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Viajes por el Scriptorium 6 страница—Ah, é sa. Sí. Creo que sí. Tení a que mirarla, ¿ verdad? —¿ Y entonces? —Se me ha olvidado. He estado ocupado, leyendo esa absurda historia. —No importa —dice el visitante, dá ndose la vuelta y dirigié ndose al escritorio, donde mira entre el montó n de fotografí as hasta encontrar la que busca. Entonces, tras poner las demá s sobre el escritorio, se acerca a Mí ster Blank con ella en la mano. —¿ Ve usted, Mí ster Blank? —dice el recié n llegado—. Ese soy yo. —Usted debe ser el mé dico, entonces —dice Mí ster Blank—. Samuel… Samuel no sé qué má s. —Farr. —Eso es. Samuel Farr. Ahora recuerdo. Usted tiene algo que ver con Anna, ¿ no es así? —Tuve algo que ver. Pero eso fue hace mucho tiempo. Sujetá ndola firmemente con ambas manos, Mí ster Blank se lleva la fotografí a a la altura de los ojos, y luego la examina durante sus buenos veinte segundos. Farr, con un aspecto muy semejante al que tiene ahora, está sentado en un jardí n vestido con una bata blanca de mé dico y lleva un cigarrillo encendido entre el dedo í ndice y el corazó n de la mano izquierda. —No lo entiendo —dice Mí ster Blank, sú bitamente acosado por un nuevo ataque de angustia que lo quema en el pecho como una brasa ardiente y le contrae el estó mago hasta reducirlo a un puñ o. —¿ Le ocurre algo? —pregunta Farr—. Me parezco mucho, ¿ verdad? —Está exactamente igual. Puede que ahora tenga un par de añ os má s, pero no cabe duda de que el hombre de la fotografí a es usted. —¿ Y dó nde está el problema? —En que es usted muy joven, simplemente —dice Mí ster Blank con voz tré mula, conteniendo a duras penas las lá grimas que se le agolpan en los ojos—. Anna tambié n es joven, en su foto. Pero me dijo que se la hicieron hace má s de treinta añ os. Ya no es ninguna niñ a. Tiene el pelo entrecano, su marido ha muerto, y con el tiempo se va haciendo vieja. Pero usted no, Farr. Usted estuvo con ella. Fue con ella a ese horrible paí s adonde la envié, pero eso fue hace má s de treinta añ os, y usted no ha cambiado para nada. Farr vacila, claramente indeciso sobre la respuesta que debe dar a Mí ster Blank. Se sienta al borde de la cama, apoya la palma de las manos en las rodillas y mira fijamente al suelo, adoptando inadvertidamente la misma postura en que descubrimos al anciano al comienzo del presente informe. Sigue un largo momento de silencio. Al fin dice, alzando apenas la voz: —No estoy autorizado a hablar de eso. Mí ster Blank lo mira, horrorizado. —¡ Quiere decir que está muerto! —exclama—. Es eso, ¿ verdad? Usted no lo consiguió. Anna sobrevivió, pero usted no. Farr levanta la cabeza y sonrí e. —¿ Parezco un muerto, Mí ster Blank? —pregunta—. Todos atravesamos malos momentos, desde luego, pero estoy tan vivo como usted, cré ame. —Bueno, ¿ y quié n sabe si yo estoy vivo o no? —inquiere Mí ster Blank, clavando en Farr una mirada siniestra—. A lo mejor estoy muerto, tambié n yo. Por las cosas que me han estado pasando esta mañ ana, no me extrañ arí a nada. El tratamiento, sin ir má s lejos. Probablemente no es má s que un sinó nimo de muerte. —Ya no se acuerda —dice Farr, levantá ndose de la cama y quitando a Mí ster Blank la fotografí a de las manos—, pero todo esto fue idea suya. Só lo hacemos lo que usted nos pidió que hicié ramos. —Gilipolleces. Quiero ver a un abogado. É l me sacará de aquí. Tengo mis derechos, ¿ sabe usted? —Eso puede arreglarse —contesta Farr, llevando de nuevo la fotografí a al escritorio, donde vuelve a colocarla dentro del montó n—. Si quiere, diré que pase alguien a verlo esta tarde. —Bien —murmura Mí ster Blank, un tanto sorprendido por la actitud solí cita y acomodaticia de Farr—. Eso está mejor. Echando una ojeada a su reloj, Farr vuelve del escritorio y una vez má s se sienta al borde de la cama frente a Mí ster Blank, que sigue en el silló n junto a la puerta del cuarto de bañ o. —Se está haciendo tarde —dice el joven—. Tenemos que empezar nuestra charla. —¿ Charla? ¿ Qué clase de charla? —La consulta. —Entiendo esa palabra, pero no tengo la menor idea de lo que quiere usted decir con ella. —Tenemos que comentar la historia. —¿ Con qué objeto? Só lo es el comienzo de un relato, y por lo que yo sé, toda narració n debe tener principio, nudo y desenlace. —No podrí a estar má s de acuerdo con usted. —A propó sito, ¿ quié n es el autor de esa mamarrachada? A ese hijoputa habrí a que llevarlo al paredó n y fusilarlo. —Un tal John Trause. ¿ Ha oí do hablar de é l? —Trause… Hummm… Puede ser. Era escritor, ¿ verdad? Tengo las ideas un poco embarulladas, pero creo que he leí do varias novelas suyas. —Pues claro que sí. No le quepa la menor duda. —Entonces, ¿ por qué no me ha dado una para que la leyera, en lugar de ese relato ridí culo, sin terminar y sin tí tulo? —Trause lo terminó. El manuscrito tiene un total de ciento diez pá ginas, y lo redactó a principios de los añ os cincuenta, al comienzo de su actividad como novelista. Puede que a usted no le parezca gran cosa, pero está bastante bien para un chaval de veintitré s o veinticuatro añ os. —No entiendo. ¿ Por qué no me deja ver el resto del relato? —Porque forma parte del tratamiento, Mí ster Blank. No hemos puesto todos esos papeles en el escritorio só lo para que se divierta usted. Está n ahí por una razó n. —¿ Como cuá l? —Para poner a prueba sus reflejos, en primer lugar. —¿ Mis reflejos? ¿ Qué tienen que ver en todo esto? —Reflejos mentales. Reflejos emocionales. —¿ Y qué má s? —Lo que quiero es que me cuente usted el resto de la historia. Empezando justo por donde dejó de leer, dí game lo que cree que va a pasar ahora, desde ahí al ú ltimo pá rrafo, a la ú ltima palabra. Ya conoce el principio. Ahora quiero que me cuente el nudo y el desenlace. —¿ Qué es esto, una especie de juego de saló n? —Si quiere llamarlo así. Yo preferirí a considerarlo un ejercicio de razonamiento imaginativo. —Bonita expresió n, doctor. Razonamiento imaginativo. ¿ Desde cuá ndo tiene la imaginació n algo que ver con la razó n? —Desde ahora mismo, Mí ster Blank. Desde el momento en que empiece usted a contarme el resto de la historia. —De acuerdo. Me parece que no tengo nada mejor que hacer, ¿ o sí? —Así me gusta. Mí ster Blank cierra los ojos para concentrarse en la tarea que le han encomendado, pero el hecho de borrar de su vista la habitació n y el entorno inmediato tiene la alarmante consecuencia de evocar el cortejo de personajes imaginarios que han desfilado por su cabeza en momentos anteriores de la presente narració n. Siente un estremecimiento ante la horrenda visió n, y un instante despué s vuelve a abrir los ojos para hacerla desaparecer. —¿ Qué le pasa? —pregunta Farr, con una expresió n de inquietud en el rostro. —Los puñ eteros espectros —contesta Mí ster Blank—. Han vuelto. —¿ Espectros? —Mis ví ctimas. Todos aquellos a quienes he hecho sufrir a lo largo de los añ os. Ahora me persiguen para cumplir su venganza. —Procure tener los ojos abiertos, Mí ster Blank, y así no los verá. Tenemos que seguir con la historia. —Muy bien, de acuerdo —dice Mí ster Blank, compadecié ndose de sí mismo y exhalando un hondo suspiro—. Espere un momento. —¿ Por qué no me dice lo que le parece la Confederació n? Eso lo ayudarí a a empezar. —La Confederació n… Con-fe-de-ra-ció n… No tiene vuelta de hoja, ¿ verdad? Es Norteamé rica con otro nombre. No los Estados Unidos tal como los conocemos, sino un paí s que ha evolucionado de otra manera, que tiene una historia diferente. Pero los á rboles, las montañ as y llanuras de ese paí s está n exactamente en el mismo sitio que en el nuestro. Los rí os y los mares son idé nticos. Las personas caminan sobre dos piernas, ven con dos ojos, y dicen dos cosas distintas a la vez. —Muy bien. Y, ahora, ¿ qué le ocurre a Graf cuando llega a Ú ltima? —Va a ver al Coronel con la carta de Joubert, pero De Vega la desdeñ a como si fuera un asunto pueril, porque en realidad é l tambié n toma parte en la conjura con Land. Graf le recuerda que está obligado a cumplir las disposiciones de un miembro del Gobierno central, pero el Coronel replica que é l trabaja para el Ministerio de la Guerra, y que tiene ó rdenes estrictas de que se respeten los Decretos de Restricció n del Trá nsito. Graf menciona los rumores sobre Land y los cien soldados que han penetrado en los Territorios Distantes, pero De Vega simula no saber nada de eso. Graf no tiene entonces má s remedio que escribir al Ministerio de la Guerra y pedir una exenció n para eludir los Decretos. Muy bien, dice De Vega, pero una carta tarda seis semanas en llegar a la capital y volver, ¿ y qué va a hacer usted mientras tanto? Visitar los lugares de interé s de Ultima y esperar a que llegue la respuesta, contesta Graf, sabiendo perfectamente bien que el Coronel nunca permitirá que su carta salga en el correo, que será interceptada en cuanto intente enviarla. —¿ Por qué participa De Vega en la conspiració n? Por lo que puedo deducir, parece un militar leal. —Y lo es. Como tambié n lo es Ernesto Land con sus cien hombres en los Territorios Distantes. —No lo entiendo. —La Confederació n es un Estado frá gil, recié n constituido y compuesto de colonias y principados que antes eran independientes, y para fortalecer ese tenue ví nculo, ¿ qué mejor manera de unir a la població n que inventar un enemigo comú n y declarar una guerra? En este caso, se han decidido por los primitivos. Land es un agente doble enviado a los Territorios para incitar a las tribus a la rebelió n. No se diferencia mucho de lo que nosotros hicimos con los indios despué s de la Guerra de Secesió n. Soliviantar a los nativos para luego aniquilarlos. —Pero ¿ có mo sabe Graf que De Vega tambié n está metido en todo eso? —Porque el Coronel no le ha hecho preguntas. Al menos tendrí a que haber aparentado cierta curiosidad. Y ademá s está el hecho de que tanto Land como De Vega trabajan para el Ministerio de la Guerra. Joubert y sus subordinados del Ministerio de la Gobernació n no saben nada de la conjura, por supuesto, pero eso es completamente normal. Los organismos gubernamentales no suelen compartir sus secretos. —¿ Y entonces? —Joubert ha dado a Graf el nombre de tres agentes, espí as que trabajan para el Ministerio en Ultima. Ninguno de ellos conoce la existencia de los demá s, pero en conjunto constituyen la fuente de donde Joubert extrae sus informaciones sobre Land. En cuanto acaba de hablar con el Coronel, Graf sale en su busca. Pero descubre que, como suele decirse, a los tres los han enviado con la mú sica a otra parte. Vamos a ponerles nombre. Siempre es má s interesante cuando podemos llamar a los personajes por su nombre. El capitá n…, hummm… El teniente coronel Jacques Dupin fue transferido dos meses antes a un puesto en el sistema montañ oso central. El doctor Carlos… Woburn… se marchó de la ciudad en junio para ofrecer sus servicios como voluntario en el norte, donde se habí a declarado un brote de viruela. Y Declan Bray, el barbero má s pró spero de Ultima, murió por envenenamiento alimentario a principios de agosto. Resulta imposible saber si su muerte fue accidental o provocada, pero ahí tenemos al pobre Graf, completamente aislado ahora del Ministerio, sin un simple aliado ni nadie en quien confiar, absolutamente solo en aquel sombrí o e inhó spito rincó n de la tierra. —Muy bien. Lo de los nombres ha sido buena idea, Mí ster Blank. —Tengo la imaginació n completamente desbocada. En toda la mañ ana no me he sentido tan lleno de energí a. —Supongo que es difí cil sustraerse a la fuerza de la costumbre. —¿ Qué quiere decir con eso? —Nada. Só lo que se encuentra en buena forma, que empieza a recuperarse. ¿ Qué ocurre a continuació n? —Graf se queda en Ultima má s de un mes, intentando encontrar el modo de cruzar a los Territorios. Porque no puede ir a pie, al fin y al cabo. Necesita un caballo, un rifle, provisiones, y quizá s una muí a tambié n. Entretanto, sin otra cosa que hacer en todo el dí a, se ve envuelto en la vida social de Ultima: en la poca que existe en la ciudad, considerando que no es má s que una pequeñ a y só rdida plaza fuerte en una regió n perdida del mundo. Y es nada menos que el hipó crita De Vega quien le da las mayores muestras de amistad. Lo invita a cenas protocolarias: largas y aburridas sesiones a las que asisten insulsos oficiales del ejé rcito, funcionarios municipales, miembros de la burguesí a comerciante, todos ellos acompañ ados de sus mujeres, sus amigas, etcé tera; lo lleva a los mejores burdeles, e incluso sale a cazar con é l un par de veces. Y luego está la amante del Coronel…, Carlotta…, Carlotta Hauptmann…, una mujer sensual y libertina, la proverbial viuda cachonda, cuya principal ocupació n en la vida consiste en follar y jugar a las cartas. El Coronel está casado, por supuesto, casado y con dos hijos, y como só lo puede visitar a Carlotta un par de veces a la semana, ella está disponible para darse un revolcó n con el primero que llegue. Graf no tarda mucho en iniciar una aventura con ella. Una noche, cuando está n juntos en la cama, Graf la interroga sobre Land, y Carlotta confirma los rumores. Sí, le dice, Land y sus hombres cruzaron a los Territorios hace poco má s de un añ o. ¿ Por qué le cuenta eso? Sus motivos no está n del todo claros. Quizá s se ha encaprichado con Graf y quiere ayudarlo, o tal vez el Coronel la ha incitado a hacerlo por razones que só lo é l conoce. Esta parte tiene que tratarse con delicadeza. El lector jamá s podrá estar seguro de si Carlotta le está tendiendo una trampa o es que simplemente le gusta hablar demasiado. No hay que olvidar que se trata de Ultima, el má s deprimente reducto militar de la Confederació n, donde los encuentros sexuales, el juego y los chismorreos constituyen la ú nica diversió n al alcance de la mano. —¿ Có mo se las arregla Graf para cruzar la frontera? —Pues no sé. Pagando algú n soborno, probablemente. En realidad da lo mismo. Lo importante es que cruza una noche, y entonces empieza la segunda parte de la historia. Ahora estamos en el desierto. Desolació n por todas partes, un implacable cielo azul, una luz despiadada que cae a plomo, y luego, al ponerse el sol, un frí o que penetra hasta la mé dula de los huesos. Graf cabalga en direcció n oeste durante varios dí as, montado en un caballo zaino que atiende al nombre de Whitey, así llamado por una mancha blanca que salpica el entrecejo del animal, y como Graf conoce bien el terreno por sus viajes de doce añ os antes, se dirige al encuentro de los gangis, la tribu con quien mejor se entendió en su primera estancia y la má s pací fica entre todos los pueblos primitivos. A ú ltima hora de una mañ ana, se acerca finalmente a un campamento gangi, una pequeñ a aldea de quince o veinte cabañ as, lo que supondrí a una població n de entre setenta y cien personas. Cuando se encuentra a unos treinta metros del lí mite del poblado, grita un saludo en el dialecto gangi de la regió n para comunicar su llegada a los habitantes; pero nadie responde. Con creciente alarma, Graf acelera el paso del caballo y entra al trote en el centro de la aldea, donde no se percibe ni rastro de vida humana. Desmonta, se dirige a una de las cabañ as y aparta a un lado la piel de bú falo que sirve de puerta a la pequeñ a vivienda. Nada má s entrar, siente el insoportable olor de la muerte, el nauseabundo hedor de los cuerpos en descomposició n, y allí, a la tenue luz de la cabañ a, ve una docena de cadá veres —hombres, mujeres y niñ os gangis—, todos abatidos a sangre frí a. Sale dando tumbos al aire libre, tapá ndose la nariz con un pañ uelo, y entonces empieza a inspeccionar una por una las demá s cabañ as de la aldea. Está n todos muertos, hasta el ú ltimo habitante, y entre ellos Graf reconoce a varias personas con las que entabló amistad doce añ os antes. Las niñ as que se habí an convertido en mujeres jó venes, los niñ os que desde entonces se habí an hecho hombres, los padres que ahora eran abuelos, y ni uno solo respiraba ya, ni uno solo envejecerí a un dí a má s durante el resto de los tiempos. —¿ Quié nes son los autores de la matanza? ¿ Land y sus hombres? —Paciencia, doctor. No hay que precipitar las cosas. Estamos hablando de muerte y brutalidad, del asesinato de inocentes, y Graf aú n no se ha recuperado de la conmoció n de su hallazgo. No está en condiciones de asimilar lo ocurrido, pero aunque lo estuviera, ¿ por qué iba a pensar que Land tení a algo que ver con todo aquello? Su misió n parte de la hipó tesis de que su antiguo amigo trata de desencadenar una rebelió n, de crear un ejé rcito de primitivos para invadir las provincias occidentales de la Confederació n. Y un ejé rcito de muertos no sirve de mucho para el combate, ¿ verdad? Lo ú ltimo que se le ocurrirí a a Graf es que Land ha asesinado a sus futuros soldados. —Lo lamento. No le interrumpiré má s. —Interrumpa todo lo que quiera. Estamos metidos en una historia complicada, y no todo es siempre lo que parece. Tomemos las tropas de Land, por ejemplo. No tienen ni idea de cuá l es su verdadera misió n, ni de que Land es un agente doble que trabaja para el Ministerio de la Guerra. Son un puñ ado de soñ adores que han recibido buena educació n, extremistas polí ticos contrarios a la Confederació n, y cuando Land los recluta para que lo sigan a los Territorios Distantes, no dudan de su palabra y suponen que van a ayudar a los primitivos a anexionar las provincias occidentales. —¿ Llega Graf a encontrar a Land? —Tiene que encontrarlo. De otro modo, no habrí a historia que contar. Pero eso no ocurre hasta má s adelante, pasadas ya varias semanas o unos meses. Un par de dí as despué s de que Graf salga de la aniquilada aldea gangi, se encuentra con uno de los hombres de Land, un soldado delirante que deambula por el desierto sin comida, ni agua ni caballo. Graf intenta ayudarlo, pero ya es demasiado tarde, y el muchacho só lo aguanta unas cuantas horas má s. Antes de exhalar el ú ltimo suspiro, en un torrencial murmullo apenas coherente dice a Graf que todo el mundo ha muerto, que no han tenido ocasió n de reaccionar, que todo ha sido un engañ o desde el principio. Graf no entiende nada. ¿ Qué quiere decir con todo el mundo? ¿ Se refiere a Land y sus tropas? ¿ A los gangis? ¿ A otros pueblos primitivos? El muchacho no contesta; y esa tarde, antes de ponerse el sol, pasa a mejor vida. Graf lo entierra y sigue adelante, y dos dí as despué s se encuentra con otra aldea gangi llena de cadá veres. Ya no sabe lo que pensar. ¿ Y si, despué s de todo, es Land el autor de esas muertes? ¿ Y si el rumor de una insurrecció n no es má s que una tapadera para ocultar una empresa mucho má s siniestra: una discreta matanza de primitivos que permitirí a al Gobierno abrir su territorio al asentamiento blanco, ampliar el á mbito de la Confederació n hasta las orillas del mar occidental? Y, sin embargo, ¿ có mo puede realizarse semejante cosa con un ejé rcito tan poco numeroso? ¿ Cien hombres para exterminar a decenas de miles? No parece posible, pero entonces, si Land no tiene nada que ver con ello, la ú nica explicació n es que los gangis han muerto a manos de otra tribu, que los primitivos está n enfrentados en una guerra interna. Mí ster Blank se dispone a continuar, pero antes de que salga otra palabra de sus labios, el doctor y é l oyen que alguien llama a la puerta. Por muy enfrascado que esté en la elaboració n de la historia, y pese al alborozo que siente al inventar su versió n de los remotos e imaginarios acontecimientos, Mí ster Blank comprende enseguida que es el momento que ha estado esperando: el misterio de la puerta está a punto de resolverse al fin. Tras oí r la llamada, Farr vuelve la cabeza en la direcció n del sonido. Adelante, dice, y de pronto se abre la puerta y entra una mujer empujando un carrito de acero inoxidable, quizá s el mismo que Anna ha utilizado antes, o tal vez otro idé ntico a é se. Por una vez, está prestando atenció n, y tiene la certeza de no haber oí do ninguna cerradura, nada que se parezca al ruido de un cerrojo, un pestillo o una llave; lo que supondrí a, en principio, que la puerta no estaba cerrada, sino abierta desde siempre, todo el tiempo. O eso se figura Mí ster Blank, que empieza a regocijarse ante la idea de que es libre para entrar y salir a voluntad, pero un momento despué s piensa que las cosas quizá s no sean tan sencillas como parecen. Podrí a ser que el doctor Farr se olvidara de cerrar la puerta al entrar. O, aú n má s probable, que no se molestara en cerrarla, sabiendo que no le serí a difí cil dominar a Mí ster Blank si el prisionero intentaba escapar. Sí, dice el anciano para sus adentros, eso es lo má s ló gico. Y má s pesimista que otra cosa sobre sus perspectivas de futuro, se resigna una vez má s a vivir en un estado de perpetua incertidumbre. —Hola, Sam —dice la mujer—. Siento interrumpirte de esta manera, pero es la hora del almuerzo de Mí ster Blank. —Qué hay, Sophie —contesta Farr, echando una mirada a su reloj al tiempo que se levanta de la cama—. No me he dado cuenta de que era tan tarde. —¿ Y ahora qué pasa? —inquiere Mí ster Blank, aporreando el brazo del silló n y hablando en un tono cargado de impaciencia—. Quiero seguir contando la historia. —Hemos agotado el tiempo —contesta Farr—. La consulta ha terminado por hoy. —¡ Pero si no he acabado! —grita el anciano—. ¡ No he llegado al final! —Lo sé —replica Farr—, pero estamos trabajando con un margen de tiempo muy estrecho, y no podemos hacer otra cosa. Mañ ana seguiremos con la historia. —¿ Mañ ana? —ruge Mí ster Blank, tan incré dulo como confuso—. Pero ¿ qué está diciendo? Mañ ana no recordaré ni una palabra de lo que he dicho hoy. Y usted lo sabe. Lo sé hasta yo, que no sé ni por dó nde ando. Farr se le acerca y le da una palmadita en el hombro, el clá sico gesto de apaciguamiento de alguien experimentado en el sutil arte de tratar a los pacientes. —De acuerdo —le dice—, veré lo que puedo hacer. Primero tengo que pedir autorizació n, pero si quiere que vuelva esta tarde, quizá s pueda arreglarlo. ¿ Conforme? —Conforme —murmura Mí ster Blank, un tanto apaciguado por la amabilidad y el interé s de la respuesta de Farr. —Bueno, entonces me voy —anuncia el doctor—. Hasta luego. Sin pronunciar una palabra má s, se despide con un gesto de Mí ster Blank y la mujer llamada Sophie, se encamina a la puerta, la abre, cruza el umbral y cierra al salir. El anciano oye el chasquido metá lico del pestillo, pero nada má s. No suena ningú n cerrojo, ni llave alguna, y se pregunta ahora si no habrá algú n dispositivo que bloquee automá ticamente la puerta en cuanto se cierra. Entretanto, tras llevar el carrito de acero inoxidable junto a la cama, la mujer llamada Sophie ha ido pasando los diversos platos del almuerzo del estante inferior a la bandeja de arriba. Mí ster Blank observa que hay cuatro platos en total, cubiertos con una tapadera redonda con un agujero en medio. Al ver las tapas metá licas, piensa de pronto en el servicio de habitaciones, y entonces se pregunta cuá ntas noches habrá dormido en hoteles a lo largo de toda su vida. Innumerables, oye que declara una voz en su interior, una voz que no es la suya, o que al menos no reconoce como suya, pero como habla con tal autoridad y convicció n, piensa que debe decir la verdad. Si es así, concluye, entonces es que se ha pasado la vida yendo de un sitio para otro, viajando en coche, en tren y en avió n, y por supuesto, añ ade para sí, en avió n ha recorrido el mundo entero, visitando diversos continentes y muchos paí ses, y sin duda esos desplazamientos han tenido algo que ver con las misiones a las que ha enviado a esa pobre gente que tanto ha sufrido por su causa, y é sa es seguramente la razó n por la cual se encuentra ahora confinado en la habitació n, sin poder viajar a parte alguna, encerrado entre cuatro paredes como castigo por el grave perjuicio que ha ocasionado a otras personas. Esa fugaz ensoñ ació n queda truncada por el sonido de una voz femenina. —¿ Quiere almorzar ya? —le pregunta la mujer, y cuando levanta la cabeza para mirarla, Mí ster Blank se da cuenta de que se le ha olvidado có mo se llama. Tiene unos cuarenta y ocho o cincuenta añ os, y aunque su rostro le parece delicado y atractivo, es demasiado llenita y achaparrada para que se la pueda catalogar como mujer ideal. Cabe observar, a propó sito, que su atuendo es idé ntico al que Anna llevaba horas antes. —¿ Dó nde está mi Anna? —pregunta Mí ster Blank—. Creí a que era ella quien se ocupaba de mí. —Y así es —contesta la mujer—. Pero en el ú ltimo momento ha tenido que hacer un recado, y me ha pedido que la sustituyera. —¡ Qué horror! —exclama Mí ster Blank, en un tono de profunda tristeza—. No tengo nada contra usted, naturalmente, quienquiera que sea, pero hace horas que espero volver a verla. Esa mujer lo es todo para mí. No puedo vivir sin ella. —Lo sé —dice la mujer—. Todos lo sabemos. Pero —y entonces le dirige una amable sonrisa— ¿ qué puedo hacer yo para remediarlo? Me temo que tendrá que arreglá rselas conmigo. —Por desgracia —suspira Mí ster Blank—. Sé que tiene usted buena intenció n, pero no voy a disimular el chasco que me he llevado. —No hay nada que disimular. Tiene usted derecho a sus propios sentimientos, Mí ster Blank. No es culpa suya.
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