Es esa falta de consideració n.

Me di cuenta de que mis frases eran inconexas.

—Esto es terrible, vergonzoso —dijo la señ ora Briggs.

—No podemos tolerarlo —añ adió el capitá n—, de ninguna manera. ¡ Es la peor clase de desorden!

—Howard... —le reconvino la señ ora Briggs.

—Es usted quien grita ahora, capitá n —le dije.

—¡ No me diga a mí có mo tengo que hablar! —estalló el capitá n.

—No soy su subordinado, soy un civil. No tengo por qué aguantar que me trate de esta manera.

—¡ Por Cristo que le voy a dar un sopapo ahora mismo!

—¡ Inté ntelo! —repliqué, dando un paso atrá s y cerrando los puñ os.

—Howard, por favor —dijo la señ ora Briggs—. Howard.

Iva apareció en la puerta.

—Ven aquí, Joseph. Vuelve a la habitació n. —Pasé por el lado del matrimonio con cautela—. Entra —me ordenó Iva.

—Si me toca lo mato, con uniforme o sin é l —gruñ í mientras entraba.

—Cá llate, ¿ quieres? —me dijo Iva—. Por favor, señ ora Briggs, solo un momento. —Corrió hacia ellos.

Me calcé, saqué la chaqueta del armario y salí de casa. Caminé con rapidez bajo la llovizna. No era tarde, desde luego no serí an má s de las diez. El aire era denso, el ambiente negro, las farolas de la calle evocaban relojes de arena. No podí a caminar má s despacio, no estaba seguro de mis piernas. Seguí andando hasta que llegué a un espacio abierto, un solar con una malla metá lica de protecció n para jugar al bé isbol. El suelo estaba inundado, una lá mina de agua agitada por el viento, totalmente negra. Detrá s de la malla de protecció n habí a una fuente de agua potable, de la que brotaba un chorro que se dispersaba en la cá lida atmó sfera. Bebí y seguí adelante, no tan rá pido como antes pero con la misma falta de rumbo, hacia el está tico chubasco de luces a cierta distancia, en la calle, y a media distancia un rocí o de ellas que pendí a sobre el brillante pavimento. Entonces di la vuelta.

Ni siquiera podí a imaginar la penosa situació n de Iva ni el estado de la casa. Iva debí a de estar tratando de explicarse; si la señ ora Briggs la escuchaba, lo harí a con la mayor frialdad, mientras Vanaker volví a a su habitació n, sumiso pero vindicado y probablemente preguntá ndose qué habí a ocurrido. Como me ocurriera en el pasado, una vez má s me pareció un hombre de escasas luces, tal vez subnormal.

Crucé el suelo de ceniza de un patio escolar y salí a un callejó n desde donde se veí an las ventanas de nuestra casa. Busqué la sombra de Iva en la persiana. No estaba allí. Me habí a detenido cerca de una valla contra la que se apoyaba un á rbol, cuyos brotes acababan de salir y que parecí a hervir bajo la lluvia. Di la vuelta y caminé de nuevo a lo largo de la valla del patio escolar. Una anilla de acero en una cuerda golpeaba ruidosamente el asta de la bandera. Entonces, por un instante, me iluminaron las luces de un coche. Me aparté para que pasara y seguí el borró n rojizo en que se convirtió hasta desaparecer. Algo correteó entre los cubos de basura y los papeles. Una rata, pensé y, asqueado, apreté todaví a má s el paso y sorteé un charco en el extremo de la calle, donde habí a un paraguas torcido empapado de agua y cenizas. Aspiré una bocanada de aire cá lido.

Creo que sabí a desde hací a algú n tiempo que el momento que habí a estado esperando habí a llegado y que era imposible seguir ofreciendo resistencia. Debí a entregarme. Y reconocí que la bocanada de aire cá lido era al mismo tiempo una bocanada de alivio por mi decisió n de rendirme. Estaba acabado. Pero no era doloroso reconocerlo, no lo era en absoluto. Ni siquiera cuando me puse a prueba, susurrando «la trailla», en un tono de reproche, me sentí dolido o humillado. Podrí a haber elegido un sí mbolo de mi rendició n má s duro que aquel. No me habrí a dolido, pues no podí a sentir nada má s que gratificació n y un deseo de que mi decisió n tuviese una eficacia inmediata.

Ahora no podí an ser má s de las diez y media. La junta de reclutamiento a menudo celebraba sesiones hasta muy tarde. Me encaminé a su oficina en el hotel Servier. Cuando cruzaba el anticuado vestí bulo, tratando de recordar en qué lado se encontraba la oficina, el empleado me llamó. Habí a adivinado lo que querí a.

—Si lo que busca es la junta, todos se han ido a casa —me dijo.

—¿ Puedo dejar una nota? No importa, la enviaré por correo.

Me senté a una mesa en un rincó n, cerca del portier, y escribí en una hoja con membrete del hotel:

«Por la presente solicito que me integren lo antes posible en los servicios armados».

A esto añ adí mi nombre completo y el nú mero de telé fono, y al pie añ adí:

«Estoy disponible en cualquier momento».

Tras haber echado esta nota al buzó n, me detuve en una taberna y me gasté mis ú ltimos cuarenta centavos en una copa.

—Me voy a la guerra —le dije al barman.

El hombre detuvo la mano sobre el dinero. Entonces lo recogió e introdujo en la caja registradora. Al fin y al cabo, el local estaba lleno de soldados y marineros.

 



  

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