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 Viajes por el Scriptorium 2 страница



       —Pero no quiero las pastillas, contesta é, —resistié ndose tenazmente—. Si no estoy enfermo, no voy a tragarme esas asquerosas pastillas.

       En vez de replicarle bruscamente despué s de su grosera y á spera contestació n, Anna se agacha y lo besa en la frente.

       —Querido Mí ster Blank —le dice—. Sé có mo se siente, pero ha prometido tomarse las pastillas todos los dí as. En eso quedamos. Si no se las toma, el tratamiento no servirá de nada.

       —¿ Que lo he prometido? —protesta el anciano—. ¿ Y có mo sé que es verdad?

       —Porque se lo digo yo, Anna, y yo nunca le mentirí a. Le tengo demasiado cariñ o para andarme con embustes.

       La menció n de la palabra cariñ o ablanda la intransigencia de Mí ster Blank, y en un impulso decide volverse atrá s.

       —Está bien —accede—. Me tomaré las pastillas. Pero só lo si me da otro beso. ¿ De acuerdo? Y esta vez ha de ser un beso de verdad. En la boca.

       Anna sonrí e, se inclina de nuevo y le da un beso en los labios. Como la presió n dura sus buenos tres segundos, puede considerarse que es algo má s que un simple ó sculo, y aunque no ha habido lengua de por medio, ese í ntimo contacto hace que Mí ster Blank sienta que un hormigueo de excitació n le corre por todo el cuerpo. Cuando Anna se incorpora, ya ha empezado a tomarse las pastillas.

       Ahora está n sentados uno junto a otro al borde de la cama. Tienen delante el carrito del desayuno, y mientras Mí ster Blank se bebe el zumo de naranja, da un bocado a la tostada y toma un primer sorbo de té, Anna le pasa suavemente la mano izquierda por la espalda, tarareando una canció n que é l no consigue identificar pese a estar seguro de que la conoce, o de que en otro tiempo le resultaba familiar. Luego empieza a atacar los huevos escalfados, rasgando una de las yemas con la punta de la cuchara y recogiendo una pequeñ a porció n de clara y yema en la parte honda del cubierto, pero al tratar de llevá rsela a la boca, se queda perplejo al descubrir que le tiembla la mano. No se trata de un ligero estremecimiento, sino de un marcado y convulsivo tembleque que es incapaz de controlar. Cuando la cuchara se ha alejado quince centí metros del tazó n, los espasmos son tan pronunciados que se le ha caí do la mayor parte de la mezcla blanca y amarilla, salpicando la bandeja.

       —¿ Quiere que le dé de comer? —pregunta Anna.

       —Pero ¿ qué me pasa?

       —No es nada, no se preocupe —le dice ella, dá ndole unas palmaditas en la espalda para tranquilizarlo—. Una reacció n natural a las pastillas. Se le pasará dentro de un momento.

       —Vaya tratamiento que me han preparado ustedes —murmura Mí ster Blank en tono sombrí o, compadecié ndose de sí mismo.

       —Es por su bien —le asegura Anna—. Y no va a durar toda la vida. Cré ame.

       De modo que Mí ster Blank deja que Anna le dé de comer, y mientras ella se dedica pacientemente a darle a cucharaditas los huevos escalfados, a llevarle a los labios la taza de té y a limpiarle la boca con una servilleta de papel, el anciano empieza a pensar que Anna no es una mujer sino un á ngel, o, si se prefiere, un á ngel en forma de mujer.

       —¿ Por qué es usted tan amable conmigo? —le pregunta.

       —Porque le quiero —contesta Anna. Así de sencillo.

       Ahora que se ha terminado el desayuno, llega el momento de las excreciones y abluciones, y de ponerse la ropa despué s. Anna aparta el carrito de la cama y extiende la mano hacia Mí ster Blank para ayudarlo a levantarse. Lleno de asombro, el anciano se encuentra frente a una puerta que hasta ahora le ha pasado inadvertida, y en cuyo panel hay otra tira de cinta adhesiva blanca, marcada con la palabra BAÑ O. Se pregunta có mo no la ha visto antes, ya que só lo está a unos pasos de la cama, pero, como bien sabe el lector, Mí ster Blank se pasa la mayor parte del tiempo con la cabeza en otra parte, perdido en un nebuloso territorio de seres fantasmales y recuerdos fragmentarios mientras busca una respuesta a la pregunta que lo atormenta.

       —¿ Tiene que ir? —pregunta Anna.

       —¿ Ir? —contesta é l—. ¿ Adó nde?

       —Al cuarto de bañ o. ¿ Necesita ir al retrete?

       —Ah. El retrete. Sí. Ahora que lo menciona, creo que serí a buena idea.

       —¿ Quiere que lo ayude, o puede arreglá rselas solo?

       —No estoy seguro. Dé jeme probar, a ver qué pasa.

       Anna gira el pomo de porcelana blanco, y la puerta se abre. Cuando Mí ster Blank, arrastrando los pies, entra en la pequeñ a estancia blanca, sin ventanas, con suelo de baldosas negras y blancas, Anna cierra la puerta tras é l y, durante unos momentos, el anciano permanece allí parado, mirando la inmaculada taza del retrete al fondo, sintiendo de pronto que le falta algo, suspirando por estar de nuevo con aquella mujer. Finalmente, murmura para sí: Domí nate, viejo. Te está s portando como un crí o. Sin embargo, mientras se dirige lentamente al retrete y empieza a bajarse los pantalones del pijama, siente unas ansias incontenibles de echarse a llorar.

       Los pantalones se le caen a los tobillos; se sienta en la taza del retrete; su vejiga y sus intestinos se preparan para evacuar los lí quidos y só lidos acumulados. Del pene le fluye orina, del ano se le desliza primero una deposició n y luego otra, y le sienta tan bien relajarse de esa manera que se olvida de la tristeza que lo ha invadido momentos antes. Claro que puede arreglá rselas solo, dice para sus adentros. Lleva hacié ndolo desde que era un crí o, y en lo que se refiere a mear y cagar, es tan capaz como cualquier otra persona en el mundo. Y no só lo eso, sino que tambié n es un experto en limpiarse el culo.

       Dejemos que Mí ster Blank tenga su pequeñ o momento de orgullo, porque a pesar de que haya logrado llevar a buen té rmino la primera parte de la operació n, la segunda no le sale tan bien. Experimenta cierta dificultad para levantarse del asiento y tirar de la cadena, pero cuando lo consigue se da cuenta de que, como tiene los pantalones del pijama en torno a los tobillos, para poné rselos debe, o bien agacharse, o ponerse en cuclillas y cogerlos por la cintura con ambas manos. Ninguno de esos dos ejercicios le parece hoy especialmente agradable, pero el que en cierto modo le da má s miedo es el de agacharse, porque sabe que al bajar la cabeza puede perder el equilibrio, y si efectivamente llega a perderlo, teme caerse al suelo y romperse la crisma contra las baldosas negras y blancas. Por tanto concluye que ponerse en cuclillas constituye el mal menor, aunque está lejos de confiar en que sus rodillas soporten la tensió n a que van a verse sometidas. Nunca sabremos si aguantará n o no. Alertada por el sonido de la cisterna, Anna, suponiendo sin duda que Mí ster Blank ha concluido sus quehaceres, abre la puerta y entra en el cuarto de bañ o.

       Cabrí a pensar que a Mí ster Blank le darí a apuro encontrarse en situació n tan comprometida (allí de pie, con los pantalones bajados, el pene flá ccido, colgando entre sus escuá lidas piernas), pero no es así. Delante de Anna, Mí ster Blank no adopta una actitud de falsa modestia. En todo caso, se alegra mucho de que vea todo lo que hay que ver, y en vez de ponerse apresuradamente en cuclillas para luego incorporarse con los pantalones puestos, empieza a desabrocharse los botones de la chaqueta del pijama con idea de quitá rsela tambié n.

       —Me gustarí a lavarme ahora —dice.

       —¿ Quiere meterse en la bañ era —pregunta ella—, o só lo que le pase la esponja?

       —Lo mismo da. Decida usted.

       Anna mira su reloj y dice:

       —Só lo pasarle la esponja, supongo. Se me está haciendo un poco tarde, y todaví a tengo que vestirlo y hacer la cama.

       Para entonces, Mí ster Blank se ha quitado la chaqueta y los pantalones del pijama así como las chancletas. Imperté rrita ante la visió n del cuerpo desnudo del anciano, Anna se acerca a la taza del retrete y baja la tapa, sobre la que da un par de palmaditas como invitando a sentarse a Mí ster Blank. Así lo hace el anciano, y Anna se sienta junto a é l en el borde de la bañ era, abre el agua caliente y pone bajo el grifo una manopla blanca para que se empape.

       En cuanto Anna le empieza a pasar el pañ o caliente y hú medo por el cuerpo, Mí ster Blank cae en un trance de lá nguida sumisió n, deleitá ndose al sentir las suaves manos sobre su piel. Ella empieza por arriba y va bajando despacio, lavá ndole las orejas por dentro y por fuera, el cuello por delante y por detrá s, haciendo que se vuelva un poco sobre el asiento con objeto de pasarle la manopla por la espalda en sentido longitudinal, y luego otra vez en direcció n contraria para repetir la misma operació n por el pecho, detenié ndose cada quince segundos o así a fin de poner la manopla bajo el grifo, añ adié ndole jabó n unas veces y escurrié ndola otras, en funció n de si va a lavarle una parte concreta del cuerpo o a quitarle espuma de una zona que acaba de enjabonar. Mí ster Blank cierra los ojos, la cabeza sú bitamente vací a de los terrores y seres espectrales que lo han atormentado desde el primer pá rrafo del presente informe. Para cuando la manopla desciende sobre su vientre, el pene le ha empezado a cambiar de forma, creciendo en tamañ o y grosor y ponié ndose parcialmente erecto, y Mí ster Blank se maravilla de que incluso a su avanzada edad el miembro siga manteniendo el comportamiento de siempre, manifestando la misma disposició n desde su ya remota adolescencia. Desde entonces han cambiado mucho las cosas, pero eso no, desde luego que no, y ahora que Anna ha puesto la manopla en contacto directo con esa parte de su cuerpo, lo siente endurecerse y llegar a su má xima extensió n, y mientras ella sigue frotando y pasá ndole el pañ o empapado de agua jabonosa, apenas puede contenerse para no dar un grito y suplicarle que termine de una vez la faena.

       —Hoy estamos un poco retozones, Mí ster Blank —observa Anna.

       —Eso me temo —murmura é l con los ojos aú n cerrados—. No puedo evitarlo.

       —Cualquiera que estuviese en su lugar, se sentirí a muy orgulloso. No todos los hombres de su edad siguen…, siguen siendo capaces de esto.

       —El caso es que no tiene nada que ver conmigo. Ese aparato parece que tiene vida propia.

       De pronto, la manopla se traslada a su pierna derecha. Antes de que Mí ster Blank pueda acusar su decepció n, siente que la mano de Anna empieza a deslizarse a lo largo de su pene, en plena erecció n y bien lubricado. Ella continú a pasá ndole el pañ o con la mano derecha, pero emplea la izquierda en esa otra tarea, y en el mismo momento en que sucumbe a los expertos cuidados de esa mano izquierda, Mí ster Blank se pregunta lo que ha hecho para merecer tan generosa atenció n.

       Jadea cuando le brota el semen con fuerza, y só lo entonces, una vez concluido el acto, abre los ojos y se vuelve hacia Anna. Ya no está sentada al borde de la bañ era sino arrodillada en el suelo frente a é l, limpiando la eyaculació n con la manopla. Tiene la cabeza inclinada, por lo que no puede verle los ojos, pero de todos modos se echa hacia delante y le acaricia la mejilla izquierda con la mano derecha. Anna levanta entonces la cabeza, y cuando sus miradas se encuentran ella le dirige otra de sus tiernas y afectuosas sonrisas.

       —Eres muy buena conmigo —le dice.

       —Quiero que sea feliz —contesta ella—. Está pasando una mala é poca, y si puede procurarse algú n momento de placer entre todo esto, me alegro de poder ayudarlo.

       —Yo te he hecho algo horrible. No sé de qué se trata, pero es algo horroroso…, incalificable…, que no tiene perdó n. Y ahí está s, cuidando de mí como una santa.

       —No fue culpa suya. Usted hizo lo que tení a que hacer, y no puedo reprochá rselo.

       —Pero lo pasaste mal. Te hice sufrir, ¿ verdad?

       —Sí, mucho. Casi no sobreviví.

       —¿ Qué es lo que hice?

       —Me envió a un lugar lleno de peligros, donde reinaba la desesperació n, un sitio de muerte y destrucció n.

       —¿ De qué se trataba? ¿ Una especie de misió n?

       —Creo que podrí a llamá rsele así.

       —Eras joven entonces, ¿ verdad? La chica de la foto.

       —Sí.

       —Qué guapa eras, Anna. Ahora tienes ya cierta edad, pero me sigues pareciendo preciosa. Casi perfecta, no sé có mo decirte.

       —No es preciso exagerar, Mí ster Blank.

       —No exagero. Si me dijeran que tengo que estar mirá ndote las veinticuatro horas del dí a durante el resto de mi vida, no pondrí a objeció n alguna.

       Una vez má s, Anna sonrí e, y otra vez le acaricia Mí ster Blank la mejilla izquierda con la mano derecha.

       —¿ Cuá nto tiempo estuviste en ese sitio? —le pregunta.

       —Unos añ os. Mucho má s de lo que esperaba.

       —Pero lograste salir de allí.

       —Con el tiempo, sí.

       —Me siento muy avergonzado.

       —No tiene por qué. El caso es, Mí ster Blank, que sin usted yo no serí a nadie.

       —Pero aun así …

       —Nada de peros. Usted no es como los demá s. Ha sacrificado su vida por una causa importante, y sea lo que sea lo que haya hecho o dejado de hacer, no habrá sido por motivos egoí stas.

       —¿ Has estado enamorada alguna vez, Anna?

       —Varias veces.

       —¿ Está s casada?

       —Lo estuve.

       —¿ Ya no?

       —Mi marido murió hace tres añ os.

       —¿ Có mo se llamaba?

       —David. David Zimmer.

       —¿ Qué pasó?

       —Padecí a del corazó n.

       —Tambié n soy yo el causante de eso, ¿ verdad?

       —En realidad, no… Só lo indirectamente.

       —Lo lamento mucho.

       No lo sienta. Para empezar, de no haber sido por usted no habrí a conocido a David. Cré ame, Mí ster Blank, no es culpa suya. Usted hace lo que tiene que hacer, y luego ocurren cosas. Buenas y malas, indistintamente. Así es como tiene que ser. Nosotros podremos ser los que sufren, pero siempre habrá un motivo, una buena razó n, y el que se queje es que no entiende lo que significa estar vivo.

       Cabe observar que hay otra cá mara y otro magnetó fono instalados en el techo del cuarto de bañ o, lo que posibilita la grabació n de todo lo que ocurra en ese espacio, y como la palabra todo es un té rmino absoluto, la transcripció n del diá logo entre Anna y Mí ster Blank puede comprobarse hasta el ú ltimo detalle.

       El lavado con la manopla dura varios minutos má s, y cuando Anna ha terminado de enjabonar y aclarar las restantes zonas del cuerpo de Mí ster Blank (piernas, por delante y por detrá s; pies, tobillos y dedos; brazos, manos y dedos; escroto, nalgas y ano), se levanta, coge un albornoz negro de una percha en la puerta y ayuda a Mí ster Blank a poné rselo. Luego recoge el pijama azul con rayas amarillas y vuelve a la habitació n, asegurá ndose de que deja la puerta abierta. Mientras Mí ster Blank se queda de pie frente al pequeñ o espejo del lavabo afeitá ndose con una má quina elé ctrica que funciona con pilas (por razones evidentes, las tradicionales navajas de afeitar está n prohibidas), Anna dobla el pijama, hace la cama y abre el armario para elegir la ropa que Mí ster Blank tendrá que ponerse ese dí a. Se mueve con rapidez y precisió n, como intentando recuperar el tiempo perdido. Lleva a té rmino esas tareas a tal velocidad que cuando Mí ster Blank acaba de afeitarse, su ropa ya está dispuesta sobre la cama. Sin haber olvidado su conversació n con James P. Flood y la referencia a la palabra armario, el anciano albergaba la esperanza de sorprender a Anna en el momento de abrir la puerta del ropero, si es que habí a alguno, para saber dó nde estaba situado. Ahora, mientras recorre la habitació n con los ojos, no ve señ ales del armario, con lo que queda sin resolver otro misterio.

       Naturalmente, podrí a preguntar por é l a Anna, pero en cuanto la ve, sentada en la cama y sonrié ndole, se emociona tanto al encontrarse otra vez en su presencia que la cuestió n se le va de la cabeza.

       —Ya empiezo a acordarme de ti —anuncia—. No de todo, só lo de momentos fugaces, retazos aislados. Yo era muy joven la primera vez que te vi, ¿ verdad?

       —Unos veintiú n añ os, calculo —confirma Anna.

       —Pero te perdí a continuamente de vista. Estabas conmigo una temporada, y luego te esfumabas. Pasaba un añ o, dos, cuatro añ os, y entonces volví as a aparecer de pronto.

       —Usted no sabí a qué hacer conmigo, por eso era. Tardó mucho en decidirse.

       —Y entonces te envié a tu…, tu misió n. Recuerdo que tení a miedo por ti. Pero en aquellos tiempos eras una verdadera luchadora, ¿ no es cierto?

       —Una chica fuerte y combativa, Mí ster Blank.

       —Exactamente. Y eso es lo que me daba esperanza. Si no hubieras sido una persona de recursos, no lo habrí as conseguido.

       —Deje que lo ayude a vestirse —le interrumpe Anna, echando una mirada al reloj—. El tiempo sigue su marcha.

       La palabra marcha induce a Mí ster Blank a pensar en sus anteriores mareos y problemas para caminar, pero ahora, mientras recorre la corta distancia que separa el bañ o de la cama, se siente má s seguro al comprobar que tiene la cabeza despejada y no corre peligro de caerse al suelo. Sin nada en que sustentar la hipó tesis, atribuye esa mejora a la bondadosa Anna, al mero hecho de que desde hace veinte o treinta minutos está a su lado, irradiando el cariñ o que tan desesperadamente ansia.

       Resulta que la ropa es toda blanca: pantalones de algodó n, camisa con botones en el cuello, calzoncillos, calcetines de nailon y zapatillas de deporte. Todo blanco.

       Extrañ a elecció n, observa Mí ster Blank. Me voy a parecer al simpá tico heladero. [1]

       —Ha sido una petició n especial —explica Anna—. De Peter Stillman. No el padre, el hijo. Peter Stillman, hijo.

       —¿ Quié n es é se?

       —¿ No se acuerda?

       —Me temo que no.

       —Es otro de sus agentes. Cuando le encargó su misió n, tuvo que vestirse todo de blanco.

       —¿ A cuá ntos he enviado de misió n?

       —A centenares, Mí ster Blank. Ni siquiera puedo hacer un cá lculo.

       —Bueno. Sigamos con lo nuestro. Supongo que da lo mismo.

       Sin má s, se desata el cinturó n y deja que el albornoz caiga al suelo. Una vez má s, está desnudo delante de Anna, sin sentir el má s leve asomo de vergü enza o modestia. Agachando la cabeza y señ alá ndose el pene, dice:

       —Fí jate lo pequeñ o que está. Don Importante ya no tiene tantas í nfulas, ¿ eh?

       Anna sonrí e y luego da unas palmaditas sobre la cama, indicá ndole que se siente a su lado. Al sentarse, Mí ster Blank se encuentra transportado una vez má s a su primera infancia, a la é poca de Whitey, el caballito de madera, y a sus largos viajes con é l por los desiertos y montañ as del Lejano Oeste. Piensa en su madre y en có mo lo vestí a, casi de la misma manera, en su habitació n del piso de arriba, con el sol matinal entrando por las rendijas de las persianas, y entonces, dá ndose cuenta de que su madre está muerta, de que probablemente ha fallecido hace mucho, se pregunta si en cierto modo, a pesar de que ya sea un anciano, Anna no se habrá convertido en una nueva madre para é l, pues si no, ¿ por qué iba a encontrarse tan a gusto con ella, cuando suele ser tan tí mido y sentir tanta vergü enza de que lo vean desnudo?

       Anna baja de la cama y se coloca en cuclillas frente a Mí ster Blank. Empieza con los calcetines, ponié ndole primero el izquierdo y luego el derecho, sigue despué s con los calzoncillos, subié ndoselos por las piernas, y cuando é l se incorpora para que pueda pasá rselos hasta la cintura, desaparece de la vista el otrora Don Importante, que sin duda resurgirá de nuevo para afirmar su dominio sobre Mí ster Blank antes de que pasen muchas horas.

       Se sienta en la cama por segunda vez, y se repite la misma operació n con los pantalones. Al sentarse por tercera vez, Anna le calza las zapatillas de deporte, primero la izquierda, luego la derecha, e inmediatamente empieza a atarle los cordones, primero en el pie izquierdo, luego en el derecho. Y despué s se incorpora de su posició n en cuclillas y se sienta en la cama junto a é l para ayudarlo con la camisa, guiá ndolo primero para que introduzca el brazo izquierdo por la manga izquierda, luego el derecho por la manga derecha y abrochá ndole por ú ltimo los botones del cuello, y durante toda esa lenta y laboriosa operació n, Mí ster Blank tiene la cabeza en otra parte, en la habitació n que compartí a con Whitey cuando era niñ o, recordando có mo lo vestí a su madre con la misma cariñ osa paciencia, tantí simos añ os antes, en los lejanos comienzos de su vida.

       Anna se ha ido ya. El carrito de acero inoxidable ha desaparecido, la puerta está cerrada y Mí ster Blank se encuentra solo de nuevo en la habitació n. Las preguntas que pensaba formularle —relativas al armario, a si la puerta está cerrada por fuera o no, al texto mecanografiado sobre la extrañ a Confederació n— han quedado todas en el aire, con lo que Mí ster Blank permanece tan a oscuras sobre lo que hace en ese sitio como antes de que llegara Anna. De momento, está sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo, pero pronto, en cuanto sienta la energí a o la voluntad de hacerlo, se pondrá en pie y recorrerá de nuevo el trayecto que lo separa del escritorio para examinar el montó n de fotografí as (si puede armarse de valor para volver a mirar esas imá genes) y proseguir la lectura del texto mecanografiado sobre el hombre encerrado en la estancia de Ultima. Por ahora, sin embargo, no hace otra cosa que estar sentado en la cama y suspirar por Anna, deseando que vuelva a su lado, ansiando abrazarla y apretarla contra su pecho.

       Ya se ha puesto otra vez en pie. Intenta ir hacia el escritorio arrastrando los pies, pero olvida que ya no lleva las chancletas, y la suela de goma de su zapatilla izquierda se adhiere al suelo de madera: de forma tan brusca e imprevista que Mí ster Blank pierde el equilibrio y a punto está de caerse. Coñ o, exclama, joder con las putas zapatillitas blancas. Siente el deseo de quitá rselas y volverse a poner las chancletas, pero son negras, y si lo hace, entonces ya no irá todo vestido de blanco, como Anna le ha pedido de manera explí cita: a solicitud de un tal Peter Stillman, hijo, quienquiera que sea ese individuo.

       Mí ster Blank deja por tanto de caminar como solí a hacer cuando llevaba las chancletas, sin levantar los pies del suelo, y se dirige al escritorio con algo que parece un paso normal. No apoyando primero el taló n para luego impulsarse con la puntera, como hacen las personas jó venes y vigorosas, sino con un movimiento lento y pesado que implica alzar un pie seis o siete centí metros, llevar la pierna correspondiente a dicho pie aproximadamente veinticinco centí metros hacia delante, y luego plantar en el entarimado la suela entera de la zapatilla, tacó n y puntera a la vez. Hace una ligera pausa, y luego repite la operació n con el otro pie. Puede que no sean unos andares muy elegantes, pero bastan para su propó sito, y no tarda mucho en hallarse frente al escritorio.

       El silló n está metido hacia dentro, lo que significa que, para sentarse, se ve obligado a sacarlo. Y entonces por fin descubre que está provisto de ruedas, porque en vez de salir a rastras, tal como espera, la butaca se desliza suavemente, sin apenas esfuerzo por su parte. Mí ster Blank se sienta, sorprendido de que se le haya pasado por alto ese detalle durante su primer contacto con el escritorio. Apoya los pies en el suelo, da un ligero impulso y se desplaza hacia atrá s, cubriendo una distancia de metro o metro y medio. Lo considera un descubrimiento importante, pues por agradable que sea balancearse de atrá s hacia delante y dar vueltas en cí rculo, el hecho de que el silló n pueda moverse por todo el cuarto tiene en potencia un gran valor terapé utico; por ejemplo, cuando se le cansen mucho las piernas, o cuando note que le va a dar otro de esos mareos. En tales ocasiones, en vez de tener que levantarse y echar a andar, podrá servirse del silló n para desplazarse de un sitio a otro en posició n sentada, reservando así su energí a para asuntos má s urgentes. Se siente reconfortado por esa idea, y sin embargo, mientras vuelve lentamente con el silló n al escritorio, la aplastante sensació n de culpa que en gran medida ha desaparecido durante la visita de Anna reaparece sú bitamente, y cuando llega a la mesa comprende que la causa de esos pensamientos opresivos está allí mismo; no en el escritorio en cuanto tal, quizá s, sino en las fotografí as y documentos apilados sobre el tablero, que sin duda contienen la respuesta a la pregunta que lo atormenta. Porque de ellos emana su angustia, y aun cuando serí a bastante sencillo volver a la cama y olvidarlos, se siente obligado a proseguir sus indagaciones, por tortuosas y desagradables que puedan resultar.

       Baja la cabeza y se fija en un cuaderno y un bolí grafo: objetos que, si la memoria no le falla, no estaban allí la ú ltima vez que se sentó delante de la mesa. No importa, dice para sí, y sin pensarlo dos veces coge el bolí grafo con la mano derecha y abre el cuaderno por la primera pá gina con la izquierda. Con objeto de no olvidar nada de lo que ha ocurrido durante el dí a hasta el momento —porque Mí ster Blank es bastante desmemoriado—, escribe la siguiente lista de nombres:

       James P. Flood

       Anna

       David Zimmer Peter Stillman, hijo

       Peter Stillman, padre

       Una vez realizada esa pequeñ a tarea, cierra el cuaderno, deja el bolí grafo, y los pone a un lado. Entonces, al alargar el brazo hacia el ú ltimo montó n a la izquierda, descubre que las primeras hojas, quizá s unas veinte o veinticinco en total, está n grapadas, y cuando se las pone delante, se da cuenta ademá s de que se trata del texto mecanografiado que estaba leyendo antes de la llegada de Anna. Supone que ha sido ella quien las ha grapado —para facilitarle las cosas— y viendo que el texto no es muy largo, se pregunta si tendrá tiempo de terminarlo antes de que James P. Flood llame a la puerta.

       Vuelve al cuarto pá rrafo de la segunda pá gina y empieza a leer:

       En los ú ltimos cuarenta dí as, no me han pegado, y ni el Coronel ni ningú n miembro de su Estado Mayor se han asomado por aquí. La ú nica persona que he visto es el sargento que me trae la comida y me cambia el cubo de los excrementos. Intento comportarme con é l de manera civilizada, haciendo siempre alguna pequeñ a observació n cuando entra, pero al parecer tiene ó rdenes de guardar silencio, y nunca he podido sacar una sola palabra a ese gigante de uniforme marró n. Entonces, hace menos de una hora, ha ocurrido un acontecimiento extraordinario. El sargento abrió la puerta, y entraron dos jó venes soldados llevando una pequeñ a mesa de madera y una silla de respaldo recto. Las dejaron en el centro de la estancia, y entonces pasó el sargento y colocó un grueso montó n de papel blanco sobre la mesa junto con un tintero y una pluma.



  

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