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Notas a pie de página 22 страница
Luego cerró la puerta y pude verle la cara, mirarla a los ojos mientras avanzaba por el cuarto de estar y vení a hacia el sofá. No sé lo que esperaba de ella en aquel momento. Lá grimas, quizá, o rabia, o alguna muestra excesiva de emoció n, pero Alma parecí a sorprendentemente tranquila, no ya desconcertada sino exhausta, sin energí as. Se acercó al sofá por la derecha, indiferente al hecho de que me mostraba la mejilla izquierda, el lado del antojo, y me di cuenta de que era la primera vez que hací a eso. No estaba seguro, sin embargo, de si considerarlo como un progreso o má s bien como una falta de atenció n, un sí ntoma de fatiga. Se sentó a mi lado sin decir palabra, apoyando luego la cabeza en mi hombro. Tení a las manos sucias; la camiseta, manchada de hollí n. La rodeé con los brazos, apretá ndola durante un tiempo contra mí, no queriendo abrumarla con preguntas, obligarla a hablar cuando no querí a. Finalmente, le pregunté si se encontraba bien, y cuando me contestó: Sí, estoy bien, vi que no tení a deseo alguno de hablar de ello. Lamentaba haber tardado tanto, afirmó, pero aparte de dar algunas explicaciones por el retraso (que fue como me enteré de los bidones de petró leo, las carretillas y demá s), apenas tocamos el tema durante el resto de la noche. Cuando todo terminó, siguió diciendo, acompañ ó a Frieda a la casa grande. Hablaron de los planes para el dí a siguiente, y luego metió a Frieda en la cama despué s de haberle dado una pastilla para dormir. Deberí a haber vuelto en aquel momento, pero el telé fono de su casa no funcionaba bien (unas veces funcionaba, y otras no), y en lugar de correr el riesgo habí a llamado desde la casa grande para reservarme un billete en el vuelo de la mañ ana con destino a Boston. El avió n salí a de Albuquerque a las ocho cuarenta y siete. Se tardaban dos horas y media en llegar al aeropuerto, y como a Frieda le serí a imposible madrugar lo suficiente para llevarnos allí a tiempo, la ú nica solució n habí a sido pedir que viniera una furgoneta a recogerme. Ella habrí a querido llevarme, ir a despedirme, pero Frieda y ella tení an que estar en la funeraria a las once, y ¿ có mo podrí a hacer dos viajes a Albuquerque antes de las once? Aritmé ticamente era imposible. Aunque saliera conmigo a las cinco de la mañ ana, no podrí a volver y salir otra vez en menos de siete horas y media.
¿ Có mo hacer lo que no se puede hacer?, se preguntó. No se trataba de una pregunta retó rica. Era una observació n sobre sí misma, la proclamació n de su desdicha.
¿ Có mo coñ o puedo hacer lo que no puedo hacer? Y entonces, hundiendo el rostro en mi pecho, rompió de pronto a llorar.
La metí en la bañ era, y estuve media hora sentado en el suelo a su lado, lavá ndole la espalda, los brazos y las piernas, los pechos y la cara, las manos, el pelo. Tardó un tiempo en dejar de llorar, pero poco a poco pareció que el tratamiento iba surtiendo efecto. Cierra los ojos, le decí a, no te muevas, no digas nada, só lo hú ndete en el agua y dé jate llevar. Me impresionó la buena voluntad con que se plegaba a mis ó rdenes, lo poco incó moda que se sentí a por su propia desnudez. Era la primera vez que veí a su cuerpo a plena luz, pero Alma se comportaba como si ya me perteneciera, como si hubié ramos superado la etapa en que hay que pensar en esas cosas. Se abandonó en mis brazos, cediendo al calor del agua, rindié ndose incondicionalmente a la idea de que era yo quien me ocupaba de ella. No habí a nadie má s. Habí a vivido sola en aquella pequeñ a casa durante los ú ltimos siete añ os, y ambos sabí amos que ya era hora de que se marchara. Vas a venir a Vermont, le dije. Vivirá s allí conmigo hasta que acabes el libro, y te bañ aré todos los dí as. Yo trabajaré en mi Chateaubriand y tú en tu biografí a, y cuando no estemos trabajando, nos pondremos a follar. Joderemos en todos los rincones de la casa. Celebraremos maratones de folleteo en el jardí n y en el bosque. Follaremos hasta que no podamos má s. Y luego volveremos a la tarea, y cuando terminemos el trabajo, nos marcharemos de Vermont a vivir a otra parte. Adonde tú digas, Alma. Estoy dispuesto a considerar todas las posibilidades. No descarto nada.
Era precipitado decir una cosa así dadas las circunstancias, una proposició n sumamente vulgar e indignante, pero el tiempo apremiaba, y no querí a marcharme de Nuevo Mé xico sin saber el terreno que pisaba. De modo que corrí el riesgo y decidí forzar las cosas, presentando mi argumentació n en los té rminos má s crudos y grá ficos que se me ocurrieron. Pero Alma ni se estremeció, hay que decirlo en su favor. Tení a los ojos cerrados cuando empecé, y así los mantuvo hasta el final de mi discurso, pero en cierto momento observé que una sonrisa le tiraba de la comisura de los labios (creo que fue cuando empleé la palabra follar por primera vez), y a medida que seguí a hablando, má s amplia se iba haciendo. Cuando terminé, sin embargo, no dijo nada y siguió con los ojos cerrados.
Bueno, dije yo. ¿ Qué te parece? Lo que me parece, respondió lentamente, es que si abro los ojos ahora, a lo mejor no está s ahí.
Sí, repuse, entiendo lo que quieres decir. Por otro lado, si no los abres, nunca sabrá s si estoy aquí o no, ¿ verdad?
Me parece que no tengo valor suficiente.
Pues claro que lo tienes. Y ademá s, te olvidas de que tengo las manos metidas en la bañ era. Te estoy tocando la espina dorsal y la rabadilla. Si no estuviera aquí, no podrí a hacer eso, ¿ o sí?
Todo es posible. Podrí as ser otra persona, alguien que pretende ser David. Un impostor.
¿ Y qué estarí a haciendo un impostor contigo en este cuarto de bañ o?
Llenarme la cabeza de fantasí as perversas, hacerme creer que puedo tener lo que deseo. No es frecuente que alguien diga exactamente lo que quieres oí r. A lo mejor he sido yo quien ha dicho esas palabras.
Puede. O quizá es que alguien las ha dicho porque lo que quiere es lo mismo que tú quieres.
Pero no exactamente. Nunca es exactamente, ¿ verdad?
¿ Có mo puede ese alguien decir exactamente las mismas palabras que yo habí a pensado?
Con su boca. De ahí es de donde salen las palabras.
De la boca de alguien.
¿ Dó nde está esa boca, entonces? Dé jame sentirla.
Apriete esa boca contra la mí a, señ or. Si la siento como debo sentirla, sabré que es tu boca y no mi boca. Entonces quizá empiece a creerte.
Con los ojos aú n cerrados, Alma alzó los brazos en el aire, tendié ndolos hacia mí, como hacen los niñ os pequeñ os —pidiendo que los abracen, que los cojan— y yo me incliné hacia ella y la bese, apretando mi boca contra la suya y abrié ndole los labios con la lengua. Yo estaba de rodillas —los brazos en el agua, las manos en su espalda, los codos inmovilizados contra la pared de la bañ era— y mientras Alma me poní a la mano en la nuca atrayé ndome hacia sí, perdí el equilibrio y caí sobre ella. Nuestras cabezas se sumergieron un momento, y cuando volvimos a la superficie Alma habí a abierto los ojos. El agua rebosaba por el borde de la bañ era, ambos está bamos sin aliento, pero sin detenernos a aspirar má s de una bocanada de aire, volvimos a tomar posiciones y nos dimos un beso en serio. Fue el primero de varios besos, el primero de innumerables besos. No puedo dar cuenta de las manipulaciones que siguieron, las complejas maniobras que me permitieron sacar a Alma de la bañ era sin despegar mis labios de los suyos y arreglá ndomelas para no perder el contacto con su lengua, pero llegó un momento en que estaba fuera del agua y yo la secaba con una toalla. Eso lo recuerdo.
Y tambié n recuerdo que, habié ndola ya secado, me quitó la camisa hú meda y me desabrochó el cinturó n que me ceñ í a los pantalones. Puedo ver có mo lo hace, y tambié n me veo a mí mismo besá ndola de nuevo, veo que los dos nos echamos al suelo y hacemos el amor sobre un montó n de toallas.
Cuando salimos del bañ o la casa estaba a oscuras.
Unos destellos de luz en las ventanas delanteras, una tenue nube de reflejos cobrizos estirá ndose por el horizonte, residuos del crepú sculo. Nos pusimos la ropa, bebimos un par de copas de tequila en el cuarto de estar, y luego nos dirigimos a la cocina para preparar algo de cena. Tacos congelados, guisantes congelados, puré de patatas: otro menú improvisado, arreglá ndonos con lo que habí a. No importaba. La cena desapareció en nueve minutos, y luego volvimos al cuarto de estar y nos servimos otras copas.
A partir de ese momento, Alma y yo só lo hablamos del futuro, y a las diez, cuando nos acostamos, seguí amos haciendo planes, hablando de có mo serí a nuestra vida cuando ella viniera a mi pequeñ a montañ a de Vermont. No sabí amos cuá ndo podrí a estar allí, pero calculá bamos que no tardarí a má s de un par de semanas en arreglar las cosas en el rancho, tres como mucho. Entretanto, hablarí amos por telé fono, y cuando fuese muy tarde o muy temprano para llamar, nos mandarí amos un fax. Pasara lo que pasase, estarí amos en contacto todos los dí as.
Me marché de Nuevo Mé xico sin volver a ver a Frieda. Alma esperaba que vendrí a a la casa pequeñ a para despedirse de mí, pero yo no contaba con eso. Ya me habí a tachado de su lista, y dada la temprana hora de mi marcha (la furgoneta iba a venir a las cinco y media), parecí a improbable que se tomara la molestia de privarse de sueñ o por mi causa. Cuando no se presentó, Alma echó la culpa a la pastilla que se habí a tomado antes de acostarse.
Esa manera de verlo me pareció má s bien optimista. Segú n interpretaba yo la situació n, Frieda no se habrí a presentado bajo ninguna circunstancia; ni aunque la furgoneta hubiera venido a mediodí a.
En aquellos momentos, nada de eso pareció tremendamente importante. El despertador sonó a las cinco, y con só lo media hora para arreglarme y salir a la puerta, no habrí a pensado en Frieda una sola vez si no se hubiera mencionado su nombre. Lo importante para mí aquella mañ ana era despertarme al lado de Alma, tomar café con ella en el porche de la casa, poder tocarla otra vez. Totalmente grogui, despeinado, absolutamente estú pido de felicidad, completamente atontado de tanto hacer el amor, de tanta piel, de tantas ideas sobre mi nueva vida. Si hubiera estado má s despierto, habrí a comprendido de lo que me estaba alejando, pero me pesaba demasiado el cansancio y tení a demasiada prisa para otra cosa que no fueran los gestos má s simples: un ultimo abrazo, un ú ltimo beso, y entonces la furgoneta se detuvo frente a la casa y era hora de marcharme. Entramos de nuevo en la casa para coger mi bolsa, y al salir Alma recogió un libro de una mesa cerca de la puerta y me lo dio (para que lo mires en el avió n, me dijo), y luego hubo el abrazo ú ltimo y final, el beso ú ltimo y final, y emprendí camino al aeropuerto.
Só lo a mitad del trayecto me di cuenta de que Alma se habí a olvidado de darme el Xanax.
De haber sido otras las circunstancias, habrí a dicho al conductor que diera media vuelta y volviera al rancho.
Estuve a punto de hacerlo, pero despué s de pensar en las humillaciones que supondrí a aquella decisió n —perder el avió n, poner en evidencia mi cobardí a, reafirmar mi condició n de alfeñ ique neuró tico—, logré dominar el pá nico.
Ya habí a volado sin pastillas una vez con Alma, Ahora se trataba de ver si podí a hacerlo solo. En la medida en que me hací an falta distracciones, el libro que me habí a dado resultó ser de gran ayuda. Tení a má s de seiscientas pá ginas, pesaba casi quilo y medio y me hizo compañ í a durante todo el tiempo que estuve en el aire. Compendio de flores silvestres con el tí tulo, serio y rotundo, de Flores del Oeste, era una recopilació n de siete autores (a seis de los cuales se calificaba como investigadores especialistas en flora silvestre; el sé ptimo era el conservador de un herbario de Wyoming) publicada, muy apropiadamente, por la Sociedad Botá nica Occidental, en colaboració n con cierto instituto de investigació n subvencionado por una cooperativa de universidades del Oeste de los Estados Unidos.
En general, no me interesa mucho la botá nica. No podrí a haber nombrado má s de unas docenas de plantas y á rboles, pero aquel libro de consulta, con sus novecientas fotografí as en color y sus descripciones en una prosa precisa del há bitat y las caracterí sticas de má s de cuatrocientas especies, mantuvo mi atenció n durante varias horas. No sé por qué lo encontré tan absorbente, aunque quizá fuese porque acababa de marcharme de aquella tierra de vegetació n espinosa, sedienta, y querí a ver má s, no habí a tenido bastante. Habí an tomado la mayorí a de las fotos en primerí simo plano, sin má s fondo que el limpio cielo. A veces, la imagen incluí a algunas hierbas circundantes, un poco de tierra, o, má s raramente aú n, una peñ a o montañ a lejana. La gente, la menor alusió n a alguna actividad humana, brillaba por su ausencia. Nuevo Mé xico estaba habitado desde hací a miles de añ os, pero mirando las fotos de aquel libro se tení a la impresió n de que allí nunca habí a pasado nada, de que habí an borrado toda su historia. Nada de antiguos habitantes de los acantilados en la edad de piedra, nada de ruinas arqueoló gicas, nada de conquistadores españ oles, nada de sacerdotes jesuitas, nada de Pat Garrett y Billy el Niñ o, nada de pueblos[12] indios, nada de constructores de la bomba ató mica. Só lo habí a el suelo y lo que cubrí a el suelo, la precaria vegetació n de tallos, pedú nculos y florecillas espinosas que brotaban de la tierra cuarteada: una civilizació n reducida a un muestrario de hierbas silvestres. En sí mismas, las plantas no eran gran cosa de ver, pero sus nombres tení an una mú sica impresionante, y despué s de examinar las fotografí as y leer las descripciones que las acompañ aban (Hoja de contorno ovalado o lanceolado... Los nuculos son aplanados, estriados y rugosos, con un apé ndice de segmentos foliares capilares), hice una breve pausa para escribir algunos nombres en el cuaderno. Empecé en un reverso limpio, inmediatamente despué s de las pá ginas que habí a utilizado para anotar los extractos del diario de Hector que, a su vez, vení an a continuació n de las descripciones de La vida interior de Martin Frost. En inglé s, las palabras tení an una consistente densidad sajona, y me agradó pronunciarlas en voz alta, sentir en la lengua su resonancia firme y metá lica. Cuando ahora miro la lista, me parece casi un galimatí as, una aleatoria colecció n de sí labas de un idioma desaparecido; quizá del lenguaje que antiguamente hablaban en Marte.
Perifollo. Apocino. Asclepia. Plantago. Boja. Junquillos. Cardo de toro. Cá rtamo silvestre. Hierba de caballo.
Crepis de los prados. Zuzó n. Hierba cana. Viborana. Bardana menor. Sé samo bastardo. Tanaceto. Gabarro. Mastuerzo montesino. Colleja. Celedonia. Cuscuta. Euforbia.
Orozuz falso. Arvejo cantudo. Junco de los sapos. Ortiga muerta abrazante. Ortiga muerta purpú rea. Epí lobe. Heno lanoso. Bromo erguido. Panicoide. Festuca. Linaria. Veró nica. Burladora.
Vermont me pareció diferente a la vuelta. Só lo habí a estado fuera tres dí as y dos noches, pero todo se habí a empequeñ ecido en mi ausencia: encerrado en sí mismo, sombrí o, hú medo. El verdor de los bosques que rodeaban mi casa parecí a antinatural, una exuberancia imposible en comparació n con los cobrizos y dorados del desierto. El aire estaba cargado de humedad, el suelo se hundí a bajo los pies, y en cualquier direcció n a que mirase me encontraba con una desenfrenada proliferació n de vida vegetal, sorprendentes ejemplos de descomposició n: ramitas y fragmentos de corteza empapados de humedad pudrié ndose en los caminos, escaleras de hongos en el tronco de los á rboles, manchas de moho en las paredes de la casa. Al cabo de un tiempo, comprendí que miraba esas cosas con los ojos de Alma, tratando de verlo todo con una luz nueva a fin de prepararme para el dí a en que viniera a vivir conmigo. El vuelo a Boston habí a ido bien, mucho mejor de lo que me habí a atrevido a esperar, y salí del avió n con la sensació n de haber conseguido algo importante. Dentro del orden universal de las cosas, probablemente no era mucho, pero en el orden de lo particular, en el lugar microscó pico donde se ganan y se pierden las batallas privadas, contaba como una victoria singular Me sentí a con má s fuerzas que en ningú n momento de los tres ú ltimos añ os. Casi entero, decí a para mis adentros, casi preparado para volver a ser real.
Durante los dí as siguientes, me dediqué a hacer cosas sin parar, en varios frentes a la vez. Trabajé en la traducció n de Chateaubriand, llevé al taller la baqueteada camioneta para que arreglaran la carrocerí a, y limpié la casa hasta dejarla irreconocible: fregué los suelos, di cera a los muebles, quité el polvo a los libros. Sabí a que nada podrí a disimular la fealdad esencial de su arquitectura, pero al menos podí a dejar las habitaciones presentables, darles un lustre que antes no tení an. La ú nica dificultad consistió en decidir qué hacer con las cajas que habí a en el cuarto desocupado, que yo tení a intenció n de transformar en estudio para Alma. Necesitarí a un sitio para terminar el libro, un lugar adonde retirarse cuando quisiera estar sola, y aquel cuarto era el ú nico disponible. Pero en el resto de la casa el espacio para guardar cosas era limitado, y sin desvá n ni garaje, lo ú nico que se me ocurrí a era el só tano.
El problema con esa solució n era el suelo de tierra. Cada vez que lloví a, el só tano se llenaba de agua, y las cajas de cartó n que se dejaran allí se empaparí an sin lugar a dudas.
Para evitar esa calamidad, compre noventa y seis bloques de hormigó n ligero y ocho grandes rectá ngulos de contrachapado. Apilando los bloques de tres en tres, logré armar una plataforma mucho má s alta que el nivel de la peor inundació n que habí a tenido. Para mayor protecció n contra los efectos de la humedad, envolví las cajas en bolsas de basura de plá stico grueso, cerrá ndolas con cinta aislante. Con eso tendrí a que haber bastado, pero tardé otros dos dí as en armarme de valor para bajarlas al só tano.
Todo lo que quedaba de mi familia estaba en aquellas cajas. Los vestidos y las faldas de Helen. Su cepillo del pelo, sus medias. Su grueso abrigo con capucha de piel. El guante de bé isbol y los tebeos de Todd. Los rompecabezas y los soldaditos de plá stico de Marco. La polvera dorada con el espejo cuarteado. Hooty Tooty, el oso de peluche.
La insignia de la campañ a de Walter Mondale. Esas cosas ya no serví an para nada, pero nunca habí a sido capaz de tirarlas, nunca habí a pensando en entregarlas a una organizació n de beneficencia. No querí a que otra mujer llevase la ropa de Helen, y tampoco me apetecí a que las gorras de los Red Sox de los chicos anduvieran en la cabeza de otros niñ os. Llevar todo aquello al só tano era como enterrarlo bajo tierra. No era el final, quizá, pero sí el principio del fin, el primer jaló n en el camino hacia el olvido.
Difí cil de hacer, pero no tanto como lo habí a sido subir a aquel avió n con destino a Boston. Cuando terminé de vaciar el cuarto, fui a Brattleboro a buscar muebles para Alma. Le compré un escritorio de caoba, una butaca de cuero que se balanceaba hacia atrá s y hacia delante cuando se apretaba un botó n debajo del asiento, un archivador de roble y una bonita alfombra multicolor. Era lo mejor que tení an en la tienda, equipo de oficina de primerí sima calidad. La factura ascendí a a má s de tres mil dó lares, que pagué a tocateja.
La echaba de menos. Por impetuosos que hubieran sido nuestros planes, nunca albergué dudas ni lo pensé dos veces. Seguí adelante en un estado de ciega felicidad, esperando el momento en que finalmente pudiera venir al Este, y siempre que empezaba a añ orarla demasiado, abrí a la nevera y miraba el revó lver. El arma era la prueba de que Alma ya habí a estado allí, y si ya habí a venido una vez, no habí a motivo para pensar que no iba a volver. Al principio, no pensé demasiado en el hecho de que el revó lver seguí a estando cargado, pero al cabo de dos o tres dí as empecé a preocuparme. No lo habí a tocado en todo ese tiempo, pero una tarde, para quedarme tranquilo, lo cogí de la nevera y me lo llevé al bosque, donde disparé las seis balas al suelo. Hicieron un ruido como el de una ristra de petardos, como estallidos de bolsas de papel. De vuelta en casa, guardé el revó lver en el cajó n superior de la mesita de noche. Ya no podí a matar a nadie, pero eso no significaba que fuese menos poderoso, menos peligroso. Encarnaba el poder de una idea, y cada vez que lo miraba, recordaba lo cerca que esa idea habí a estado de destruirme.
El telé fono de la casa de Alma era caprichoso, y no siempre que llamaba podí a hablar con ella. Instalació n defectuosa, me habí a dicho, alguna conexió n suelta en el tendido, lo que significaba que incluso despué s de marcar su nú mero y oí r los rá pidos chasquidos y pitidos que sugerí an que se establecí a la comunicació n, el aparato no sonaba necesariamente en su casa. La mayorí a de las veces, en cambio, se podí a contar con su telé fono para las llamadas hacia el exterior. El dí a que volví a Vermont, hice varios intentos fallidos de comunicar con ella, y cuando Alma finalmente me llamó a las once (las nueve, hora de la montañ a), decidimos seguir esa pauta en el futuro. Me llamarí a ella, y no al contrario. A partir de entonces, cada vez que hablá bamos, al final de la conversació n fijá bamos la hora de la siguiente llamada, y durante tres noches consecutivas el mé todo funcionó como un truco en un espectá culo de magia. Decí amos que a las siete, por ejemplo, y a las siete menos diez me dirigí a a la cocina, me serví a una copa de tequila puro (seguí amos bebiendo tequila juntos, incluso a distancia), y a las siete en punto, justo cuando el segundero del reloj de pared se lanzaba a dar la hora, sonaba el telé fono. Llegué a depender de la exactitud de aquellas llamadas. La puntualidad de Alma era un signo de fe, un compromiso con el principio de que, aunque estuvieran en dos partes diferentes del mundo, dos personas podí an sintonizar con respecto a casi todo.
Entonces, a la cuarta noche (la quinta despué s de mi marcha de Tierra del Sueñ o), Alma no llamó. Supuse que tendrí a problemas con el telé fono, y por tanto no reaccioné inmediatamente. Seguí sentado en mi sitio, esperando pacientemente a que sonara el telé fono. Pero cuando el silencio se prolongó otros veinte minutos, y luego treinta, empecé a preocuparme. Si el telé fono no funcionaba, me habrí a enviado un fax para explicarme por qué no habí a tenido noticias suyas. Su fax estaba conectado a otra lí nea y nunca habí a habido problemas té cnicos con ese nú mero. Sabí a que era inú til, pero cogí el telé fono y la llamé de todos modos, esperando un resultado negativo. Luego, pensando que estarí a haciendo alguna gestió n con Frieda, llamé al nú mero de la casa grande, pero con el mismo resultado. Volví a llamar, só lo para ver si habí a marcado correctamente, pero tampoco hubo respuesta. Como ú ltimo recurso, envié una nota por fax. ¿ Dó nde está s, Alma? ¿ Va todo bien? Estoy preocupado. Por favor, escribe (fax) si no funciona el telé fono. Te quiero, David. En mi casa só lo habí a un telé fono, y estaba en la cocina. Si subí a a la habitació n, temí a que no lo oyera si Alma llamaba má s tarde; o si lo oí a, que no bajara las escaleras a tiempo para contestar. No sabí a qué hacer. Permanecí varias horas en la cocina, esperando que pasara algo, y por ú ltimo, cuando ya era má s de la una de la mañ ana, me fui al saló n y me tumbé en el sofá. Era el mismo conjunto de muelles y cojines, lleno de bultos, que transformé en cama improvisada para Alma la primera noche que estuvimos juntos: buen sitio para pensar cosas sombrí as. Algo que hice hasta el amanecer, torturá ndome con imaginarios accidentes de coche, fuegos, urgencias mé dicas, caí das mortales por las escaleras. En un momento dado, los pá jaros se despertaron y empezaron a cantar en las ramas de los á rboles cercanos. No mucho despué s, inesperadamente, me quedé dormido.
Nunca se me ocurrió que Frieda harí a a Alma lo mismo que me habí a hecho a mí. Hector querí a que me quedara en el rancho y viera sus pelí culas; luego se murió, y Frieda se ocupó de que eso no sucediera. Hector querí a que Alma escribiera su biografí a. Ahora que estaba muerto, ¿ por qué no habí a caí do yo en la cuenta de que Frieda se encargarí a de impedir la publicació n del libro? Las situaciones eran casi idé nticas y, sin embargo, no habí a visto la semejanza, se me habí a escapado absolutamente la similitud entre ambas. Quizá porque los nú meros no guardaban proporció n alguna. Ver las pelí culas no me habrí a llevado má s de cuatro o cinco dí as; Alma llevaba trabajando en el libro cerca de siete añ os. Nunca se me pasó por la cabeza que nadie pudiera ser lo bastante cruel para adueñ arse del trabajo de nadie y hacerlo trizas. Sencillamente carecí a de valor para imaginar una cosa así.
Si hubiera visto lo que se avecinaba, no habrí a dejado a Alma sola en el rancho. La habrí a obligado primero a hacer un paquete con el manuscrito, y luego la habrí a metido en la furgoneta y me la habrí a llevado al aeropuerto aquella misma mañ ana. Y aunque no hubiera hecho nada en aquel momento, siempre podrí a haber reaccionado antes de que hubiese sido demasiado tarde. Habí amos mantenido cuatro conversaciones telefó nicas desde mi vuelta a Vermont, y el nombre de Frieda surgí a en todas y cada una de ellas. Pero yo no querí a hablar de Frieda. Esa parte de la historia era agua pasada, a mí só lo me interesaba el futuro. Hablaba incesantemente a Alma de la casa, del cuarto que le estaba preparando, de los muebles que habí a encargado. Debí haberle hecho preguntas, insistiendo en que me diera detalles sobre el estado de á nimo de Frieda, pero a Alma parecí a gustarle que le hablara de esos asuntos domé sticos. Se encontraba en las primeras fases de la mudanza —guardando la ropa en cajas de cartó n, decidiendo qué llevarse y qué no, preguntá ndome por los libros de mi biblioteca para ver cuá les coincidí an con los suyos—, y lo ú ltimo que esperaba eran problemas.
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