Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





Notas a pie de página 24 страница



 

Hace once añ os que volví de Nuevo Mé xico, y en todo ese tiempo no he hablado con nadie de lo que me ocurrió allí. Ni una palabra de Alma, ni una palabra de Hector y Frieda, ni una palabra del Rancho Piedra Azul.

 

¿ Quié n habrí a dado cré dito a una historia así, en caso de que hubiera pretendido contarla? No tení a prueba alguna, nada con lo que demostrar mis afirmaciones. Las pelí culas de Hector se habí an volatilizado, el libro de Alma no existí a, y lo ú nico que habrí a podido mostrar era mi paté tica colecció n de notas, mi trilogí a de garabatos del desierto: el desglose de Martin Frost, los fragmentos del diario de Hector y un inventario de plantas extraterrestres que no tení an nada que ver con nada. Má s valí a callarme, decidí, y dejar sin resolver el misterio de Hector Mann. Por entonces otros autores se pusieron a escribir sobre su obra, y cuando las comedias mudas se pasaron a video en 1992 (una colecció n de tres cintas en un estuche), el hombre del traje blanco empezó a ganar seguidores poco a poco.

 

No fue una sonada vuelta a la popularidad, desde luego, só lo un minú sculo acontecimiento en el paí s de los entretenimientos industriales y los multimillonarios presupuestos de mercadotecnia, pero satisfactoria a pesar de todo, y me agradaba encontrarme de vez en cuando con artí culos que se referí an a Hector como un maestro menor del gé nero o (para citar el artí culo de Stanley Vaubel en Visió n y Sonido) el ú ltimo de los grandes artesanos de la comedia muda. Quizá bastaba con eso. Cuando se creó un club de admiradores en 1994, me invitaron a ser miembro honorario. Como autor del primer y ú nico estudio a fondo de la obra de Hector, me consideraban como el espí ritu fundador del movimiento, y esperaban que les diera mi aprobació n. En el ú ltimo recuento, la Hermandad Internacional de los Faná ticos de Hector contaba con má s de trescientos miembros al corriente de pago de sus respectivas cuotas, y algunos de ellos viví an en lugares tan lejanos como Suecia o Japó n. Todos los añ os, el presidente me invita a asistir a su reunió n anual en Chicago, y en 1997, cuando al fin acepté su proposició n, al final de mi charla recibí una ovació n de todos los asistentes puestos en pie.

 

En el coloquio que siguió, me preguntaron si mientras me documentaba para escribir el libro habí a descubierto alguna informació n sobre la desaparició n de Hector. No, contesté; lamentablemente, no. Investigué durante meses, pero no encontré ni una sola pista nueva.

 

Cumplí cincuenta y un añ os en marzo de 1998. Seis meses má s tarde, el primer dí a de otoñ o, justo una semana despué s de mi participació n en un debate sobre el cine mudo en el American Film Institute de Washington, tuve mi primer ataque al corazó n. El segundo se produjo el veintisé is de noviembre, en plena comida del Dí a de Acció n de Gracias en casa de mi hermana, en Baltimore. El primero fue bastante suave, lo que llaman infarto ligero, el equivalente de un breve solo para voz sin acompañ amiento. El segundo me desgarró el organismo entero como una sinfoní a coral para doscientos cantantes y a toda orquesta, y a punto estuvo de acabar con mi vida.

 

Hasta entonces, me habí a negado a pensar que con cincuenta y un añ os ya se es viejo. Desde luego, no era una edad para sentirse especialmente joven, pero tampoco para ir prepará ndose con vistas al desenlace y a hacer las paces con el mundo. Me tuvieron varias semanas en el hospital, y las noticias de los mé dicos eran lo bastante desalentadoras como para hacerme reconsiderar esa opinió n.

 

Para utilizar una expresió n que siempre me ha gustado, viví a con el tiempo prestado.

 

No creo que me haya equivocado al retener mis secretos durante tantos añ os, y no creo que me equivoque al contarlos ahora. Las circunstancias han cambiado y, en consecuencia, yo tambié n he cambiado de opinió n. A mediados de diciembre me dieron el alta del hospital y me fui a casa, y a primeros de enero estaba escribiendo las primeras pá ginas de este libro. Ahora estamos a finales de octubre, y al coronar mi empresa observo con lú gubre satisfacció n que nos acercamos a las ú ltimas semanas del siglo: el siglo de Hector, el que empezó dieciocho dí as antes de su nacimiento y cuyo final nadie que esté en su sano juicio lamentará. Siguiendo el ejemplo de Chateaubriand, no intentaré publicar ahora lo que acabo de escribir. He dejado una carta con instrucciones para mi abogado, y é l sabrá dó nde encontrar el manuscrito y que hacer con é l cuando yo ya no esté en este mundo. Tengo la firme intenció n de vivir hasta los cien añ os, pero en la remota posibilidad de que no llegue tan lejos, ya se han tomado todas las medidas necesarias. Cuando se publique este libro, querido lector, podrá tener la seguridad de que su autor lleva mucho tiempo muerto.

 

Hay pensamientos que destrozan el espí ritu, ideas de tal fuerza y fealdad que corrompen en cuanto empiezan a concebirse. Me daba miedo lo que sabí a, miedo de precipitarme en el horror de lo que sabí a, y por tanto no plasmé esa idea en palabras hasta que fue demasiado tarde para que las palabras me sirvieran de algo. No tengo nada concreto que ofrecer, ninguna prueba vá lida frente a un tribunal, pero despué s de repasar los acontecimientos de aquella noche una y otra vez durante los ú ltimos once añ os, estoy casi seguro de que Hector no murió de muerte natural. Estaba dé bil cuando yo lo vi, sí, dé bil y con só lo unos pocos dí as de vida por delante, pero tení a la cabeza lú cida, y cuando me cogió del brazo al final de nuestra conversació n, me clavó los dedos en la piel. Me apretó con la fuerza de quien se agarra a la vida. Iba a seguir vivo hasta que terminá ramos lo que debí amos hacer, y cuando Frieda me hizo salir de la habitació n, bajé convencido de que volverí a a verlo por la mañ ana. Pié nsese en la sucesió n de los acontecimientos, en la rapidez con que los desastres se fueron acumulando a partir de entonces. Alma y yo nos acostamos, y cuando nos dormimos, Frieda fue de puntillas por el corredor, entró en la habitació n de Hector y lo ahogó con una almohada. Estoy convencido de que lo hizo por amor. No la movió la có lera, ni sentimiento alguno de traició n o venganza; sino só lo la faná tica devoció n a una causa justa y sagrada. Hector no pudo oponer mucha resistencia. Ella era má s fuerte que é l, y acortá ndole la vida só lo unos dí as, lo rescatarí a de la locura de haberme invitado al rancho. Al cabo de añ os de indomable valor, Hector habí a caí do en la incertidumbre y la vacilació n, habí a acabado poniendo en duda todo lo que habí a hecho en Nuevo Mé xico, y en el momento de mi llegada a Tierra del Sueñ o, la hermosa obra que habí a creado con Frieda quedarí a reducida a la nada. La locura no se desató hasta que yo no puse los pies en el rancho. Yo fui el catalizador de todos los sucesos que se produjeron durante mi estancia, el ingrediente definitivo que desencadenó la explosió n fatal. Frieda tení a que librarse de mí, y el ú nico modo en que podí a hacerlo era suprimiendo a Hector.

 

A veces pienso en lo que ocurrió al dí a siguiente. Gran parte de ello gira en torno a palabras nunca dichas, a pequeñ os vací os y silencios, a la curiosa pasividad que parecí a irradiar de Alma en algunos momentos crí ticos. Cuando me desperté por la mañ ana, estaba sentada a mi lado en la cama, acariciá ndome la mejilla con la mano. Eran las diez —muy pasada ya la hora en que debí amos estar en la sala de proyecció n viendo las pelí culas de Hector—, pero ella no tení a prisa. Bebí la taza de café que me habí a dejado en la mesilla, charlamos un rato, nos abrazamos y nos besamos. Má s tarde, cuando volvió a la casa pequeñ a despué s de la destrucció n de las pelí culas, parecí a relativamente poco afectada por la escena que acababa de presenciar. No olvido que perdió el control y se echó a llorar, pero su reacció n fue menos intensa de lo que yo esperaba.

 

No gritó, no perdió los estribos, no maldijo a Frieda por haber encendido las hogueras antes de que la ú ltima voluntad de Hector la obligara a ello. Habí amos hablado lo suficiente en los dos ú ltimos dí as para que yo supiera que Alma estaba en contra de quemar las pelí culas. La sobrecogí a la magnitud de la renuncia de Hector, supongo, pero tambié n pensaba que era una equivocació n, y me contó que por eso habí a discutido con é l muchas veces a lo largo de los añ os. Si era así, ¿ por qué no manifestó mayor emoció n cuando finalmente destruyeron las pelí culas?

 

Su madre aparecí a en ellas, su padre las habí a filmado, y sin embargo ella apenas dijo una palabra cuando se extinguieron las hogueras. He meditado muchos añ os sobre su silencio, y la ú nica hipó tesis que me parece verosí mil, la ú nica que explica plenamente la indiferencia de que hizo gala aquella tarde, es que sabí a que las pelí culas no se habí an volatilizado. Alma era una persona muy inteligente y llena de recursos. Ya habí a hecho copias de las primeras pelí culas de Hector y las habí a enviado a media docena de filmotecas del mundo entero. ¿ Por qué no podí a haber hecho copias tambié n de sus ú ltimos films? Mientras trabajaba en su libro habí a realizado bastantes viajes. ¿ Qué le habrí a impedido sacar a escondidas un par de negativos cada vez que salí a del rancho y llevarlos a algú n laboratorio para que hicieran otras copias? El só tano estaba abierto, ella tení a llaves de todas las puertas, y no le habrí a sido difí cil sacar y volver a guardar las pelí culas sin que la vieran. Si eso era lo que habí a hecho, entonces debió de esconder las copias en alguna parte para presentarlas al pú blico cuando Frieda muriese. Habrí a sido cuestió n de añ os, desde luego, pero Alma tení a paciencia, ¿ y có mo iba a saber que su vida iba a concluir la misma noche que la de Frieda? Cabrí a objetar que me habrí a dejado a mí en el secreto, que no se habrí a guardado algo semejante para sí, pero a lo mejor pensaba contá rmelo cuando viniera a Vermont. En su larga y desquiciada nota de suicidio, no hací a referencia alguna a las pelí culas, pero aquella noche Alma estaba conmocionada, sumida en un estado de angustia, en un delirio de terror y expiació n apocalí ptica, y no creo que siguiera realmente en este mundo cuando se sentó a escribirme la nota. Se le olvidó decí rmelo. Tení a intenció n de hacerlo, pero luego se le olvidó. Si fue así, las pelí culas de Hector no se han perdido. Só lo han desaparecido, y antes o despué s surgirá alguien que abra casualmente la puerta del cuarto donde Alma las escondió, y la historia volverá a empezar desde el principio.

 

Vivo con esa esperanza.

 


Notas a pie de pá gina

 

 

[1] Se refiere a Bartleby, el personaje del relato de Melville. (N. del T. )

[2] Este texto es traducció n directa de la versió n inglesa del autor, no del original francé s. (N. del T. )

[3] «Mosca», en inglé s. (N. del T. )

[4] Sic, en el original. (N. del T. )

[5] Sic, en el original. (N. del T. )

[6] Sic, en el original. (N. del T. )

[7] Sic, en el original. (N. del T. )

[8] Sic, en el original. (N. del T. )

[9] «Barnard», famosa universidad de Nueva York, pionera en el acceso de las mujeres a la enseñ anza superior. (N. del T. )

[10] En francé s en el original: «Me gusta este lugar; ha sustituido en mí a los campos paternos. » (N. del T. )

[11] En inglé s en el original: versió n del autor. (N. del T. )

[12] Sic, en el original. (N. del T. )

  



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.