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 Viajes por el Scriptorium 7 страница



       —Ya que tenemos que arreglá rnoslas el uno con el otro, segú n sugiere usted, supongo que deberí a decirme có mo se llama.

       —Sophie.

       —Ah. Muy bien. Sophie… Un nombre muy bonito. Y empieza con la letra S, ¿ verdad?

       —Eso parece.

       —Haga memoria, Sophie. ¿ No es usted la niñ a que besé a la orilla del estanque cuando tení a diez añ os? Acabá bamos de patinar, nos habí amos sentado en un tronco de á rbol, y entonces la besé. Lamentablemente, no me devolvió el beso. Se echó a reí r.

       —No puedo haber sido yo. Cuando usted tení a diez añ os, yo no habí a nacido aú n.

       —¿ Soy tan viejo?

       —Viejo no, exactamente. Pero sí mucho mayor que yo.

       —De acuerdo. Si no es esa Sophie, ¿ qué Sophie es usted?

       En lugar de contestarle, la Sophie que no es la niñ a a quien Mí ster Blank besó a los diez añ os se dirige al escritorio, rebusca entre el montó n de fotografí as, saca una y se la enseñ a.

       —Esta soy yo, anuncia. Tal cual era hace veinticinco añ os.

       —Acerqú ese má s —le pide Mí ster Blank—. Está usted muy lejos.

       Unos segundos despué s, Mí ster Blank tiene la fotografí a entre las manos. Resulta que es la foto que tan atentamente ha examinado horas antes: la de la joven que acaba de abrir la puerta de lo que parece un apartamento en Nueva York.

       —Entonces era mucho má s delgada —observa é l.

       —La madurez, Mí ster Blank. En esa é poca ocurren cosas raras en el cuerpo de las chicas.

       —Dí game —dice el anciano, dando a la foto unos golpecitos con el dedo í ndice—. ¿ Qué está pasando aquí? ¿ Quié n es la persona que está en la entrada, y por qué tiene usted esa expresió n? Recelosa, en cierto modo, pero contenta al mismo tiempo. De lo contrario, no estarí a sonriendo.

       Sophie se pone en cuclillas junto a Mí ster Blank, que sigue sentado en el silló n, y estudia la foto en silencio durante unos momentos.

       —Es mi segundo marido —explica ella—, y creo que era la segunda vez que vení a a verme. La primera vez, le abrí la puerta con mi niñ o en brazos, me acuerdo muy bien; de manera que é sta debe ser la segunda.

       —¿ Por qué tan recelosa?

       —Porque no estaba segura de lo que sentí a por mí.

       —¿ Y la sonrisa?

       —Sonreí a porque me alegraba de verlo.

       —Su segundo marido, dice usted. ¿ Y qué pasó con el primero? ¿ Quié n era?

       —Se llamaba Fanshawe.

       —Fanshawe… Fanshawe… —murmura Mí ster Blank para sí —. Creo que por fin estamos llegando a alguna parte.

       Con Sophie aú n en cuclillas junto a é l, y la Fotografí a en blanco y negro de cuando era joven sobre las piernas, Mí ster Blank impulsa bruscamente el silló n con los pies y, desplazá ndose con la mayor rapidez de que es capaz, se dirige al escritorio. En cuanto llega, deja la fotografí a encima del retrato de Anna, coge el cuadernito y lo abre por la primera hoja. Recorriendo la lista de nombres con el dedo, se detiene al llegar a Fanshawe y entonces da media vuelta para mirar a Sophie, que ya se ha incorporado y se dirige despacio hacia é l.

       —Ajá —dice Mí ster Blank, dando unos golpecitos en el cuaderno con el dedo—. Lo sabí a. Fanshawe está implicado en todo esto, ¿ no es verdad?

       —No sé lo que quiere decir —contesta Sophie, detenié ndose a los pies de la cama y sentá ndose luego má s o menos en el mismo sitio que antes ha ocupado James P. Flood—. Pues claro que está implicado. Todos estamos metidos en esto, Mí ster Blank. Creí a que lo habí a entendido.

       Confuso por su respuesta, el anciano, sin embargo, hace un esfuerzo para no perder el hilo de sus ideas.

       —¿ Ha oí do hablar de un tal Flood? James P. Flood. Un inglé s. Antiguo policí a. Habla con acento del este de Londres.

       —¿ No le parece que deberí a comer ya? —sugiere Sophie—. El almuerzo se le está quedando frí o.

       —Enseguida voy —replica bruscamente el anciano, molesto porque Sophie haya cambiado de tema—. Espere un momento. Antes de hablar del almuerzo, quiero que me diga todo lo que sabe acerca de Flood.

       —No sé nada. Me han dicho que ha venido esta mañ ana, pero yo no lo conozco.

       —Pero su marido…, su primer marido, quiero decir…, ese tal Fanshawe… Escribí a libros, ¿ no es cierto? En uno de ellos, que se titulaba…, joder…, no me acuerdo del tí tulo. El paí s…, El paí s… de no sé qué …

       —El paí s del ensueñ o.

       —Eso es. El paí s del ensueñ o. Flood era uno de los personajes de esa novela, y en un capí tulo…, el treinta creo que era, o quizá s fuese el sé ptimo, Flood tiene un sueñ o.

       —No lo recuerdo, Mí ster Blank.

       —¿ Me está diciendo que no ha leí do la novela de su marido?

       —No, la he leí do. Pero fue hace mucho tiempo, y no he vuelto a tenerla en las manos desde entonces. Puede que usted no lo entienda, pero por mi propia tranquilidad he tomado la inteligente decisió n de no pensar en Fanshawe ni en su obra.

       —¿ Có mo se deshizo su matrimonio? ¿ Se divorciaron? ¿ Es que murió su marido?

       —Cuando me casé con é l yo era muy joven. Vivimos unos añ os juntos, me quedé embarazada, y entonces se marchó.

       —¿ Ocurrió algo, o la dejó sin motivo alguno?

       —No habí a motivo.

       —Ese hombre debí a estar loco. Abandonar a una chica tan guapa como usted.

       —Fanshawe era una persona con multitud de problemas. Poseí a esplé ndidas cualidades, cosas verdaderamente admirables, pero en el fondo querí a destruirse a sí mismo, y al final lo consiguió. Se volvió contra mí, abjuró de su trabajo, renunció luego a la vida que llevaba y desapareció.

       —Su trabajo. ¿ Quiere decir que dejó de escribir?

       —Sí. Lo dejó todo. Poseí a un gran talento, Mí ster Blank, pero le dio por despreciar ese aspecto de su personalidad, y un dí a simplemente rompió con todo, abandonó.

       —Fue culpa mí a, ¿ verdad?

       —Yo no dirí a tanto. Usted tuvo su parte en todo ello, desde luego, pero só lo hizo lo que tení a que hacer.

       —¿ No me odia usted?

       —No, no lo odio. Lo pasé mal durante una temporada, pero luego todo empezó a salirme bien. Me volví a casar, no lo olvide, y fue una buena boda, resultó un matrimonio largo y feliz. Y ademá s tengo a mis dos chicos, Ben y Paul. Ya son hombres hechos y derechos. Ben es mé dico, y Paul estudia antropologí a. Lo que no está nada mal, aunque sea yo quien lo diga. Espero que llegue usted a conocerlos algú n dí a. Creo que se sentirá orgulloso.

       Sophie y Mí ster Blank está n ahora sentados al borde de la cama, uno junto a otro, frente al carrito de acero inoxidable con los platos del almuerzo de Mí ster Blank aú n en la bandeja de arriba, cubiertos todos con una tapadera redonda de metal con un agujero en medio. A Mí ster Blank se le ha abierto el apetito, no ve el momento de empezar a comer, pero antes de que pueda probar bocado, Sophie le dice que primero ha de tomarse sus pastillas de por la tarde. A pesar del entendimiento que se ha creado entre ellos en los ú ltimos minutos, y del placer que siente al estar tan cerca del cá lido y generoso cuerpo de Sophie, Mí ster Blank se muestra reacio a cumplir esa exigencia y se niega a tomarse la medicació n. Mientras las pastillas que ha ingerido por la mañ ana eran de color verde, morado y blanco, las tres que ahora está n en la bandeja superior del carrito de acero inoxidable tienen una pá tina rosa, roja y anaranjada. Sophie explica que son pastillas diferentes, destinadas a producir efectos distintos de las que ha tomado antes, y que el tratamiento no dará resultado si no las toma junto con las otras. Mí ster Blank comprende la argumentació n, aunque no llega a convencerlo para que cambie de parecer, y cuando Sophie coge la primera pastilla entre el pulgar y el dedo medio para intentar dá rsela, Mí ster Blank sacude porfiadamente la cabeza.

       —Por favor —le implora Sophie—. Sé que tiene hambre, pero se va a tomar estas pastillas sea como sea antes de probar bocado.

       —A tomar por culo la comida —exclama amargamente Mí ster Blank.

       Sophie emite un suspiro de irritació n.

       —Oiga, señ or mí o —le dice—, yo só lo quiero ayudarlo. Soy una de las pocas personas de por aquí que está n de su parte, pero si se niega a colaborar, sé de por lo menos una docena de individuos que estarí an encantados de venir a esta habitació n y hacerle tragar a la fuerza estas pastillas.

       —De acuerdo —dice Mí ster Blank, empezando a ceder un poco—. Pero con una condició n.

       —¿ Una condició n? Pero ¿ qué dice?

       —Yo me tomo las pastillas. Pero antes tiene usted que desnudarse y dejar que la acaricie.

       Sophie encuentra la proposició n tan ridí cula, que le da un ataque de risa, sin comprender que así respondió exactamente la otra Sophie en circunstancias similares cuando se encontraba tantos añ os atrá s en el estanque helado con Mí ster Blank adolescente. Y entonces, para rematar la faena, pronuncia las fatales palabras:

       —No sea bobo.

       —Ay —exclama el anciano, echá ndose bruscamente hacia atrá s, como si le hubieran cruzado la cara—. Ay, se lamenta. Di lo que quieras, mujer. Pero eso, no. Por favor. Eso no. Cualquier cosa menos eso.

       Al cabo de unos segundos, Mí ster Blank tiene los ojos llenos de lá grimas, y antes de darse cuenta de lo que le pasa, las siente correr por las mejillas mientras se ve sacudido por un llanto incontenible.

       —Lo siento —dice Sophie—. No pretendí a herir sus sentimientos.

       —¿ Qué tiene de malo que quiera mirarte? —pregunta é l, con voz ahogada por los sollozos—. Tienes unos pechos preciosos. Só lo deseo verlos y tocarlos. Quiero recorrer tu piel con mis manos, pasarte los dedos por el vello pú bico. ¿ Qué tiene eso de horrible? No voy a hacerte dañ o. Só lo necesito un poco de ternura, nada má s. Despué s de todo lo que me han hecho en este sitio, ¿ acaso es demasiado pedir?

       —Bueno —responde Sophie en tono pensativo, sin duda compadecié ndose en cierta medida de la situació n del anciano—, quizá s podamos llegar a una solució n de compromiso.

       —¿ Como cuá l? —pregunta Mí ster Blank, enjugá ndose las lá grimas con el dorso de la mano.

       —Como… Como que usted se toma las pastillas, y cada vez que se trague una, le dejaré que me toque los pechos.

       —¿ Los pechos al aire?

       —No. Prefiero no quitarme la blusa.

       —Eso no me satisface.

       —De acuerdo. Me quitaré la blusa. Pero me quedaré con el sujetador puesto. ¿ Entendido?

       —No es que sea el paraí so, pero supongo que tendré que conformarme.

       Y de esa manera queda resuelto el asunto. Cuando Sophie se quita la blusa, a Mí ster Blank se le levanta el á nimo al ver que lleva un sosté n fino, de encaje, y no una de esas sosas prendas de uniforme que llevan las enfermeras de cierta edad o las mujeres que ya han tirado la toalla en lo que se refiere al amor fí sico. La mitad superior de los redondos y abundantes pechos de Sophie está al descubierto, e incluso má s abajo, la tela del sosté n es lo bastante tenue para permitir una clara visió n de los pezones que sobresalen del tejido. Desde luego no es que sea el paraí so, dice en su fuero interno Mí ster Blank mientras traga la primera pastilla con un sorbo de agua, pero resulta muy satisfactorio de todos modos. Y enseguida pone manos a la obra —la izquierda sobre el pecho derecho, la derecha sobre el pecho izquierdo—, y mientras se deleita con el volumen y la suavidad de las glá ndulas mamarias de Sophie, un tanto flá ccidas pero majestuosas, se llena aú n má s de gozo al observar que ella sonrí e. No de placer, sin duda, sino porque le hace gracia la situació n, demostrando con ello que no le guarda rencor y que se está tomando la aventura con buen humor.

       —Es usted un viejo verde, Mí ster Blank —observa ella.

       —Lo sé —contesta é l—. Pero tambié n fui un joven verde.

       Repiten otras dos veces la misma operació n —la ingestió n de una pastilla seguida por otro delicioso encuentro con los pechos—, despué s de lo cual Sophie se vuelve a poner la blusa, y llega el momento del almuerzo.

       Por desgracia, el acariciar repetidamente a una mujer deseable ha ocasionado una previsible alteració n en el propio cuerpo del acariciador. El viejo amigo de Mí ster Blank se ha puesto a fastidiar otra vez, y como nuestro hé roe ya no lleva calzoncillos ni pantalones blancos de algodó n y está completamente desnudo bajo el pijama, no hay obstá culo que impida a Don Importante dar un salto a travé s de la bragueta y asomar la cabeza a la luz del dí a. Lo que sucede en el preciso momento en que Sophie se inclina hacia delante y levanta las tapaderas metá licas de los platos, de manera que cuando se agacha para colocarlas en el estante inferior del carrito, sus ojos se encuentran a só lo unos centí metros del culpable malhechor.

       —Pero bueno —dice Sophie, dirigié ndose al pene erecto de Mí ster Blank—. De manera que tu dueñ o y señ or me da unos cuantos apretones en las tetas, y tú ya está s dispuesto para entrar en acció n. Olví date, chico. Se acabó la diversió n.

       —Lo siento —se disculpa Mí ster Blank, avergonzá ndose por primera vez de su conducta—. Es como si hubiera surgido por voluntad propia. No me lo esperaba.

       —No es preciso que se disculpe —contesta Sophie—. Só lo vuelva a meterse esa cosa en los pantalones para que podamos dedicarnos a lo nuestro.

       Lo nuestro es ahora el almuerzo de Mí ster Blank, que consiste en un pequeñ o tazó n de sopa de verduras, ya tibia, un sá ndwich de dos pisos, ensalada de tomate y una taza de gelatina con sabor a frutas. No vamos a dar un relato exhaustivo de có mo despacha Mí ster Blank los diversos platos, pero no obstante vale la pena mencionar un incidente. Exactamente igual que cuando se tomó las pastillas por la mañ ana, en cuanto trata de llevarse la comida a la boca las manos le empiezan a temblar de manera incontrolable. Será n pastillas distintas, concebidas para diversos propó sitos y envueltas en diferentes colores, pero en lo referente al temblor su efecto es idé ntico. Mí ster Blank empieza la comida atacando la sopa. Como bien cabe imaginar, el viaje inaugural de la cuchara desde el punto de partida del tazó n hacia la boca resulta penoso, y ni una sola gota llega al destino previsto. Aunque la culpa no es suya, todo el contenido de la cuchara le deja la camisa blanca salpicada como si hubiera llovido.

       —Santo Dios —exclama—. Otra vez.

       Antes de que pueda proseguir con su almuerzo o, má s exactamente, antes de que pueda empezar a comer, se ve obligado a quitarse la camisa, que es la ú ltima prenda de color blanco que le queda, y a sustituirla por la chaqueta del pijama, volviendo a llevar así el mismo atuendo con que lo descubrimos al principio de este informe. Es un momento de tristeza para Mí ster Blank, porque ya no queda ni rastro de los amables y meticulosos esfuerzos de Anna para vestirlo y dejarlo bien arreglado. Y lo que es peor, ha incumplido su promesa de ir de blanco.

       Tal como Anna ha hecho antes, Sophie se encarga ahora de darle de comer. Si bien no es menos amable ni paciente que Anna, el anciano no la quiere de la misma manera, y por tanto mira a un punto fijo de la pared por encima del hombro izquierdo de Sophie mientras ella se dedica a llevarle a la boca la cuchara y luego el tenedor, imaginá ndose que es Anna quien está sentada a su lado y no Sophie.

       —¿ Conoces bien a Anna? —pregunta.

       —Só lo hace unos dí as que la conozco —contesta Sophie—, pero ya hemos hablado largo y tendido en tres o cuatro ocasiones. Somos muy distintas en muchos aspectos, pero las dos coincidimos en lo que verdaderamente importa.

       —¿ En qué?

       —En usted, para empezar, Mí ster Blank.

       —¿ Por eso es por lo que te ha dicho que la sustituyeras esta tarde?

       —Supongo que sí.

       —He tenido un dí a bastante horroroso hasta el momento, pero volver a encontrarla me ha hecho mucho bien. No sé lo que harí a sin ella.

       —A ella le pasa lo mismo con usted.

       —Anna… Pero ¿ Anna qué má s? Me he pasado horas tratando de recordar su apellido. Me parece que empieza con B, pero no logro pasar de ahí.

       —Blume. Se llama Anna Blume.

       —¡ Pues claro! —grita Mí ster Blank, dá ndose una palmada en la frente con la mano izquierda—. Pero ¿ qué coñ o me pasa? Conozco ese nombre de toda la vida. Anna Blume. Anna Blume. Anna Blume…

       Sophie ya se ha ido. El carrito de acero inoxidable no está, la camisa blanca manchada de sopa ha desaparecido, ya no hay ropa hú meda y sucia tirada en la bañ era, y una vez má s, tras haber meado como es debido y sin incidentes con ayuda de Sophie, Mí ster Blank se encuentra solo, sentado al borde de la estrecha cama, las manos apoyadas en las rodillas, la cabeza gacha, mirando al suelo. Analiza los detalles de la reciente visita de Sophie, reprendié ndose a sí mismo por no haberle formulado preguntas sobre las cosas que má s lo preocupan. Dó nde se encuentra, por ejemplo. Si se le permite pasear por el parque sin vigilancia. Dó nde está el armario, si es que en realidad hay un armario, y por qué no ha sido capaz de encontrarlo. Por no mencionar el eterno enigma de la puerta: si está cerrada por fuera o no. ¿ Por qué ha vacilado en abrirle su corazó n, se pregunta, a ella, que no le guarda rencor alguno y es una persona totalmente comprensiva? ¿ Se trata simplemente de miedo, quiere saber, o tiene algo que ver con el tratamiento, el pernicioso, extenuante tratamiento que poco a poco le ha ido robando la energí a necesaria para defenderse y librar sus propias batallas?

       Sin saber qué pensar, Mí ster Blank se encoge de hombros, se da una palmada con ambas manos en las rodillas y se levanta de la cama. Segundos despué s lo vemos sentado frente al escritorio, con el cuadernito delante, abierto por la primera pá gina, y el bolí grafo en la mano. Busca en la lista el nombre de Anna, lo encuentra en la segunda lí nea, justo debajo de James P. Flood, y escribe con mayú scula las letras B-l-u-m-e, modificando así la lí nea de Anna por Anna Blume. Entonces, como ya ha rellenado todo el espacio de la primera pá gina, pasa la hoja y en la segunda añ ade otras dos anotaciones:

       John Trause

       Sophie

       Al cerrar el cuaderno, Mí ster Blank se queda perplejo al darse cuenta de que ha recordado el nombre de Trause sin esfuerzo alguno. Despué s de tantas fatigas, de tantos fracasos para acordarse de nombres, caras y acontecimientos, lo considera un triunfo de primera magnitud. Se mece en el silló n para celebrar su hazañ a, preguntá ndose si las pastillas de la tarde tienen en cierto modo el efecto de contrarrestar la pé rdida de memoria que ha sufrido por la mañ ana, o si se trata de una afortunada casualidad, una de esas cosas inesperadas que nos ocurren sin razó n aparente. Cualquiera que sea la causa, decide pensar de nuevo en la historia, en previsió n de la visita del mé dico esa misma tarde, ya que Farr le ha dicho que hará todo lo posible para que pueda contarla hasta el final; no mañ ana, cuando Mí ster Blank seguramente ya no recuerde lo que ha narrado hasta ahora, sino hoy mismo. Pero entonces, mientras el anciano continú a mecié ndose hacia atrá s y hacia delante en el silló n, su mirada va a parar al trozo de cinta blanca pegado en el tablero de la mesa. Ha mirado esa etiqueta unas cincuenta o cien veces a lo largo del dí a, y en cada ocasió n ha visto que en la tira blanca se leí a claramente la palabra ESCRITORIO. Ahora, estupefacto, ve que está marcada con la palabra LÁ MPARA. Su primera reacció n es pensar que los ojos le han gastado una mala pasada, de modo que deja de balancearse con objeto de mirarla má s de cerca. Se inclina hacia delante, baja la cabeza hasta casi tocarla con la nariz y examina la palabra con detenimiento. Con gran turbació n, descubre que la etiqueta sigue diciendo LÁ MPARA.

       Con una creciente sensació n de alarma, se levanta del silló n con dificultad y deambula por la habitació n arrastrando los pies, detenié ndose frente a cada trozo de cinta blanca adherido a un objeto para averiguar si se ha modificado alguna otra palabra. Tras una investigació n minuciosa, se queda horrorizado al descubrir que ni una sola etiqueta está en el sitio de antes. La de la pared dice ahora SILLA. En la lá mpara, ahora se lee BAÑ O. En el silló n pone ESCRITORIO. Varias explicaciones posibles surgen de pronto en la mente de Mí ster Blank. Ha sufrido un ataque o una lesió n cerebral de algú n tipo; se le ha olvidado leer; le han hecho alguna faena. Pero si es ví ctima de una jugarreta, se pregunta a sí mismo, ¿ quié n puede ser el autor? Varias personas han estado en su habitació n en las ú ltimas horas: Anna, Flood, Farr y Sophie. Le parece inconcebible que alguna de las dos mujeres le haya hecho algo así. Cierto es, sin embargo, que tení a la cabeza en otra parte cuando entró Flood, y tambié n es verdad que estaba en el bañ o tirando de la cadena del retrete cuando se presentó Farr, pero no cabe imaginar que alguno de ellos pueda haber llevado a cabo esa compleja maniobra de sustitució n en el breve espacio de tiempo en que no se encontraban al alcance de su vista: unos segundos todo lo má s, apenas un abrir y cerrar de ojos. Mí ster Blank es consciente de que no se encuentra en plena forma, de que la cabeza no le funciona como deberí a, pero tambié n sabe que no está peor ahora que cuando se ha despertado por la mañ ana, lo que eliminarí a la teorí a del ataque, y si se le hubiera olvidado leer, ¿ có mo habrí a podido introducir las ú ltimas modificaciones en la lista de nombres? Se sienta al borde de la estrecha cama y se pregunta si no habrá dado alguna cabezada despué s de marcharse Sophie. No recuerda haberse quedado dormido, pero al final es la ú nica explicació n que tiene sentido. Ha entrado una quinta persona en la habitació n, alguien que no es Anna, ni Flood, ni Farr ni Sophie, y ha cambiado las etiquetas, mientras Mí ster Blank, sin darse cuenta, se sumí a brevemente en el olvido.

       «Hay un enemigo rondando por el edificio», dice para sus adentros, tal vez varios o muchos enemigos que está n confabulados y cuya ú nica intenció n consiste en asustarlo, desorientarlo, hacerle creer que está perdiendo la cabeza, como si quisieran convencerlo de que los seres imaginarios que tiene alojados en la mente se han transformado en fantasmas vivientes, en almas sin cuerpo reclutadas para invadir su pequeñ a habitació n y causarle la mayor confusió n posible. Pero Mí ster Blank es gente de orden, y se siente ofendido por las infantiles ganas de alborotar de sus captores. Por su larga experiencia, ha llegado a apreciar la importancia de la precisió n y la claridad en todas las cosas, y durante los añ os en que enviaba a sus agentes a sus respectivas misiones a lo largo y ancho del mundo, siempre poní a todo su empeñ o en redactar los informes sobre sus actividades en un lenguaje que no traicionara la verdad de lo que habí an visto, pensado y sentido en cada etapa del camino. Serí a inadmisible, entonces, que alguien pretendiera llamar escritorio a un silló n o lá mpara a un escritorio. Caer en ese capricho infantil equivaldrí a a sumir al mundo en el caos, hacer la vida intolerable para todos menos para los locos. Mí ster Blank no ha llegado al punto de no poder identificar los objetos que no tienen su nombre escrito en una etiqueta, pero no cabe duda de que está perdiendo facultades, y es consciente de que pronto, quizá s mañ ana mismo, llegará un momento en que su cerebro se deteriorará aú n má s y, para reconocer un objeto cualquiera, no tendrá má s remedio que leer su nombre en una tira pegada encima. De manera que decide reparar el perjuicio causado por su enemigo invisible y volver a poner en su sitio las etiquetas cambiadas.

       La tarea le lleva má s tiempo de lo previsto, porque pronto descubre que los trozos de cinta donde se han escrito las palabras está n dotados de una capacidad adhesiva casi sobrenatural, y si se quiere despegarlos de la superficie no hay que escatimar esfuerzos ni desviar un momento la atenció n. Mí ster Blank empieza a quitar con el pulgar izquierdo la primera tira (la palabra PARED, que ha ido a parar al tablero de roble del pie de la cama), pero en cuanto logra levantar un poco la esquina inferior derecha de la cinta, se le rompe la uñ a. Vuelve a intentarlo con la del dedo medio, que es un poco má s corta y por tanto menos frá gil, y aplicá ndose con diligencia logra arrancar unos pedacitos de la pertinaz esquina derecha hasta despegar una cantidad de cinta suficiente para coger una pequeñ a parte entre el pulgar y el dedo corazó n y, tirando con suavidad a fin de que no se desgarre, arrancar la etiqueta entera del pie de la cama. Momento de satisfacció n, sí, pero que ha requerido sus buenos dos minutos de laborioso trabajo. Considerando que en total hay que quitar doce trozos de cinta adhesiva, y teniendo en cuenta que Mí ster Blank se rompe otras tres uñ as en la operació n (disminuyendo así el nú mero de dedos utilizables a seis), el lector comprenderá por qué tarda má s de media hora en concluir la tarea.

       Esas fatigosas actividades dejan exhausto a Mí ster Blank, que en lugar de detenerse a echar una mirada a la habitació n y admirar su obra (que, por modesta e insignificante que pueda parecer, para é l es poco menos que una empresa simbó lica destinada a restaurar la armoní a de un universo resquebrajado), se dirige arrastrando los pies al cuarto de bañ o para enjugarse el sudor que le chorrea por la cara. Le vuelve a dar uno de sus habituales mareos, y se agarra al lavabo con la mano izquierda mientras se echa agua con la derecha. Cuando cierra el grifo y alarga el brazo para coger la toalla, se siente muy mal de pronto, peor de lo que ha estado en todo el dí a. El problema parece localizarse en un punto del estó mago, pero antes de que pueda pronunciar en su fuero interno la palabra estó mago, el vahí do le sube por la trá quea, acompañ ado de un desagradable cosquilleo en la mandí bula. Instintivamente se aferra al lavabo con ambas manos, y agacha la cabeza prepará ndose para el acceso de ná usea que va apoderá ndose de é l de manera inexplicable. Le hace frente durante unos segundos, rezando para que no se produzca la inminente explosió n, pero es una causa perdida, y un instante despué s empieza a vomitar en el lavabo.



  

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