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10 de marzo. 12 de marzo. 15 de marzo. 16 de marzo



10 de marzo

 

Ayer lluvia que, durante la noche, se convirtió en nieve. Frí o de nuevo.

 

12 de marzo

 

He recibido una nota de Kitty, preguntá ndome por qué no he ido a verla ú ltimamente. La rompí antes de que Iva pudiera verla. En estos ú ltimos tiempos no he pensado en Kitty. No puedo echarla mucho de menos.

 

15 de marzo

 

El domingo fue cá lido, con indicios de primavera. Visitamos a los Almstadt. Al caer la tarde estuve paseando por el parque Humboldt, alrededor de la laguna, al otro lado del puente, hasta el cobertizo para botes donde solí amos hablar de Hombre y superhombre y donde, incluso antes, con John Pearl, lanzaba manzanas silvestres a las parejas que se sentaban en los bancos bajo la terraza. Flotaba en el aire un olor salobre a ramas mojadas y vainas marrones en estado de descomposició n, pero era suave, y podí a ver, con una realidad poco definida pero emocionante, prados y masas de á rboles, piedra azul y leonada y charcos espejeantes. Despué s de que oscureciera, cuando regresaba, una lluvia cá lida y densa empezó a caer de improviso. Eché a correr.

 

16 de marzo

 

Otra charla con el Espí ritu de las Alternativas.

 

—No sabes cuá nto aprecio que hayas vuelto.

—¿ Sí?.

—Y quiero disculparme.

—Eso no es necesario.

—Y darte una explicació n.

—Estoy acostumbrado a los insultos. Son gajes del oficio.

—Pero quiero decirte... Estoy hecho unos zorros.

—Te exasperas con facilidad.

—Ya sabes có mo es. Me siento hostigado, presionado, atormentado, preocupado, fastidiado, molesto...

—¿ Quié n es el causante? ¿ La conciencia?

—Bueno, es una especie de conciencia. No le tengo el mismo respeto que a la mí a. Es mi parte pú blica, y llega muy hondo. En una palabra, es el mundo interiorizado.

—¿ Y qué quiere?

—Quiere que deje de vivir de esta manera. Me está empujando, hasta que llegará un momento en que dejará de importarme lo que me ocurra.

—¿ El momento en que te des por vencido?

—Sí, eso es.

—Bien, ¿ por qué no lo haces? Aquí está s, prepará ndote para seguir viviendo...

—Y crees que deberí a abandonar.

—La experiencia má s vasta de nuestro tiempo no tiene mucho que ver con la vida. ¿ Has pensando en prepararte para eso?

—¿ Para morir? Está s enfadado porque te arrojé las pieles de naranja.

—Lo digo en serio.

—¿ Qué es lo que requiere preparació n? No puedes prepararte para nada que no sea vivir. Para estar muerto no es necesario que sepas nada. Tan solo has de saber que un dí a estará s muerto. Eso lo sé desde hace mucho tiempo. No, los dos bromeamos. Ya sé que no querí as decir eso.

—Lo que querí a decir, fuera lo que fuese, lo has tergiversado.

—No, pero te hablo medio en serio. Quieres que rinda culto a la antivida. Te estoy diciendo que no hay valores fuera de la vida. Fuera de la vida no hay nada.

—No vamos a discutir sobre eso, pero tienes unos objetivos imposibles. Todos los demá s tambié n está n en suspenso. Cuando sobrevivas, si es que lo haces, puedes empezar a aclararte las cosas.

—Pero esto es importante, Tu as raison aussi. ¿ Y qué prisa corre? Aquí hay cuestiones importantes por resolver, como la cuestió n de la tarea verdadera y no superficial que conlleva ser hombre.

—Qué cosas dices. ¿ Qué te hace pensar que puedes enfrentarte tu solo a semejantes cuestiones?

—¿ Con quié n puedo empezar si no es conmigo mismo?

—¡ Bah, tonterí as!

—Hay que responder a los interrogantes.

—¿ Está s cansado de esta habitació n?

—Harto de ella.

—¿ No preferirí as estar en movimiento, fuera, en alguna parte?

—A veces pienso que nada podrí a ser mejor.

—¿ De veras crees que puedes enfrentarte a tus interrogantes?

—No siempre estoy seguro.

—Entonces tu posició n es realmente dé bil.

—Mira, hay momentos en los que tengo la sensació n de que lo má s juicioso serí a ir a la junta de reclutamiento y pedirles que llamen de una vez a mi nú mero.

—¿ Y bien?

—Serí a negar mis sentimientos má s í ntimos si dijera que deseo que pasen por encima de mí y me libren de conocer lo que el resto de mi generació n está sufriendo. No quiero vivir protegido hasta que pase lo peor. No soy tan corrupto ni estoy tan endurecido para que solo pueda saborear la vida cuando está en peligro de extinció n. Pero, por otro lado, su valor entre estas paredes disminuye a cada dí a que pasa. Puede que pronto me resulte desagradable.

—Ahí tienes, tú mismo lo ves.

—Espera, estoy recopilando todos mis sentimientos y recelos. Me asusta un poco la vanidad de pensar que puedo avanzar por mí mismo hacia la claridad, pero incluso es má s importante saber si puedo afirmar el derecho a preservarme en esta inundació n de muerte que se ha llevado a tantos como yo, que ha apagado sus voces y los ha arrastrado al fondo, mentes que no han sido puestas a prueba y mú sculos inú tiles, todo ese despilfarro. Es ló gico que me pregunte si tengo derecho a evitar el mismo destino.

—¿ Y la respuesta?

—Recuerdo lo que escribió Spinoza, que ninguna virtud puede considerarse má s grande que la de intentar preservarse uno mismo.

—¿ A toda costa, uno mismo?

—No lo entiendes. Uno mismo. No dijo la vida de uno. Dijo uno mismo. ¿ Ves la diferencia?

—No.

—É l sabí a que todo el mundo debe morir. No nos dice que nos injertemos nuevas glá ndulas o comamos intestino de carpa para vivir trescientos añ os. No podemos llegar a ser inmortales. Solo podemos decidir lo que está a nuestro alcance. Lo demá s se encuentra fuera de nuestro poder. En una palabra, no se referí a a la preservació n del animal.

—¿ Hablaba del alma, el espí ritu?

—De la mente. En resumidas cuentas, el yo al que debemos gobernar. El azar no debe gobernarlo, el incidente tampoco. Es nuestra humanidad lo que nos hace ser responsables de ella, nuestra dignidad, nuestra libertad. Bueno, en un caso como el mí o, no puedo pedir librarme de la guerra. He de correr los riesgos de supervivencia como lo hice anteriormente, contra las enfermedades de la infancia y todos los peligros y accidentes pese a los cuales me las arreglé para convertirme en Joseph. ¿ Me sigues?

—Eso es totalmente imposible.

—Tememos gobernarnos. Claro, porque es demasiado difí cil. Pronto queremos prescindir de nuestra libertad. Ni siquiera es una verdadera libertad, porque no está acompañ ada de la comprensió n. Es solo una condició n preliminar de la libertad. Pero la detestamos. Y enseguida salimos corriendo, elegimos un amo, nos ponemos patas arriba y pedimos la trailla.

—Ah —dijo Tu as raison aussi.

—Eso es lo que sucede. No es el amor lo que nos causa el cansancio de vivir. Es nuestra incapacidad de ser libres.

—¿ Y temes que pueda ocurrirte eso?

—Así es.

—Entonces, en el plano ideal, ¿ có mo te gustarí a considerar la guerra?

—Me gustarí a verla como un incidente.

—¿ Solo un incidente?

—Uno muy importante; tal vez el má s importante que ha ocurrido jamá s. Pero, de todos modos, un incidente. ¿ Hace que cambie la verdadera naturaleza del mundo? No. ¿ Decidirá, en ú ltima instancia, las principales cuestiones de la existencia? No. ¿ Nos rescatará espiritualmente? Tampoco. ¿ Nos liberará en el sentido má s burdo, es decir, tan solo para que se nos permita respirar y comer? Así lo espero, pero no estoy seguro de que lo haga. La guerra no es crucial en ningú n aspecto esencial, si aceptas lo que entiendo por esencial. Supongamos que tuviera una visió n completa de la vida. Entonces no estarí a afectado en esencia. La guerra puede destruirme fí sicamente. Eso puede hacerlo. Pero tambié n pueden las bacterias. Deben preocuparme, naturalmente, he de tenerlas en cuenta. Son capaces de aniquilarme. Pero, mientras esté vivo, debo seguir mi destino a pesar de ellas.

—Entonces solo queda una cuestió n por resolver.

—¿ Cuá l?

—Si tienes un destino independiente —respondió Tu as raison aussi—. Sí, te escurres astutamente, pero te he estado esperando para cruzar mi esquina. Bien, ¿ qué dices?

Creo que debí de palidecer.

—No estoy preparado para responder. Ahora no tengo nada que decir a eso.

—¡ Hay que ver la seriedad con que te lo tomas! —exclamó Tu as raison aussi—. No es má s que una discusió n. ¿ Al muchacho le está n castañ eteando los dientes? ¿ Tienes escalofrí os?

Se apresuró a sacar una manta de la cama.

—Estoy bien —le dije en voz dé bil.

Me arropó con la manta y, muy preocupado, me enjugó la frente y permaneció sentado junto a mí hasta que anocheció.

 



  

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