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Notas a pie de página 21 страница
Yo querí a que tú tambié n estuvieses allí. No será lo mismo si no está s conmigo.
Catorce copias con sus negativos van a hacer una hoguera tremenda. Mucho humo. Muchas llamas. Con un poco de suerte, podré verlo desde la ventana de tu casa.
Al final, resultó que vi el fuego, aunque hubo má s humo que llamas, y como en la pequeñ a casa de Alma estaban abiertas las ventanas, fue má s lo que olí que lo que vi. El celuloide quemado tiene un olor acre y penetrante, y las sustancias quí micas transportadas por el aire permanecen en la atmó sfera mucho despué s de que el humo se haya disipado. Por lo que Alma me contó aquella noche, tardaron má s de una hora, ellos cuatro, en sacar las pelí culas del só tano donde estaban guardadas. Luego cargaron las latas, sujetá ndolas con cuerdas, en unas carretillas que llevaron rodando por el terreno rocoso hasta un sitio justo detrá s del estudio de sonido. Utilizando perió dicos y queroseno, encendieron hogueras en dos barriles de petró leo, uno para las copias y otro para los negativos. El viejo material de nitrato ardí a fá cilmente, pero las pelí culas posteriores a 1951, impresionadas en material menos inflamable a base de triacetato, se prendí an con dificultad. Tuvieron que desenrollar las pelí culas de las bobinas y echarlas al fuego una por una, dijo Alma, lo que llevó tiempo, mucho má s de lo que habí an previsto. Habí an calculado que acabarí an sobre las tres, pero el caso es que trabajaron hasta las seis.
Pasé aquellas horas solo en casa de Alma, tratando de no sentirme molesto por mi exilio. Habí a puesto buena cara a Alma, pero lo cierto era que estaba tan enfadado como ella. El comportamiento de Frieda era imperdonable. No se invita a alguien a casa de uno para retirarle la invitació n en cuanto llega. Y si se hace eso, al menos se da una explicació n personalmente, y no a travé s de un intermediario, de un criado sordomudo que te da el recado señ alá ndote a la cara con el dedo. Era consciente de que Frieda estaba hecha polvo, que tení a un dí a de tempestades y dolores cataclí smicos, pero, por mucho que quisiera excusarla, no podí a evitar el sentirme ofendido. ¿ Qué estaba haciendo allí? ¿ Por qué habí an mandado a Alma a Vermont para traerme al desierto a punta de pistola si luego no querí an verme? Al fin y al cabo, era Frieda quien me habí a escrito aquellas cartas. Era ella quien me habí a pedido que fuera a Nuevo Mé xico para ver las pelí culas de Hector. Segú n Alma, le habí a costado un añ o convencerlos de que me invitaran. Hasta aquel momento, yo suponí a que Hector se habí a resistido a la idea y que Alma y Frieda acabaron convencié ndolo. Ahora, al cabo de dieciocho horas en el rancho, empezaba a sospechar que me habí a equivocado.
De no haber sido por la insultante manera con que me estaban tratando, no habrí a pensado dos veces en todo eso. Cuando Alma y yo terminamos nuestra conversació n en el edificio de posproducció n, guardamos los restos del almuerzo y nos dirigimos a la casa de adobe de Alma, construida en un pequeñ o altozano a unos trescientos metros de la casa grande. Alma abrió la puerta y a nuestros pies, nada má s franquear el umbral, estaba mi bolsa de viaje. Por la mañ ana se habí a quedado en la habitació n de invitados de la casa grande, y ahora alguien (probablemente Conchita) la habí a llevado allí por orden de Frieda, dejá ndola tirada en el suelo. Me pareció un gesto arrogante, imperioso. Una vez má s, intenté tomá rmelo con buen humor (Bueno, dije, al menos me han ahorrado la molestia de traerla yo mismo), pero, bajo mi displicente comentario, me consumí a de rabia. Alma se marchó para reunirse con los demá s, y durante los quince o veinte minutos siguientes deambulé por la casa, entrando y saliendo de las habitaciones, tratando de dominar la có lera. Finalmente, oí el traqueteo de las carretillas a lo lejos, con sus ruedas metá licas rascando la piedra, y el ruido intermitente de las latas apiladas que vibraban y chocaban unas con otras. El auto de fe estaba a punto de comenzar. Fui al bañ o, me desnudé y abrí a tope los grifos de la bañ era.
Sumergido en el agua caliente, dejé vagar mis pensamientos durante un tiempo, recapitulando lentamente los hechos como yo los entendí a. Luego, dá ndoles la vuelta y mirá ndolos desde una perspectiva diferente, traté de encajarlos con los acontecimientos que se habí an producido en la ú ltima hora: el beligerante diá logo de Juan con Alma, la reacció n violenta de Alma al mensaje de Frieda (rompe su promesa..., le darí a un puñ etazo en la boca), mi expulsió n del rancho. Era una lí nea de argumentació n puramente especulativa, pero cuando repasé lo que habí a ocurrido la noche anterior (la gentileza del recibimiento de Hector, sus deseos de que viera sus pelí culas) y luego lo comparé con los sucesos acaecidos desde entonces, empecé a preguntarme si Frieda no habrí a estado en contra de mi visita desde el principio.
No olvidaba que ella era quien me habí a invitado a Tierra del Sueñ o, pero quizá me hubiera escrito aquellas cartas convencida de que era un error, cediendo a las exigencias de Hector al cabo de meses y peleas y desacuerdos. Si así era, la orden de expulsió n de sus dominios no suponí a un repentino cambio de opinió n. Era sencillamente algo que podí a permitirse ahora que Hector habí a muerto.
Hasta entonces, habí a considerado que formaban una pareja con idé nticos intereses. Alma me habí a hablado largamente de su matrimonio, y ni por un momento se me habí a ocurrido que pudieran tener motivos diferentes, que sus ideas no estuvieran en perfecta armoní a. En 1939 habí an hecho un pacto para realizar pelí culas que nunca se proyectarí an pú blicamente, y ambos habí an aceptado el principio de que la obra que produjeran juntos serí a destruida en ú ltima instancia. Aqué llas eran las condiciones para que Hector volviera a hacer cine. Era una privació n brutal, y sin embargo só lo sacrificando lo ú nico que habrí a dado sentido a su obra —el placer de compartirla con los demá s— podrí a justificar su decisió n de realizarla. Las pelí culas, entonces, eran una especie de penitencia, el reconocimiento de que su participació n en el asesinato accidental de Brigid O’Fallon era un pecado que jamá s alcanzarí a el perdó n. Soy un hombre ridí culo. Dios me ha gastado muchas bromas. Una forma de castigo habí a sucedido a otra, y en la retorcida ló gica de aquella decisió n que le serví a de tormento, Hector habí a continuado pagando sus deudas a un Dios en el que se negaba a creer. La bala que le destrozó el pecho en el banco de Sandusky habí a posibilitado su matrimonio con Frieda. La muerte de su hijo habí a hecho posible su vuelta al cine. En ningú n caso, sin embargo, habí a sido absuelto de su responsabilidad en los hechos que sucedieron en la noche del 14 de enero de 1929. Ni el sufrimiento fí sico causado por el revó lver de Knox ni el dolor mental causado por la muerte de Taddy habí an sido lo bastante terribles para liberarlo. Hacer pelí culas, sí. Volcar todas sus dotes y energí a en hacerlas. Hacerlas como si le fuera la vida en ello, y entonces, una vez que se le acabe la vida, asegurarse de que será n destruidas. Prohibido dejar la menor huella tras de sí.
Frieda habí a estado de acuerdo con todo eso, pero para ella no podí a ser lo mismo. Ella no habí a cometido crimen alguno; no arrastraba la carga de una conciencia culpable; no la perseguí a el recuerdo de haber metido a una muchacha muerta en el maletero de un coche y enterrado su cadá ver en las montañ as de California. Frieda era inocente, y sin embargo aceptó las condiciones de Hector, renunciando a sus ambiciones personales para entregarse a la creació n de una obra cuyo objetivo esencial era la nada. Para mí habrí a sido comprensible que lo hubiera observado desde lejos, siguiendo a Hector la corriente en sus obsesiones, quizá, compadecié ndolo por sus maní as, aunque negá ndose a participar en los aspectos prá cticos de la empresa misma. Pero Frieda era su có mplice, su partidaria má s incondicional, y estaba metida hasta el cuello desde el primer momento. No só lo convenció a Hector de que volviera a hacer cine (amenazá ndolo con abandonarlo si no lo hací a), sino que financió la operació n con su dinero. Cosí a el vestuario, escribí a guiones, montaba pelí culas, creaba decorados. Nadie trabaja tanto en algo a menos que le guste, a menos que crea que el esfuerzo vale la pena; pero ¿ qué posible alegrí a podí a encontrar ella en pasar todos aquellos añ os trabajando para nada? Al menos Hector, atrapado en su batalla psicorreligiosa entre deseo y abnegació n, podí a consolarse con la idea de que su obra tení a un objeto. No realizaba pelí culas con el fin de destruirlas, sino a pesar de ello. Eran dos actos separados, y lo mejor era que é l no tendrí a que estar presente cuando ocurriera el segundo. É l ya estarí a muerto cuando arrojaran sus pelí culas a la hoguera, y entonces le darí a lo mismo. Para Frieda, sin embargo, aquellos dos actos debí an ser uno y el mismo, dos etapas de un solo y ú nico proceso de creació n y destrucció n. Desde el principio, ella era la destinada a encender la cerilla y acabar con su trabajo, y esa idea debió de crecer en su interior con el paso de los añ os hasta dominar todo lo demá s. Poco a poco, se habí a convertido en un principio esté tico por derecho propio.
Aun cuando siguiera trabajando con Hector en las pelí culas, debió de tener la impresió n de que la verdadera obra no consistí a en realizar pelí culas, sino en hacer algo con objeto de destruirlo. Esa era la obra, y hasta que todo vestigio de esa obra no se hubiera destruido, la obra misma no existirí a. Ú nicamente cobrarí a vida en el momento de su aniquilació n; y entonces, cuando el humo se elevara en el caluroso dí a de Nuevo Mé xico, desaparecerí a.
Habí a algo escalofriante y hermoso en esa idea. Comprendí a lo seductora que debió de ser para ella, y sin embargo, una vez que me puse a considerarla desde el punto de vista de Frieda, a sentir toda la fuerza de aquella ferviente negació n, comprendí tambié n por qué querí a deshacerse de mí. Mi presencia manchaba la pureza del momento. Las pelí culas tení an que morir ví rgenes, sin ser vistas por nadie del mundo exterior. Ya era pernicioso que me hubieran dejado ver una, pero ahora que las clá usulas del testamento de Hector iban a llevarse a efecto, ella podí a insistir en que la ceremonia se celebrase de la forma que siempre habí a imaginado. Las pelí culas habí an nacido en secreto, y tambié n debí an desaparecer en secreto. No se permití a la presencia de extrañ os, y aunque en el ú ltimo momento Alma y Hector habí an realizado un esfuerzo por introducirme en el cí rculo de su intimidad, a ojos de Frieda yo nunca habí a sido má s que un extrañ o. Alma formaba parte de la familia, y por tanto habí a sido consagrada como testigo oficial. Era la historiadora de la corte, por decirlo así, y cuando hubiera muerto el ú ltimo miembro de la generació n de sus padres, los ú nicos recuerdos que sobrevivirí an serí an los que ella consignara en su libro. Yo deberí a haber sido el testigo del testigo, el observador independiente destinado a confirmar la exactitud de las declaraciones del testigo. Era un papel demasiado pequeñ o para desempeñ ar en un drama tan vasto, y Frieda lo habí a suprimido del guió n. En lo que a ella se referí a, yo habí a sido innecesario desde el principio.
Permanecí en la bañ era hasta que el agua se quedó frí a, luego me envolví en un par de toallas y estuve allí otros veinte o treinta minutos, afeitá ndome, vistié ndome, peiná ndome. Me encontraba bien en el bañ o de Alma, entre los tubos y frascos alineados en los estantes del armario de las medicinas, o que cubrí an la superficie de la pequeñ a có moda que habí a junto a la ventana. El cepillo de dientes rojo en su soporte de encima del lavabo, las barras de labios en sus estuches dorados o de plá stico, el cepillito del rí mel y el lá piz de ojos, la caja de tampones, las aspirinas, el hilo dental, el eau de cologne de Chanel n. ° 5, el bactericida hecho con receta. Cada uno de ellos era un signo de intimidad, una marca de soledad e introspecció n. Alma se llevaba las pastillas a la boca, se aplicaba las cremas en la piel, se pasaba los peines y cepillos por el pelo, y todas las mañ anas entraba en aquel cuarto y se poní a frente al mismo espejo en el que yo miraba ahora.
¿ Qué sabí a de ella? Casi nada, y sin embargo estaba seguro de que no querí a perderla, de que estaba dispuesto a luchar con tal de volver a verla despué s de marcharme del rancho a la mañ ana siguiente. Mi problema era la ignorancia. Era indudable que habí a un conflicto en la casa, pero no conocí a a Alma lo bastante para calibrar el verdadero alcance de su có lera con respecto a Frieda, y careciendo de medios para descubrirlo, ignoraba hasta qué punto debí a preocuparme por lo que pudiera pasar. La noche anterior, las habí a observado juntas en la mesa de la cocina, y entonces no vi ni la menor sombra de roce.
Recordé la solicitud del tono de voz de Alma, la delicada petició n de Frieda de que Alma pasara la noche en la casa grande, la sensació n de ví nculo familiar. No era inhabitual que personas con ese grado de intimidad arremetieran una contra otra, dijeran en el calor del momento cosas que lamentarí an má s tarde; pero el estallido de Alma habí a sido especialmente intenso, cargado de violentas amenazas que eran raras (en mi experiencia) entre mujeres. Estoy tan cabreada, que le darí a un puñ etazo en la boca.
¿ Cuá ntas veces habí a dicho esa clase de cosas? ¿ Tení a tendencia a utilizar esas expresiones tan vehementes e hiperbó licas, o es que aquello representaba un nuevo giro en sus relaciones con Frieda, una sú bita ruptura tras añ os de silenciosa animosidad? De haber sabido má s, no habrí a tenido que formular la pregunta. Habrí a comprendido que las palabras de Alma debí an tomarse en serio, que su temeridad misma demostraba que las cosas ya estaban salié ndose de su cauce.
Terminé en el bañ o y proseguí mis excursiones sin rumbo fijo por la casa. Era un sitio reducido, compacto, de construcció n só lida y concepció n un tanto torpe, donde Alma só lo parecí a habitar una parte. Una habitació n del fondo serví a ú nicamente de trastero. Habí a cajas de cartó n apiladas a lo largo de una pared entera y de la mitad de otra, y una docena de objetos desechados yací a por el suelo: una silla a la que faltaba una pata, un triciclo oxidado, una má quina de escribir manual de unos cincuenta añ os de antigü edad, un televisor portá til en blanco y negro con la antena rota, un montó n de animales de peluche, un dictá fono y varios botes de pintura a medio terminar. En otro cuarto no habí a absolutamente nada. Ni muebles, ni colchó n, ni una bombilla siquiera. Una enorme y elaborada tela de arañ a colgaba de un rincó n del techo. Tres o cuatro moscas muertas habí an caí do en la trampa, pero sus cuerpos estaban tan disecados, apenas reducidos a ingrá vidas motas de polvo, que supuse que la arañ a habí a abandonado su tela para establecerse en otra parte.
Quedaba la cocina, el cuarto de estar, el dormitorio y el estudio. Querí a sentarme a leer el libro de Alma, pero no me parecí a tener derecho a hacerlo sin su permiso. Ya llevaba escritas má s de seiscientas pá ginas, pero aú n se encontraban en estado de borrador, y a menos que un escritor le pida especí ficamente a uno comentarios sobre una obra en marcha, está prohibido curiosear. Alma me habí a mostrado antes el manuscrito (Ahí tienes al monstruo, habí a dicho), pero no habí a mencionado nada de leerlo, y yo no querí a empezar mi vida con ella traicionando su confianza. En cambio, me dediqué a matar el tiempo mirando todo lo que habí a en la casa que ella habitaba, examinando la comida de la nevera, la ropa del armario del dormitorio, y las colecciones de libros, discos y videos del cuarto de estar. Me enteré de que bebí a leche descremada y untaba el pan con mantequilla sin sal, que su color preferido era el azul (sobre todo en tonos oscuros), y que sus gustos literarios y musicales eran má s bien amplios: una chica con la que me identificaba. Dashiell Hammett y André Breton; Pergolesi y Mingus; Verdi, Wittgenstein y Villon. En un rincó n, encontré todos mis libros publicados en vida de Helen —los dos volú menes de crí tica, los cuatro de poemas traducidos—, y me di cuenta de que nunca los habí a visto juntos fuera de mi casa. En otro estante, habí a obras de Hawthorne, Melville, Emerson y Thoreau. Saqué una antologí a de bolsillo de los cuentos de Hawthorne y encontré El antojo, que leí frente a la librerí a, sentado en el frí o suelo de baldosas, tratando de imaginar lo que Alma debió de sentir al leerlo de adolescente. Justo cuando estaba llegando al final (Las circunstancias del momento eran demasiado abrumadoras; fue incapaz de remontar con la mirada la o cura extensió n del tiempo... ) percibí la primera vaharada de queroseno, que entraba por una ventana al fondo de la casa.
El olor me enfureció un poco, e inmediatamente me puse en pie y eché a andar de nuevo. Fui a la cocina, bebí un vaso de agua y luego seguí hasta el estudio de Alma, donde caminé en cí rculos durante quince o veinte minutos, luchando contra el impulso de leer su manuscrito. Si no podí a hacer nada para evitar la destrucció n de las pelí culas de Hector, al menos podí a tratar de entender lo que pasaba. Ninguna de las respuestas que me habí an dado hasta entonces llegaba a explicarlo. Yo habí a hecho lo posible por seguir su argumentació n, por calar en el pensamiento que los habí a llevado a aquella postura nefasta e implacable, pero ahora que las hogueras se habí an encendido, de pronto me pareció absurdo, ridí culo, horroroso.
Las respuestas estaban en el libro, los motivos estaban en el libro, los orí genes de la idea que conducí a a aquel momento estaban en el libro. Me senté frente al escritorio de Alma. El manuscrito estaba a la izquierda del ordenador: una enorme pila de hojas con una piedra encima para impedir que se volaran. Quité la piedra y, debajo, leí lo siguiente: Alma Grund, La otra vida de Hector Mann. Pasé la hoja y lo primero que me encontré, el epí grafe, fue una cita de Luis Buñ uel. Era un pasaje de Mi ú ltimo suspiro, el mismo libro que habí a visto por la mañ ana en el estudio de Hector. Poco despué s, empezaba la cita, sugerí que quemá ramos el negativo en la Place du Tertre, en Montmartre, cosa que habrí a hecho sin vacilar si el grupo hubiera estado de acuerdo. En realidad, hoy tambié n lo harí a; me imagino una enorme pira en mi jardincito, en cuyas llamas se consumirí an todos los negativos y las copias de todas mis pelí culas. Me darí a exactamente igual. (Por curioso que parezca, los surrealistas vetaron mi propuesta. )
En cierto modo, eso rompió el encanto. Habí a visto algunas pelí culas de Buñ uel en los añ os sesenta y setenta, pero no conocí a su autobiografí a, y tardé unos momentos en asimilar lo que acababa de leer. Alcé la vista, y al desviar la atenció n del manuscrito de Alma —por brevemente que fuese— me dio tiempo a pensarlo mejor, a detenerme antes de seguir adelante. Volví a poner la primera pá gina en su sitio, y luego tapé el tí tulo con la piedra. Al hacerlo, me incliné hacia delante en la silla, cambiando de postura lo suficiente para ver algo en lo que no me habí a fijado antes: un pequeñ o cuaderno verde que habí a sobre el escritorio, a medio camino entre el manuscrito y la pared.
Era del tamañ o de los que utilizan en los colegios, y por el estropeado aspecto de la cubierta y las muescas y desgarrones del lomo de tela, supuse que era muy viejo. Lo suficiente para ser uno de los diarios de Hector, dije para mis adentros; y precisamente eso resultó ser.
Pasé las cuatro horas siguientes en el cuarto de estar, sentado en un antiguo butacó n con el cuaderno sobre las piernas, leyé ndolo dos veces de principio a fin. Constaba de noventa y seis pá ginas en total, abarcaba má s o menos añ o y medio —desde el otoñ o de 1930 a la primavera de 1932—, empezaba con una entrada que describí a una de las clases de inglé s de Hector con Nora y terminaba con un pasaje sobre un paseo nocturno en Sandusky unos dí as despué s de confesar su culpa a Frieda. Si hubiese albergado la menor duda sobre la historia que Alma me habí a contado, se habrí a disipado con la lectura de aquel diario.
En sus propias palabras, Hector era el mismo hombre del que Alma habí a hablado en el avió n, el mismo personaje torturado que habí a huido del noroeste, habí a estado a punto de suicidarse en Montana, Chicago y Cleveland, habí a sucumbido al envilecimiento de una asociació n de seis meses con Sylvia Meers, habí a recibido un balazo en un banco de Sandusky y habí a sobrevivido. Escribí a con letra menuda y apretada, a veces tachando frases y escribiendo a lá piz encima, con faltas de ortografí a, borrones de tinta, y como utilizaba ambas caras de la hoja, no siempre resultaba fá cil de leer. Pero me las arreglé. Poco a poco, fui entendié ndolo todo, y cada vez que descifraba otro pá rrafo, los hechos cuadraban con los del relato de Alma, los detalles coincidí an. Cogí el cuaderno que Alma me habí a dado y copié algunas entradas importantes, transcribié ndolas al pie de la letra para tener un registro de las palabras exactas de Hector. Entre ellas estaba su ú ltima conversació n con O’Fallon el Pelirrojo en el Bluebell Inn, el funesto enfrentamiento con Meers en el asiento trasero de la limusina, y é sta, de la temporada que pasó en Sandusky (viviendo en casa de los Spelling despué s de que le dieran de alta en el hospital), con la que se cerraba el cuaderno:
31/3/32. Esta noche, paseo con el perro de F. Un inquieto bicho negro llamado Arp, en honor del artista. Un dada.
La calle estaba desierta. Niebla por todas partes, casi imposible ver dó nde estaba. Tambié n lloví a, aunque las gotas eran tan finas que parecí an vapor. Sensació n de no pisar el suelo, de caminar entre nubes. Nos acercamos a una farola y de pronto todo empieza a temblar, a espejear en la oscuridad. Un mundo de puntos, cien millones de puntos de luz refractada. Muy extrañ o, muy bonito: estatuas de niebla iluminada. Arp tiraba de la correa, olfateando. Seguimos andando, llegamos al final de la manzana, dimos la vuelta a la esquina. Otra farola, y entonces, tras pararme un momento mientras Arp alzaba la pata, algo me llamó la atenció n. Un destello en la acera, un estallido de luz parpadeando en la oscuridad. Tení a un tono azulado, un azul intenso, el azul de los ojos de F. Me agaché para verlo mejor y vi que era una piedra, quizá una joya de alguna especie. Un ó palo, pensé, o zafiro, o a lo mejor só lo una esquirla de cristal de roca.
Bastante pequeñ o para un anillo o, si no, un colgante que se hubiera caí do de un collar o un brazalete, o un pendiente perdido. Lo primero que pensé fue dá rselo a la sobrina de F., Dorothea, la hija de Fred. La pequeñ a Dotty, de cuatro añ os.
Viene con frecuencia de visita. Adora a su abuela, le encanta jugar con Arp, quiere mucho a F. Un diablillo encantador, loca por las chucherí as y los adornos, siempre disfrazá ndose con los atuendos má s extravagantes. De modo que me dispuse a coger la piedra, pero en el momento en que mis dedos iban a entrar en contacto con ella, descubrí que no era lo que yo pensaba. Era blanda, y se rompió al tocarla, desintegrá ndose, en un hú medo y pegajoso fluido. Lo que yo habí a tomado por una piedra preciosa era un escupitajo humano. Alguien que pasaba por allí habí a escupido en la acera, y la saliva habí a terminado concentrá ndose en una bola llena de burbujas, en una esfera lisa de mú ltiples facetas. Con la luz brillando a su travé s, y con los reflejos luminosos dá ndole aquel lustroso matiz azulado, habí a tenido el aspecto de un objeto duro y só lido. En cuanto me di cuenta del error, retiré bruscamente la mano, como si me hubiera quemado. Me dio asco, sentí una repugnancia incontenible. Tení a los dedos cubiertos de saliva.
Quizá no sea tan horrible si se trata de la propia, pero es nauseabundo cuando viene de la garganta de un extrañ o.
Saqué el pañ uelo y me limpié los dedos lo mejor que pude.
Cuando terminé, no me atreví a volver a guardarme el pañ uelo en el bolsillo. Llevá ndolo con el brazo extendido, fui hasta el final de la calle y lo solté en el primer cubo de basura que vi.
Tres meses despué s de escritas esas palabras, Hector y Frieda se casaban en el saló n de la casa de la señ ora Spelling. Se fueron de luna de miel a Nuevo Mé xico, compraron unas tierras y decidieron instalarse allí. Ahora comprendí por qué habí an dado al rancho el nombre de Piedra Azul. Hector ya habí a visto esa piedra, y sabí a que no existí a, que la vida que iban a crear para ellos se basaba en una ilusió n.
La quema terminó sobre las seis de la tarde, pero Alma no volvió a casa hasta casi las siete. Aú n era de dí a, pero el sol empezaba a declinar, y recuerdo que la casa se llenó de luz un poco antes de que ella llegara: inmensos haces luminosos entraban a raudales por las ventanas, una inundació n de brillantes dorados y pú rpuras que se extendí an por todos los rincones de la estancia. Só lo era el segundo atardecer que pasaba en el desierto, y no estaba preparado para tan refulgente invasió n. Me trasladé al sofá, volvié ndome en la otra direcció n para no deslumbrarme, pero unos minutos despué s oí que el pestillo de la puerta se abrí a detrá s de mí. Má s luz irrumpió en el cuarto: torrentes de sol rojo, licuado, una marea de luminosidad. Di la vuelta en redondo, protegié ndome los ojos con la mano, y allí estaba Alma, casi invisible en la puerta abierta, una silueta espectral con la luz atravesá ndole la punta de los cabellos, un ser en llamas.
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