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Viajes por el Scriptorium 3 страница—Se le permite escribir —anunció. —¿ Es una forma de entablar conversació n —le pregunté —, o me está dando una orden? —El Coronel dice que se le permite escribir. Puede interpretarlo como le dé la gana. —¿ Y qué pasará si no quiero escribir? —Es usted libre de hacer lo que se le antoje, pero el Coronel dice que no es probable que alguien que se encuentre en su situació n desperdicie la oportunidad de defenderse por escrito. —Supongo que piensa leer lo que escriba. —Serí a una suposició n ló gica, sí. —¿ Y despué s lo enviará a la capital? —No me ha dado explicaciones. Só lo ha dicho que se le permite escribir. —¿ De cuá nto tiempo dispongo? —No se ha mencionado esa cuestió n. —¿ Y si me quedo sin papel? —Se le proporcionará tanto papel y tinta como necesite. El Coronel insistió en que se lo dijera. —Dé las gracias al Coronel de mi parte, y dí gale que comprendo sus intenciones. Me está dando una oportunidad de mentir sobre lo sucedido para ver si puedo salvar el pellejo. Es muy considerado de su parte. Dí gale, por favor, que le agradezco el gesto. —Le transmitiré su mensaje. —Gracias. Ahora dé jeme en paz. Si el Coronel quiere que escriba, escribiré, pero para eso tengo que estar solo. Só lo eran conjeturas, desde luego. Lo cierto es que no tengo idea de cuá les son los motivos del Coronel. Me gustarí a pensar que ha empezado a compadecerse de mí, pero dudo que sea tan sencillo. De Vega no es una persona proclive a la compasió n, y si de pronto quiere hacerme la vida má s llevadera, darme papel y pluma es desde luego una extrañ a manera de conseguirlo. Si le entregara un manuscrito plagado de embustes le estarí a bien empleado, pero no puede esperar que vaya a cambiar mi historia a estas alturas. Ya ha intentado varias veces que me retractara, y si no lo he hecho cuando estuvieron a punto de matarme a palos, ¿ por qué iba a hacerlo ahora? En realidad no es má s que una medida de precaució n, creo yo, una manera de curarse en salud. Demasiada gente sabe que me encuentro aquí para que é l me mande ejecutar sin juicio. Ademá s, un proceso es algo que deben evitar a toda costa; porque si el asunto llega a los tribunales, todo esto pasará a ser del dominio pú blico. Al permitir que ponga mi historia por escrito, lo que el Coronel pretende es recopilar pruebas, evidencias irrefutables que justifiquen cualquier medida que decida tomar contra mí. Supongamos, por ejemplo, que sigue adelante y ordena fusilarme sin juicio. Una vez que el mando militar en la capital se entere de mi muerte, se verá obligado legalmente a poner en marcha una investigació n oficial, pero en ese momento el Coronel só lo tendrá que entregar las pá ginas que yo haya escrito, y quedará exonerado. Sin duda lo premiará n con una medalla por haber resuelto el problema tan há bilmente. Puede que, en realidad, ya disponga de instrucciones con respecto a mí y que ahora yo esté escribiendo porque ellos le han ordenado ponerme una pluma en la mano. En circunstancias normales, una carta tarda tres semanas en llegar de Ultima a la capital. Si llevo mes y medio aquí, entonces tal vez haya recibido hoy la respuesta. Que el traidor ponga su historia por escrito, puede que le hayan dicho, y luego tendremos ví a libre para deshacernos de é l como mejor convenga. Esa es una posibilidad. Aunque, por otro lado, a lo mejor estoy exagerando mi propia importancia, y el Coronel no tiene otra intenció n que la de jugar conmigo. ¿ Quié n sabe si no ha decidido entretenerse con el espectá culo de mi sufrimiento? En un pueblo como Ultima no abundan las distracciones, y a menos que se disponga de suficientes recursos para inventá rselas uno mismo, se puede perder fá cilmente la cabeza de aburrimiento. Me imagino al Coronel leyendo mis palabras a su amante, incorporados los dos en la cama por la noche y rié ndose de mis breves y paté ticas frases. Qué divertido serí a, ¿ verdad? Qué pasatiempo tan agradable, qué regocijo tan perverso. Si le tengo lo bastante entretenido, quizá s me deje seguir escribiendo para siempre, y poco a poco me iré convirtiendo en su bufó n particular, en un payaso que le describe una y otra vez mis có micos batacazos en inacabables raudales de tinta. Y aunque llegue un momento en que se canse de mis historias y mande fusilarme, el manuscrito siempre permanecerá, ¿ no es así? Ese será su trofeo: otro crá neo que añ adir a su colecció n. Sin embargo, me resulta difí cil reprimir la alegrí a que siento en estos momentos. Cualesquiera que sean los motivos del Coronel De Vega, por muchas trampas y humillaciones que me tenga reservadas, puedo afirmar sinceramente que me siento ahora má s conforme conmigo mismo que en todo el tiempo que ha transcurrido desde mi detenció n. Estoy sentado a la mesa, escuchando el rasgueo de la pluma al deslizarse por la superficie del papel. Me detengo. Mojo la pluma en el tintero, veo có mo se van formando los negros caracteres a medida que muevo la mano de izquierda a derecha. Llego al margen y vuelvo entonces al otro lado, y cuando los trazos empiezan a difuminarse, alzo la pluma y la mojo de nuevo en el tintero. Y mientras voy bajando así por la pá gina, cada grupo de signos forma un vocablo, cada té rmino resuena en mi cabeza, y cada vez que escribo una palabra oigo el sonido de mi propia voz, aunque no llegue a despegar los labios. En cuanto el sargento cerró la puerta, cogí la mesa y la llevé a la pared de la izquierda, colocá ndola justo debajo de la ventana. Luego volví por la silla, la puse encima de la mesa, y me subí: primero a la mesa, luego a la silla. Querí a ver si, agarrá ndome a los barrotes, podí a levantarme a pulso hasta la ventana y quedarme colgado lo suficiente para echar un vistazo al exterior. Por mucho que me esforzaba, sin embargo, siempre me faltaba poco para alcanzar mi objetivo con las puntas de los dedos. No queriendo cejar en el empeñ o, me quité la camisa y la lancé hacia la ventana, con idea de introducirla entre los barrotes para luego cogerme bien fuerte de las mangas, y de ese modo poder izarme. Pero la camisa no era lo bastante larga, y sin una herramienta de cualquier tipo con que guiar el tejido entre los barrotes metá licos (un palo, el mango de una escoba, incluso una ramita), no conseguí a má s que agitar la prenda de un lado a otro, como mostrando una bandera blanca en señ al de rendició n. Al final, má s vale que todos esos sueñ os hayan quedado atrá s. Si no puedo pasarme el tiempo mirando por la ventana, entonces no tendré má s remedio que concentrarme en la tarea que tengo entre manos. Lo esencial es dejar de preocuparme por el Coronel, alejar de mi mente cualquier idea que pueda recordá rmelo y relatar los hechos tal como los he vivido. Lo que De Vega resuelva hacer con el presente informe es estrictamente cosa suya, y nada puedo hacer yo para influir en su decisió n. A lo ú nico que puedo aspirar es a contar la historia. Dada la gravedad de los acontecimientos que he de narrar, ya me esperan bastantes dificultades. Mí ster Blank se detiene un momento para descansar la vista, y pasá ndose los dedos por el pelo, se pregunta por el sentido de los pá rrafos que acaba de leer. Al pensar en el intento fallido del narrador de subirse a la mesa y mirar por la ventana, recuerda de pronto la de su propio cuarto, o, para ser má s precisos, la persiana que tapa la ventana, y ahora que tiene el medio de desplazarse sin necesidad de ponerse en pie, decide que ha llegado el momento de levantarla y echar un vistazo al exterior. Si puede hacerse una idea de lo que hay alrededor, quizá s le venga algú n recuerdo que le ayude a explicar lo que está haciendo en ese cuarto; tal vez la simple visió n de un á rbol, la cornisa de un edificio o un retazo de cielo le facilitará el dato preciso para comprender su situació n. Abandona temporalmente, por tanto, la lectura del texto mecanografiado para desplazarse hacia la pared donde está la ventana. Cuando llega a su destino, alarga el brazo, coge el extremo inferior de la persiana, y da un rá pido tiró n, esperando desencadenar el mecanismo que la lanzará hacia arriba. Se trata de una persiana vieja, sin embargo, y ha perdido mucha elasticidad, por lo que en lugar de ascender y descubrir la ventana que oculta, cae varios centí metros por debajo del alfé izar. Frustrado por el chapucero intento, Mí ster Blank tira de ella una segunda vez, con má s fuerza y durante má s tiempo, y así, por las buenas, la persiana decide comportarse con toda normalidad y sube de una vez, enrollá ndose hasta arriba de la ventana. Cabe imaginar la decepció n de Mí ster Blank cuando trata de mirar por la ventana y ve que los postigos está n echados, impidiendo toda posibilidad de hacer un reconocimiento de su entorno y averiguar dó nde se encuentra. Y no se trata de las tradicionales contraventanas de madera con listones mó viles que permiten pasar un poco de luz; son paneles metá licos de uso industrial sin aberturas de ninguna clase, pintados en un apagado color gris, con zonas herrumbrosas que han empezado a corroer la superficie. Una vez má s Mí ster Blank se recobra de la conmoció n, dá ndose cuenta de que la situació n no es tan desesperada como parece. Los postigos se cierran por dentro, y para alcanzar el pestillo con los dedos, lo ú nico que tiene que hacer es levantar la ventana de guillotina hasta su altura má xima. Entonces, una vez quitado el pestillo, podrá abrir las contraventanas de un empujó n y mirar afuera, al mundo que lo rodea. Comprende que debe levantarse del silló n si quiere disponer del margen de maniobra necesario para realizar tal operació n, pero eso no representa un gran esfuerzo, de manera que se levanta del asiento, comprueba la ventana para asegurarse de que no está echado el cerrojo (no lo está ), coloca firmemente el canto de las manos bajo el bastidor del cuerpo superior de la ventana, se detiene un momento para calibrar el tiró n que ha de dar, y luego empuja con todas sus fuerzas. Contra lo que cabe esperar, la ventana no se mueve. Mí ster Blank hace una pausa para recobrar el aliento, y luego vuelve a intentarlo con el mismo resultado negativo. Sospecha que la ventana se ha atascado en algú n sitio: bien porque hay demasiada humedad en el ambiente bien por un exceso de pintura que inadvertidamente ha pegado las dos mitades de la ventana de guillotina; pero entonces, al examinar la parte de arriba con mayor detenimiento, descubre algo en lo que no se ha fijado antes. Dos enormes clavos, casi invisibles debido a que tienen la cabeza oculta bajo una capa de pintura, está n clavados en el marco. Un clavo a la izquierda y otro a la derecha, y como sabe que le será imposible sacarlos de la madera, la ventana no podrá abrirse; ni ahora ni nunca, comprende Mí ster Blank, bajo ninguna circunstancia. Por fin hay pruebas. Una o quizá s varias personas lo han encerrado en esa habitació n y lo tienen recluido contra su voluntad. Al menos eso es lo que demuestran los dos clavos incrustados en el marco de la ventana, pero por condenatoria que pueda ser esa prueba, aú n queda la cuestió n de la puerta, y hasta que Mí ster Blank determine si está cerrada por fuera, o si tiene echada la llave, la conclusió n a que ha llegado podrí a ser erró nea. Si pensara con claridad, su siguiente paso serí a acercarse a la puerta, andando o sentado en el silló n, y zanjar inmediatamente el asunto. Pero no se mueve de su sitio junto a la ventana, por la sencilla razó n de que tiene miedo, de que teme tanto lo que pueda averiguar yendo a la puerta que no se atreve a enfrentarse con la verdad. En cambio, vuelve a sentarse en el silló n y decide romper la ventana. Porque, atrapado o no, por encima de todo siente una desesperada necesidad de saber dó nde se encuentra. Piensa en el personaje del relato que ha estado leyendo, y entonces se pregunta si no terminará n sacá ndolo fuera y fusilá ndolo a é l tambié n. Pero hay otra posibilidad, aú n má s siniestra a sus ojos, y es que lo asesinen allí mismo, en la habitació n, que muera estrangulado por las poderosas manos de algú n rufiá n a sueldo. No hay objetos contundentes a la vista. Ni martillos ni palos de escoba, por ejemplo, ni picos ni palas, ni hachas ni arietes, y así, incluso antes de empezar, Mí ster Blank sabe que sus esfuerzos está n condenados al fracaso. Sin embargo, hace un intento, porque no só lo tiene miedo, sino que tambié n está enfadado, y en pleno acceso de rabia se quita la zapatilla derecha, la agarra firmemente por la puntera y empieza a aporrear el cristal con el tacó n. Una ventana normal habrí a sucumbido ante tamañ a embestida, pero é sta tiene un doble cristal té rmico de lo má s resistente, con lo que apenas se estremece mientras la sacude con su dé bil arma de caucho y lona. Tras veintiú n golpes consecutivos, Mí ster Blank se da por vencido y deja caer la zapatilla al suelo. Ahora, movido por la ira y la frustració n, machaca el vidrio varias veces con el puñ o, negá ndose a dejar que la ventana diga la ú ltima palabra, pero el utensilio de carne y hueso no resulta má s eficaz que la zapatilla. Se pregunta si no conseguirá su objetivo con un buen cabezazo, pero aunque no piensa como deberí a, conserva la suficiente lucidez para comprender el despropó sito de infligirse un severo dañ o fí sico só lo por querer solucionar lo que sin duda es una causa perdida. Desconsolado, por tanto, se desploma sobre el silló n y cierra los ojos: no só lo atemorizado, ni ú nicamente furioso, sino agotado tambié n. En cuanto baja los pá rpados, los espectrales seres empiezan a desfilar por su cabeza. Es un cortejo largo, tenuemente iluminado, compuesto por gran nú mero de personajes, centenares de mujeres y hombres, niñ os y ancianos, unos de corta estatura y otros altos, algunos gruesos y otros delgados, y cuando Mí ster Blank aguza el oí do para escuchar algo, oye no só lo el ruido de sus pasos sino algo comparable a un gemido, un lamento colectivo apenas audible que se alza entre sus filas. No sabe quié nes son ni adó nde van, pero parecen marchar por un pá ramo deshabitado, una olvidada tierra de nadie salpicada de escuá lidas hierbas, y como está muy oscuro y los personajes avanzan con la cabeza inclinada, Mí ster Blank no alcanza a distinguir el rostro de ninguno. Lo ú nico que sabe es que la mera visió n de esos productos de su imaginació n lo llena de terror, y una vez má s se siente agobiado por un implacable sentimiento de culpa. Piensa que son los agentes a quienes ha enviado de misió n a lo largo de los añ os, y, tal como ocurrió con Anna, quizá s algunos, o muchos de ellos, o todos en general no salieron muy bien parados, hasta el punto de verse expuestos a insoportables sufrimientos o incluso a la muerte. Mí ster Blank no está seguro de nada, pero se le ocurre la posibilidad de que exista una relació n entre esos seres fantasmales y las fotografí as del escritorio. ¿ Y si las fotos corresponden a la misma gente cuyo rostro es incapaz de identificar en la escena que se está representando en su cabeza? Si es así, entonces los fantasmas que está contemplando no son tanto quimeras como evocaciones, recuerdos de personas de carne y hueso; porque ¿ cuá ndo fue la ú ltima vez que alguien tomó una fotografí a de una persona que no existiera? Mí ster Blank es consciente de que su teorí a carece de fundamento, que só lo son conjeturas de lo má s disparatado, pero ha de haber alguna razó n, dice para sí, alguna causa, algú n principio que explique lo que le está sucediendo, que justifique el hecho de encontrarse en esa habitació n con las fotografí as y los cuatro montones de documentos, ¿ y por qué no investigar un poco má s, para ver si hay alguna verdad en esos palos de ciego? Olvidando los dos clavos que remachan la ventana, desechando de su memoria la puerta y la cuestió n de si está o no cerrada por fuera, Mí ster Blank se desplaza en el silló n hacia el escritorio, coge el montó n de fotografí as y las pone frente a é l. La de Anna es la primera, por supuesto, y pasa unos momentos mirá ndola otra vez, contemplando su joven rostro, bello y desdichado, estudiando la expresió n de sus ojos negros y ardientes. No, dice para sus adentros, no estuvimos casados. Su marido se llamaba David Zimmer, y ha muerto hace tiempo. Deja a un lado la fotografí a de Anna y examina la siguiente. Es de otra mujer, quizá s de veintitantos añ os, de pelo castañ o claro y mirada firme, vigilante. La mitad inferior de su cuerpo se ve borrosa, porque está de pie en el umbral de lo que parece un apartamento de Nueva York con la puerta entreabierta, como si estuviera recibiendo a alguien, y a pesar de la cauta expresió n de sus ojos, una tenue sonrisa le dibuja unos pliegues en la comisura de los labios. Durante un fugaz momento, Mí ster Blank cree reconocerla, pero aunque se esfuerza por recordar su nombre, nada le viene a la memoria; ni despué s de veinte segundos, ni de cuarenta, ni al cabo de un minuto. Como se acordó tan rá pidamente del nombre de Anna, esperaba que ocurriera lo mismo con los demá s. Pero é se, por lo visto, no es el caso. Examina otras diez fotografí as con el mismo decepcionante resultado. Un anciano en una silla de ruedas, tan flaco y delicado como un gorrió n, que lleva unas gafas ahumadas de ciego. Una joven sonriente con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra, vestida a la moda de los añ os veinte y tocada con un casquete. Un hombre tremendamente obeso con una calva inmensa y un puro encajado entre los dientes. Otra muchacha, china esta vez, que lleva leotardos de bailarina. Un hombre moreno de bigote encerado, ataviado con frac y sombrero de copa. Un chico durmiendo en el cé sped de lo que parece un parque pú blico. Un hombre maduro, de unos cincuenta y cinco añ os, tumbado en un sofá con las piernas apoyadas en un montó n de almohadones. Un vagabundo de aspecto esmirriado, con barba, sentado en la acera y abrazando a un enorme perro callejero. Un negro regordete de sesenta y tantos añ os con una guí a telefó nica de Varsovia de 1937-1938. Un joven delgado sentado a una mesa con cinco cartas en la mano y un montó n de fichas de pó quer frente a é l. Con cada sucesivo fracaso, Mí ster Blank se desanima un poco má s, cada vez son mayores sus dudas sobre las posibilidades que tendrá con la siguiente foto; hasta que, murmurando algo entre dientes, en tono tan bajo que el magnetó fono no alcanza a registrar sus palabras, abandona el intento y deja las fotografí as a un lado. Se balancea de atrá s hacia delante en el silló n durante casi un minuto, haciendo lo posible por recuperar el equilibrio mental y olvidar la derrota. Y entonces, sin pensarlo dos veces, coge el texto mecanografiado y empieza a leer otra vez: Me llamo Sigmund Graf. Nací hace cuarenta y un añ os en la ciudad de Luz, un centro textil al noroeste de la provincia de Faux-Lieu, y hasta que me detuvieron por orden del Coronel De Vega, trabajaba en el departamento demográ fico del Ministerio de la Gobernació n. De joven estudié literatura clá sica en la Universidad de All Souls y luego serví en el ejé rcito como agente de informació n en las Guerras de la Frontera Sureste, tomando parte en la batalla que condujo a la unificació n de los principados de Petit-Lieu y Merveil. Me licenciaron con todos los honores, concedié ndome el rango de capitá n y la medalla de servicios distinguidos por mi labor al interceptar y descodificar mensajes del enemigo. Cuando volví a la capital despué s de la desmovilizació n, entré en el Ministerio en calidad de coordinador e investigador sobre el terreno. En el momento de salir para los Territorios Distantes, hací a doce añ os que formaba parte de la plantilla. Mi ú ltimo cargo oficial fue el de Subdirector Adjunto. Como todo ciudadano de la Confederació n, he sufrido lo mí o, he padecido prolongados momentos de violencia y convulsió n, y llevo en el alma la pé rdida de mis seres queridos. Aú n no habí a cumplido catorce añ os cuando los disturbios producidos en la Sanctus Academy de Beauchamp condujeron al estallido de las Guerras Lingü í sticas de Faux-Lieu, y dos meses despué s de la invasió n vi có mo mi madre y mi hermano pequeñ o morí an abrasados en el Saqueo de Luz. Mi padre y yo nos encontrá bamos entre los siete mil integrantes del é xodo hacia la vecina provincia de Neue Welt. El viaje se prolongó durante novecientos kiló metros, que tardamos má s de dos meses en recorrer, y cuando por fin alcanzamos nuestro destino, nuestras filas habí an quedado reducidas a un tercio. Durante los ú ltimos ciento cincuenta kiló metros, mi padre estaba tan dé bil y enfermo que tuve que llevarlo a cuestas, resbalando en el barro y cegado por las lluvias de invierno, hasta que llegamos a las afueras de Nachtburg. Durante seis meses mendigamos por las calles de aquella ciudad gris, sobreviviendo a duras penas, y cuando finalmente nos salvó un pré stamo enviado por unos parientes del norte, está bamos a punto de morir de inanició n. Despué s de eso mejoraron nuestras condiciones de vida, pero por mucha prosperidad que mi padre alcanzó en los añ os siguientes, nunca llegó a recuperarse plenamente de aquellos meses de privaciones. Cuando murió hace diez veranos, a los cincuenta y seis añ os, las secuelas de sus experiencias lo habí an envejecido tanto que parecí a haber cumplido los setenta. Tambié n he sufrido otras penalidades. Hace añ o y medio, el Ministerio me envió a una expedició n a las Comunidades Independientes de la Provincia de Tierra Blanca. Menos de un mes despué s de mi marcha, la epidemia de có lera causó estragos en la capital. Muchos se refieren ahora a esa calamidad como la Peste de la Historia, y considerando que se desató en el momento en que las ceremonias de la Unificació n, tan minuciosamente programadas desde hací a tiempo, estaban a punto de comenzar, es comprensible que se interpretara como un signo malé fico, un veredicto sobre la naturaleza y el propó sito de la Confederació n misma. Personalmente, no comparto esa opinió n, pero de todos modos mi propia vida se vio afectada por la epidemia. Sin comunicació n de ninguna clase con la ciudad, me dediqué a mi trabajo durante los cuatro meses y medio siguientes, viajando de un lado a otro por las remotas y montañ osas comunidades del sur, llevando a cabo mis investigaciones sobre las diversas sectas religiosas que habí an arraigado en la regió n. Cuando volví en agosto, la crisis ya habí a concluido; pero no antes de que mi mujer y mi hija de quince añ os desaparecieran. La mayorí a de nuestros vecinos del barrio de Closterham bien habí an huido de la ciudad o habí an sucumbido a la enfermedad, pero entre los que quedaban, ni uno solo recordaba haberlas visto. La casa estaba intacta, y en ninguna parte encontré indicios de que la peste se hubiera infiltrado entre sus muros. Realicé un concienzudo registro de cada habitació n, pero no hallé nada que desvelara el misterio de có mo ni cuá ndo abandonaron la casa. No faltaban ni ropa ni joyas, ni habí a por el suelo objetos apresuradamente desechados. La casa estaba exactamente igual que la habí a dejado cinco meses antes, salvo que mi mujer y mi hija ya no se encontraban allí. Pasé varias semanas recorriendo la ciudad de arriba abajo en busca de algú n vestigio de su paradero, sintiendo una desesperació n creciente a cada intento fallido de sacar a la luz alguna informació n que pudiera ponerme sobre su pista. Empecé hablando con amigos y colegas, y una vez que hube agotado el cí rculo de personas conocidas (en el que incluyo a las amigas de mi mujer y los padres de las compañ eras de colegio de mi hija, así como a los tenderos y comerciantes del barrio), empecé a recurrir a gente desconocida. Provisto de sus retratos, pregunté a infinidad de mé dicos, enfermeras y voluntarios que habí an trabajado en los colegios e improvisados hospitales donde atendí an a enfermos y moribundos, pero entre los centenares de personas que miraron aquellas miniaturas, ni una sola fue capaz de reconocer los rostros que les enseñ aba. Al final, só lo cabí a extraer una conclusió n. La epidemia se habí a llevado a las niñ as de mis ojos. Junto con otras miles de ví ctimas, yací an en alguna de las fosas comunes de Viaticum Bluff, el cementerio de los muertos sin nombre. No menciono todo esto con objeto de suscitar compasió n. Nadie tiene por qué sentir lá stima de mí, y nadie ha de justificar los errores que cometí en el periodo que siguió a esos acontecimientos. Soy un hombre, no un á ngel, y si la punzada de dolor me nublaba de cuando en cuando la visió n y me empujaba a ciertos extraví os, ello no debe en modo alguno arrojar dudas sobre la veracidad de mi historia. Para evitar que alguien intente desacreditarme señ alando esa mancha en mi expediente, me adelantaré y por propia voluntad declararé abiertamente mis culpas ante el mundo. Vivimos en una é poca en la que impera la falsedad, y sé cuá n fá cilmente pueden tergiversarse las ideas por una simple palabra musitada en un oí do predispuesto. Cuando se pone en entredicho la reputació n de una persona, todo su comportamiento parecerá turbio, sospechoso, cargado de dobles intenciones. En mi propio caso, las flaquezas en cuestió n eran producto del dolor, no de la malicia; de la confusió n, no de la astucia. Perdí el rumbo, y durante varios meses busqué alivio en la capacidad de olvido que infunde el alcohol. Muchas veces bebí a solo, sentado entre las sombras de mi casa vací a, pero unas noches eran peores que otras. En esos momentos, mis cavilaciones empezaban a jugarme malas pasadas, y al cabo de poco sentí a que me faltaba el aliento. La cabeza se me llenaba de imá genes de mi mujer y mi hija, y una y otra vez observaba có mo metí an bajo tierra sus cuerpos salpicados de barro, sin cesar contemplaba sus desnudos miembros entrelazados con otros cadá veres en lo má s hondo de la fosa, y de pronto la oscuridad de la casa se hací a imposible de soportar. Me aventuraba entonces en lugares pú blicos, con la esperanza de romper el maleficio de aquellas imá genes entre el ruido y el tumulto del gentí o. Solí a frecuentar tascas y tabernas, y fue en uno de esos establecimientos donde má s perjuicio me causé a mí mismo y a mi reputació n. El peor incidente ocurrió un viernes de noviembre por la noche, cuando un tal Giles McNaughton me provocó en el Auberge des Vents. McNaughton afirmó que yo lo habí a atacado antes, pero once testigos declararon lo contrario en el tribunal, y quedé absuelto de todos los cargos. No fue sino una pequeñ a victoria, sin embargo, porque la cuestió n era que habí a roto un brazo a mi contrincante y le habí a aplastado la nariz, y yo jamá s habrí a respondido con tal vehemencia si la bebida no me hubiera convertido en un guiñ apo. El jurado me encontró inocente, considerando que habí a obrado en legí tima defensa, pero eso no suprimió el estigma del juicio en sí, ni el escá ndalo que estalló al descubrirse que un alto cargo del Ministerio de la Gobernació n se habí a visto mezclado en una brutal reyerta de taberna. Al cabo de unas horas de pronunciarse el veredicto, empezaron a circular rumores de que unos funcionarios del Ministerio habí an sobornado a ciertos miembros del jurado para que votaran a mi favor. No tengo conocimiento de que hubiera manejos turbios por mi causa, y tiendo a desechar esas acusaciones como simples habladurí as. Lo que sí sé con seguridad es que nunca habí a visto a McNaughton antes de esa noche. É l, en cambio, sabí a de mí lo bastante para llamarme por mi nombre, y cuando se acercó a la mesa y empezó a hablar de mi mujer, sugiriendo que la informació n de que disponí a podrí a esclarecer el misterio de su desaparició n, le dije que me dejara en paz. Aquel individuo querí a dinero, y con una sola mirada a su rostro enfermizo, lleno de manchas, me convencí de que era un falsario, un oportunista que se habí a enterado de mi tragedia y pretendí a sacar provecho de ella. A McNaughton, por lo visto, no le gustó que le despacharan de aquella manera tan brusca. En vez de disculparse, se sentó en una silla a mi lado y me cogió furiosamente por el chaleco. Entonces empezó a zarandearme, y con nuestros rostros casi tocá ndose, se irguió sobre mí y me dijo: ¿ Qué pasa, ciudadano? ¿ Tienes miedo de la verdad? Su mirada destilaba rabia y desprecio, y como está bamos tan cerca el uno del otro, sus ojos eran lo ú nico tangible que aparecí a en mi campo visual. Noté la hostilidad que fluí a de todo su ser, y un instante despué s la sentí brotar en mi interior. Fue en ese momento cuando me lancé sobre é l. Sí, é l me habí a atacado primero, pero en cuanto empecé a defenderme, só lo querí a hacerle dañ o, causarle todo el mal posible.
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