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 Viajes por el Scriptorium 1 страница



 

       Un hombre mayor está encerrado en una habitació n, sentado en una cama. No recuerda quié n es ni qué está haciendo allí. Los pocos objetos que hay tienen una etiqueta con su nombre. Sobre un escritorio ve una pila de fotografí as y otras de papeles cuya importancia no es capaz de descifrar. Ignora que está siendo vigilado: lo que leemos es el informe de los movimientos de este amné sico personaje al que llaman Mr. Blank y de las sucesivas visitas que irá recibiendo a lo largo del dí a. Una serie de enigmá ticos personajes relacionados de algú n modo con su pasado pretenden ajustar cuentas con é l. Se sienten agraviados y ahora reclaman justicia.

       A pesar de todo, otros le muestran su gratitud, como la mujer que se encarga de cuidarle, Anna (a quien está especialmente unido pese a haberle hecho algo terrible que no logra recordar). Cada visita proporcionará nuevas pistas sobre la identidad y el oscuro pasado de Mr. Blank. Aunque le resultan vagamente familiares, no recuerda exactamente qué le liga a esas criaturas resentidas, pero sí se intuye responsable, o directamente culpable, de su destino: «Piensa que son los agentes a quienes ha enviado de misió n a lo largo de los añ os, y tal como ocurrió con Anna, quizá algunos, muchos de ellos, o todos en general no salieron muy bien parados».

       ¿ Quié n es realmente Mr. Blank? ¿ Cuá l es su relació n con esos personajes que lo tienen encerrado? ¿ De qué lo acusan? Uno de los misteriosos manuscritos que hay entre los papeles del escritorio encierra la clave de su situació n actual. La novela deviene entonces una inquietante mise en abyme en la que resuenan ecos de las principales obras de Paul Auster y pasa a ser una pieza central e imprescindible en el complejo puzzle metaliterario del escritor neoyorquino. Viajes por el Scriptorium es, en definitiva, una enigmá tica y fascinante reflexió n puramente austeriana sobre las inextricables relaciones entre lenguaje, memoria e identidad.

       «Auster siempre ha recompensado a sus seguidores estimulando su inteligencia. Convierte a sus lectores en detectives, dejando pistas (algunas en realidad falsas) que enlazan sus libros en una compleja red de alusiones que se perpetú a libro a libro» (Á ngel Gurria Quintana, Financial Times).

       «Viajes por el Scriptorium es un pequeñ o homenaje a las novelas del propio Paul Auster… Recuerda a un especial de Navidades al que se presentan todas las viejas estrellas invitadas. Algunos escritores fantasean con encontrarse y hablar con sus personajes como una especie de ejercicio, una manera de pensar sobre una obra mayor en la que aparecerá n todas esas figuras» (Deborah Friedell, The Times Literary Supplement).

 


        

 

       Paul Auster

 

 Viajes por el Scriptorium

       ePub r1. 0

 

       Ariblack 12. 05. 14

 

 


       Tí tulo original: Travels in the Scriptorium

 

       Paul Auster, 2006

 

       Traducció n: Benito Gó mez Ibá nez

 

       Foto de cubierta: Nick Vaccaro

 

       Editor digital: Ariblack

 

       ePub base r1. 1

 

 

 


      para Lloyd Hustvedt.

       (in memoriam)

 

 


       El anciano está sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo. No sabe que hay una cá mara instalada en el techo, justo encima de é l. El obturador se acciona silenciosamente cada segundo, realizando ochenta y seis mil cuatrocientas instantá neas a cada rotació n de la tierra. Aunque supiera que lo está n vigilando, le darí a lo mismo. Está como ausente, perdido entre los fantasmas que pueblan su imaginació n mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta.

       ¿ Quié n es? ¿ Qué está haciendo ahí? ¿ Cuá ndo ha llegado y cuá nto tiempo se quedará aú n? Con suerte, el tiempo nos lo dirá todo. De momento, nuestro ú nico cometido consiste en estudiar las fotos con el mayor detenimiento posible y abstenernos de extraer cualquier conclusió n prematura.

       En la habitació n hay una serie de objetos, y cada uno de ellos lleva pegado un trozo de cinta blanca, con una sola palabra escrita en mayú sculas. En la mesilla de noche, por ejemplo, la palabra es MESILLA. En la lá mpara, la etiqueta dice LÁ MPARA. Incluso en la pared, que estrictamente hablando no es un objeto, hay un trozo de cinta adhesiva donde se lee PARED. El anciano levanta un momento la vista, mira la pared, ve la etiqueta pegada en ella y, con voz queda, pronuncia la palabra pared. Lo que en este momento no podemos saber es si está leyendo la palabra escrita en la tira blanca o si só lo se refiere a la pared propiamente dicha. Puede que se le haya olvidado leer pero sepa reconocer las cosas y llamarlas por su nombre o, a la inversa, que haya perdido la capacidad de distinguirlas pero que aú n sepa leer.

       Lleva un pijama azul con rayas amarillas, y calza unas chancletas de cuero negras. No tiene muy claro dó nde se encuentra exactamente. En la habitació n, sí, pero ¿ en qué edificio está? ¿ Es una casa? ¿ El hospital? ¿ La cá rcel? No recuerda cuá nto tiempo lleva ahí ni la naturaleza de las circunstancias que precipitaron su traslado a ese sitio. Quizá s nunca se ha movido del cuarto; a lo mejor es ahí donde ha vivido desde que nació. Lo que sí sabe es que está consumido por un implacable complejo de culpa. Y al mismo tiempo no puede evitar la sensació n de ser ví ctima de una tremenda injusticia.

       En la habitació n hay una ventana, pero tiene la persiana bajada, y que é l recuerde, nunca se ha asomado a ella. Lo mismo puede decir de la puerta con su blanco picaporte de porcelana. ¿ Está encerrado, o es libre de entrar y salir cuando le plazca? Aú n debe investigar esa cuestió n; porque, segú n hemos visto en el primer pá rrafo, está como ausente, perdido en el pasado y vagando sin rumbo entre los fantasmas que desfilan por su cabeza, luchando por contestar la pregunta que lo atormenta.

       Las fotografí as no mienten, pero tampoco lo cuentan todo. Son simplemente un testimonio del paso del tiempo, la prueba visible. La edad del personaje, por ejemplo, es difí cil de determinar a partir de las imá genes en blanco y negro, un tanto desenfocadas. El ú nico dato que puede establecerse con cierta seguridad es que no es joven, pero la palabra viejo es un té rmino aleatorio y puede aplicarse a cualquiera que esté entre los sesenta y los cien añ os. Prescindiremos por tanto, del calificativo viejo y en lo sucesivo llamaremos Mí ster Blank a la persona que está en la habitació n. De momento no será necesario su nombre de pila.

       Mí ster Blank se levanta por fin de la cama, se detiene brevemente para no perder el equilibrio y, arrastrando los pies, se dirige hacia el escritorio, al otro extremo de la habitació n. Se siente cansado, como si acabara de despertarse despué s de una noche de dormir poco y mal, y mientras las suelas de sus chancletas se deslizan por el entarimado, le viene a la cabeza como un rumor de papel de lija. A lo lejos, fuera de la habitació n, má s allá del edificio en que se encuentra el cuarto, oye el tenue grito de un pá jaro: un cuervo, o tal vez una gaviota, no sabrí a decirlo.

       Mí ster Blank se sienta despacio en el silló n del escritorio. Es una butaca muy có moda, piensa é l, de suave cuero marró n, y está provista de amplios brazos para apoyar los codos, por no mencionar el invisible mecanismo de resortes que permite mecerse de atrá s hacia delante a voluntad, y eso es precisamente lo que hace nada má s sentarse. El movimiento de vaivé n le tranquiliza el á nimo, y mientras disfruta del agradable balanceo, se acuerda del caballito que tení a en su habitació n cuando era pequeñ o, y entonces empieza a rememorar los viajes imaginarios que emprendí a en aquel caballo, que se llamaba Whitey y que, en la imaginació n del joven Mí ster Blank, no era un objeto de madera pintado de blanco, sino un ser viviente, un caballo de verdad.

       Tras esa breve excursió n a su primera infancia, una angustia irrefrenable lo atenaza de nuevo. Dice en voz alta, con aire cansino: No debo permitirlo. Luego se inclina hacia delante para examinar los montones de documentos y fotografí as pulcramente colocados sobre el escritorio de caoba. Primero coge las fotos, tres docenas de retratos en blanco y negro de veinticinco por veinte de hombres y mujeres de diversas razas y edades. La primera muestra a una joven de poco má s de veinte añ os. Lleva el pelo muy corto, y hay una vehemente e inquieta expresió n en sus ojos mientras mira al objetivo. Está parada en la calle de alguna ciudad, probablemente italiana o francesa, porque da la casualidad de que se encuentra delante de una iglesia medieval, y como lleva abrigo y bufanda, cabe suponer que la instantá nea se tomó en invierno. Mí ster Blank mira fijamente a los ojos de la joven y se esfuerza en recordar quié n es. Al cabo de unos veinte minutos, musita una sola palabra: Anna. Lo inunda un sentimiento de amor incontenible. Se pregunta si no habrá estado casado con Anna, o si, tal vez, no estará contemplando el retrato de su hija. Un momento despué s de asimilar tales pensamientos, lo invade una nueva oleada de culpa, y entonces comprende que Anna ha muerto. Aú n peor, sospecha que é l ha sido el responsable de su muerte. Incluso podrí a ser, dice para sus adentros, que fuera é l quien la mató.

       Mí ster Blank gime de dolor. No soporta mirar las fotos, de modo que las aparta a un lado y centra su atenció n en los documentos. Hay cuatro montones en total, de unos quince centí metros de altura cada uno. Sin motivo aparente alguno, alarga el brazo hacia el ú ltimo montó n de la izquierda y coge la primera hoja. El texto escrito a mano, en mayú sculas semejantes a las que se ven en las tiras de cinta adhesiva blanca, dice lo siguiente:

       Vista desde los confines del espacio exterior, la tierra no es mayor que una mota de polvo. Recué rdalo la pró xima vez que escribas la palabra humanidad.

       Por la expresió n de contrariedad que se apodera de sus rasgos mientras recorre esas frases con la vista, podemos estar casi seguros de que a Mí ster Blank no se le ha olvidado leer. Pero la cuestió n de quié n pueda ser el autor de esas frases sigue siendo una incó gnita.

       Mí ster Blank coge la siguiente hoja del montó n y descubre que se trata de un texto mecanografiado. El primer pá rrafo dice así:

       En cuanto empecé a contar mi historia, me tiraron al suelo y me dieron una patada en la cabeza. Cuando me puse en pie, uno de ellos me cruzó la cara, y a continuació n otro me pegó un puñ etazo en el estó mago. Me derrumbé. De nuevo logré incorporarme, pero justo cuando comenzaba mi narració n por tercera vez, el Coronel me arrojó contra la pared y me quedé sin sentido.

       La pá gina contiene otros dos pá rrafos, pero antes de que Mí ster Blank pueda empezar a leer el segundo, suena el telé fono. Es un aparato negro, de disco, un modelo de finales de los cuarenta o principios de los cincuenta del siglo pasado, y como está sobre la mesilla de noche, se ve obligado a levantarse del mullido silló n de cuero y dirigirse arrastrando los pies al otro extremo de la habitació n. Coge el telé fono al cuarto tono.

       —Diga, —dice Mí ster Blank.

       —¿ Mí ster Blank?, —pregunta la voz al otro lado de la lí nea.

       —Si usted lo dice…

       —¿ Está seguro? No puedo correr riesgos.

       —Yo no estoy seguro de nada. Si usted quiere llamarme Mí ster Blank, con mucho gusto atenderé a ese nombre. ¿ Con quié n hablo?

       —Con James.

       —No conozco a ningú n James.

       —James P. Flood.

       —Refré squeme la memoria.

       —Ayer le hice una visita. Estuvimos dos horas juntos.

       —Ah. El policí a.

       —Ex policí a.

       —Eso. El expolicí a. ¿ En qué puedo servirlo?

       —Quisiera verlo otra vez.

       —¿ Es que no tiene bastante con la conversació n de ayer?

       —En realidad, no. Ya sé que só lo soy un personaje secundario en este asunto, pero me han dado autorizació n para entrevistarme dos veces con usted.

       —Me está diciendo que no me queda otro remedio.

       —Eso me temo. Pero no tenemos que hablar en su habitació n si no quiere. Podemos salir y sentarnos en el parque, si lo prefiere.

       —No tengo nada que ponerme. Ahora estoy en pijama y zapatillas.

       —Eche una mirada al armario. Ahí tiene toda la ropa que necesita.

       —Ah. El armario. Gracias.

       —¿ Ha desayunado ya, Mí ster Blank?

       —Creo que no. ¿ Es que puedo comer?

       —Tres veces al dí a. Aú n es algo temprano, pero Anna no tardará mucho en llegar.

       —¿ Anna? ¿ Ha dicho Anna?

       —Es la persona que se ocupa de usted.

       —Creí que estaba muerta.

       —De ningú n modo.

       —A lo mejor es otra Anna.

       —Lo dudo. De todas las personas implicadas en este asunto, ella es la ú nica que está totalmente de su parte.

       —¿ Y las otras?

       —Digamos que hay mucho resentimiento, dejé moslo así.

       Cabe observar que ademá s de la cá mara hay un micró fono oculto en una pared, y hasta el ú ltimo sonido que produzca Mí ster Blank quedará grabado y archivado en un magnetó fono digital de gran sensibilidad. El menor gemido o sorbo de la nariz, la tos má s nimia o cualquier imperceptible flatulencia que surja de su organismo tambié n será, por tanto, parte integrante de nuestro relato. Ni que decir tiene que esa informació n auditiva incluye asimismo las palabras que de diversa manera articula, murmura o grita Mí ster Blank, como, por ejemplo, la llamada telefó nica de James P. Flood que acabamos de describir. La conversació n concluye con Mí ster Blank cediendo de mala gana ante la solicitud del expolicí a de hacerle una visita aquella misma mañ ana. Cuando cuelga el telé fono, se sienta al borde de la cama, adoptando una postura idé ntica a la descrita en la primera frase del presente informe: manos apoyadas en las rodillas, cabeza gacha mirando al suelo.

       Considera si debe levantarse y empezar a buscar el armario que ha mencionado Flood, y en caso de que lo encuentre, si tendrá que quitarse el pijama y ponerse ropa de vestir; suponiendo que haya ropa en el armario, y si es que existe efectivamente tal armario. Pero Mí ster Blank no tiene prisa por acometer esas tareas mundanas. Quiere volver al texto mecanografiado que estaba leyendo antes de que le interrumpiera el telé fono. De manera que se levanta de la cama y da un paso vacilante hacia el otro extremo de la habitació n, sintiendo entonces un sú bito desfallecimiento. Se da cuenta de que se derrumbará si continú a má s tiempo de pie, pero en lugar de volver a sentarse en la cama hasta que se le pase el mareo, extiende la mano hacia la pared, apoya todo su peso en ella, y va dejá ndose caer poco a poco. Ya de rodillas, Mí ster Blank se echa hacia delante y planta la palma de las manos en el suelo. Mareado o no, tal es su determinació n de llegar al escritorio que empieza a arrastrarse hacia é l.

       Cuando logra subirse al silló n de cuero, se balancea unos momentos hasta que se le calman los nervios. A pesar de todos sus esfuerzos, comprende que le da pá nico seguir leyendo el texto mecanografiado. No se explica por qué se ha apoderado de é l ese sú bito terror. Só lo son palabras, se dice a sí mismo, y ¿ desde cuá ndo tienen las palabras la facultad de dejar a un hombre medio muerto de miedo? No puede ser, murmura en voz queda, apenas audible. Luego, para tranquilizarse, repite la misma frase, gritando a pleno pulmó n: ¡ NO PUEDE SER!

       Inexplicablemente, esa descarga de sonido le infunde valor para seguir leyendo. Respira hondo, fija la mirada en las palabras que tiene delante, y lee los dos pá rrafos siguientes:

       Desde entonces me tienen en este recinto. Por lo que puedo deducir, no es una celda corriente, y no parece formar parte de la prisió n militar ni del centro de detenció n territorial. Se trata de una estancia pequeñ a, sin muebles, que medirá unos cuatro metros de ancho por cinco de largo (suelo de tierra, paredes de piedra), y es posible que en otro tiempo sirviera de almacé n para guardar ví veres, quizá s sacos de trigo y harina. Hay una sola ventana con barrotes en la pared de la izquierda, pero está muy alta y no la alcanzo con las manos. Duermo sobre una esterilla, en un rincó n, y me dan dos comidas al dí a: gachas frí as por la mañ ana, sopa tibia y pan duro por la noche. Segú n mis cá lculos, llevo aquí cuarenta y siete noches. Esta cifra, sin embargo, puede ser erró nea. Mis primeros dí as en la celda estuvieron salpicados de numerosas palizas, y como soy incapaz de recordar cuá ntas veces perdí el sentido —ni el tiempo que duraban los periodos de inconsciencia cuando me desmayaba—, es posible que en cierto momento perdiera la cuenta y algú n dí a dejara de fijarme en cuá ndo salí a o se poní a el sol.

       El desierto empieza justo debajo de mi ventana. Siempre que viene el viento del oeste, me llega un olor a salvia y enebro, las ú nicas plantas que crecen en esa yerma extensió n. He vivido solo en esos parajes cerca de cuatro meses, vagando libremente de un lado a otro, durmiendo a la intemperie con toda clase de tiempo, y encontrarme entre los angostos confines de este recinto nada má s volver de los espacios abiertos de esa regió n no ha sido fá cil para mí. Puedo soportar la obligada soledad, la ausencia de conversació n y contacto humano, pero ansio estar de nuevo al aire libre, sentir la luz, y paso los dí as consumié ndome por ver algo aparte de estos á speros muros de piedra. De vez en cuando pasan soldados bajo mi ventana. Oigo có mo cruje la tierra bajo sus botas, la intermitente andanada de sus voces, el traqueteo de carros y caballos en el calor del dí a inalcanzable. Es la guarnició n de Ultima: el extremo occidental de la Confederació n, un lugar que está al borde del mundo conocido. Nos encontramos a tres mil kiló metros de la capital, frente a las inexploradas latitudes de los Territorios Distantes. La ley prohí be pasar a esas regiones. Yo fui porque me lo ordenaron, y ahora he vuelto para presentar mi informe. Puede que me escuchen y puede que no, pero luego me sacará n de aquí y me fusilará n. De eso estoy completamente seguro. Lo importante es no hacerme ilusiones, no dejarme tentar por la esperanza. Cuando al fin me pongan contra la pared y me apunten con sus armas, só lo les pediré que me quiten la venda de los ojos. No es que tenga el menor interé s en ver la cara de los hombres que van a matarme, sino que deseo contemplar de nuevo el cielo. Eso es todo lo que quiero ahora. Encontrarme al aire libre, alzar la cabeza hacia el inmenso cielo azul y acabar con la mirada perdida en el infinito.

       Mí ster Blank deja de leer. El miedo da paso a la confusió n, y aunque ha comprendido hasta la ú ltima palabra de lo que lleva leí do, no sabe có mo interpretarlo. ¿ Se trata efectivamente de un informe, se pregunta, y qué es ese sitio llamado Confederació n, con su guarnició n de Ultima y sus misteriosos Territorios Distantes? ¿ Y por qué le da la impresió n de que se trata de un texto escrito en el siglo XIX? Mí ster Blank es muy consciente de que la cabeza no le funciona muy bien, de que ignora completamente dó nde se encuentra y por qué lo han llevado allí, pero casi con toda seguridad sabe que el momento actual puede situarse a comienzos del siglo XXI y que vive en un paí s llamado Estados Unidos de Amé rica. Ese ú ltimo pensamiento le trae a la memoria la ventana o, para ser má s precisos, la persiana, sobre la que han pegado un trozo de cinta blanca con la palabra PERSIANA. Afirmando las plantas de los pies en el suelo y apoyá ndose con los codos en los brazos del silló n de cuero, da un giro a la derecha de entre noventa y cien grados para situarse frente a la persiana; porque la butaca no só lo está dotada de la capacidad de balancearse hacia atrá s y hacia delante, sino que tambié n puede moverse en cí rculo. Ese descubrimiento le resulta tan agradable que olvida por un instante por qué querí a mirar la persiana, regocijá ndose en cambio en esa caracterí stica del silló n, hasta ahora desconocida. Lo hace girar una vez, luego dos, despué s tres, y entonces recuerda que de niñ o iba a la peluquerí a y Rocco, el peluquero, antes y despué s de cortarle el pelo, le daba unas vueltas en el silló n exactamente como é l hací a ahora. Afortunadamente, cuando Mí ster Blank queda de nuevo inmó vil, el silló n acaba má s o menos en la misma posició n que antes de empezar a moverse, lo que significa que está otra vez frente a la persiana, y una vez má s, despué s de aquel placentero interludio, se pregunta si no deberí a acercarse, levantarla, y echar una mirada al exterior para ver dó nde está. A lo mejor se lo han llevado de Estados Unidos, dice para sus adentros, y se encuentra en otro paí s, secuestrado en plena noche por agentes secretos al servicio de una potencia extranjera.

       Con la triple rotació n en la butaca se ha quedado, sin embargo, algo mareado, por lo que vacila en moverse del sitio, temiendo la repetició n del episodio que hace unos minutos lo ha obligado a cruzar la habitació n a gatas. Lo que en ese momento aú n no sabe es que, ademá s de ofrecer la posibilidad de mecerse de atrá s hacia delante y girar en cí rculo, el silló n tambié n está provisto de cuatro pequeñ as ruedas, por medio de las cuales puede desplazarse por el cuarto y llegar a la ventana sin necesidad de levantarse del asiento. Al desconocer que tiene a su alcance otros medios de propulsió n aparte de sus piernas, Mí ster Blank se queda donde está, sentado en la butaca de espaldas al escritorio, con la vista fija en la persiana, blanca en otro tiempo pero amarillenta ahora, intentando recordar su conversació n de la tarde anterior con James P. Flood, el antiguo policí a. Busca una imagen en su memoria, un indicio que le descubra el aspecto de ese hombre, pero en vez de evocar una clara representació n visual, su mente se inunda de una paralizante sensació n de culpa. Sin embargo, antes de que ese nuevo acceso de tormento y horror se convierta en verdadero pá nico, llaman a la puerta y, acto seguido, Mí ster Blank oye el ruido de una llave girando en la cerradura. ¿ Significa eso que está encerrado en la habitació n, sin poder salir salvo por la gentileza y benevolencia de otras personas? No necesariamente. Puede que Mí ster Blank haya cerrado la puerta por dentro y que ahora quien desee entrar en la habitació n tenga que utilizar la llave, evitá ndole así la molestia de tener que levantarse y abrir personalmente.

       En cualquier caso, ahora se abre la puerta y entra una mujer menuda de edad indeterminada; entre los cuarenta y cinco y los sesenta añ os, piensa Mí ster Blank, aunque es difí cil saberlo con seguridad. Tiene el pelo entrecano y lo lleva corto, viste pantalones azul oscuro y blusa de algodó n de un azul má s claro, y lo primero que hace al entrar es sonreí r a Mí ster Blank. La sonrisa, que parece combinar ternura y afecto, destierra sus miedos y le infunde un estado de calma y serenidad. No sabe quié n es, pero de todos modos se alegra mucho de verla.

       —¿ Ha dormido bien?, —pregunta la mujer.

       —Pues no sé, —contesta Mí ster Blank—. Si quiere que le diga la verdad, no recuerdo si he dormido o no.

       —Eso está bien. Significa que el tratamiento da resultado.

       En lugar de hacer algú n comentario sobre esa enigmá tica afirmació n, Mí ster Blank estudia en silencio a la mujer durante unos momentos, luego pregunta:

       —Disculpe mi torpeza, pero por casualidad no se llamará usted Anna, ¿ verdad?

       Una vez má s, la mujer le dirige una sonrisa tierna y afectuosa.

       —Me alegro de que se haya acordado. Ayer no era capaz de recordarlo.

       Sú bitamente perplejo y nervioso, Mí ster Blank da media vuelta en el silló n, se coloca frente al escritorio y saca el retrato de la joven de entre el montó n de fotografí as en blanco y negro. Antes de que pueda volverse de nuevo para mirar a la mujer que atiende al nombre de Anna, se la encuentra a su lado con la mano suavemente posada en su hombro derecho, contemplando a su vez la fotografí a.

       —Si usted se llama Anna, —dice Mí ster Blank, con la voz tré mula de emoció n—, entonces ¿ quié n es é sta? Tambié n es Anna, ¿ verdad?

       —Sí —contesta la mujer, examinando atentamente el retrato, como si recordara algo con sentimientos encontrados de repulsió n y nostalgia—. Esta es Anna. Y yo tambié n soy Anna. Esa es una foto mí a.

       —Pero… —tartamudea Mí ster Blank—, pero la chica de la foto es joven. Y usted…, usted tiene el pelo cano.

       —El tiempo, Mí ster Blank —responde Anna—. Comprende usted el significado del tiempo, ¿ no es así? Esa soy yo, hace treinta y cinco añ os.

       Antes de que Mí ster Blank tenga ocasió n de contestar, Anna vuelve a poner el retrato de cuando era joven entre el montó n de fotografí as.

       —Se le está enfriando el desayuno —le advierte, y sin decir una palabra má s sale de la habitació n, pero só lo para volver un momento despué s, trayendo un carrito de acero inoxidable con una bandeja de comida que coloca al lado de la cama.

       El desayuno consiste en un zumo de naranja, una tostada con mantequilla, dos huevos escalfados en un pequeñ o tazó n blanco y una tetera con té Earl Grey. A su debido tiempo, Anna ayudará a Mí ster Blank a levantarse del silló n y lo conducirá hacia la cama, pero antes le da un vaso de agua y tres pastillas: una verde, otra blanca y otra morada.

       —¿ Qué es lo que me pasa? —pregunta Mí ster Blank—. ¿ Estoy enfermo?

       —No, en absoluto —contesta Anna—. Las pastillas forman parte del tratamiento.

       —Me parece que no estoy enfermo. Un poco cansado y aturdido, quizá s, pero aparte de eso no me siento mal. Teniendo en cuenta mi edad, me encuentro bastante bien.

       —Tó mese las pastillas, Mí ster Blank. Luego podrá desayunar. Seguro que tiene mucha hambre.



  

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