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25 de marzo
La mañ ana empezó gris y entumecida, y luego se animó milagrosamente. Recorrí el barrio. A la una de la tarde hací a calor de veras, y de corrales y alcantarillas se alzaban vaharadas de olores veraniegos (unos olores tan antiguos en la memoria de quien se ha criado en la ciudad que ya no son repugnantes). La luz del sol doraba las pequeñ as nubes que se desplazaban por el cielo. En cambio, las calles parecí an quemadas. Las chimeneas apuntaban a lo alto, boquiabiertas y exhaustas. El cé sped, al que cruzaba la acera, estaba cubierto por la acumulació n invernal de ramas secas, librillos de fó sforos, pitillos, excrementos de perro, escombros. La hierba detrá s de las empalizadas y los adornos de hierro forjado era todaví a amarilla, aunque en muchos lugares el sol ya habí a logrado convertirla en un verde má s vivo. Y las casas, con las puertas y las ventanas abiertas para que entrara el fresco, eran como viejos borrachos o tí sicos haciendo una cura. Ciertamente, la atmó sfera de las casas, el ladrillo, el yeso y la madera, el asfalto, las tuberí as, las rejas y bocas de riego en el exterior, y los interiores (cortinas y ropas de cama, muebles, papel de pared a rayas y techos có rneos, las devastadas gargantas de los vestí bulos y los ojos sucios y ciegos de las ventanas), esa atmó sfera, digo, era de esperanza imposible, la esperanza de un rejuvenecimiento imposible. Sin embargo, unos pocos pá jaros de tamañ o considerable, tordos y mirlos, estaban posados en los á rboles, algunos de los cuales empezaban a florecer. Los grandes y á speros estuches estaban abiertos en la punta, mostrando el viscoso verde en su interior, y las ramas superiores de uno de los á rboles se estaban cubriendo de un rojo tosco. Incluso vi en un pasadizo de ladrillo a una mariposa intempestiva, fuera de lugar tanto en la estació n como en el corazó n de la ciudad, y de alguna manera ajena al estado de cosas en el mundo. Y habí a niñ os, en patines y bicicletas, o explorando a lo largo de los bordillos en busca de objetos utilizables, jugando a pelota o saltando en pos de trozos de cristal en cuadrados de tiza. Abundaban los helados, a pesar del racionamiento, y una serie de artí culos primaverales, aunque los niñ os aú n llevaban polainas de lana y los viejos iban abrochados por completo y con el sombrero encasquetado. El sonido estaba magnificado y la visió n ensanchada, el rojo era á spero y sangriento, el amarillo claro pero leve, el azul cada vez má s cá lido. Todo excepto el propio amarillo del sol que rasgaba el centro de cada calle, duplicando cuanto estaba vertical, el objeto y la sombra. Cuando volví a la habitació n, estaba llena de ese amarillo como un huevo lo está de yema. En honor a la transformació n del tiempo, decidí arreglarme para la cena y, al cambiarme la camisa ante el espejo que tení a un brillo desacostumbrado, observé nuevos pliegues cerca de mi boca y, alrededor de los ojos y la base de la nariz, unas marcas que no habí an estado ahí el añ o anterior. No es agradable descubrir esos cambios. Pero, mientras me hací a el nudo de la corbata, me sobrepuse dicié ndome que eran inevitables, el precio de la experiencia, un gasto que era mejor hacer sin rechistar, puesto que en cualquier caso iban a cobrarlo.
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