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 Viajes por el Scriptorium 8 страница



       —¡ Me han envenenado! —grita Mí ster Blank, una vez que han pasado los espasmos—. ¡ Esos monstruos me han envenenado!

       Cuando se reanuda la acció n, Mí ster Blank está tumbado en la cama, mirando al techo, recié n pintado de blanco. Ahora que las devastadoras toxinas han sido expulsadas de su organismo, se encuentra agotado, sin pizca de energí a, má s muerto que vivo por el feroz acceso de vó mito, por las grandes arcadas que, con los ojos llenos de lá grimas, estaba dando en el cuarto de bañ o só lo unos minutos antes. Y, sin embargo, si tal cosa es posible, en el fondo de su ser tambié n se siente mejor, má s tranquilo y dispuesto a enfrentarse a las duras pruebas que sin duda lo aguardan.

       Mientras continú a examiná ndolo, el techo va formando poco a poco una imagen en su mente, hasta darle la impresió n de que en vez de mirar al cielo raso está contemplando una pá gina en blanco. No sabe có mo se le ha ocurrido eso, pero quizá s tenga algo que ver con las dimensiones del techo, que es rectangular y no cuadrado, lo que significa que la habitació n tambié n es rectangular y no cuadrada, y aun siendo mucho má s grande que una hoja de papel, el techo tiene unas proporciones má s o menos similares a las de una holandesa. Mientras Mí ster Blank sigue absorto en esa idea, algo se remueve en su interior, un recuerdo lejano que no puede localizar en su memoria, una figura que se deshace cada vez que se acerca a ella, pero entre las tinieblas que le impiden verla con claridad en su cabeza, distingue vagamente el contorno de un hombre, de alguien que sin duda es é l mismo, sentado a un escritorio e introduciendo una hoja de papel en el rodillo de una má quina de escribir manual. Se trata probablemente de un informe, dice en alta voz, con añ oranza, y se pregunta entonces cuá ntas veces habrá repetido ese gesto, cuá ntas veces a lo largo de los añ os, llegando a la conclusió n de que han de ser miles, miles y miles de veces, má s holandesas de las que nadie es capaz de contar en un dí a, una semana o un mes.

       Pensando en la má quina de escribir recuerda el texto mecanografiado que ha leí do antes, y ahora que se ha recuperado má s o menos de la desesperante tarea de ir arrancando por la habitació n los trozos de cinta blanca y volver a ponerlos en su sitio correspondiente, y una vez sofocado el conflicto que se ha desencadenado de manera tan violenta en su estó mago, Mí ster Blank recuerda sus planes de llevar adelante la narració n, de trazar el esquema del relato hasta su conclusió n con objeto de estar preparado cuando el mé dico vuelva a visitarlo esa misma tarde. Aú n tumbado en la cama con los ojos abiertos, considera por un momento la idea de continuar en silencio, es decir, narrarse a sí mismo la historia en su cabeza, o bien seguir inventando los acontecimientos en alta voz, aunque en la habitació n no haya nadie que atienda a lo que esté diciendo. Como ahora mismo se siente particularmente solo, bastante hundido por el peso de su impuesta soledad, decide hacer como si el mé dico estuviera con é l en la habitació n y proceder igual que antes, o sea, contar la historia de viva voz en lugar de desarrollarla simplemente en la imaginació n.

       —Bueno, vamos a seguir con el relato —dice—. La Confederació n. Sigmund Graf. Los Territorios Distantes. Ernesto Land. ¿ Qué añ o es en ese lugar imaginario? Alrededor de mil ochocientos treinta, calculo yo. No hay tren, ni telé grafo. Se viaja a caballo, y hay que esperar hasta tres semanas para recibir una carta. Aunque se parece mucho, no es Norteamé rica. No hay esclavos negros, en primer lugar, o al menos no se mencionan en el texto. Pero hay má s diversidad é tnica que aquí en ese momento de la historia. Nombres alemanes, nombres franceses, ingleses, españ oles. Muy bien, ¿ dó nde está bamos? Graf se encuentra en los Territorios Distantes, buscando a Land, que puede o no ser un agente doble, que puede o no haberse fugado en secreto con su mujer y su hija. Retrocedamos un poco. Me parece que antes he ido muy deprisa, sacando demasiadas conclusiones apresuradas. Segú n Joubert, Land es un traidor a la Confederació n que ha creado su propio ejé rcito particular para ponerse al frente de los primitivos y promover la invasió n de las provincias occidentales. Odio esa palabra, a propó sito. Primitivos. Es muy sosa, demasiado burda, de mal gusto. Intentemos pensar en algo má s original. Hummm… No sé … Quizá s algo como… los animistas. No. No suena bien. Los dolmen. Los Olmen. Los Tolmen. Horroroso. Pero ¿ qué me pasa? Los djiin. [2] Eso es. Los djiin. Suena un poco como Injun, [3] pero ademá s tiene otras connotaciones. Muy bien, los djiin. Joubert cree que Land se encuentra en los Territorios Distantes para lanzar un ataque contra las provincias occidentales al frente de los djiin. Pero Graf piensa que la situació n es má s compleja. ¿ Por qué? En primer lugar, cree que Land es leal a la Confederació n. Y en segundo lugar, ¿ có mo habrí a cruzado Land la frontera acompañ ado de cien hombres sin el conocimiento del Coronel? De Vega asegura no saber nada del asunto, pero Carlotta ha contado a Graf que ya hace má s de un añ o que Land pasó a los Territorios, y a menos que ella mienta, De Vega está metido de lleno en la conspiració n. O si no —y eso no se me habí a ocurrido antes— Land ha sobornado a De Vega con una gran suma de dinero, con lo cual el Coronel no está implicado en la conjura. Pero eso no tiene nada que ver con Graf, a quien nunca se le ocurre la posibilidad del soborno. De acuerdo con su teorí a, Land, De Vega y el conjunto del ejé rcito pretenden desencadenar una falsa guerra con el propó sito de mantener unida la Confederació n. Puede que de paso intenten aniquilar a los djiin, aunque puede que no. De momento, só lo hay dos posibilidades: el punto de vista de Joubert y el de Graf. Para que esta historia cobre algú n sentido, sin embargo, ha de haber una tercera explicació n, algo que nadie podrí a esperar. De otro modo, todo resulta demasiado previsible.

       »Muy bien —prosigue Mí ster Blank, tras una breve pausa para concentrarse—. Graf ha ido a dos aldeas gangis, donde han asesinado a todos sus habitantes. Ha enterrado al soldado blanco que deliraba, y está tan confuso que ya no sabe qué pensar. De momento, mientras continú a su lenta marcha en busca de Land, veamos por separado los dos principales interrogantes a los que se enfrenta. La cuestió n profesional y la privada. ¿ Qué hace realmente Land en los Territorios, y dó nde está n la mujer y la hija de Graf? A decir verdad, el problema domé stico me tiene aburrido. Puede resolverse de diversos modos, pero todas y cada una de las soluciones son un engorro: demasiado trilladas, demasiado manidas, no vale la pena tenerlas en cuenta. La primera: Beatrice y Marta se han fugado con Land. Si las encuentra con é l, Graf ha jurado matar a Land. Puede que lo consiga, o puede que fracase, pero en ese punto la historia decae para convertirse en el simple melodrama de un cornudo que lucha en defensa de su honor. Segunda solució n: Beatrice y Marta se han fugado con Land, pero Beatrice ha muerto; o bien a consecuencia de la epidemia de có lera o por las privaciones de la vida en los Territorios. Supongamos que Marta, ya con diecisé is añ os, es toda una mujer y se ha hecho amante de Land, ¿ qué hace Graf entonces? ¿ Querrá aú n matar a Land, quitar la vida a su antiguo amigo mientras su ú nica hija le suplica que perdone al hombre que ama? ¡ Ay, papá, por favor, papá, no lo hagas! ¿ O dirá que lo pasado, pasado está, y olvidará todo el asunto? De un modo u otro, eso no arregla nada. Tercera solució n: Beatrice y Marta se han fugado con Land, pero las dos han muerto. Land ni siquiera las menciona en presencia de Graf, y ese elemento de la historia se convierte en una pista falsa, letra muerta. Por lo visto, Trause era muy joven cuando escribió ese relato, y no me sorprende que no lo haya publicado jamá s. Se quedó sin saber lo que hacer con las dos mujeres. No sé a qué solució n llegarí a, pero apuesto cualquier cosa a que fue la segunda; que es igual de mala que la primera y la tercera. Por lo que a mí respecta, prefiero olvidarme de Beatrice y Marta. Pongamos que murieron en la epidemia de có lera y dejé moslo así. Pobre Graf, desde luego, pero si se quiere contar una historia con garra, no hay que tener compasió n.

       »Vale —dice Mí ster Blank, aclará ndose la garganta mientras trata de coger el hilo de la narració n—, ¿ dó nde está bamos? Graf. Completamente solo. Vagando por el desierto en su caballo, Whitey, el gentil corcel, en busca del escurridizo Ernesto Land…

       Mí ster Blank se interrumpe. Se le ha ocurrido otra idea, una endiablada, apabullante iluminació n que le enví a una oleada de placer por todo el cuerpo, estremecié ndolo desde la punta de los pies hasta las cé lulas nerviosas del cerebro. En un solo instante, todo el asunto le resulta tan claro como la luz del dí a, y cuando el anciano piensa en las terribles consecuencias de lo que, con toda seguridad, es la conclusió n ineludible, la ú nica solució n viable entre una multitud de posibilidades antagó nicas, empieza a darse golpes en el pecho, a patalear y sacudir los hombros mientras emite una feroz y convulsiva carcajada.

       —Un momento —dice Mí ster Blank, alzando la mano hacia su imaginario interlocutor—. Olví delo todo. Ya lo tengo. Vuelta al principio. A la segunda parte, quiero decir. Volvamos al comienzo de la segunda parte, cuando Graf cruza subrepticiamente la frontera y entra en los Territorios Distantes. No tenga en cuenta a los gangis. Olví dese de las matanzas. Graf no pisa ni asentamientos ni aldeas de los djiin. Los Decretos llevan diez añ os en vigor, y sabe que los djiin no tolerará n amablemente su presencia. ¿ Un blanco viajando solo por los Territorios? Imposible. Si lo encuentran, es hombre muerto. De modo que no se acerca a los sitios habitados, obligá ndose a permanecer dentro de las vastas zonas desé rticas que separan entre sí a las diversas naciones, en busca de Land y sus hombres, por supuesto, encontrá ndose con el soldado delirante, de acuerdo, pero cuando halla lo que está buscando, descubre que es precisamente lo contrario de lo que esperaba. En una yerma planicie de la regió n septentrional de los Territorios, una extensió n semejante a las salinas de Utah, se encuentra con un montí culo de ciento quince cadá veres, unos mutilados, otros intactos, todos ellos en descomposició n, pudrié ndose al sol. No son gangis, ni tampoco miembros de alguna nació n djiin, sino hombres blancos, y llevan uniforme de soldados, al menos aquellos a quienes no han arrancado la ropa ni hecho pedazos, y mientras Graf avanza tambaleante hacia el pú trido y nauseabundo montó n de cadá veres destrozados, descubre que una de las ví ctimas es su viejo amigo Ernesto Land: yace de espaldas, con un orificio de bala en la frente y un enjambre de moscas y gusanos reptando por su rostro medio devorado. No nos detendremos en la reacció n de Graf ante ese horror: el vó mito y el llanto, los aullidos, las vestiduras rasgadas. Lo que importa es lo siguiente. Como su encuentro con el soldado delirante se ha producido apenas dos semanas antes, Graf sabe que la matanza debe ser bastante reciente. Pero sobre todo, lo que cuenta es esto: no le cabe la menor duda de que los djiin han asesinado a Land y sus hombres.

       Mí ster Blank se interrumpe para soltar otra carcajada, má s contenida que la ú ltima, quizá s, pero que deja expresar alegrí a y amargura a la vez, porque si bien está contento por haber transformado el relato de acuerdo con su propio punto de vista, sabe que a pesar de todo es una historia horripilante, y el terror que en cierto modo siente le hace encogerse ante lo que aú n tiene que contar.

       —Pero Graf se equivoca —prosigue Mí ster Blank—. Graf no sabe nada de la siniestra confabulació n a que lo han arrastrado. É l es quien va a cargar con el muerto, como dicen en las pelí culas, el chivo expiatorio a quien el Gobierno ha tendido una trampa para poner el mecanismo en marcha. Todos está n implicados: Joubert, el Ministerio de la Guerra, De Vega, toda la banda. Sí, enviaron a Land a los Territorios en calidad de agente doble, con instrucciones de incitar a los djiin a que invadieran las provincias occidentales, lo que desencadenarí a la guerra que el Gobierno tan desesperadamente necesita. Pero Land fracasa en su misió n. Transcurre un añ o, y cuando nada sucede despué s de todo ese tiempo, los detentadores del poder concluyen que Land los ha traicionado, que por una u otra razó n su conciencia ha podido má s que é l y ha apaciguado a los djiin. De manera que trazan un nuevo plan y enví an otro ejé rcito a los Territorios. No desde Ultima, sino desde otra guarnició n a varios centenares de kiló metros hacia el norte, y ese contingente es mucho mayor que el primero, al menos diez veces má s numeroso, y con mil soldados contra cien, Land y su variopinto puñ ado de idealistas no tienen nada que hacer. Sí, me ha oí do usted perfectamente. La Confederació n enví a un segundo ejé rcito para aniquilar al primero. Todo en secreto, por supuesto, y si quien va en busca de Land es alguien como Graf, llegará a la conclusió n ló gica de que ese montó n de mutilados y hediondos cadá veres ha sido obra de los djiin. En ese punto, Graf se convierte en la figura clave de la operació n. Sin saberlo, é l va a ser la persona que desencadenará la guerra. ¿ Có mo? Permitié ndole que escriba su historia en esa horrible y pequeñ a celda de Ultima. De Vega lo somete al principio a una serie de palizas, pegá ndole sin parar durante una semana entera, pero es só lo para que tiemble de miedo y crea que está n a punto de ejecutarlo. Y cuando alguien está convencido de que va a morir, vomitará sobre el papel todo cuanto sabe en el momento en que le pongan una pluma en la mano. De modo que Graf hace precisamente lo que pretenden que haga. Explica su misió n de encontrar a Land, y cuando llega a la matanza que descubrió en los salares, no se deja nada en el tintero, describe aquella abominació n hasta el ú ltimo detalle morboso. É se es el aspecto decisivo de la cuestió n: un grá fico relato de los acontecimientos, narrado por un testigo presencial, en el que toda la culpa recae sobre los djiin. Cuando Graf concluye su informe, De Vega toma posesió n del manuscrito y lo libera de la cá rcel. Graf se queda pasmado. Esperaba que lo fusilaran, y hete ahí que le dan una gratificació n por su trabajo y le pagan el viaje de vuelta a la capital en un carruaje de primera clase. Cuando llega a su casa, el manuscrito ha sido há bilmente revisado y transmitido a todos los perió dicos del paí s. TROPAS DE LA CONFEDERACIÓ N ANIQUILADAS POR LOS DJIIN. Informe de Sigmund Graf, testigo de los hechos y Subdirector Adjunto en el Ministerio de la Gobernació n. Al volver, Graf encuentra a toda la població n de la capital alzada en armas, pidiendo a gritos la invasió n de los Territorios Distantes. Comprende ahora la crueldad del engañ o que ha sufrido. Una guerra a esa escala bien podrí a destruir la Confederació n, y resulta que é l, ú nica y exclusivamente é l, ha servido de fó sforo para inflamar ese fuego mortal. Se presenta ante Joubert y le exige una explicació n. Ahora que todo ha salido a pedir de boca, Joubert está encantado de dá rsela. Luego le ofrece un ascenso y un cuantioso aumento de sueldo, pero Graf le hace una contraoferta: le presento mi dimisió n, le dice, despué s de lo cual abandona la estancia dando un portazo al salir. Aquella noche, en la oscuridad de su casa vací a, empuñ a un revó lver cargado y se vuela la tapa de los sesos. Y ya está. Fin de la historia. Finita, la commedia.

       Mí ster Blank lleva casi veinte minutos hablando sin parar, y está cansado, no só lo por el agotador esfuerzo de sus cuerdas vocales, sino porque antes de empezar ya tení a irritada la garganta (a causa de la tremenda vomitona en el bañ o só lo unos minutos antes), y pronuncia las ú ltimas frases de su narració n con una perceptible aspereza en la voz. Cierra los ojos, olvidando que ese simple acto puede conjurar de nuevo la procesió n de seres imaginarios que deambulan por el desierto, la turba de los condenados, los entes sin rostro que acabará n rodeá ndolo para hacerle pedazos, pero esta vez la suerte salva a Mí ster Blank de los demonios, y al bajar los pá rpados se encuentra otra vez en el pasado, sentado en una curiosa butaca de madera, una silla Adirondack, cree que la llaman, en un lugar perdido en pleno campo, cerca de algú n pueblo remoto del que no logra acordarse, con hierba muy verde alrededor y montañ as azules a lo lejos, y hace calor, pero calor de pleno verano, con un cielo sin nubes por encima de su cabeza y el sol bañ á ndole la piel, y ahí tenemos a Mí ster Blank, hace ya muchos añ os, segú n parece, en los comienzos de su edad adulta, sentado en la silla Adirondack con una criatura en brazos, una niñ a de doce meses vestida con una camiseta y unos pañ ales blancos, y la está mirando a los ojos y dicié ndole cosas, aunque no sabe lo que le dice, porque esa incursió n en el pasado se realiza en silencio, y mientras le habla, la criaturita le devuelve la mirada con aire de gran atenció n y seriedad en el semblante, y el anciano, tendido en la cama con los ojos ya cerrados, piensa ahora si ese personajillo no será Anna Blume en el primer añ o de su vida, su amada Anna Blume, y en caso de que no sea Anna, si la niñ a es realmente su hija, pero qué hija, se pregunta entonces, qué hija y có mo se llama, y si en efecto es é l el padre, dó nde está la madre y có mo se llama, y en ese instante toma nota mentalmente de que la pró xima vez que alguien entre en la habitació n ha de interrogarle sobre esas cosas, para averiguar si tiene familia, esposa o hijos en alguna parte, si alguna vez tuvo mujer, o un hogar, o si esta habitació n es el sitio donde siempre ha vivido, pero está a punto de olvidar esa nota y tambié n las preguntas que querí a formular, porque de pronto se encuentra muy cansado, y la imagen de sí mismo sentado en la silla con la niñ a en brazos desaparece ya, y Mí ster Blank se queda dormido.

       Gracias a la cá mara, que no ha dejado de tomar una fotografí a por segundo a todo lo largo del presente informe, sabemos sin sombra de duda que la siesta de Mí ster Blank dura exactamente veintisiete minutos y doce segundos. Podrí a haber dormido mucho má s, pero alguien acaba de entrar en la habitació n, y está dá ndole unos golpecitos en el hombro con á nimo de despertarlo. Cuando el anciano abre los ojos, se siente como nuevo tras su breve estancia en la Tierra del Sueñ o, y se incorpora al instante, enteramente despejado y listo para la entrevista, sin el menor rastro de cansancio que ofusque su entendimiento.

       El visitante parece rondar los sesenta añ os, y al igual que Farr horas antes, va vestido con vaqueros, pero mientras el mé dico llevaba una camisa roja, la del recié n llegado es negra, y en tanto Farr se presentó en la habitació n con las manos vací as, el hombre de la camisa negra trae un montó n de carpetas y archivadores entre los brazos. Su cara resulta muy familiar a Mí ster Blank, pero con todos los rostros que ha visto hoy, tanto en fotografí a como en persona, no sabe qué nombre atribuirle.

       —¿ Es usted Fogg? —pregunta—. ¿ Marco Fogg?

       El visitante sonrí e y sacude la cabeza.

       —No —contesta—, me temo que no. ¿ Por qué cree que soy Fogg?

       —No sé, pero cuando me he despertado hace un momento, de pronto recordé que Fogg vino ayer má s o menos a esta hora. Un pequeñ o milagro, en realidad, ahora que lo pienso. Lo de acordarme, quiero decir. Pero Fogg vino. De eso estoy seguro. Por la tarde, a tomar el té. Jugamos a las cartas durante un rato. Charlamos. Y me contó unos chistes muy graciosos.

       —¿ Chistes? —pregunta el visitante, acercá ndose al escritorio, dando un giro de unos ciento ochenta grados al silló n y sentá ndose luego en é l con el montó n de carpetas sobre las piernas.

       Mientras realiza esos movimientos, Mí ster Blank se pone en pie, avanza un pequeñ o trecho arrastrando los pies, y se sienta a los pies de la cama, acomodá ndose má s o menos en el mismo sitio que Flood ocupaba por la mañ ana.

       —Sí, chistes —contesta Mí ster Blank—. No me acuerdo de todos, pero habí a uno que me gustó especialmente.

       —No le importará contá rmelo, ¿ verdad? —pregunta el visitante—. Siempre ando a la caza de chistes buenos.

       —Lo puedo intentar —contesta Mí ster Blank, y entonces se interrumpe un instante para ordenar las ideas—. Espere un momento —dice—. Hummm. Vamos a ver. Creo que empieza así. Un individuo entra en un bar de Chicago a las cinco de la tarde y pide tres whiskies. No uno detrá s de otro, sino tres a la vez. El camarero se queda un poco perplejo ante tan insó lita petició n, pero no dice nada y le sirve lo que le ha pedido: tres whiskies escoceses, colocados en fila sobre la barra. El cliente se los bebe uno tras otro, paga y se va. Al dí a siguiente, aparece de nuevo a las cinco y pide lo mismo. Tres whiskies a la vez. Y vuelve al otro dí a y al otro, y así durante dos semanas. Finalmente, el camarero no puede reprimir por má s tiempo la curiosidad. «No quisiera meterme donde no me llaman», le dice, «pero lleva dos semanas viniendo por aquí y siempre me pide tres whiskies, y simplemente quisiera saber por qué. La gente los pide de uno en uno». «Ah», contesta el cliente, «la respuesta es muy sencilla. Tengo dos hermanos. Uno vive en Nueva York y el otro en San Francisco, y los tres estamos muy unidos. Para honrar nuestra amistad, entramos cada uno en un bar a las cinco de la tarde y pedimos tres whiskies, brindamos en silencio a la salud de los demá s, y hacemos como si estuvié ramos juntos en el mismo sitio». El camarero asiente con la cabeza, entendiendo por fin el motivo de tan extrañ o ritual, y se olvida de la cuestió n. El asunto dura cuatro meses. El individuo va todos los dí as a las cinco de la tarde, y el camarero le sirve las tres copas. Entonces ocurre algo. El hombre se presenta una tarde a la hora acostumbrada, pero esta vez só lo pide dos whiskies. El camarero se queda preocupado, y al cabo de poco se arma de valor y dice: «No quisiera entrometerme, pero lleva cuatro meses y medio viniendo aquí y siempre me ha pedido tres whiskies. Hoy me pide dos. Ya sé que no es asunto mí o, pero confí o en que no haya pasado nada malo en su familia». «No ocurre nada», contesta el cliente, tan animado y alegre como siempre. «¿ Qué sucede, entonces? », pregunta el camarero. «Pues muy sencillo», contesta el cliente. «Yo he dejado de beber».

       El visitante estalla en un prolongado ataque de risa, y aunque Mí ster Blank no se une a sus carcajadas, porque ya sabí a có mo acababa el chiste, sonrí e de todos modos al hombre de la camisa negra, satisfecho de sí mismo por haberlo contado tan bien. Cuando el acceso de hilaridad concluye al fin, el visitante, mirá ndolo de frente, pregunta:

       —¿ Sabe usted quié n soy?

       —No estoy seguro —contesta el anciano—. No es Fogg, en cualquier caso. Pero no cabe duda de que lo he visto antes; muchas veces, creo.

       —Soy su abogado.

       —Mi abogado. Qué bien…, estupendo. Esperaba verlo hoy. Tenemos mucho de que hablar.

       —Sí —conviene el hombre de la camisa negra, dando unas palmaditas al montó n de carpetas y archivadores que descansa sobre sus piernas—. Muchas cosas que discutir. Pero antes de ponernos a ello, quiero que me eche un buen vistazo y trate de recordar có mo me llamo.

       Mí ster Blank observa con atenció n el rostro afilado y anguloso, escrutando sus grandes ojos grises, fijá ndose en su mandí bula, su frente y sus labios, pero al final no puede hacer otra cosa que dejar escapar un suspiro y sacudir la cabeza de un lado a otro, derrotado.

       —Soy Quinn, Mí ster Blank —revela el visitante—. Daniel Quinn. Su primer agente.

       Mí ster Blank emite un gemido. Siente tal bochorno, está tan avergonzado que en alguna parte de su ser, en lo má s recó ndito de su alma, quiere esconderse en un agujero y morirse de una vez.

       —Perdó neme, por favor. Mi querido Quinn…, mi hermano, mi camarada, mi amigo fiel. Son esas asquerosas pastillas que me está n dando. Me han trastornado la cabeza, y estoy hecho un verdadero lí o.

       —Me envió usted a má s misiones que a nadie —dice Quinn—. ¿ Se acuerda del asunto Stillman?

       —Vagamente —contesta Mí ster Blank—. Peter Stillman. Hijo y padre, si no me equivoco. Uno de ellos iba siempre de blanco. No sé cuá l de los dos, pero creo que era el hijo.

       —Exacto, eso es. El hijo. Y luego hubo ese extrañ o asunto con Fanshawe.

       —El primer marido de Sophie. El loco que desapareció.

       —Otra vez está en lo cierto. Pero tampoco debemos olvidar el pasaporte. Un asunto menor, supongo, pero que tambié n requirió mucho trabajo.

       —¿ Qué pasaporte?

       —Mi pasaporte. El que Anna Blume encontró cuando usted le encargó su misió n.

       —¿ Anna? ¿ Conoce usted a Anna?

       —Pues claro. Todo el mundo conoce a Anna. Por aquí es como una especie de leyenda.

       —Se lo merece. No hay en el mundo otra mujer como ella.

       —Y por ú ltimo, aunque no por eso menos importante, está lo de mi tí a, Molly Fitzsimmons, la mujer que se casó con Walt Rawley. Fui yo quien lo ayudó a escribir sus memorias.

       —¿ Walt qué má s?

       —Rawley. O Walt el Niñ o Prodigio, como solí an llamarlo.

       —Ah, sí. Eso fue hace mucho, ¿ no?

       —Exacto. Hace muchí simo tiempo.

       —¿ Y luego?

       —Eso es todo. Despué s me retiró usted del servicio.

       —¿ Y por qué harí a una cosa así? ¿ En qué estarí a pensando?

       —Ya llevaba muchos añ os en eso, era hora de que me fuera. Los agentes no duran para siempre. Esta profesió n es así.

       —¿ Cuá ndo fue eso?

       —En mil novecientos noventa y tres.

       —¿ Y en qué añ o estamos?

       —En dos mil cinco.

       —Doce añ os. ¿ A qué se ha dedicado desde… desde que lo retiré del servicio?

       —A viajar, principalmente. A estas alturas, conozco casi todos los paí ses del mundo.

       —Y ahora ha vuelto a trabajar, y es mi abogado. Me alegro de que así sea, Quinn. Siempre he sabido que podí a confiar en usted.

       —Puede estar seguro, Mí ster Blank. Por eso me han encargado este trabajo. Porque nos conocemos desde hace mucho.

       —Tiene que sacarme de aquí. No creo que pueda soportarlo por má s tiempo.

       —No va a ser fá cil. Han presentado muchas acusaciones contra usted, no puedo con tanto papeleo. Ha de tener paciencia. Ojalá pudiera darle una contestació n, pero no tengo idea de cuá nto tiempo tardará n en arreglarse las cosas.



  

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