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Notas a pie de página 23 страница



 

Tres horas despué s de mi marcha al aeropuerto, Alma y Frieda fueron a la funeraria de Albuquerque a recoger la urna. Má s tarde, en un rincó n del jardí n abrigado del viento, esparcieron las cenizas de Hector entre rosales y macizos de tulipanes. Era el mismo sitio donde a Taddy le picó la abeja, y Frieda no dejó de temblar durante toda la ceremonia, mantenié ndose firme durante unos minutos para luego sumirse en prolongados accesos de llanto silencioso. Cuando hablamos aquella noche, me dijo que nunca habí a visto tan vulnerable a Frieda, tan peligrosamente cerca de venirse abajo. Sin embargo, a la mañ ana siguiente, temprano, fue a la casa grande y descubrió que Frieda ya se habí a levantado; sentada en el suelo del estudio de Hector, rebuscaba entre montañ as de papeles, fotografí as y dibujos desplegados en cí rculo a su alrededor. Ahora vení an los guiones, le dijo a Alma, y despué s iba a realizar una bú squeda sistemá tica de todos y cada uno de los documentos relacionados con la producció n de las pelí culas: dibujos y fotografí as de secuencias, bocetos de vestuario, planos de decorados, diagramas de iluminació n, notas para los actores. Todo tiene que quemarse, declaró, no podí a salvarse ni un solo papel.

 

Ya entonces, só lo un dí a despué s de mi marcha del rancho, los lí mites de la destrucció n habí an cambiado, extendié ndose para dar cabida a una interpretació n má s amplia de la ú ltima voluntad de Hector. Ya no eran só lo las pelí culas, sino hasta la má s mí nima prueba que pudiera demostrar la existencia de aquellas pelí culas.

 

Hubo hogueras los dos dí as siguientes, pero Alma no participó, dejando que la ayudaran Juan y Conchita mientras ella se dedicaba a sus cosas. Al tercer dí a, sacaron a rastras los decorados de los almacenes del estudio de sonido y los quemaron. Prendieron fuego a la utilerí a, las prendas de los vestuarios, los diarios de Hector. Quemaron hasta el cuaderno que leí en casa de Alma, pero seguimos siendo incapaces de adivinar hasta dó nde podí an llegar las cosas. Aquel cuaderno se escribió a principios de los añ os treinta, mucho antes de que Hector volviera a hacer cine. Su ú nico valor residí a en ser una fuente de informació n para la biografí a de Alma. Si se destruí a aquella fuente, aunque llegara a publicarse el libro, la historia que contaba ya no tendrí a credibilidad. Tuvimos que comprenderlo, pero cuando hablamos por telé fono aquella noche, Alma só lo lo mencionó de pasada. La gran noticia de la jornada se referí a a las pelí culas mudas de Hector. Ya circulaban copias de aquellos films, desde luego, pero a Frieda le preocupaba que si las descubrí an en el rancho, alguien podrí a establecer la relació n entre Hector Spelling y Hector Mann, de manera que decidió quemarlos tambié n. Era una tarea horripilante, dijo Alma citando a Frieda, pero tení a que hacerse a conciencia. Si una parte del trabajo quedaba incompleta, el resto no tendrí a sentido.

 

Quedamos en hablarnos de nuevo al dí a siguiente a las nueve (las siete para ella). Alma iba a pasar en Sorocco gran parte de la tarde —comprando en el supermercado, haciendo gestiones de cará cter personal—, pero aunque se tardaba hora y media en volver a Tierra del Sueñ o, calculamos que estarí a de vuelta en su casa sobre las seis. Al no recibir su llamada, mi imaginació n empezó inmediatamente a rellenar los espacios en blanco, y cuando me tumbé en el sofá a la una de la mañ ana, estaba convencido de que Alma no habí a llegado a su casa, de que le habí a pasado algo monstruoso.

 

Resultó que tení a razó n y a la vez estaba equivocado.

 

Equivocado porque sí habí a vuelto a casa, y acertado en todo lo demá s; aunque no de la manera en que me lo habí a imaginado. Alma paró el coche delante de su casa unos minutos despué s de las seis. Nunca cerraba la puerta con llave, de modo que no se preocupó demasiado al ver la casa abierta, pero salí a humo de la chimenea y eso le pareció extrañ o, absolutamente incomprensible. Era un dí a caluroso de mediados de julio, y aunque Juan y Conchita hubieran ido a llevar ropa limpia o sacar la basura, ¿ por qué demonios habrí an encendido la chimenea? Alma dejó las bolsas de la compra en la parte de atrá s del coche y entró directamente en la casa. En el cuarto de estar, en cuclillas frente a la chimenea, Frieda arrugaba hojas de papel y las echaba al fuego. Gesto a gesto era una reconstrucció n de la escena final de Martin Frost.: Norbert Steinhaus quemando el manuscrito de su relato en un intento desesperado de volver a la vida a la madre de Alma. Por la habitació n flotaban trozos de papel quemado, revoloteando en torno a Frieda como negras mariposas heridas. El borde de las alas relucí a un instante con un destello anaranjado, convirtié ndose luego en un gris blanquecino. La viuda de Hector estaba tan absorta en su labor, tan concentrada en terminar la tarea que habí a empezado, que no levantó la cabeza cuando Alma entró por la puerta. Tení a las hojas sin quemar esparcidas sobre las rodillas, un pequeñ o montó n de holandesas, unas veinte o treinta, quizá cuarenta. Si era todo lo que quedaba, entonces las otras seiscientas pá ginas ya habí an desaparecido.

 

Segú n sus propias palabras, Alma se puso frené tica, y empezó a lanzar una rabiosa invectiva, chillando y dando gritos demenciales. Entró como una furia en el cuarto de estar, y cuando Frieda se puso en pie para defenderse, Alma la apartó de un empujó n. Eso es todo lo que recordaba, dijo. Un violento empujó n, y ya estaba má s allá de Frieda, corriendo hacia el estudio y el ordenador al fondo de la casa. El manuscrito quemado só lo era una impresió n. El libro estaba en el ordenador, y si Frieda no habí a manipulado el disco duro ni encontrado los discos de salvaguardia, entonces no se habrí a perdido nada.

 

Un instante de esperanza, una breve oleada de optimismo al cruzar el umbral de la habitació n, y luego nada.

 

Alma entró en el estudio, y lo primero que vio fue un espacio vací o donde habí a estado el ordenador. El escritorio estaba limpio: ni pantalla, ni teclado, ni impresora, ni caja azul de plá stico con los veintiú n disquetes etiquetados y los cincuenta y tres ficheros de documentació n. Frieda se lo habí a llevado todo. Sin duda habí a contado con la ayuda de Juan, y si Alma comprendí a bien la situació n, ya era demasiado tarde para remediarlo. El ordenador debí a de estar aplastado; los discos, cortados en trocitos. Y aunque eso no hubiera pasado todaví a, ¿ por dó nde empezar a buscarlos? El rancho tení a una extensió n de má s de ciento sesenta hectá reas. Lo ú nico que habí a que hacer era elegir un sitio cualquiera, cavar un agujero, y el libro desaparecerí a para siempre.

 

No sabí a cuá nto tiempo permaneció en el estudio. Varios minutos, pensaba, pero podí a haber sido má s, quizá hasta un cuarto de hora. Recordaba haberse sentado frente al escritorio con el rostro entre las manos. Tení a ganas de llorar, confesó, dejarse llevar por un prolongado ataque de gritos y sollozos, pero seguí a estando demasiado perpleja para llorar, de manera que no hizo otra cosa que quedarse allí sentada, oyendo có mo se le escapaba la respiració n entre las manos. En un momento dado, empezó a notar lo silenciosa que se habí a quedado la casa. Supuso que eso significaba que Frieda se habí a marchado, que simplemente habí a salido y vuelto a la otra casa. Tanto mejor, pensó Alma, Por má s que discutieran, por má s explicaciones que recibiera no se iba a arreglar lo que le habí a hecho, y el caso era que no querí a volver a hablar con Frieda nunca má s. ¿ Era cierto eso? Sí, decidió, era verdad.

 

En ese caso, habí a llegado el momento de marcharse de allí. Podí a hacer la maleta, subir al coche y parar en cualquier motel cerca del aeropuerto. A primera hora de la mañ ana, estarí a en el avió n de Boston.

 

Fue entonces cuando Alma se levantó del escritorio y salió del estudio. Todaví a no eran las siete, pero me conocí a lo bastante para saber que estarí a en casa, andando alrededor del telé fono, en la cocina, y sirvié ndome un tequila mientras esperaba su llamada. No esperarí a hasta la hora convenida. Acababan de robarle añ os de su vida, el mundo le estallaba en la cabeza, y tení a que hablar conmigo ya, le hací a falta hablar con alguien antes de que irrumpieran las lá grimas y ya fuera incapaz de articular palabra. El telé fono estaba en el dormitorio, la habitació n contigua al estudio. Lo ú nico que tení a que hacer era torcer a la derecha al salir por la puerta, y diez segundos despué s, sentada en la cama, estarí a marcando mi nú mero.

 

Cuando cruzó el umbral del estudio, sin embargo, titubeó un momento y torció a la izquierda. Habí an saltado chispas por todo el cuarto de estar, y antes de entablar una larga conversació n conmigo, debí a asegurarse de que el fuego estaba apagado. Era una decisió n ló gica, lo má s conveniente dadas las circunstancias. De manera que dio un rodeo hacia el otro lado de la casa, y un momento despué s la historia de aquella noche se convirtió en una historia diferente, la noche se transformó en una noche diferente. É se es el horror para mí: no só lo haber sido incapaz de impedir lo que pasó, sino saber que si Alma me hubiera llamado primero, eso no habrí a ocurrido. Frieda habrí a seguido muerta en el suelo del cuarto de estar, pero ninguna de las reacciones de Alma habrí a sido la misma, ninguna de las cosas que ocurrieron despué s del descubrimiento del cadá ver habrí a sucedido de aquella manera.

 

Tras hablar conmigo se habrí a sentido con má s fuerzas, un poco menos desesperada, algo má s preparada para encajar el golpe. Si me hubiera contado lo del empujó n, por ejemplo, describié ndome có mo habí a apartado a Frieda de su camino dá ndole con la palma de la mano en el pecho antes de precipitarse hacia el estudio, yo habrí a podido advertirle de las posibles consecuencias. Hay gente que pierde el equilibrio, le habrí a dicho, tropieza, cae hacia atrá s y se da un golpe en la cabeza contra algú n objeto duro. Ve al cuarto de estar y mira a ver si Frieda sigue allí.

 

Y Alma habrí a ido al cuarto de estar sin colgar el telé fono.

 

Habrí a podido hablar conmigo inmediatamente despué s de descubrir el cadá ver, y entonces yo la habrí a calmado, dá ndole ocasió n de verlo todo con má s claridad, de pensarlo dos veces y no seguir adelante con la horrible cosa que se proponí a hacer. Pero Alma titubeó en el umbral, torció a la izquierda en vez de a la derecha, y cuando encontró el cuerpo de Frieda hecho un guiñ apo en el suelo, se olvidó de llamarme. No, no creo que se olvidara, no quiero sugerir que se olvidó; pero la idea ya cobraba forma en su cabeza, y no se decidí a a coger el telé fono. En cambio, se dirigió a la cocina, se sentó frente a una botella de tequila y un bolí grafo, y pasó el resto de la noche escribié ndome una carta.

 

Yo estaba dormido en el sofá cuando el fax empezó a llegar. En Vermont eran las seis de la mañ ana, pero en Nuevo Mé xico aú n era de noche, y el aparato me despertó despué s de sonar tres o cuatro veces. Llevaba durmiendo menos de una hora, sumido en un coma de puro agotamiento, y no me enteré de cuá ndo empezó a sonar, aunque los timbrazos alteraron el sueñ o que estaba teniendo en aquel momento: una pesadilla sobre despertadores y plazos lí mite y tener que levantarme para dar una conferencia titulada «Las metá foras del amor». No suelo recordar mis sueñ os, pero sí me acuerdo de aqué l, igual que recuerdo todo lo que me ocurrió desde el momento en que abrí los ojos. Me incorporé dá ndome cuenta ya de que el ruido no provení a del despertador de mi cuarto. El telé fono estaba sonando en la cocina, pero cuando me puse en pie y crucé tambaleante el cuarto de estar, dejó de sonar. Oí un ruidito metá lico en el aparato, que indicaba el inicio de la transmisió n de un fax, y cuando finalmente llegué a la cocina, la primera parte de la carta se iba enrollando al salir por la ranura. En 1988 aú n no habí a aparatos de fax con papel corriente. Se utilizaban rollos de papel —muy fino, tratado con un revestimiento electró nico especial— y cuando se recibí a un mensaje parecí a algo remitido desde un pasado remoto: media Torah, o una misiva enviada de algú n campo de batalla etrusco. Alma habí a tardado má s de ocho horas en redactar la carta, detenié ndose y volviendo a empezar de manera intermitente, cogiendo el bolí grafo y dejá ndolo de nuevo, cada vez má s borracha a medida que avanzaba la noche, y la acumulació n final superaba las veinte pá ginas. Las leí de pie, tirando del rollo segú n iba saliendo del aparato. La primera parte contaba las cosas que acabo de resumir: la quema del libro de Alma, la desaparició n del ordenador, el descubrimiento del cadá ver de Frieda en el cuarto de estar. La ú ltima parte concluí a con los siguientes pá rrafos:

 

No puedo evitarlo. No tengo fuerzas suficientes para llevar una carga como é sta. Una y otra vez intento abarcarla con los brazos, pero es demasiado grande para mí, David, pesa demasiado, y ni siquiera puedo levantarla del suelo.

 

Por eso es por lo que no voy a llamarte esta noche. Me dirí as que se trata de un accidente, que no ha sido culpa mí a, y yo empezarí a a creerte. Querrí a creerte, pero lo cierto es que la empujé fuerte, mucho má s fuerte de lo que se puede empujar a una anciana de ochenta añ os, y la maté. No importa lo que ella me hiciera. La maté, y si ahora dejo que me convenzas de lo contrario, eso só lo servirí a para destruirnos a los dos má s adelante. No hay otro remedio. Para detenerme, tendrí a que renunciar a la verdad, y una vez hecho eso, todo lo bueno que hay en mí empezarí a a morir. He de hacerlo ahora mismo, ya lo ves, mientras aú n tengo valor. Gracias al alcohol. Guinnes te da fuerza, como decí an las carteleras publicitarias de Londres. El tequila te da valor.

 

Sales de algú n sitio, y por lejos que creas que te has ido de ese sitio, al final siempre acabas allí. Pensé que tú podrí as rescatarme, que acabarí a pertenecié ndote, pero yo siempre les he pertenecido a ellos y a nadie má s. Gracias por el sueñ o, David, Alma la fea encontró un hombre, que hizo que se sintiera hermosa. Si has podido hacer eso por mí, imagí nate lo que podrí as hacer por una chica que tuviera una sola cara.

 

Considé rate afortunado. Es bueno que esto se termine antes de que descubras quié n soy realmente. Aquella primera noche me presenté en tu casa con un revó lver, ¿ no es verdad?

 

No olvides nunca lo que eso significa. Só lo una loca harí a algo así, y no se puede confiar en los locos. Fisgonean en la vida de los demá s, escriben libros sobre cosas que no les conciernen, compran pastillas. ¿ De verdad fue por accidente por lo que te las dejaste aquí el otro dí a? Las tuve en el bolso todo el tiempo que pasaste en el rancho. Siempre querí a dá rtelas, y siempre se me olvidaba; incluso en el momento en que te subiste a la furgoneta. No me lo reproches. Resulta que yo las necesito má s que tú. Mis veinticinco amiguitas de color pú rpura. Má ximo efecto, Xanax; noche de sueñ o ininterrumpido, garantizada.

 

Perdó n. Perdó n. Perdó n. Perdó n. Perdó n.

 

Despué s de leerlo la llamé, pero no contestó. Esta vez logré comunicar —oí sonar el aparato al otro extremo de la lí nea—, pero Alma no llegó a coger el telé fono. Lo dejé sonar cuarenta o cincuenta veces, esperando obstinadamente que los timbrazos rompieran su concentració n, la distrajeran y le diera por pensar en otra cosa que no fueran las pastillas. ¿ Habrí a servido de algo que lo dejara sonar otras cinco veces má s? ¿ Y otros diez timbrazos má s la habrí an impedido seguir adelante? Finalmente, decidí colgar, cogí un papel y le envié un fax. Há blame, por favor, escribí. Por favor, Alma, coge el telé fono y habla conmigo.

 

Volví a llamarla un momento despué s, pero esta vez la lí nea se cortó despué s de que el aparato sonara seis o siete veces. No lo entendí al principio, pero luego me di cuenta de que debí a haber arrancado el cable de la pared.

 

 
 9
 

 

 

Aquella misma semana, unos dí as má s tarde, la enterré junto a sus padres en un cementerio cató lico a unos treinta y cinco kiló metros al norte de Tierra del Sueñ o.

 

Alma nunca habí a mencionado a pariente alguno, y como no se presentó ningú n Grund ni ningú n Morrison a reclamar su cadá ver, me hice cargo de los gastos del entierro. Hubo decisiones siniestras que tomar, comparaciones grotescas que hacer entre los pros y los contras del embalsamamiento y la cremació n, la duració n de diversos tipos de madera, el precio de los ataú des. Luego, tras haber optado por la inhumació n, otras cuestiones sobre la ropa, el tono del carmí n, laca de las uñ as, peinado. No sé có mo me las arreglé para hacer todo eso, pero sospecho que lo hice como todo el mundo en esas circunstancias; medio presente y medio ausente, medio cuerdo y medio loco. Lo ú nico que tengo claro es que rechacé la idea de la cremació n. No má s hogueras, dije, no má s cenizas. Ya la habí an abierto para hacerle la autopsia, pero no iba a permitir que la quemaran.

 

La noche del suicidio de Alma, llamé a la oficina del sheriff desde mi casa de Vermont. Enviaron a investigar a un ayudante llamado Victor Guzman, pero aun cuando llegó al rancho antes de las seis de la mañ ana, Juan y Conchita ya habí an desaparecido. Alma y Frieda estaban muertas, el fax que me habí a remitido seguí a en el aparato, pero la gente menuda se habí a largado. Cuando me marché de Nuevo Mé xico cinco dí as despué s, Guzman y otros ayudantes del sheriff seguí an buscá ndolos.

 

De los restos de Frieda se encargó su abogado, siguiendo las instrucciones de su testamento. El servicio se celebró en el cenador del Rancho Piedra Azul —justo detrá s de la casa grande, en el bosquecillo de á lamos y sauces de Hector—, pero me guardé muy mucho de asistir.

 

Por Frieda ya no sentí a sino odio, y la idea de asistir a aquella ceremonia me revolví a el estó mago. Yo no conocí a al abogado, pero Guzman le habló de mí, y cuando me llamó al motel para invitarme al entierro de Frieda, simplemente le dije que estaba ocupado. Prosiguió luego con unas divagaciones sobre la pobre señ ora Spelling y la pobre Alma y lo horroroso que habí a sido todo aquello, y entonces, en la má s absoluta reserva, haciendo apenas una pausa entre las frases, me informó de que la finca valí a má s de nueve millones de dó lares. El rancho se pondrí a a la venta una vez que se autenticara el testamento, me dijo, y el producto de la venta, junto con los beneficios de la desinversió n de las acciones y obligaciones de la señ ora Spelling, irí a a parar a una organizació n sin fines de lucro de Nueva York. ¿ A cuá l?, pregunté. Al Museo de Arte Moderno, contestó é l. La totalidad de los nueve millones se destinarí a a un fondo anó nimo para la conservació n de pelí culas antiguas. Qué raro, comentó, ¿ no le parece? No, contesté, no es nada raro. Escalofriante y cruel, pero no raro. Si le gustan los chistes malos, con é ste podrí a usted reí rse durante añ os.

 

Querí a volver al rancho por ú ltima vez, pero cuando paré el coche frente a la verja, no tuve valor para atravesarla. Habí a acariciado la esperanza de encontrar en casa de Alma alguna fotografí a, algo que pudiera llevarme a Vermont, pero la policí a habí a puesto una de esas barreras de cinta amarilla con la que suele acordonar la escena del crimen, y de pronto me faltaron agallas. No habí a ningú n poli que me impidiera el paso, y no habrí a tenido dificultad en salvar la barrera y entrar en la finca, pero no pude, me fue imposible, así que di la vuelta al coche y me marché. Pasé las ú ltimas horas en Albuquerque encargando una lá pida para la tumba de Alma. Al principio pensé mantener la inscripció n al estricto mí nimo: ALMA GRUND 1950-1988 ESCRITORA. Salvo por las veintiocho pá ginas de la nota de suicidio que me envió la ú ltima noche de su vida, yo no habí a leí do una sola palabra de sus escritos.

 

Pero Alma habí a muerto a causa de un libro, y la justicia exigí a que fuera recordada como autora de ese libro.

 

Volví a casa. Nada ocurrió en el vuelo a Boston. Encontramos ciertas turbulencias en el Medio Oeste, comí un poco de pollo y bebí un vaso de vino, miré por la ventanilla; pero no pasó nada. Nubes blancas, un ala plateada, el cielo azul. Nada.

 

Al llegar a casa me encontré con el mueble bar vací o, y ya era muy tarde para salir a comprar una botella. No sé si eso fue lo que me salvó, pero se me habí a olvidado que acabé con el tequila la ú ltima noche y, sin esperanza de aturdimiento en cuarenta kiló metros a la redonda de West T—, donde todo estaba cerrado a cal y canto, me fui sobrio a la cama. Habí a pensado en lanzarme por la pendiente, caer de nuevo en mis viejos há bitos de pena inconsolable y destrucció n alcohó lica, pero a la luz de aquella mañ ana de verano en Vermont, algo en mí resistió la tentació n de irme a pique. Chateaubriand estaba llegando al té rmino de su larga meditació n sobe la vida de Napoleó n, y volví a encontrarlo en el vigé simo cuarto libro de las Memorias, en la isla de Santa Helena con el depuesto emperador. Ya llevaba seis añ os exiliado; habí a necesitado menos tiempo para conquistar Europa. Rara vez salí a de casa y pasaba el tiempo leyendo a Ossian en la traducció n italiana de Casarotti... Cuando Bonaparte salí a, paseaba por senderos escabrosos bordeados de á loes y fragantes retamas... o se ocultaba entre las densas nubes que rodaban por el suelo... En este momento de la historia, todo se agosta en un dí a; quien vive demasiado, muere vivo. Al avanzar en la vida, dejamos tres o cuatro imá genes de nosotros mismos, diferentes entre sí; las vemos a travé s de la niebla del pasado, como retratos de nuestras diversas edades.

 

No sabí a si habí a logrado convencerme de que era lo bastante fuerte para seguir trabajando, o si de pronto me habí a vuelto insensible. Durante el resto del verano, tuve la impresió n de vivir en otra dimensió n, despierto frente a lo que me rodeaba pero al mismo tiempo separado de todo, como si tuviera el cuerpo envuelto en una gasa transparente. Dedicaba largas jornadas al Chateaubriand, levantá ndome temprano y acostá ndome tarde, y a medida que pasaban las semanas avanzaba a un ritmo constante, aumentando poco a poco mi cupo diario de tres a cuatro pá ginas completas de la edició n de la Plé iade. Aquello tení a todo el aspecto de progresar, y esa sensació n me daba a mí, pero tambié n fue un periodo en el que estuve sujeto a curiosas faltas de atenció n, a despistes que parecí an acecharme cada vez que me levantaba de la mesa. Se me olvidó pagar el recibo del telé fono durante tres meses seguidos, sin hacer caso de los amenazadores avisos que llegaban, y no pagué la factura hasta que un dí a se presentó un operario en el jardí n para desconectar la lí nea. Dos semanas despué s, en una expedició n de compras a Brattleboro que incluí a una visita a la oficina de correos y otra al banco, me las arreglé para echar la cartera al buzó n, confundié ndola con un montó n de cartas. Esos incidentes me dejaban perplejo, pero ni una sola vez me detuve a considerar por qué se producí an. Hacerme esa pregunta habrí a significado ponerme de rodillas para abrir la trampilla bajo la alfombra, y no podí a permitirme atisbar entre aquellas tinieblas. Por la noche, una vez terminado el trabajo, despué s de cenar me quedaba hasta muy tarde en la cocina, transcribiendo las notas que habí a tomado durante la proyecció n de La vida interior de Martin Frost.

 

Só lo habí a tratado a Alma durante ocho dí as, cinco de los cuales habí amos estado separados, y cuando calculaba cuá nto tiempo habí amos pasado juntos en esos otros tres, llegaba a un total de cincuenta y cuatro horas. De esas horas, dieciocho se habí an perdido durmiendo. Otras siete se habí an desperdiciado en separaciones de una u otra especie: las seis horas que pasé solo en su casa, los cinco o diez minutos que estuve con Hector, los cuarenta y un minutos que duró la pelí cula. Eso só lo dejaba veintinueve horas en que tuve realmente ocasió n de verla y tocarla, de encerrarme en el cí rculo de su presencia. Hicimos el amor cinco veces. Comimos juntos seis veces. Le di un bañ o.

 

Alma habí a aparecido en mi vida para desaparecer de ella tan rá pidamente que a veces tení a la impresió n de habé rmela inventado. Esa era la peor parte de enfrentarme a su muerte. No habí a muchas cosas para recordar, de modo que recorrí a los mismos senderos una y otra vez, sumando siempre las mismas cifras para llegar a los mismos resultados miserables. Dos coches, un avió n, seis copas de tequila. Tres casas, tres camas en tres noches diferentes. Cuatro conversaciones telefó nicas. Estaba tan aturdido, que no sabí a có mo llorar su pé rdida si no era mantenié ndome con vida. Meses despué s, cuando terminé la traducció n y me marché de Vermont, comprendí lo que Alma habí a hecho por mí. En ocho dí as escasos, me habí a traí do de entre los muertos.

 

Poco importa lo que me pasara despué s. É ste es un libro de fragmentos, una recopilació n de aflicciones y sueñ os medio recordados, y para contar esta historia he de atenerme a los hechos de la historia misma. Só lo añ adiré que ahora vivo en una gran ciudad, en un punto entre Boston y Washington D. C., y que esto es lo primero que escribo desde El silencioso mundo de Hector Mann. Di clases durante un tiempo, encontré otro trabajo má s satisfactorio y entonces dejé la enseñ anza para siempre. Debo añ adir tambié n (para quienes les interesan esas cosas) que ya no vivo solo.



  

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