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3 de marzo. 5 de marzo3 de marzo
Telefoneó Dolly para invitarnos a cenar el pró ximo domingo. Le dije que ya habí amos aceptado otra invitació n. Los Farson han regresado de Detroit, una vez finalizado su adiestramiento. Susie fue a la biblioteca para ver a Iva. El bebé tení a la gripe, pero no es grave. Decidieron enviarla a Dakota, con los padres de Farson, mientras ellos van a California para trabajar en una fá brica de aviones. Susie está animada, y le encanta viajar a California. Walter echa de menos a la niñ a má s que su mujer. Tienen intenció n de pedir que se la traigan en cuanto se hayan establecido.
5 de marzo
Hay una mujer que va por el barrio con una bolsa de la compra llena de folletos de Christian Science. Para a los jó venes y habla con ellos. Puesto que pasamos por las mismas calles, a menudo me encuentro con ella, pero se olvida una y otra vez de que ya me ha abordado, y no siempre es posible evitarla. Por su parte, no comprende en absoluto el arte de parar a la gente. Se apresura a impedirte el paso con su cuerpo, de una manera torpe, casi desesperada. Si falla, es incapaz de seguir intentá ndolo, y si consigues eludirla (si quieres eludirla, si eres bastante duro para seguir hacié ndolo una y otra vez), ella solo puede quedarse ahí, derrotada, mirá ndote mientras te alejas. Si te paras, saca sus folletos y empieza a hablar. Debe de tener cerca de cincuenta añ os, un mujer alta y bastante gruesa, pero de rostro enfermizo: labios delgados y agrietados, dientes cuadrados y amarillentos, ojos hundidos, de color castañ o, en los que tratas de leer en vano un significado. La piel bajo los ojos revela unos capilares minú sculos, violá ceos, que se cruzan. Tiene el cabello gris, la frente es ancha y con una cicatriz que parece una antigua herida de bala. Habla en un rá pido susurro. La escucho y espero una oportunidad de quitá rmela de encima. Ha memorizado su discurso. Miro los labios agrietados a travé s de los que salen sus palabras, tan secas y rá pidas, a menudo pronunciadas como si no las comprendiera. Las palabras, las palabras desatan su fervor. Dice que ha hablado con muchos jó venes que está n a punto de ir a la guerra, que van a enfrentarse a la destrucció n. Su deber es decirles que los medios de salvarse está n a mano si los quieren. Nada salvo las creencias puede salvarlos. Ella ha hablado con muchos otros que han regresado de las junglas y las trincheras y que han sobrevivido al fuego mutilador solo gracias a la fe. Las doctrinas de la ciencia no son supersticiones sino verdadera ciencia, como se ha demostrado. Ella tiene un folleto de testimonios escritos por soldados que saben có mo creer. Entretanto su rostro y las duras conchas marrones de sus ojos no cambian. Mientras habla, escribe en un bloc. Cuando termina, te da la hoja de papel. Contiene los nombres y las direcciones de las diversas iglesias y salas de lectura del barrio. Y eso es todo. Ahora está a tu merced. Espera. Sus labios unidos son como las costuras de una pelota de bé isbol mal cosida. La cara le arde y se consume bajo tu mirada; el mismo vello en las comisuras de su boca parece haberse ensortijado bajo la acció n del calor. Cuando, tras una larga pausa, no te muestras dispuesto a comprarle uno de los folletos, la mujer se aleja, los maltrechos zapatos golpeando la acera, su carga oscilante y pesada como un saco de arena. Ayer su aspecto era má s enfermizo que nunca, la piel tení a el color del polvo de ladrillo, y su aliento era agrio. Con su vieja boina escocesa que cubrí a a medias la cicatriz, y su abrigo basto y renegrido, abotonado hasta el cuello, evocaba la figura de un lí der polí tico secundario en el exilio, fuera de lugar, desastrado, ardiendo con una doble fiebre. La mujer se dirigió a mí con su susurro habitual. —Ya habló usted conmigo hace dos semanas —le dije. —Ah, bueno... aquí tengo un folleto sobre las creencias de la Ciencia, y el testimonio de... Se interrumpió, indecisa. Entonces estuve seguro de que habí a necesitado aquellos minutos adicionales para oí r lo que le habí a dicho. Estaba a punto de preguntarle: «¿ No se encuentra bien? », pero, por temor a ofenderla, me contuve. Tení a los labios má s agrietados que nunca. En la punta sobresaliente del superior se habí a formado una costra. —Los hombres de Bataan —le dije—. Ese del que me habló la ú ltima vez. —Sí. Cinco centavos. —¿ Cuá l prefiere venderme, este o el otro? Ella me tendió el que contení a los testimonios de los veteranos. —¿ Tambié n usted va a ir al ejé rcito? Este es el que necesita. —Tomó la moneda y se la guardó en el bolsillo, que estaba bordeado por una especie de piel chamuscada—. Va usted a leerlo —me dijo entonces. No sé qué me impidió decirle que sí. —Procuraré encontrar tiempo para leerlo. —No, entonces no lo leerá. Devué lvamelo. —Quiero quedá rmelo. —Puede recuperar su moneda. Aquí la tiene. La rechacé. Ella agachó la cabeza y la sacudió, como lo harí a un niñ o, disgustada. —Lo leeré —le dije, y me metí el folleto en el bolsillo. —No debe ser orgulloso —replicó ella. Habí a interpretado mal mi sonrisa. En aquel momento parecí a muy enferma; aunque los ojos conservaban sus duros centros marrones, los blancos habí an perdido su humedad y en ambos habí an aparecido venillas rojas. —Le doy mi palabra, lo leeré. Ella habí a alzado la mano con un rí gido movimiento del brazo para recibir el folleto. Entonces volvió a dejar que le pendiera al costado. Durante un rato, mientras observaba su cara con el mentó n pequeñ o y la frente ancha y marcada, pensé que habí a perdido por completo el sentido de la orientació n, que no sabí a dó nde estaba. Pero pronto recogió su bolsa y se alejó.
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