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 Viajes por el Scriptorium 5 страница



       Ahora Mí ster Blank está en el cuarto de bañ o, quitá ndose los pantalones, los calzoncillos y los calcetines, todos empapados y amarillentos por su involuntaria pé rdida de control. Nervioso aú n por el paso en falso, los huesos todaví a doloridos por el golpetazo contra el suelo, arroja con furia cada prenda de ropa a la bañ era, coge luego la manopla que antes utilizó Anna para lavarlo y se limpia las piernas y las ingles con agua caliente. Ai frotarse, el pene empieza a perder su normal estado de flaccidez, aumentando de tamañ o y elevá ndose de la perpendicular hasta un á ngulo de cuarenta y cinco grados. Pese a las mú ltiples indignidades a las que se ha visto sometido en los ú ltimos minutos, no puede evitar una sensació n de consuelo por ese acontecimiento, como si en cierto modo fuera una prueba de que su honor aú n permanece intacto. Al cabo de unas cuantas friegas má s, su viejo compañ ero le sobresale en lí nea recta entre las piernas, y de tal guisa, precedido por su segunda erecció n de la mañ ana, Mí ster Blank sale del cuarto de bañ o, se dirige a la cama y se pone los pantalones del pijama que Anna ha guardado bajo la almohada. Don Importante ya ha empezado a encogerse cuando el anciano enfunda los pies en las chancletas de cuero, pero ¿ qué otra cosa puede esperarse en ausencia de má s fricciones o de algú n estí mulo mental? Mí ster Blank se encuentra má s có modo con el pijama y las chancletas que con los pantalones blancos y las zapatillas de deporte, pero al mismo tiempo no puede evitar cierta sensació n de culpa ante el cambio de indumentaria, porque el caso es que ya no va todo vestido de blanco, lo que significa que ha roto la promesa que ha hecho a Anna —de acuerdo con la petició n de Peter Stillman, hijo— y eso le duele profundamente, aú n má s que la contusió n que le sigue lacerando todo el cuerpo. Mientras se dirige arrastrando los pies hacia el escritorio para proseguir la lectura del texto mecanografiado, decide confesá rselo la pró xima vez que la vea, esperando que lo perdone de todo corazó n.

       Momentos despué s está sentado una vez má s en el silló n, sintiendo un dolor punzante en la rabadilla mientras se remueve en el asiento hasta encontrar una postura má s o menos soportable. Luego empieza a leer:

       Hace seis meses me enteré de que habí a problemas en los Territorios Distantes. Era pleno verano, a ú ltima hora de la tarde, y estaba solo en mi despacho, redactando las ú ltimas pá ginas de mi informe bianual. Llevá bamos trajes de algodó n desde el principio de la temporada, pero aquel dí a el calor era especialmente sofocante, hací a tal bochorno que hasta la má s tenue prenda de ropa resultaba excesiva. A las diez de la mañ ana, habí a ordenado a los empleados de mi departamento que se quitaran la chaqueta y la corbata, pero como esa medida no pareció surtir mucho efecto, a mediodí a les di permiso para que se retiraran. Como no habí an hecho nada en toda la mañ ana aparte de abanicarse la cara y enjugarse el sudor de la frente, parecí a inú til tenerlos secuestrados por má s tiempo.

       Recuerdo que comí en el Bruder Hof, un pequeñ o restaurante a la vuelta de la esquina del Ministerio de Asuntos Exteriores. Despué s, di un paseo por el bulevar de Santa Victoria hasta el rí o, para ver si por casualidad corrí a un poco de brisa. Observé a los niñ os, que lanzaban al agua sus barcos de juguete, a las mujeres, que caminaban en grupos de tres o cuatro con sus parasoles amarillos y sus tí midas sonrisas, a los jó venes tumbados sobre la hierba. Siempre me ha gustado la capital en verano. Hay una quietud que nos envuelve en esa é poca del añ o, una especie de trance que parece empañ ar la diferencia entre lo animado y lo inanimado, y como el gentí o de las avenidas es menos numeroso y transita con mayor silencio, el frenesí de otras estaciones resulta casi inconcebible. Quizá s sea porque el Protector y su familia ya no está n en la ciudad por esas fechas, y con el palacio vací o y los postigos azules tapando las familiares ventanas, en verdad parece que la Confederació n pierde cierta entidad. Se tiene conciencia de las grandes distancias, de los inmensos territorios, de la infinidad de gente, del caos y la agitació n de la vida; pero todo ello resulta difuso, en cierto modo, como si el concepto de Confederació n se hubiera interiorizado, convirtié ndose en un sueñ o que cada persona lleva dentro de sí.

       Tras volver a la oficina, trabajé sin parar hasta las cuatro. Acababa de dejar la pluma para reflexionar sobre los ú ltimos pá rrafos cuando me interrumpió la llegada del secretario del Ministro: un joven llamado Jensen o Johnson, no recuerdo bien. Me entregó una nota y se puso a mirar discretamente en otra direcció n mientras yo la leí a, esperando mi respuesta para llevá rsela al Ministro. El mensaje era muy breve. ¿ Le serí a posible pasar por mi casa esta noche? Disculpe esta invitació n tan precipitada, pero necesito hablar con usted de un asunto de gran importancia. Joubert.

       Escribí una contestació n en papel con membrete del departamento, agradeciendo al Ministro su invitació n y comunicá ndole que podí a esperarme a las ocho. El pelirrojo secretario se fue con la nota, y yo permanecí unos minutos frente a mi escritorio, intrigado por lo que acababa de ocurrir. Joubert habí a tomado posesió n del cargo tres meses antes, y en ese tiempo só lo lo habí a visto una vez: en una recepció n formal que dio el Ministerio para celebrar su nombramiento. En circunstancias normales, un funcionario de mi posició n habrí a tenido escaso contacto directo con el Ministro, y me pareció raro que me invitara a su casa, sobre todo con tal apresuramiento. Por todo lo que hasta entonces habí a oí do de é l, como superior no era impulsivo ni ostentoso, y no ejercí a su poder de manera arbitraria ni excesiva. Dudaba de que me hubiera convocado a esa reunió n privada porque pensara criticar mi trabajo, pero al mismo tiempo, a juzgar por la urgencia de su recado, estaba claro que no se trataba de una simple visita social.

       Para una persona que habí a alcanzado rango tan elevado, Joubert no ofrecí a un aspecto impresionante. A punto de cumplir sesenta añ os, era un hombre diminuto y achaparrado, con mala vista y nariz protuberante, y durante toda nuestra conversació n no hizo otra cosa que ajustarse una y otra vez los quevedos. Un sirviente me condujo por el pasillo central a una pequeñ a biblioteca en la planta baja de la residencia del Ministro, y cuando Joubert se levantó para recibirme, vestido con una anticuada levita marró n y un corbatí n blanco de volantes, tuve la sensació n de estrechar la mano a un auxiliar administrativo en vez de a uno de los hombres má s importantes de la Confederació n. Una vez que empezamos a hablar, sin embargo, esa ilusió n se disipó rá pidamente. Tení a una mente clara y despierta, y expresaba cada una de sus observaciones con autoridad y convicció n. Tras disculparse por convocarme a su casa en momento tan poco oportuno, me indicó el lujoso silló n de cuero que habí a frente a su escritorio, y me senté.

       —Supongo que habrá oí do hablar de Ernesto Land —me dijo, sin perder má s tiempo en vací as formalidades.

       —Era uno de mis mejores amigos —contesté —. Combatimos juntos en las Guerras de la Frontera Sureste y luego fuimos colegas, trabajamos juntos en el mismo departamento del servicio secreto. Despué s del Tratado de Consolidació n del Cuatro de Marzo, me presentó a una mujer con la que luego me casé: mi difunta esposa, Beatrice. Era un hombre de grandes aptitudes y un coraje excepcional. Su muerte durante la epidemia de có lera fue una gran pé rdida para mí.

       —É sa es la versió n oficial. En el Registro Civil del Ayuntamiento está su certificado de defunció n, pero el nombre de Land ha vuelto a surgir recientemente en varias ocasiones. Si esos informes son ciertos, puede que siga vivo.

       —Excelente noticia, señ or. Me alegro mucho.

       —Desde hace unos meses, nos vienen llegando rumores de la guarnició n de Ultima. Todo está por confirmar, pero segú n tales noticias, Land cruzó la frontera y entró en los Territorios Distantes poco despué s de acabar la epidemia de có lera. El viaje de la capital a Ultima dura tres semanas. Lo que significa que Land salió nada má s declararse la peste. Con lo que no hay que darlo por muerto, só lo por desaparecido.

       —Está prohibido pasar a los Territorios Distantes. Todo el mundo lo sabe. Los Decretos de Restricció n del Trá nsito ya llevan diez añ os en vigor.

       —No importa, Land está allí. Si los informes del servicio secreto son correctos, iba acompañ ado de un ejé rcito de má s de cien hombres.

       —No lo entiendo.

       —Creemos que está sembrando el descontento entre los primitivos, prepará ndose para encabezar una insurrecció n contra las provincias occidentales.

       —No es posible.

       —Nada es imposible, Graf. Y usted deberí a saberlo.

       —Nadie cree en los principios de la Confederació n má s fervientemente que é l. Ernesto Land es un patriota.

       —Los hombres a veces cambian de punto de vista.

       —Debe estar equivocado. Un levantamiento no es factible. Cualquier acció n militar requirirí a la unidad entre los primitivos, y eso no ha sucedido nunca y no ocurrirá jamá s. Son tan distintos y está n tan divididos como nosotros. Sus há bitos sociales, sus lenguas y sus creencias religiosas los han tenido enfrentados durante siglos. En el este, los tacamenos entierran a los difuntos, igual que nosotros. En el oeste, los gangis colocan a los fallecidos en altas plataformas y dejan que los cadá veres se pudran al sol. En el sur, el pueblo de los cuervos incinera a sus muertos. En el norte, los vahntus cocinan los cadá veres y se los comen. Nosotros lo consideramos como una ofensa contra Dios, pero para ellos es un ritual sagrado. Cada nació n está dividida en tribus, que a su vez se encuentran subdivididas en pequeñ os clanes, y no só lo han combatido entre sí todas las naciones en diversos momentos del pasado, sino que en el interior de esas naciones las tribus tambié n han hecho la guerra unas contra otras. Sencillamente, excelencia, no los veo haciendo causa comú n. En primer lugar, si fueran capaces de actuar de mañ era conjunta, nunca habrí amos sido capaces de derrotarlos.

       —Entiendo que usted conoce perfectamente los Territorios.

       —Pasé má s de un añ o entre los primitivos durante mis primeros tiempos en el Ministerio. Fue antes de los Decretos de Restricció n del Trá nsito, naturalmente. Me trasladaba de un clan a otro, estudiando el funcionamiento de cada grupo social, investigá ndolo todo, desde el ré gimen alimenticio hasta los rituales de apareamiento. Constituyó una experiencia memorable. Siempre me ha atraí do el trabajo que he realizado a partir de entonces, pero considero que é sa ha sido la misió n má s fascinante de mi carrera.

       —Antes todo era suyo. Luego llegaron los buques, cargados de colonos procedentes de Iberia y Galia, de Albió n, Germania y los reinos tá rtaros, y poco a poco los primitivos se vieron despojados de sus tierras. Los aniquilamos y esclavizamos, y luego los agrupamos como si fueran ganado en las á ridas y yermas tierras del otro lado de las provincias occidentales. Debe haber visto mucho resentimiento y amargura durante sus viajes.

       —Menos de lo que usted cree. Despué s de cuatrocientos añ os de conflicto, la mayorí a de las naciones estaban contentas de que reinara la paz.

       —Eso fue hace má s de diez añ os. Puede que ahora hayan reconsiderado su postura. Si yo estuviera en su lugar, me sentirí a muy tentado de reconquistar las provincias occidentales. Allí la tierra es fé rtil. Los bosques está n llenos de caza. Eso les harí a la vida má s fá cil, má s llevadera.

       —Olvida usted que todas las naciones primitivas suscribieron los Decretos de Restricció n del Trá nsito. Ahora que las luchas han cesado, preferirí an vivir en su propio mundo aparte, sin interferencias de la Confederació n.

       —Espero que esté en lo cierto, Graf, pero es mi deber proteger el bienestar de la Confederació n. Ya se demuestren infundados o no, los rumores sobre Land han de ser investigados. Usted lo conoce, ha vivido un tiempo en los Territorios, y entre todos los funcionarios del Ministerio no creo que haya nadie má s cualificado para llevar a cabo esta misió n. No le ordeno que vaya, pero le estarí a profundamente reconocido si aceptara. El futuro de la Confederació n podrí a depender de ello.

       —Me siento muy honrado por la confianza que deposita en mi persona, excelencia. Pero ¿ y si no se me permite cruzar la frontera?

       —Será usted portador de una carta mí a dirigida personalmente al Coronel De Vega, el oficial al mando de la guarnició n. No le gustará, pero no tendrá otro remedio. Una orden del Gobierno central debe cumplirse a toda costa.

       —Pero si lo que acaba de decir es cierto, y Land se encuentra en los Territorios Distantes con cien hombres, nos hallamos ante una cuestió n desconcertante, ¿ no le parece?

       —¿ Qué cuestió n?

       —¿ Có mo ha logrado pasar? Por lo que me han dicho, hay tropas acantonadas a lo largo de toda la frontera. Puedo concebir que una sola persona logre cruzar sus lí neas sin ser vista, pero no un centenar de hombres. Si Land consiguió entrar, debió ser con conocimiento del Coronel De Vega.

       —Puede que sí. Y puede que no. Es uno de los misterios que usted deberá resolver.

       —¿ Cuá ndo desea que salga para allá?

       —En cuanto pueda. El Ministerio pondrá un carruaje a su disposició n. Le facilitaremos pertrechos y nos encargaremos de todos los preparativos necesarios. Lo ú nico que tendrá que llevar será la carta y la ropa que lleve puesta.

       —Mañ ana por la mañ ana, entonces. Acabo de terminar mi informe bianual, y no tengo ningú n otro asunto que despachar.

       —Pase por el Ministerio a las nueve para recoger la carta. Lo estaré esperando en mi despacho.

       —Entendido, excelencia. Mañ ana por la mañ ana, a las nueve.

       En el momento en que Mí ster Blank llega al té rmino de la conversació n entre Graf y Joubert, empieza a sonar el telé fono, y una vez má s se ve obligado a interrumpir la lectura del texto mecanografiado. Maldiciendo entre dientes mientras se levanta trabajosamente del silló n, cruza despacio la habitació n hacia la mesilla de noche, renqueando y dolorido por el reciente contratiempo, y tan lento es su avance que no coge el telé fono hasta el sé ptimo tono de llamada, cuando antes iba tan ligero que pudo contestar al cuarto en la llamada de Flood.

       —¿ Qué quiere usted? —pregunta á speramente Mí ster Blank, sentá ndose de pronto en la cama con una aleteante sensació n de mareo en el estó mago.

       —Quiero saber si ha terminado la historia —contesta con calma una voz de hombre.

       —¿ Historia? ¿ Qué historia es é sa?

       —La que ha estado leyendo. La historia sobre la Confederació n.

       —No sabí a que era una historia. Es má s bien un informe, parece algo que hubiera pasado en realidad.

       —Pura fantasí a, Mí ster Blank. Una obra de ficció n.

       —Ah. Eso explica por qué no he oí do nunca hablar de ese sitio. Soy consciente de que hoy no me anda muy bien la cabeza, pero supuse que encontraron el manuscrito de Graf añ os despué s de que lo hubiera escrito y má s adelante lo pasaron a má quina.

       —Un error comprensible.

       —Un error estú pido.

       —No se preocupe por eso. Lo ú nico que necesito saber es si la ha acabado o no.

       —Casi. Só lo me quedan unas pá ginas. Si no me hubiera interrumpido usted con esta puñ etera llamada, probablemente ya estarí a llegando al final.

       —Estupendo. Me pasaré por ahí dentro de quince o veinte minutos, y entonces podremos empezar la consulta.

       —¿ Consulta? ¿ A qué se refiere?

       —Soy su mé dico, Mí ster Blank. Paso a verlo todos los dí as.

       —No recuerdo que tenga un mé dico.

       —Claro que no. Eso es porque el tratamiento está empezando a surtir efecto.

       —¿ Tiene nombre mi mé dico?

       —Farr. Samuel Farr.

       —Farr… Humm… Sí, Samuel Farr… No conocerá por casualidad a una mujer llamada Anna, ¿ verdad?

       —Despué s hablaremos de eso. Por ahora, lo ú nico que tiene que hacer es acabar la historia.

       —Vale, terminaré la historia. Pero cuando venga a mi habitació n, ¿ có mo sabré que es mi mé dico? ¿ Y si es otra persona que se hace pasar por usted?

       —Tiene una fotografí a en el escritorio. La duodé cima empezando por arriba. Mí rela bien, y cuando me vea, no tendrá dificultad alguna en reconocerme.

       Ahora Mí ster Blank está sentado de nuevo en el silló n, inclinado sobre el escritorio. En vez de buscar en el montó n de fotografí as el retrato de Samuel Farr, tal como acaban de sugerirle, coge el cuaderno y el bolí grafo y añ ade otro nombre a la lista:

       James P. Flood

       Anna

       David Zimmer

       Peter Stillman, hijo

       Peter Stillman, padre

       Fanshawe

       Hombre con casa

       Samuel Farr

       Dejando a un lado cuaderno y bolí grafo, coge inmediatamente el texto mecanografiado de la historia, olvidando por completo su intenció n de buscar la fotografí a de Samuel Farr, igual que se le ha ido de la cabeza el asunto del armario que presuntamente hay en la habitació n. Las ú ltimas pá ginas del texto dicen lo siguiente:

       El largo viaje a Ú ltima me dio tiempo de sobra para reflexionar sobre el cará cter de mi misió n. Los cocheros se relevaban a intervalos de trescientos cincuenta kiló metros, y como no tení a otra cosa que hacer que ir sentado en el carruaje y mirar el paisaje, una creciente sensació n de terror se iba apoderando de mí a medida que nos acercá bamos a nuestro destino. Ernesto Land habí a sido mi camarada e í ntimo amigo, y me costaba un enorme esfuerzo aceptar el veredicto de Joubert de que se habí a convertido en un traidor a la causa que habí a defendido durante toda su vida. Permaneció en el ejé rcito despué s de las Consolidaciones del 31, prosiguiendo su labor como oficial de los servicios de informació n bajo los auspicios del Ministerio de la Guerra, y siempre que vení a a comer a casa con nosotros o nos encontrá bamos é l y yo para picar algo en alguna taberna de las proximidades del Paseo del Ministerio, hablaba con entusiasmo de la inevitable victoria de la Confederació n, confiando en que todo aquello por lo que habí amos luchado y soñ ado desde muy jó venes se harí a finalmente realidad. Ahora, segú n los agentes de Joubert en Ultima, no só lo habí a sobrevivido a la epidemia de có lera, sino que en realidad habí a fingido su muerte con objeto de desaparecer en las zonas inexploradas con un pequeñ o ejé rcito contrario a la Confederació n para fomentar la rebelió n entre los primitivos. A juzgar por todo lo que yo sabí a de é l, se trataba de una acusació n absurda y ridicula.

       Land se habí a criado en la regió n agrí cola de la Provincia de Tierra Vieja, al noroeste, la misma parte del mundo en que mi mujer, Beatrice, habí a nacido. Habí an jugado juntos de pequeñ os, y durante muchos añ os sus familias daban por sentado que acabarí an casá ndose. Beatrice me confesó una vez que Ernesto habí a sido su primer amor, y que cuando má s adelante é l le volvió la espalda y se comprometió con Hortense Chatterton, hija de una acomodada familia de consignatarios de Mont Sublime, se sintió morir. Pero Beatrice era una chica fuerte, demasiado orgullosa para compartir su sufrimiento con nadie, y en una demostració n de considerable valor y dignidad, acompañ ó a sus padres y a sus dos hermanos a la fastuosa celebració n de la boda en la residencia de los Chatterton. Entonces fue cuando nos presentaron. Aquella primera noche me enamoré perdidamente de ella, pero só lo despué s de un prolongado noviazgo de dieciocho meses aceptó ella mi proposició n de matrimonio. Yo sabí a que, a sus ojos, no podí a competir con Land.

       No era tan bien parecido ni tan inteligente como é l, y Beatrice tardó un tiempo en comprender que mi firmeza de cará cter y mi apasionada devoció n por ella no eran cualidades menos importantes sobre las que construir una unió n para toda la vida. Por mucho que yo admiraba a Land, tambié n era consciente de sus defectos. Siempre habí a habido algo indó mito y tumultuoso en é l, una obstinada certeza de su propia superioridad con respecto a los demá s, y pese a su encanto y persuasió n, esa innata facultad suya para llamar la atenció n sobre sí mismo dondequiera que se encontrara, tambié n se percibí a una incurable vanidad siempre acechante bajo la superficie. Su matrimonio con Hortense Chatterton resultó un fracaso. Land le fue infiel casi desde el principio, y cuando ella murió al dar a luz cuatro añ os despué s, é l se recuperó rá pidamente de su pé rdida. Cumplió todos los rituales del luto y dio las imprescindibles muestras de dolor, pero en el fondo yo notaba que sentí a má s alivio que desconsuelo. Despué s empezamos a verlo bastante a menudo, con mayor frecuencia que en los primeros añ os de nuestro matrimonio. Hay que reconocer que tení a mucho afecto a nuestra pequeñ a hija, Marta, y siempre le traí a regalos cuando vení a a casa, profesá ndole tal cariñ o que la niñ a llegó a considerarlo como una figura heroica, el hombre má s grandioso que jamá s habí a pisado la tierra. Land se comportaba con el mayor decoro siempre que estaba con nosotros, pero ¿ có mo se me podí a reprochar que a veces me preguntara si el ardor que habí a consumido en otro tiempo el alma de mi mujer se habí a extinguido del todo? Nunca pasó nada que hubiera de lamentarse —ni palabras, ni miradas entre ellos que pudieran despertar mis celos—, pero tras la epidemia de có lera en la que presuntamente murieron los dos, ¿ có mo podí a yo interpretar el hecho de que, segú n ciertos informes, Land estaba vivo y de que a pesar de mis diligentes esfuerzos por conocer la suerte de Beatrice, no habí a descubierto a un solo testigo que la hubiera visto en la capital durante la peste? De no haber sido por mi desastroso encontronazo con Giles McNaughton, suscitado por desagradables insinuaciones sobre mi mujer, parecí a dudoso que me hubiera atormentado con tan funestas sospechas en mi viaje a Ultima. Pero ¿ y si Beatrice y Marta hubieran huido con Lá nd mientras yo recorrí a las Comunidades Independientes de la Provincia de Tierra Blanca? Parecí a inverosí mil, pero tal como Joubert habí a dicho la noche anterior a mi marcha, nada era imposible, y en el mundo entero nadie podí a saberlo mejor que yo.

       Las ruedas del carruaje continuaron girando, y cuando llegamos a los alrededores de Wallingham, a mitad de camino, caí en la cuenta de que me iba aproximando a un doble horror. Si Land habí a traicionado a la Confederació n, las instrucciones del Ministro eran que debí a detenerlo y conducirlo de vuelta a la capital cargado de cadenas. Esa idea ya era bastante truculenta de por sí, pero en caso de que mi amigo me hubiera traicionado a mí tambié n, arrebatá ndome a mi mujer y a mi hija, entonces no tendrí a má s remedio que matarlo. De eso estaba seguro, independientemente de cuá les fueran las consecuencias. Que Dios me perdonara por pensar algo así, pero por el bien de Ernesto y por el mí o propio, rogaba que Beatrice estuviera muerta.

       Mí ster Blank arroja el texto mecanografiado sobre la mesa, dando un resoplido de menosprecio y decepció n, furioso porque lo han obligado a leer un relato sin final, una obra inacabada que apenas ha empezado, un puro y simple fragmento. Una auté ntica porquerí a, joder, exclama en voz alta, y entonces, dando un giro de ciento ochenta grados al silló n, se da impulso hacia el cuarto de bañ o. Tiene sed. Como no hay nada de beber a la vista, la ú nica solució n consiste en ponerse un vaso de agua del grifo del lavabo. Se levanta de la butaca, abre la puerta y se dirige al lavabo arrastrando los pies, sin dejar de lamentar por un momento el haber perdido tanto tiempo con esa historia tan mal concebida. Bebe un vaso de agua, y luego otro, apoyá ndose con la mano izquierda en el lavabo para mantener el equilibrio mientras mira con aire desolado la ropa sucia tirada en la bañ era. Y ya que se encuentra ahora en el cuarto de bañ o, se pregunta si no deberí a mear otra vez, só lo para no correr riesgos. Preocupado por la posibilidad de volverse a caer si permanece mucho tiempo en pie, deja que los pantalones del pijama se le bajen hasta los tobillos y se sienta en la taza del retrete. Como una mujer, dice para sus adentros, sú bitamente divertido por la idea de lo diferente que habrí a sido su vida de no haber nacido hombre. Tras el incidente de hace poco, la vejiga no tiene mucho que decir, pero al final consigue soltar unos insignificantes chorritos. Se sube los pantalones del pijama al tiempo que se incorpora trabajosamente, tira luego de la cadena, se enjuaga las manos en el lavabo, se seca con la toalla, da media vuelta y abre la puerta: se encuentra entonces con un hombre plantado en medio de la habitació n. Otra oportunidad perdida, dice Mí ster Blank para sí, consciente de que el sonido de la cisterna debe haber sofocado los ruidos que el desconocido ha hecho al entrar, dejando así sin respuesta la cuestió n de si la puerta está cerrada por fuera o no.

       Mí ster Blank se sienta en el silló n y, bruscamente, da media vuelta para observar al recié n llegado, un hombre alto de unos treinta y cinco añ os, con vaqueros y una camisa roja con botones en el cuello abierto. Moreno, ojos negros y rostro descarnado con aspecto de no haber sonreí do en añ os. Pero en cuanto Mí ster Blank hace esa observació n, el desconocido le sonrí e y dice:

       —Hola, Mí ster Blank. ¿ Có mo se encuentra hoy?

       —¿ Lo conozco a usted? —pregunta a su vez Mí ster Blank.

       —¿ No ha mirado la fotografí a? —replica el recié n llegado.

       —¿ Qué fotografí a?

       —La que tiene en el escritorio. La duodé cima contando desde arriba del montó n. ¿ Recuerda?



  

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