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 Viajes por el Scriptorium 9 страница



       —¿ Acusaciones? ¿ Qué clase de acusaciones?

       —El repertorio entero, me temo. Desde indiferencia criminal a acoso sexual. Desde asociació n ilí cita con propó sito de dolo hasta homicidio involuntario. Desde difamació n del buen nombre de las personas hasta asesinato en primer grado. ¿ Quiere que siga?

       —Pero soy inocente. Yo nunca he hecho ninguna de esas cosas.

       —Eso es discutible. Todo depende de có mo se mire.

       —¿ Y qué pasará si perdemos?

       —La naturaleza del castigo aú n se está debatiendo. Un grupo aboga por la clemencia, un perdó n general por todos los cargos. Pero hay otros que se la tienen jurada. Y no só lo un par de ellos. Son toda una pandilla, que cada vez se hace má s numerosa y da má s voces.

       —Que me la tienen jurada. No entiendo. ¿ Se refiere a que quieren vengarse de algo?

       En lugar de responder, Quinn mete la mano en el bolsillo de su camisa negra y saca una hoja de papel, que luego despliega de manera que Mí ster Blank tambié n vea lo que hay escrito en ella.

       —Hace dos horas que han celebrado una reunió n —informa Quinn—. No pretendo asustarlo, pero alguien ha llegado al punto de proponer lo siguiente como posible solució n. Cito textualmente: Se le arrastrará por la calle hasta el lugar de la ejecució n, donde se le colgará y se le despellejará vivo, y despué s se le abrirá en canal, se le arrancará n el corazó n y las tripas, se le cercenará n sus partes pudendas y se arrojará n al fuego delante de su vista. Luego se le separará la cabeza del tronco y su cuerpo se dividirá en cuatro partes, de las que dispondremos como mejor nos parezca.

       —Qué bonito —suspira Mí ster Blank—. ¿ Y a qué alma sensible se le ha ocurrido ese plan?

       —Eso no importa —asegura Quinn—. Só lo quiero que tome un poco el pulso a la situació n a la que nos enfrentamos. Yo lo defenderé hasta el final, pero debemos ser realistas. Tal como está n las cosas, probablemente tendremos que llegar a un arreglo aceptable para ambas partes.

       —Ha sido Flood, ¿ verdad? —pregunta Mí ster Blank—. Ese odioso hombrecillo que ha venido a insultarme aquí esta mañ ana.

       —No, en realidad no ha sido é l, pero eso no quiere decir que Flood no represente un peligro. Fue usted muy prudente al rechazar su invitació n de ir al parque. Poco despué s descubrimos que llevaba una navaja oculta en la chaqueta. En cuanto lo hubiera sacado de la habitació n, lo habrí a matado.

       —Ah. Eso me habí a figurado. Ese inú til, asqueroso pedazo de mierda.

       —Sé que no es fá cil estar encerrado en este cuarto, pero le recomendarí a que se quedara aquí, Mí ster Blank. Si alguien má s lo invita a salir a dar un paseo por el parque, invé ntese una excusa y diga que no.

       —¿ Así que en realidad hay un parque?

       —Sí, hay un parque.

       —¿ Y los pá jaros? ¿ Los tengo en la cabeza, o los oigo de verdad?

       —¿ Qué clase de pá jaros?

       —Cuervos o gaviotas, no estoy seguro.

       —Gaviotas.

       —Entonces debemos estar cerca del mar.

       —Usted mismo eligió este emplazamiento. A pesar de todo lo que está pasando, hay que reconocer que es un sitio precioso. Es de agradecer que nos haya reunido a todos aquí.

       —Entonces, ¿ por qué no me dejan ver el paisaje? Ni siquiera puedo abrir la puñ etera ventana.

       —Es una medida preventiva. Usted querí a estar en el ú ltimo piso, pero no podemos correr riesgos, ¿ no le parece?

       —No voy a suicidarme, si es que se refiere a eso.

       —Lo sé. Pero no todos son de la misma opinió n.

       —Otro de sus arreglos, ¿ eh?

       A guisa de respuesta, Quinn se encoge de hombros, baja la cabeza y consulta su reloj.

       —Nos queda poco tiempo —anuncia—. He traí do el sumario de una causa, y creo que deberí amos echarle un vistazo. A menos que esté muy cansado, por supuesto. Si lo prefiere, puedo volver mañ ana.

       —No, no —contesta Mí ster Blank, agitando el brazo con desagrado—. Vamos a quitá rnoslo de encima ahora mismo.

       Quinn abre la primera carpeta y saca cuatro fotografí as de veinticinco por veinte. Desplazá ndose hacia delante en el silló n, se las tiende a Mí ster Blank, diciendo:

       —Benjamí n Sachs. ¿ Le suena de algo ese nombre?

       —Me parece que sí —contesta el anciano—, pero no estoy seguro.

       —É se es de los malos. Uno de los peores, en realidad, pero si somos capaces de presentar una defensa só lida contra esta acusació n, estaremos en condiciones de sentar un precedente para las demá s. ¿ Entiende, Mí ster Blank?

       El anciano asiente en silencio con la cabeza, empezando ya a mirar las fotografí as. La primera muestra a un hombre alto y desgarbado, de unos cuarenta añ os, sentado en la barandilla de una escalera de incendios de lo que parece un edificio de Brooklyn, en Nueva York, mirando fijamente a la noche que se abre ante é l; pero ahora Mí ster Blank pasa a la segunda foto, y de pronto ese mismo hombre ha perdido el equilibrio sobre la baranda y cae a travé s de la oscuridad, una silueta de piernas y brazos abiertos en el vací o, precipitá ndose hacia el suelo. Eso ya resulta bastante inquietante, pero al llegar a la tercera fotografí a, Mí ster Blank siente un escalofrí o en su memoria. El hombre alto está en un camino de tierra, en el campo, y esgrime un bate metá lico de softball contra un individuo con barba que se encuentra frente a é l. La imagen está tomada en el preciso instante en que el bate entra en contacto con la cabeza del barbudo, y por la expresió n de su rostro está claro que se trata de un golpe mortal, que en cuestió n de segundos caerá al suelo con el crá neo aplastado mientras la sangre que le mana de la herida se ensancha en un charco en torno a su cadá ver.

       Mí ster Blank se hunde los dedos en la cara, estrujá ndose las mejillas. Ahora respira con dificultad, porque ya sabe cuá l va a ser el asunto de la cuarta fotografí a, aun cuando es incapaz de recordar có mo ni por qué lo sabe, y como ve venir la explosió n de la bomba casera que destrozará al hombre alto lanzando a los cuatro vientos su cuerpo mutilado, no tiene fuerzas para mirarla. En cambio, deja que las cuatro fotografí as se le caigan al suelo, y entonces, llevá ndose las manos al rostro, se tapa los ojos y rompe a llorar.

       Quinn se ha ido ya, y una vez má s Mí ster Blank se encuentra solo en la habitació n, sentado al escritorio con el bolí grafo en la mano derecha. Hace veinte minutos que concluyó el acceso de llanto, y al abrir el cuaderno y pasar a la segunda hoja, dice para sus adentros: Só lo hací a mi trabajo. Aunque las cosas hubieran salido mal, el informe tendrí a que haberse escrito de todas formas, y no se me puede reprochar que diga la verdad, ¿ no es así? Entonces, poniendo gran empeñ o en la tarea, añ ade tres nombres a la lista:

       John Trause

       Sophie

       Daniel Quinn

       Marco Fogg

       Benjamin Sachs

       Mí ster Blank deja el bolí grafo, cierra el cuaderno y pone ambas cosas a un lado. Se da cuenta ahora de que esperaba la visita de Fogg, el de los chistes, pero aunque no hay relojes en la habitació n y é l no lleva ninguno en la muñ eca, con lo que no tiene idea de la hora, ni siquiera aproximada, es consciente de que ha pasado el rato del té y de la conversació n superficial. Quizá s, sin tardar mucho, Anna vuelva para servirle la cena, y si por casualidad no es ella quien viene, sino otra mujer o un hombre encargados de sustituirla, entonces empezará a portarse mal, se pondrá a protestar, a gritar y despotricar, y acabará armando un escá ndalo de mil demonios.

       A falta de algo mejor que hacer por el momento, Mí ster Blank decide proseguir sus lecturas. Justo debajo del relato de Trause sobre Sigmund Graf y la Confederació n hay un manuscrito má s largo, de unas ciento cuarenta pá ginas, que, a diferencia de la obra anterior, anuncia en la primera hoja el tí tulo de la obra y el nombre del autor:

    Viajes por el Scriptorium

       N. R. Fanshawe

 

       —Ajá —dice Mí ster Blank en alta voz—. Eso está mejor. A ver si por fin estamos llegando a alguna parte, despué s de todo.

       Luego pasa a la primera pá gina y empieza a leer:

      El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo. No sabe que hay una cá mara instalada en el techo, justo encima de é l. El obturador se acciona silenciosamente cada segundo, realizando ochenta y seis mil cuatrocientas instantá neas con cada rotació n de la tierra. Aunque supiera que lo está n vigilando, le darí a lo mismo. Está como ausente, perdido entre los fantasmas que pueblan su imaginació n mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta.

       ¿ Quié n es? ¿ Qué está haciendo ahí? ¿ Cuá ndo ha llegado y cuá nto tiempo se quedará aú n? Con suerte, el tiempo nos lo dirá todo. De momento, nuestro ú nico cometido consiste en estudiar las fotos con el mayor detenimiento posible y abstenernos de extraer cualquier conclusió n prematura.

       En la habitació n hay una serie de objetos, y cada uno de ellos lleva pegado un trozo de cinta blanca, con una sola palabra escrita en mayú sculas. En la mesilla de noche, por ejemplo, la palabra es MESILLA. En la lá mpara, la etiqueta dice LÁ MPARA. Incluso en la pared, que estrictamente hablando no es un objeto, hay un trozo de cinta adhesiva donde se lee PARED. El anciano levanta un momento la vista, mira la pared, ve la etiqueta pegada en ella y, con voz queda, pronuncia la palabra pared. Lo que en este momento no podemos saber es si está leyendo la palabra escrita en la tira blanca o si só lo se refiere a la pared propiamente dicha. Puede que se le haya olvidado leer pero sepa reconocer las cosas y llamarlas por su nombre o, a la inversa, que haya perdido la capacidad de distinguirlas pero que aú n sepa leer.

       Lleva un pijama azul con rayas amarillas, y calza unas chancletas de cuero negras. No tiene muy claro dó nde se encuentra exactamente. En la habitació n, sí, pero ¿ en qué edificio está? ¿ Es una casa? ¿ El hospital? ¿ La cá rcel? No recuerda cuá nto tiempo lleva ahí ni la naturaleza de las circunstancias que precipitaron su traslado a ese sitio. Quizá s nunca se ha movido del cuarto; a lo mejor es ahí donde ha vivido desde que nació. Lo que sí sabe es que está consumido por un implacable complejo de culpa. Y al mismo tiempo no puede evitar la sensació n de ser ví ctima de una tremenda injusticia.

       En la habitació n hay una ventana, pero tiene la persiana bajada, y que é l recuerde, nunca se ha asomado a ella. Lo mismo puede decir de la puerta con su blanco picaporte de porcelana. ¿ Está encerrado, o es libre de entrar y salir cuando le plazca? Aú n debe investigar esa cuestió n; porque, segú n hemos visto en el primer pá rrafo, está como ausente, perdido en el pasado y vagando sin rumbo entre los fantasmas que desfilan por su cabeza, luchando por contestar la pregunta que lo atormenta.

       Las fotografí as no mienten, pero tampoco lo cuentan todo. Son simplemente un testimonio del paso del tiempo, la prueba visible. La edad del personaje, por ejemplo, es difí cil de determinar a partir de las imá genes en blanco y negro, un tanto desenfocadas. El ú nico dato que puede establecerse con cierta seguridad es que no es joven, pero la palabra viejo es un té rmino aleatorio y puede aplicarse a cualquiera que esté entre los sesenta y los cien añ os. Prescindiremos, por tanto del calificativo viejo y en lo sucesivo llamaremos Mí ster Blank a la persona que está en la habitació n. De momento no será necesario su nombre de pila.

       Mí ster Blank se levanta por fin de la cama, se detiene brevemente para no perder el equilibrio y, arrastrando los pies, se dirige hacia el escritorio, al otro extremo de la habitació n. Se siente cansado, como si acabara de despertarse despué s de una noche de dormir poco y mal, y mientras las suelas de sus chancletas se deslizan por el entarimado, le viene a la cabeza como un rumor de papel de lija. A lo lejos, fuera de la habitació n, má s allá del edificio en que se encuentra el cuarto, oye el tenue grito de un pá jaro: un cuervo, o tal vez una gaviota, no sabrí a decir…

 

       Al llegar a ese punto, Mí ster Blank no soporta seguir leyendo el texto, que no le hace ni pizca de gracia. En un estallido de rabia y frustració n acumuladas, arroja el manuscrito por encima de su hombro con un violento giro de la muñ eca, sin molestarse siquiera en darse la vuelta para ver dó nde aterriza. Mientras las hojas revolotean por el aire y luego caen al suelo detrá s de é l, da un puñ etazo en el escritorio y dice en alta voz: ¿ Cuá ndo acabará este disparate?

       No acabará nunca. Porque Mí ster Blank ya es uno de los nuestros, y por mucho que se esfuerce en comprender su situació n, siempre estará perdido. Creo hablar en nombre de todos sus agentes cuando digo que tiene lo que se merece: ni má s ni menos. Y no hablo de castigo, sino de un acto de suprema justicia y compasió n. Sin Mí ster Blank no somos nada, pero la paradoja es que nosotros, seres puramente imaginarios, sobreviviremos a la mente que nos creó, porque una vez arrojados al mundo existiremos hasta el fin de los tiempos, y nuestras historias seguirá n contá ndose incluso despué s de que hayamos muerto.

       Puede que a lo largo de los añ os Mí ster Blank se haya comportado de modo cruel con algunos de los agentes a su cargo, pero ninguno de nosotros cree que no haya hecho todo lo que estaba en su mano para proteger nuestros intereses. Por eso pienso mantenerlo donde está. Ahora la habitació n es su mundo, y cuanto má s tiempo dure el tratamiento, má s dispuesto estará a aceptar la generosidad de todo cuanto se ha hecho por é l. Mí ster Blank es viejo y le fallan las fuerzas, pero mientras permanezca en la habitació n con la puerta cerrada y los postigos cerrados en la ventana, jamá s morirá, no desaparecerá, nunca será otra cosa que las palabras que estoy escribiendo en su pá gina.

       Dentro de poco, una mujer entrará en la habitació n y le dará la cena. Aú n no he decidido quié n será esa mujer, pero si no pasa nada y todo va bien hasta entonces, enviaré a Anna. Eso hará feliz a Mí ster Blank, y a decir verdad puede que ya haya sufrido bastante por un dí a. Anna dará de cenar a Mí ster Blank, luego lo lavará y lo acostará. Mí ster Blank permanecerá despierto en la oscuridad un rato, escuchando los gritos de los pá jaros en la lejaní a, pero luego acabará sintiendo cierta pesadez en los ojos, y cerrará los pá rpados. Se quedará dormido, y cuando despierte por la mañ ana, el tratamiento empezará de nuevo. Pero por ahora sigue siendo el dí a que siempre ha sido desde la primera palabra del presente informe, y ha llegado el momento en que Anna bese en la mejilla a Mí ster Blank y lo arrope bien en la cama, y en este preciso instante ella se incorpora y empieza a andar hacia la puerta. Que duerma bien, Mí ster Blank.

       ¡ Fuera luces!

 


 

       PAUL AUSTER (Newark, Nueva Jersey, 1947). Escritor, guionista y director de cine estadounidense que figura entre los novelistas má s influyentes del panorama literario actual. Los enigmá ticos juegos y las laberí nticas tramas encadenadas por el azar de su narrativa y su prosa despojada y elegante han marcado un nuevo punto de partida para la novela norteamericana.

       Paul Auster se graduó en la Universidad de Columbia en 1970, donde estudió literatura francesa, italiana e inglesa. Tras un breve perí odo en el que fue marino en un petrolero, viajó a Francia (1970-1974), donde vivió de la traducció n de autores franceses como Mallarmé, Sartre y Simenon.

       Ya de vuelta en su paí s, y radicado en Nueva York, publicó artí culos de crí tica literaria y recopilaciones de sus poemas. En 1976 apareció Squeeze Play (Jugada de presió n), publicada bajo el seudó nimo de Paul Benjamin; se trataba de una especie de novela negra que tuvo escasa repercusió n. La muerte de su padre (ocurrida en 1979, al poco de haberse divorciado) cambió totalmente su situació n personal, tanto en el aspecto material, ya que la herencia que recibió le aportó los medios para consagrarse por entero a la novela, como en lo literario, al actuar en Auster como un auté ntico detonante.

       En 1980 apareció Espacios blancos, a la que siguieron, en 1982, The Random House Book of Twentieth Century French Poetry, antologí a de la poesí a francesa contemporá nea, El arte del hambre, recopilació n de ensayos, y su primera novela, La invenció n de la soledad, en la que aparecen los temas del abandono, la miseria y la bú squeda del padre, que serí an luego frecuentes en otros tí tulos de su producció n.

       Con el impulso de este libro inaugural, Auster escribió La trilogí a de Nueva York, formada por Ciudad de cristal (1985), Fantasmas (1986) y La habitació n cerrada (1986). En este deslumbrante esfuerzo el autor consiguió amalgamar sus diversas influencias literarias (Franz Kafka, Samuel Beckett, Miguel de Cervantes) en un juego de espejos en el que se incluye a sí mismo, haciendo una relectura posmoderna de la novela negra; la trilogí a fue un clamoroso é xito, especialmente en Francia.

       Auster enlazó sus siguientes obras plasmando en ellas episodios tomados de su propia vida, aunque sin intenció n autobiográ fica. El Palacio de la Luna (1989) le valió la consagració n internacional. La mú sica del azar (1990) fue llevada al cine en 1993 por el director Philip Haas. En Tombuctú (1999), protagonizada por un perro llamado Mr. Bones, se encuentran motivos recurrentes de sus creaciones: el hijo sin padre, la fuerza de los recuerdos y el poder de la casualidad. Brooklyn Follies (2006) relata la historia de un hombre que sobrevive a un cá ncer de pulmó n y decide volver al Brooklyn de su infancia, para buscar «un lugar tranquilo donde morir».

       Leviatá n (1992), Mr. Vé rtigo (1994), El libro de las ilusiones (2003), La noche del orá culo (2004), y Viajes por el Scriptorium (2007) son otros de sus tí tulos destacados. En 1998 publicó un libro de memorias, A salto de mata, que describe sus añ os de aprendizaje, justo antes de que el é xito entrara en su vida. En 2006 recibió el premio Prí ncipe de Asturias de las Letras.

       Junto a la mezcla de fantasí a y realidad, el uso de los elementos policí acos y la fusió n entre modernidad y tradició n, otra de las caracterí sticas de la narrativa de Auster es su combinació n elementos propios de la literatura con los del cine. Pero su vinculació n con el sé ptimo arte es aú n mayor. En 1998 se estrenó como director con la pelí cula Lulú on the bridge. Auster afrontó el reto de rodarla despué s de su experiencia como guionista en Smoke (1994) y de codirigir Blue in the face (1995).

       Para esta primera aventura cinematográ fica como director llevó a la pantalla un guió n en el que se encuentran sus constantes literarias: el azar, la capacidad salvadora del amor, la bú squeda de la identidad, el mito literario y la soledad de la vida actual. En su reparto contó con actores de la talla de Harvey Keitel y Mira Sorvino.

       En el Festival de Cine de San Sebastiá n de 2007, la figura de Auster estuvo presente por partida doble: como presidente del certamen en su 55ª edició n y como director que presentó (aunque fuera de concurso) su nueva pelí cula, La vida interior de Martin Frost (2007).

 




  

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