Хелпикс

Главная

Контакты

Случайная статья





 Viajes por el Scriptorium 4 страница



       Ese fue mi delito. Tó menlo como quieran, pero no dejen que interfiera con la lectura de este informe. La desgracia alcanza a todos los hombres, y cada ser humano hace las paces con el mundo a su manera. Si la violencia que ejercí contra McNaughton aquella noche fue injustificada, la mayor maldad consistió en el placer que experimenté al emplearla. No pretendo disculpar mi comportamiento, pero considerando mi estado de á nimo durante ese periodo, sorprende que el incidente del Auberge des Vents fuera el ú nico en que arremetí contra otra persona. Por lo demá s só lo me perjudiqué a mí mismo, y hasta que aprendí a frenar mis ansias de beber (que en realidad eran deseos de muerte), estuve al borde de la aniquilació n absoluta. Con el transcurso del tiempo, logré recobrar de nuevo el dominio de mí mismo, pero debo confesar que ya no soy el hombre que fui. Si continú o existiendo es principalmente porque mi trabajo en el Ministerio me ha dado una razó n para vivir. Tal es la ironí a de mi situació n. Estoy acusado de ser un enemigo de la Confederació n, que sin embargo no ha tenido en los ú ltimos diecinueve añ os servidor má s leal que yo. Mi expediente da buena prueba de ello, y me siento orgulloso de haber vivido en una é poca que me ha permitido participar en tan vasta empresa humana. Mi trabajo sobre el terreno me ha enseñ ado a apreciar la verdad por encima de todo, y por eso he aireado mis errores y transgresiones, pero eso no significa que vaya a aceptar la culpabilidad de un delito que no he cometido. Creo en lo que representa la Confederació n, y eso lo he defendido apasionadamente de palabra y obra, y hasta con mi sangre. Si la Confederació n se ha vuelto contra mí, eso só lo puede significar que se ha vuelto contra sí misma. No espero seguir viviendo mucho tiempo, pero si estas pá ginas caen en manos de alguien con la suficiente fortaleza de á nimo para leerlas con el mismo espí ritu con que se han escrito, entonces mi muerte quizá s no habrá sido enteramente en vano.

       A lo lejos, fuera de la habitació n, má s allá del edificio donde está situado el cuarto, Mí ster Blank vuelve a oí r el tenue grito de un pá jaro. Distraí do por el sonido, alza la vista de la pá gina que tiene delante, abandonando por el momento las dolorosas confesiones de Sigmund Graf. Siente que una sú bita opresió n le invade el estó mago, y antes de que le dé tiempo a decidir si se trata de dolor o de una simple molestia, su tracto intestinal emite un profundo y sonoro pedo. Ho, ho, exclama en voz alta, gruñ endo de placer. ¡ Hopalong Cassidy cabalga de nuevo! Luego se echa hacia atrá s en el silló n, cierra los ojos y empieza a balancearse, cayendo pronto en uno de esos apá ticos estados cercanos al trance en los que la mente se vací a de todo pensamiento, de toda emoció n, de todo contacto con el yo profundo. De manera que atrapado en ese estupor, Mí ster Blank se encuentra, por así decir, ausente, o al menos momentá neamente aislado de su entorno, lo que significa que no oye que está n llamando a la puerta. Peor aú n, no se entera de que abren la puerta, y por tanto, aunque ha entrado alguien en la habitació n, continú a ignorando si la puerta se halla cerrada por fuera. O pronto seguirá sin saberlo, una vez que salga del trance.

       El visitante le da unos golpecitos en el hombro, pero antes de que Mí ster Blank pueda abrir los ojos y dar media vuelta en el silló n, el recié n llegado ya ha empezado a hablar. Por el timbre y el tono de voz, reconoce al instante que pertenece a un hombre, pero se queda perplejo ante el hecho de que le está hablando con un acento que parece de la zona este de Londres.

       —Lo siento —dice el desconocido—. He llamado una y otra vez, y como no abrí a la puerta, pensé que debí a entrar para ver si pasaba algo.

       Mí ster Blank da ahora media vuelta en el silló n y observa detenidamente al visitante. El recié n llegado parece tener cincuenta y pocos añ os, va muy repeinado y lleva un bigotito castañ o salpicado de gris. Ni bajo ni alto, dice para sí, pero má s bien bajo que alto, y a juzgar por la postura erguida, casi tiesa, que mantiene con su traje de tweedy puede que sea militar, o quizá s un funcionario de rango inferior.

       —¿ Y usted quié n es? —pregunta Mí ster Blank.

       —Flood, señ or. Mi nombre de pila es James. Patrick, de segundo nombre. James P. Flood. ¿ No se acuerda de mí?

       —No mucho, só lo vagamente.

       —El expolicí a.

       —Ah. Flood, el expolicí a. Iba usted a hacerme una visita, ¿ verdad?

       —Sí, señ or. Exactamente, señ or. Por eso he venido. Para hacerle una visita.

       Mí ster Blank recorre la habitació n con la mirada, buscando una silla para invitar a Flood a que se siente, pero por lo visto el ú nico sitio para sentarse que hay en el cuarto es el que é l está ocupando ahora.

       —¿ Ocurre algo? —pregunta Flood.

       —No, no —responde Mí ster Blank—. Só lo estaba buscando una silla, eso es todo.

       —En ú ltimo caso, puedo sentarme ahí —contesta Flood, señ alando la cama—. O si le apetece, podrí amos ir al parque, ahí enfrente. Habrá bancos de sobra.

       Mí ster Blank se señ ala el pie derecho y dice:

       —Me falta una zapatilla. No puedo salir calzado con una sola zapatilla.

       Flood da media vuelta e inmediatamente localiza la otra zapatilla blanca, que está en el suelo, debajo de la ventana.

       —Allí está la otra. Podrí amos volver a poné rsela en menos que canta un gallo.

       —¿ Un gallo? Pero ¿ qué está diciendo?

       —Só lo es una manera de hablar, Mí ster Blank. No se preocupe, no es nada —Flood se calla un momento, vuelve a mirar la zapatilla, y luego añ ade—: Bueno, ¿ qué me dice? ¿ Se la ponemos o no?

       Cansado de la cuestió n, Mí ster Blank emite un hondo suspiro.

       —No —contesta, con un deje de sarcasmo en la voz—, no quiero poné rmela. Estoy harto de las puñ eteras zapatillas. Si acaso, preferirí a quitarme esta otra, tambié n.

       En cuanto se le escapan esas palabras de los labios, Mí ster Blank se anima al comprender que ese acto cae en el á mbito de lo posible, que en ese insignificante caso la decisió n está en sus manos. Por tanto, sin un momento de vacilació n, se agacha y se quita la zapatilla del pie izquierdo.

       —Ah, eso está mejor —observa en voz alta, alzando las piernas y moviendo en el aire los dedos de los pies—. Mucho mejor. Y sigo todo vestido de blanco, ¿ no es así?

       —Desde luego que sí —conviene Flood—. Pero ¿ qué importancia tiene eso?

       —Da igual —contesta Mí ster Blank, desechando con un gesto la pregunta de Flood por improcedente—. Sié ntese en la cama y dí game lo que desea, Flood.

       El antiguo inspector de Scotland Yard se sienta a los pies de la cama, colocá ndose de manera que su rostro queda en lí nea con el del anciano, que está sentado en el silló n de espaldas al escritorio, a unos dos metros de distancia. Flood se aclara la garganta, como buscando las palabras adecuadas para empezar, y luego, en tono bajo y con la voz tré mula de ansiedad, declara:

       —Es sobre el sueñ o.

       —¿ El sueñ o? —pregunta Mí ster Blank, confuso por el preá mbulo de Flood—. ¿ Qué sueñ o?

       —Mi sueñ o, Mí ster Blank. El que mencionaba usted en su informe sobre Fanshawe.

       —¿ Quié n es Fanshawe?

       —¿ No se acuerda?

       No, declara con irritació n Mí ster Blank, alzando la voz. No, no recuerdo a Fanshawe. Casi no me acuerdo de nada. Me está n hinchando a pastillas, y se me ha ido casi todo de la cabeza. La mayor parte del tiempo, ni siquiera sé quié n soy. Y si no me acuerdo de mí, ¿ có mo quiere que me acuerde de ese…, de ese tal…?

       —Fanshawe.

       —Fanshawe… ¿ Y quié n es é se, si tiene la amabilidad de decí rmelo?

       —Uno de sus agentes, señ or.

       —¿ Quiere decir que es alguien a quien envié a una misió n?

       —A una misió n sumamente peligrosa.

       —¿ Sobrevivió?

       —Nadie lo sabe. Pero la opinió n predominante es que ya no está entre nosotros.

       Gimiendo suavemente para sus adentros, Mí ster Blank se lleva las manos a la cara y dice en voz baja:

       —Otro de los condenados.

       —Disculpe —le interrumpe Flood—, no he oí do lo que acaba de decir.

       —Nada —responde Mí ster Blank en voz má s alta—. No he dicho nada.

       En ese punto, la conversació n se interrumpe durante unos momentos. Hay un intervalo de silencio, y envuelto en é l imagina Mí ster Blank que oye el rumor del viento en un bosquecillo pró ximo, muy cercano, pero aunque sopla fuerte no sabrí a decir si es real o no. Durante todo ese tiempo, los ojos de Flood permanecen fijos en el rostro del anciano. Cuando el silencio se vuelve insoportable, hace finalmente un tí mido intento por reanudar el diá logo.

       —¿ Y bien? —dice.

       —¿ Y bien, qué? —contesta Mí ster Blank.

       —El sueñ o. ¿ Podemos hablar ahora del sueñ o?

       —¿ Có mo voy a hablar del sueñ o de otra persona si no sé de qué va?

       —Ese es el problema precisamente, Mí ster Blank. Yo mismo no me acuerdo.

       —Entonces no puedo servirle de nada, ¿ verdad? Si ninguno de los dos sabe lo que pasó en su sueñ o, no hay nada de que hablar.

       —La cosa es má s complicada, Mí ster Blank.

       —Al contrario, Flood. Es muy sencilla.

       —Lo dice só lo porque no recuerda haber escrito el informe. Si se concentra, si hace un verdadero esfuerzo de memoria, quiero decir, puede que se vuelva a acordar.

       —Lo dudo.

       —Escuche. En el informe que escribió, menciona usted que Fanshawe era autor de varios libros sin publicar. Uno de ellos se titulaba El paí s del ensueñ o. Lamentablemente, salvo por concluir que ciertos acontecimientos del libro se basaban en hechos similares de la vida de Fanshawe, usted no explica nada del tema, no dice nada de la trama, nada en absoluto sobre el texto. Só lo un breve aparte —escrito entre paré ntesis, debo añ adir—, que dice lo siguiente. Cito de memoria: (Casa de Montag en el capí tulo siete; sueñ o de Flood en el capí tulo treinta). El caso es, Mí ster Blank, que como usted conoce El paí s del ensueñ o, y como es una de las pocas personas que lo han leí do en el mundo, le estarí a muy agradecido si hiciera un esfuerzo por recordar el contenido de ese sueñ o, se lo agradecerí a desde lo má s profundo de mi desdichado corazó n.

       —Por la forma en que habla de ese libro, El paí s del ensueñ o debe ser una novela.

       —Sí, señ or. Un obra de ficció n.

       —¿ Y Fanshawe lo utilizó a usted como personaje?

       —Por lo visto. Eso no es nada raro. Por lo que me han dicho, los escritores lo hacen continuamente.

       —Puede que sí, pero no veo por qué está tan preocupado por eso. El sueñ o no ocurrió en realidad. Só lo son palabras en un papel: pura invenció n. Olví delo, Flood. No tiene importancia.

       —Para mí la tiene, Mí ster Blank. Mi vida entera depende de ello. Sin ese sueñ o no soy nada, prá cticamente nada.

       La pasió n con la que el policí a, habitualmente tan reservado, expone esa ú ltima observació n —movido por una auté ntica y desgarradora desesperació n— le hace mucha gracia a Mí ster Blank, y por primera vez desde las primeras lí neas del presente informe, suelta una estrepitosa carcajada. Como cabe esperar, Flood se ofende, porque a nadie le gusta ver sus sentimientos bruscamente atropellados, y menos aú n a alguien tan vulnerable como es Flood en este momento.

       —Eso me ha sentado mal, Mí ster Blank —declara el expolicí a. No tiene ningú n derecho a reí rse de mí.

       —Seguro que no —contesta el anciano una vez que ha cedido el espasmo en su pecho—, pero no he podido evitarlo. Se toma usted demasiado en serio, hombre. De manera que hace el ridí culo.

       —Puede que sea ridí culo —replica Flood, con furia creciente en la voz—, pero usted, Mí ster Blank…, usted es cruel…, cruel e insensible al dolor de los demá s. Juega usted con vidas ajenas y no asume la responsabilidad de sus actos. No voy a quedarme aquí sentado para aburrirlo con mis problemas, pero le considero a usted culpable de lo que me ha pasado. Creo sinceramente que usted es quien tiene la culpa, y por eso lo desprecio.

       —¿ Problemas? —pregunta Mí ster Blank, suavizando de pronto su tono de voz, haciendo lo posible por mostrar cierta comprensió n—. ¿ Qué clase de problemas?

       —Los dolores de cabeza, en primer lugar. Que me viera obligado a aceptar la jubilació n anticipada, en segundo lugar. La bancarrota, en tercer lugar. Y ademá s está la cuestió n de mi mujer, o mejor dicho, de mi exmujer, por no hablar de mis hijos, que no quieren saber nada de mí. Mi vida está arruinada, Mí ster Blank. Voy por el mundo como un fantasma, y a veces me pregunto si siquiera existo. Si he existido alguna vez.

       —¿ Y piensa que enterá ndose de ese sueñ o va a resolver todo eso? Lo dudo mucho, sabe usted.

       —El sueñ o constituye mi ú nica posibilidad. Es como una parte perdida de mí mismo, y si no la encuentro, nunca volveré a ser el de antes.

       —Ese Fanshawe no me viene a la memoria. No recuerdo haber leí do su novela. Tampoco me acuerdo de haber escrito el informe. Ojalá pudiera ayudarlo, Flood, pero el tratamiento que me está n aplicando me ha dejado el cerebro hecho puré.

       —Trate de recordar. Es lo ú nico que le pido. Inté ntelo.

       Cuando Mí ster Blank mira de frente al destrozado expolicí a, ve que un torrente de lá grimas le corre por las mejillas. Pobre hombre, dice para sus adentros. Por unos momentos piensa en la conveniencia de pedir a Flood que lo ayude a encontrar el armario, pues ahora recuerda que ha sido é l quien se lo ha mencionado por telé fono aquella misma mañ ana, pero al final, tras sopesar las ventajas y los inconvenientes de formular una petició n así, resuelve no hacerlo. En cambio dice:

       —Le ruego me disculpe, Flood. Lamento haberme reí do de usted.

       Flood se ha ido ya, y una vez má s Mí ster Blank vuelve a estar solo en la habitació n. En los momentos posteriores a ese perturbador encuentro, el anciano se siente incó modo y malhumorado, dolido por las injustas y desagradables acusaciones que le han formulado. Sin embargo, como no quiere desaprovechar ninguna oportunidad de saber má s de sus actuales circunstancias, da un giro en la butaca hasta encontrarse frente al escritorio, y entonces coge el cuaderno y el bolí grafo.

       A estas alturas tiene el suficiente conocimiento de la situació n para comprender que si no lo pone inmediatamente por escrito, el nombre se le irá pronto de la cabeza, y no quiere correr el riesgo de olvidarlo. Abre por tanto el cuaderno por la primera pá gina, coge el bolí grafo, y añ ade otro nombre a su lista:

       James P. Flood

       Anna

       David Zimmer

       Peter Stillman, hijo

       Peter Stillman, padre

       Fanshawe

       Al escribir Fanshawe, cae en la cuenta de que durante la visita de Flood se ha mencionado otro nombre, el de alguien que guardaba relació n con el sueñ o del expolicí a en el capí tulo treinta del libro, pero por mucho que se esfuerza en recordarlo, es incapaz de dar con la respuesta. Tiene algo que ver con el capí tulo siete, dice para sí, era algo sobre una casa, pero por lo demá s la mente de Mí ster Blank permanece en blanco. Irritado por su pé rdida de facultades, decide tomar nota a pesar de todo, con la esperanza de recordarlo en un momento futuro. La lista se compone ahora de los siguientes elementos:

       James P. Flood Anna

       David Zimmer

       Peter Stillman, hijo

       Peter Stillman, padre

       Fanshawe

       Hombre con casa

       Cuando Mí ster Blank deja el bolí grafo, oye el eco de una palabra en su cabeza, y durante unos momentos, mientras el vocablo sigue resonando en su interior, siente que está a las puertas de un descubrimiento importantí simo, de una revelació n que le servirá de ayuda para aclarar lo que el futuro le tiene reservado. La palabra es parque. Recuerda ahora que poco despué s de presentarse en la habitació n, Flood ha sugerido que mantuvieran su conversació n en el parque de enfrente. Con independencia de otras consideraciones, eso parece contradecir su anterior suposició n de que está prisionero, confinado en el espacio que delimitan esas cuatro paredes, sin posibilidad de salir alguna vez al mundo. Se siente un tanto animado por la idea, pero tambié n es consciente de que, aun en el caso de que se le permita ir al parque, eso no demuestra necesariamente que sea libre. Las visitas al parque quizá s sean posibles ú nicamente bajo estricta vigilancia, y una vez que Mí ster Blank haya saboreado una grata dosis de sol y aire fresco, lo conducirá n rá pidamente de vuelta a la habitació n, donde volverá a estar encerrado contra su voluntad. Piensa que es una lá stima no haber tenido la necesaria presencia de á nimo para preguntar a Flood sobre el parque; con objeto de determinar si se trata de un parque pú blico, por ejemplo, o simplemente de una zona arbolada o con cé sped que pertenece al edificio, institució n o asilo donde está viviendo ahora. Y lo que es má s importante, se da cuenta por la que debe de ser la ené sima vez en ese dí a de que todo depende de las caracterí sticas de la puerta, de si está cerrada por fuera o no. Cierra los ojos y se esfuerza por recordar los sonidos que han llegado a sus oí dos cuando Flood ha salido de la habitació n. ¿ Era el ruido de un cerrojo, el de una llave que gira en el cilindro de una cerradura, o el simple chasquido de un pestillo? Mí ster Blank no recuerda bien. Cuando la conversació n con Flood llegaba a su fin, é l se encontraba en tal estado de agitació n a causa de aquel desagradable hombrecillo y de sus quejumbrosas recriminaciones, que el desconcierto no le permití a prestar atenció n a cuestiones tan nimias como cerraduras, cerrojos o puertas.

       Mí ster Blank se pregunta si no ha llegado por fin el momento de investigar personalmente el asunto. Por mucho miedo que llegue a tener, ¿ no serí a mejor enterarse de la verdad de una vez para siempre en lugar de vivir en un estado de perpetua incertidumbre? Puede que sí, dice para sus adentros. Pero tambié n puede que no. Antes de que decida si tiene valor para desplazarse finalmente hasta la puerta, se presenta de improviso otro problema, má s urgente; lo que con mayor precisió n podrí a calificarse de necesidad imperiosa. Mí ster Blank vuelve a sentir una creciente opresió n en su organismo. A diferencia del episodio anterior, que se localizaba en la zona general del estó mago, é ste aparece en un punto situado varios centí metros má s abajo, en la regió n má s meridional de su vientre. Por su larga experiencia en tales asuntos, el anciano comprende que tiene que mear. Considera la posibilidad de desplazarse en el silló n hasta el cuarto de bañ o, pero sabiendo que no cabe por la puerta, y consciente ademá s de que no podrá realizar esa operació n sentado, de que inevitablemente llegará el momento en que tenga que levantarse (aunque só lo sea para volver a sentarse en la taza del retrete en caso de que lo asalte otro sú bito desfallecimiento), decide recorrer el trayecto a pie. Con lo cual se levanta de la silla, contento de observar que no pierde el equilibrio al incorporarse, que no hay señ ales del vé rtigo que antes lo asediaba. Lo que ha olvidado, sin embargo, es que ya no calza las zapatillas blancas de deporte, por no hablar de las anteriores chancletas negras, y que ya no lleva nada en los pies salvo los calcetines blancos de nailon. Debido a que los calcetines está n hechos de un tejido muy fino, y a que la superficie del entarimado es bastante escurridiza, al dar el primer paso descubre que puede avanzar sin esfuerzo alguno; no como cuando iba arrastrando las chancletas con aquel á spero sonido, sino como si estuviera patinando sobre hielo.

       Otro nuevo placer se le ha revelado, y al cabo de dos o tres deslizamientos experimentales entre la mesa y la cama, concluye que no es menos divertido que mecerse y dar vueltas en el silló n; incluso má s aú n. La presió n le aumenta en la vejiga, pero Mí ster Blank retrasa su expedició n al cuarto de bañ o para prolongar durante unos instantes sus evoluciones por el hielo imaginario, y mientras patina por el cuarto, levantando primero un pie del suelo, luego el otro, o desplazá ndose, si no, con ambos pies a la vez sobre el parqué, vuelve de nuevo al pasado remoto, a una é poca no tan lejana como la de Whitey, el caballito de madera, ni como la de aquellas mañ anas en que su madre lo sentaba sobre sus piernas para vestirlo, pero nada pró xima de todos modos; Mí ster Blank justo antes de la adolescencia, a los diez añ os má s o menos, quizá s once, pero sin llegar de ningú n modo a los doce. Es un frí o sá bado por la tarde de enero o febrero. Se ha helado el estanque de la pequeñ a ciudad donde ha crecido, y ahí tenemos al joven Mí ster Blank, a quien entonces llamaban Master Blank, patinando de la mano con su primer amor, una chica pelirroja de ojos verdes, con una larga melena alborotada por el viento, las mejillas encarnadas de frí o, su nombre ya olvidado, aunque empezaba con la letra S, dice Mí ster Blank para sí, de eso está seguro, Susie, cree, o Samantha, Sally o Serena, pero no, no se llamaba así, y en realidad no importa, porque habida cuenta de que era la primera vez que cogí a a una chica de la mano, lo que recuerda má s vividamente ahora es la sensació n de haber entrado en un mundo nuevo, en un universo donde el hecho de tener cogida de la mano a una chica constituí a un regalo má s deseable que cualquier otro, y tal era su fervor por aquella joven criatura cuyo nombre empezaba por la letra S que cuando dejaron de patinar y se sentaron en un tronco de á rbol a la orilla del estanque, Master Blank fue lo bastante atrevido para inclinarse hacia ella y darle un beso en los labios. Por motivos que lo dejaron tan perplejo como dolido en aquellos momentos, la señ orita S. soltó una carcajada, apartó la cara y lo reprendió con una frase que no se le ha olvidado nunca, ni siquiera ahora, en sus lamentables circunstancias, cuando la cabeza no le marcha muy bien y tantas otras cosas se le han borrado de la memoria: No seas bobo. Y es que el objeto de sus afectos, con apenas diez u once añ os, no entendí a nada de esas cosas, aú n no habí a crecido lo suficiente para apreciar las insinuaciones amorosas de alguien del sexo opuesto. De manera que, en vez de corresponder al beso de Master Blank, se echó a reí r.

       Tardó dí as en encajar el desaire, con tanto dolor en el alma que una mañ ana, al observar su abatido aspecto, su madre le preguntó qué le pasaba. Mí ster Blank aú n era muy joven para tener reparos en confiarse a su madre, de modo que se lo contó todo. A lo que ella respondió: No te preocupes por esa renacuaja, hay otras muchas entre las que elegir. Era la primera vez que oí a una expresió n así, y le pareció curioso que comparasen a las chicas con renacuajos, cosa a la que, a su juicio, no se parecí an en modo alguno, al menos por lo que é l sabí a. A pesar de todo, entendió la metá fora, pero aun comprendiendo lo que su madre querí a decirle, no estaba de acuerdo con ella, porque la pasió n es ciega y siempre lo será, y en lo que se referí a a Mí ster Blank, en el mundo de las renacuajas só lo habí a una que contara, y en caso de que no pudiera quedarse con é sa, las demá s no le interesaban para nada. Con el tiempo cambió de opinió n, claro está, y a medida que pasaban los añ os fue viendo lo acertado de la observació n de su madre. Ahora, mientras continú a deslizá ndose por la habitació n con sus calcetines blancos de nailon, se pregunta cuá ntas renacuajas habrá habido desde entonces. No está seguro, porque la memoria le falla má s que otra cosa, pero sabe que hay docenas, hasta centenares, quizá s: má s renacuajas en su pasado de las que puede recordar, contando e incluyendo a Anna, la chica perdida hace tantí simos añ os, redescubierta aquel mismo dí a en la inacabable orilla del amor.

       Esos pensamientos revolotean por la cabeza de Mí ster Blank en cuestió n de segundos, quizá s doce, tal vez veinte, y durante ese intervalo, mientras el pasado va aflorando en su interior, no deja de patinar por el cuarto, procurando mantener la atenció n para no perder el equilibrio. Por breves que puedan ser esos segundos, sin embargo, llega un momento en que los dí as preté ritos se apoderan del presente, y en vez de recordar e impulsarse de manera simultá nea, olvida que se está moviendo y se centra exclusivamente en sus cavilaciones, con lo que no tarda mucho, menos de un segundo, dos segundos todo lo má s, en perder la estabilidad y caer pesadamente al suelo.

       Por suerte, no aterriza con la cabeza, pero aparte de eso la caí da puede considerarse como una buena costalada. Sale despedido hacia atrá s mientras agita en el aire los pies descalzos, desesperado por encontrar un agarre en el resbaladizo entarimado, echando luego las manos hacia atrá s con la vana esperanza de amortiguar el impacto, pero de todas maneras se da un tremendo porrazo en la rabadilla, lo que le enví a una oleada de volcá nico fuego por las piernas y el torso, y como ha absorbido parte del golpe con las manos, siente que tambié n le arden las muñ ecas y los codos. Mí ster Blank se retuerce en el suelo, demasiado aturdido incluso para sentir lá stima de sí mismo, y mientras lucha por asimilar el dolor que lo atenaza, olvida contraer los mú sculos de alrededor del pene, cosa que ha estado haciendo durante los ú ltimos minutos mientras patinaba por la superficie de su pasado. Porque tiene la vejiga hasta los topes, y a menos que haga un verdadero esfuerzo para que no reviente, por así decir, no tardará mucho en originar un incidente molesto y vergonzoso. Pero el caso es que no aguanta má s. El dolor se ha apoderado de su mente y no puede pensar en nada, de manera que en cuanto empieza a relajar los mencionados mú sculos, siente que la uretra cede ante lo inevitable y un momento despué s se mea en los pantalones. Igual que un niñ o pequeñ o, dice para sí mientras la cá lida orina fluye libremente de la vejiga y le chorrea por la pierna. Y añ ade: Una criaturita lloriqueando y vomitando en los brazos de la niñ era. Luego, una vez que ha cesado el diluvio, grita a pleno pulmó n: ¡ Idiota! ¡ Viejo chocho! ¡ Pero qué coñ o te pasa!



  

© helpiks.su При использовании или копировании материалов прямая ссылка на сайт обязательна.