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Notas a pie de página 20 страница
Bueno, Martin, le dice, ¿ có mo va tu relato?
Martin apenas puede soportarlo má s. Negá ndose a contestar, mira a Claire fijamente a los ojos y pregunta a su vez: ¿ Quié n eres, Claire? ¿ Qué has venido a hacer aquí?
Sin inmutarse, Claire vuelve a dirigirle una sonrisa.
No, le dice, contesta primero a mi pregunta. ¿ Có mo va tu relato?
Martin tiene el aspecto de quien está a punto de estallar. Fuera de sí por sus evasivas, se queda mirá ndola fijamente sin decir palabra.
Por favor, Martin, insiste Claire, es muy importante.
Luchando por dominar la có lera, Martin murmura un aparte sarcá stico, no tanto dirigié ndose a Claire como pensando en voz alta, hablando para sus adentros: ¿ De verdad quieres saberlo?
Sí, de verdad quiero saberlo.
Muy bien... De acuerdo, te diré có mo va. Va... (reflexiona un momento)..., va (sigue reflexionando)... En realidad, va bastante bien.
¿ Bastante bien... o muy bien?
Mmm... (pensando)..., muy bien. Yo dirí a que va muy bien.
¿ Lo ves?
¿ Que si veo qué?
Vamos, Martin. Claro que lo ves.
No, Claire, no lo veo. No veo nada. Si quieres saber la verdad, estoy completamente perdido.
Pobre Martin. No deberí as ser tan duro contigo mismo.
Martin le dirige una triste sonrisa. Han llegado a una especie de callejó n sin salida, y de momento no hay nada má s que decir. Claire se concentra en la cena. Come con evidente placer, saboreando las viandas que ha preparado con pequeñ os y vacilantes bocados. Mmm, exclama, qué bueno. ¿ Qué te parece, Martin?
Martin alza el tenedor, pero en el momento en que está a punto de llevá rselo a la boca, lanza una mirada a Claire, distraí do por los suaves gemidos de placer que emanan de su garganta, y con la atenció n brevemente desviada de lo que se trae entre manos, gira la muñ eca unos cuantos grados. Mientras el tenedor prosigue su trayectoria hacia la boca de Martin, un hilillo de salsa vinagreta empieza a gotear del cubierto y le cae en la pechera de la camisa. Al principio, no se da cuenta, pero cuando abre la boca y vuelve la mirada al ominoso trozo de espá rrago, de pronto ve lo que está pasando. Con un brusco movimiento, se echa hacia atrá s y suelta el tenedor. ¡ Joder!, exclama. ¡ Ya lo he vuelto a hacer!
La cá mara se vuelve hacia Claire (que se echa a reí r por tercera vez) y luego se va acercando a ella para enfocarla en primer plano. Es una toma similar a aquella con la que concluí a la escena de la habitació n al principio de la pelí cula, pero mientras Claire mantení a entonces el rostro inmó vil cuando salí a Martin, ahora está animado, desbordante de placer, expresando lo que parece una alegrí a casi trascendente. Estaba tan viva entonces, habí a dicho Alma, tan llena de vitalidad. En ningú n momento de la historia se plasma esa sensació n de plenitud vital mejor que en é ste. Durante unos segundos, Claire se convierte en algo indestructible, en la encarnació n de una pura refulgencia humana. Luego la imagen empieza a disolverse, fundié ndose en un fondo de absoluta negrura, y aunque la risa de Claire dura varios segundos má s, tambié n acaba por desaparecer, perdié ndose en una serie de ecos, de respiraciones entrecortadas y reverberaciones aú n má s lejanas.
Sigue un largo silencio, y durante veinte segundos la pantalla está dominada por una sola imagen nocturna: la luna en el cielo. Pasan nubes, el viento hace susurrar a los á rboles debajo, pero en lo esencial, aparte de esa luna, no hay nada frente a nosotros. Es una transició n rotunda, muy marcada, y enseguida olvidamos los momentos có micos de la escena anterior. Aquella noche, dice Martin, tomé una de las decisiones má s importantes de mi vida. Resolví no hacer má s preguntas. Claire me estaba pidiendo que diera un salto en el vací o y confiara en ella, y en vez de seguir acuciá ndola, decidí cerrar los ojos y saltar. No tení a idea de lo que me esperaba abajo, pero eso no significaba que no mereciera la pena arriesgarse. De modo que seguí cayendo... y una semana despué s, justo cuando empezaba a pensar que todo irí a, bien para siempre, Claire salió a dar un paseo.
Martin está sentado frente al escritorio en su estudio de la planta alta. Aparta la vista de la má quina de escribir para mirar por la ventana, y cuando la cá mara cambia de á ngulo para revelarnos su perspectiva, hay una larga toma de Claire, que, vista desde arriba, pasea sola por el jardí n.
Al parecer ha llegado el frente frí o. Lleva abrigo y bufanda, las manos en los bolsillos; una ligera nevada espolvorea el suelo. Cuando la cá mara vuelve a Martin, aú n está mirando por la ventana, incapaz de apartar los ojos de ella. Nuevo cambio de á ngulo y otro plano de Claire, sola en el jardí n. Da unos pasos má s, y entonces, sin previo aviso, se desploma. La caí da tiene un efecto aterrador.
Nada de vacilaciones ni mareos, nada de que se le doblen las rodillas. Entre un paso y otro, Claire se hunde en la inconsciencia total, y por la forma sú bita e implacable con que le abandonan las fuerzas, se dirí a que está muerta.
La cá mara hace un zoom desde la ventana, trayendo a primer plano el cuerpo inerte de Claire. Martin entra en campo: corriendo, jadeante, frené tico. Cae de rodillas a su lado y le sostiene tiernamente la cabeza entre las manos, buscando algú n signo de vida. Ya no sabemos qué esperar.
La historia ha cambiado de registro, y un minuto despué s de habernos desternillado de risa, nos encontramos en medio de una escena tensa y melodramá tica. Claire abre finalmente los ojos, pero hemos tenido tiempo suficiente para saber que no se trata tanto de un restablecimiento como de un aplazamiento de la sentencia, un presagio de lo que ha de venir. Alza la vista hacia Martin y sonrí e. Es una sonrisa espiritual, en cierto modo, una sonrisa interior, la sonrisa de quien ya no cree en el futuro. Martin la besa, y luego se agacha, la coge en brazos y la lleva hacia la casa. Parecí a que estaba bien, dice. Un simple desvanecimiento, pensamos. Pero a la mañ ana siguiente, Claire se despertó con mucha fiebre.
Pasamos a un plano de Claire en la cama. Afaná ndose a su alrededor como una enfermera, Martin le mide la temperatura, insiste en que se tome unas aspirinas, le pasa una toalla hú meda por la frente, le da sopa con una cuchara. No se quejaba, prosigue. Tení a el cuerpo muy caliente, pero parecí a de buen humor. Al cabo de un rato, me echó de la habitació n. Vuelve a tu historia, me ordenó. Prefiero estar aquí contigo, protesté, pero entonces se rió, y con una mueca có mica me dijo que si no me iba a trabajar en aquel mismo momento, se levantarí a de un salto de la cama, se quitarí a la ropa y saldrí a fuera completamente desnuda. Y así no iba a curarse, ¿ verdad?
Un momento despué s, Martin está sentado frente al escritorio, mecanografiando otra pá gina de su relato. El ruido es particularmente intenso aquí —teclas repiqueteando a un ritmo furioso, en rá fagas largas y entrecortadas—, pero entonces el volumen disminuye, se va reduciendo hasta casi apagarse, y vuelve la voz de Martin. De nuevo estamos en la habitació n. Uno por uno, vemos una sucesió n de primeros planos muy detallados, naturalezas muertas que representan el pequeñ o mundo que rodea la cama de Claire: un vaso de agua, el lomo de un libro cerrado, un termó metro, el pomo del cajó n de la mesilla. Pero a la mañ ana siguiente, dice Martin, le habí a subido la fiebre. Le dije que iba a tomarme el dí a libre, tanto si le gustaba como si no. Me quedé sentado varias horas junto a ella, y a media tarde pareció que mejoraba un poco.
La cá mara da un salto atrá s para hacer un plano general de la habitació n, y ahí tenemos a Claire, incorporada en la cama, con toda la vitalidad de siempre. Con una voz falsamente seria, lee en voz alta a Martin un pasaje de Kant:... los objetos que vemos no son en sí mismos lo que vemos... de manera que, si omitimos nuestro sujeto o la forma subjetiva de nuestros sentidos, desaparecerí an todas las cualidades, todas las relaciones de los objetos en el espacio y en el tiempo, y má s aú n, el espacio y el tiempo mismos.
Las cosas parecen volver a la normalidad. Con Claire en ví as de curació n, Martin se pone de nuevo al dí a siguiente a su relato. Trabaja sin parar durante dos o tres horas, y luego hace una pausa para ir a ver a Claire. Cuando entra en la habitació n, ella está completamente dormida, acurrucada bajo un montó n de mantas y edredones. Hace frí o en el cuarto, lo bastante para que Martin pueda ver el vaho de su propia respiració n. Hector le advirtió lo de la caldera, pero se le ha olvidado ocuparse del asunto. Bastantes cosas demenciales han ocurrido desde su llamada para que el nombre de Fortunato no se le haya borrado de la memoria.
En la habitació n, sin embargo, hay una chimenea y un pequeñ o montó n de leñ a apilado en el hogar. Martin se pone a preparar un fuego, haciendo el menor ruido posible para no molestar a Claire. Una vez que prenden las llamas, ajusta los troncos con el atizador, y uno de ellos se escurre inadvertidamente por debajo de los demá s. El ruido despierta a Claire. Se remueve, gruñ endo suavemente mientras se estira bajo las mantas, y luego abre los ojos.
Martin se vuelve desde su sitio frente a la chimenea. No querí a despertarte, le dice. Lo siento.
Claire sonrí e. Parece dé bil, sin fuerzas, apenas consciente. Hola, Martin, murmura. ¿ Có mo está mi precioso amor?
Martin se acerca a la cama, se sienta y le pone la mano en la frente. Está s ardiendo, le dice.
Estoy bien, contesta ella. Me siento estupendamente.
Es el tercer dí a, Claire. Creo que debemos llamar al mé dico.
No hace falta. Só lo dame otras cuantas aspirinas de é sas. En media hora, estaré en plena forma.
Martin agita el frasco y saca tres aspirinas, que da a Claire con un vaso de agua. Mientras Claire se las toma, Martin dice: Esto no va bien. En serio, me parece que deberí a verte un mé dico.
Claire devuelve el vaso vací o a Martin, que lo vuelve a dejar en la mesilla. Cué ntame lo que ha pasado en el relato. Eso me despejará un poco.
Deberí as descansar.
Por favor, Martin. Só lo un poquito.
No queriendo llevarle la contraria, pero tampoco cansarla mucho, Martin limita su resumen a unas cuantas frases. Ya ha anochecido, dice. Nordstrum no está en casa.
Anna va de camino, pero é l no lo sabe. Si no llega pronto, é l caerá en la trampa.
¿ Y llegará?
Eso no interesa. Lo importante es que va a buscarle.
Se ha enamorado de é l, ¿ verdad?
A su manera, sí. Está arriesgando su vida por é l. Es una forma de amor, ¿ no crees?
Claire no contesta. La pregunta de Martin la ha abrumado, y está demasiado emocionada para contestar. Los ojos se le llenan de lá grimas, le tiemblan los labios, una expresió n de intenso gozo le ilumina el rostro. Es como si hubiera llegado a una nueva comprensió n de sí misma, como si de pronto todo su cuerpo irradiara luz, ¿ Cuá nto falta para terminar?, le pregunta.
Dos o tres pá ginas, contesta Martin. Casi estoy acabando.
Escrí belas ahora.
Eso puede esperar. Las haré mañ ana.
No, Martin, hazlas ahora. Tienes que escribirlas ahora.
La cá mara se detiene unos momentos en el rostro de Claire, y entonces, como propulsado por la fuerza de esa orden, Martin está de nuevo frente a su escritorio, escribiendo a má quina. Ahí arranca una secuencia de planos cruzados entre los dos personajes. Pasamos de Martin a Claire, de Claire otra vez a Martin, y en el espacio de diez planos simples acabarnos entendiendo, comprendemos al fin lo que está pasando. Luego Martin vuelve a la habitació n, y en otras diez tomas é l tambié n llega a comprender.
1. Claire se retuerce en la cama, tiene muchos dolores, lucha por no pedir ayuda.
2. Martin llega al final de una pá gina, la saca de la má quina y pone otra. Empieza a teclear de nuevo.
3. Vemos la chimenea. El fuego casi se ha apagado.
4. Primer plano de los dedos de Martin, tecleando.
5. Primer plano del rostro de Claire. Está má s dé bil que antes. Ya no lucha.
6. Primer plano del rostro de Martin. Frente al escritorio, escribiendo.
7. Primer plano de la chimenea. Só lo unas brasas encendidas.
8. Plano medio de Martin. Teclea la ú ltima palabra del relato. Breve pausa. Luego saca la pá gina de la má quina.
9. Plano medio de Claire. Se estremece levemente; y entonces, parece morirse.
10. Martin, de pie frente al escritorio, reuniendo las pá ginas del manuscrito. Sale del estudio, con el relato terminado en la mano.
11. Martin entra en la habitació n, sonriente. Mira hacia la cama; un instante despué s se le borra la sonrisa.
12. Plano medio de Claire. Martin se sienta a su lado, le pone la mano en la frente y no percibe respuesta. Le pone la oreja en el pecho; tampoco hay reacció n. Con pá nico creciente, tira el manuscrito a un lado y le empieza a frotar el cuerpo con ambas manos, tratando desesperadamente de darle calor. Ella está desmadejada, tiene la piel frí a, ha dejado de respirar.
13. Plano de la chimenea. Vemos las brasas moribundas. No quedan troncos en el hogar.
14. Martin salta de la cama. Recogiendo el manuscrito, da media vuelta y se precipita hacia la chimenea. Parece un poseso, el miedo le ha puesto fuera de sí. Só lo queda una cosa por hacer, y debe hacerse en ese preciso instante. Sin vacilar, Martin arruga la primera pá gina de su relato y la arroja al fuego.
15. Primer plano del fuego. La bola de papel cae sobre las cenizas y desprende una llamarada. Oí mos que Martin arruga otra hoja. Un momento despué s, la segunda bola cae sobre las cenizas y se prende.
16. Corte a primer plano del rostro de Claire. Sus pá rpados empiezan a agitarse.
17. Plano medio de Martin, en cuclillas frente al fuego. Coge la siguiente hoja, la arruga y la tira a su vez.
Otra sú bita llamarada.
18. Claire abre los ojos.
19. Ahora, con toda la rapidez de que es capaz, Martin sigue haciendo bolas de papel y tirá ndolas al fuego.
Una a una, arden todas, encendié ndose unas a otras a medida que se aviva el fuego.
20. Claire se incorpora. Parpadea, confusa; bosteza; estira los brazos; no presenta rastro alguno de enfermedad. Ha vuelto de entre los muertos.
Recobrando poco a poco la conciencia, Claire pasea la mirada por la habitació n, y cuando ve a Martin frente a la chimenea, estrujando frené ticamente su manuscrito y arrojá ndolo al fuego, parece impresionarse. ¿ Qué haces?, pregunta. Por Dios, Martin, ¿ qué está s haciendo?
Pagando tu rescate, contesta é l. Treinta y siete pá ginas por tu vida. Es el mejor negocio que he hecho en la vida.
Pero no puedes hacer eso. No está permitido.
Puede que no. Pero lo estoy haciendo, ¿ no? He cambiado las normas.
Claire está muy afligida, a punto de echarse a llorar.
Ay, Martin, exclama. No sabes lo que has hecho.
Sin desanimarse por las objeciones de Claire, Martin sigue alimentando las llamas con su relato. Cuando llega a la ú ltima pá gina, se vuelve hacia ella con una expresió n de triunfo en los ojos. ¿ Lo ves, Claire?, le dice. No son má s que palabras. Treinta y siete pá ginas, y só lo palabras.
Se sienta en la cama y Claire lo rodea con los brazos.
Es un gesto sorprendentemente intenso y apasionado, y por primera vez desde que empezó la pelí cula, parece que Claire tiene miedo. Le quiere, y no le quiere. Está extasiada; está horrorizada. Siempre ha sido la fuerte, la que poseí a el valor y la confianza, pero ahora que Martin ha resuelto el enigma de su encantamiento, parece perdida.
¿ Qué vas a hacer?, le pregunta. Dime, Martin, ¿ qué demonios vamos a hacer?
Antes de que Martin pueda contestar, la escena cambia al exterior. Vemos la casa a unos quince metros de distancia, aislada, sin nada alrededor. La cá mara hace un contrapicado, se desplaza a la derecha y se detiene en las ramas de un á lamo grande. Todo está quieto. No sopla el viento; no hay aire entre el follaje; no se mueve ni una hoja. Pasan diez segundos, quince, y entonces, de pronto, la pantalla se funde en negro y se acaba la pelí cula.
Horas despué s, la copia de Martin Frost fue destruida. Probablemente deberí a considerarme afortunado por haberla visto, por haber asistido a la ú ltima proyecció n de una pelí cula en el Rancho Piedra Azul, pero en cierto modo lamento que Alma hubiera encendido el proyector aquella mañ ana, que me hubieran puesto ante los ojos un solo fotograma de aquella breve pelí cula, tan elegante y perturbadora. No habrí a importado si no me hubiera gustado, si hubiera sido capaz de desecharla como una narració n torpe o incompetente, pero evidentemente aquello no era torpe ni incompetente, y ahora que sabí a lo que estaba a punto de perderse, me di cuenta de que habí a viajado má s de tres mil kiló metros para participar en un crimen. Cuando La vida interior desapareció entre las llamas junto al resto de la obra de Hector aquella tarde de julio, fue como una tragedia para mí, como el final de este puñ etero mundo de mierda.
Esa fue la ú nica pelí cula que vi. No hubo tiempo de ver otra, y dado que no vi Martin Frost má s que una sola vez, estuvo bien que Alma me facilitara el cuaderno y el bolí grafo. Esa afirmació n no es contradictoria. Puedo desear no haber visto nunca la pelí cula, pero el caso es que la vi, y en el momento en que las palabras y las imá genes se insinuaron en mi á nimo, me sentí agradecido por disponer de un medio de retenerlas. Las notas que tomé aquella mañ ana me han ayudado a recordar detalles que de otro modo se me habrí an escapado, a mantener la pelí cula viva en la memoria despué s de tantos añ os. Al escribir apenas bajaba la vista hacia la pá gina —garabateando en esa especie de taquigrafí a telegrá fica que me inventé siendo estudiante—, y si una gran parte de lo que escribí lindaba con lo ilegible, con el tiempo llegué a descifrar alrededor del noventa o noventa y cinco por ciento. La transcripció n me llevó semanas de laboriosos esfuerzos, pero una vez que logré una copia fiable del diá logo y desglosé la historia en escenas numeradas, me fue posible restablecer el contacto con la pelí cula. Para lograrlo tengo que caer en una especie de trance (lo que significa que no siempre da resultado), pero si me concentro lo suficiente y me pongo en el estado de á nimo conveniente, logro evocar las imá genes a travé s de las palabras, y es como si volviera a ver La vida interior de Martin Frost, o pequeñ os extractos, en todo caso, dentro de la sala de proyecció n de mi crá neo. El añ o pasado, cuando empecé a acariciar la idea de escribir este libro, fui en varias ocasiones a la consulta de un hipnotizador. La primera vez no ocurrió gran cosa, pero las tres visitas siguientes produjeron resultados asombrosos. Escuchando las grabaciones de aquellas sesiones, he sido capaz de colmar ciertas lagunas, de traer a la memoria una serie de cosas que empezaban a esfumarse. Para bien o para mal, parece que los filó sofos tení an razó n. De lo que nos ocurre nada se pierde.
La proyecció n acabó pocos minutos despué s de mediodí a. Alma y yo tení amos hambre, ambos necesitá bamos una breve pausa, y en vez de sumergirnos inmediatamente en otra pelí cula, salimos al pasillo con nuestra cesta del almuerzo. Era un extrañ o lugar para un picnic, acampados en el polvoriento suelo de linó leo, acometiendo nuestros bocadillos de queso bajo una hilera de parpadeantes tubos fluorescentes; pero no querí amos perder tiempo buscando un sitio mejor fuera. Hablamos de la madre de Alma, de las demá s obras de Hector, de la mezcla extrañ amente satisfactoria de fantasí a y seriedad de la pelí cula que acababa de terminar. El cine podí a hacernos creer cualquier insensatez, dije, pero esta vez me lo habí a tragado de verdad. Cuando Claire volví a a la vida en la escena final, me habí a estremecido, sintiendo que presenciaba un auté ntico milagro. Martin quemaba su relato para rescatar a Claire de la muerte, pero tambié n era Hector rescatando a Brigid O’Fallon, y Hector quemando sus propias pelí culas, y cuanto má s se desdoblaban así las cosas, má s profundamente iba yo entrando en la pelí cula.
Lá stima que no pudié ramos verla otra vez, dije. No estaba seguro de haber prestado suficiente atenció n al viento, de si habí a observado bien los á rboles.
Debí de estar parloteando má s de la cuenta, porque en cuanto Alma anunció el tí tulo de la siguiente pelí cula que í bamos a ver (Informe del antimundo), resonó una puerta en el interior del edificio. Nos está bamos poniendo en pie en aquel preciso momento, sacudié ndonos las migas de la ropa, bebiendo un ú ltimo sorbo de té con hielo del termo, prepará ndonos para volver dentro. Oí mos el ruido de unas zapatillas de deporte sobre el linó leo. Unos momentos despué s, Juan apareció al fondo del pasillo, y cuando echó a trotar hacia nosotros —corriendo má s que andando deprisa—, comprendimos que Frieda habí a vuelto.
Durante unos minutos, fue como si yo no hubiera estado allí. Juan y Alma hablaron en silencio, comunicá ndose con las manos en un aluvió n de señ ales, amplios gestos de brazos y enfá ticos movimientos de cabeza. No entendí lo que decí an, pero a medida que intercambiaban informació n, yo veí a que Alma iba inquietá ndose cada vez má s. Sus gestos se volví an duros, truculentos, casi agresivos en su negativa a lo que Juan le decí a. Juan alzó las manos en actitud de rendició n (No me eches la culpa, parecí a decir, yo só lo soy el mensajero), pero Alma volvió a arremeter contra é l, los ojos nublados de hostilidad.
Juan se dio un puñ etazo en la palma de la mano, luego se volvió hacia mí y me señ aló con el dedo. Ya no era una conversació n. Era una disputa, y de pronto se habí an puesto a discutir sobre mí.
Seguí observá ndolos, tratando de entender lo que decí an, pero era incapaz de descifrar el có digo, de comprender lo que estaba viendo. Luego se marchó Juan, y mientras se alejaba por el pasillo con grandes zancadas de sus piernas macizas y diminutas, Alma me explicó lo que habí a pasado. Frieda ha vuelto hace diez minutos, me dijo.
Quiere empezar ahora mismo.
Es de una rapidez pasmosa, observé.
A Hector no lo incineran hasta las cinco de la tarde.
No querí a quedarse tanto tiempo en Albuquerque, así que decidió venirse a casa. Piensa recoger las cenizas mañ ana por la mañ ana.
Entonces, ¿ de qué discutí ais Juan y tú? No tengo ni idea de lo que decí ais, pero me apuntó con el dedo. No me gusta que me señ alen así.
Hablá bamos de ti.
Lo suponí a. Pero ¿ qué tengo yo que ver con los planes de Frieda? No soy má s que una visita.
Creí que lo habí as entendido.
No entiendo el lenguaje de signos, Alma.
Pero has visto que me enfadaba.
Claro que lo he visto. Pero sigo sin saber por qué.
Frieda no quiere que esté s aquí. Todo esto es muy í ntimo, dice, y no es buen momento para recibir a desconocidos.
¿ Quieres decir que me va a poner de patitas en la calle?
No en esos té rminos. Pero eso es má s o menos lo que ha dicho. Quiere que te vayas mañ ana. Su idea es dejarte en el aeropuerto cuando vayamos a Albuquerque.
Pero si ha sido ella quien me ha invitado. ¿ Es que no se acuerda?
Entonces viví a Hector. Ahora no. Las circunstancias han cambiado.
Bueno, a lo mejor tiene razó n. He venido a ver pelí culas, ¿ no? Si ya no hay pelí culas que ver, probablemente no hay motivo para que me quede. He conseguido ver una.
Ahora veré có mo las demá s arden en la hoguera, y despué s me marcharé.
De eso se trata precisamente. Tampoco quiere que veas eso. Segú n lo que Juan acaba de decirme, no es asunto tuyo.
Ah. Ya veo por qué te has enfadado.
No tiene nada que ver contigo, David. Es por mí.
Sabe que yo quiero que te quedes. Esta mañ ana hemos hablado de eso, y ahora rompe su promesa. Estoy tan cabreada, que le darí a un puñ etazo en la boca.
¿ Y dó nde tengo que esconderme mientras todo el mundo está en la barbacoa?
En mi casa. Dice que puedes quedarte en mi casa.
Pero voy a ir a hablar con ella. Haré que cambie de opinió n.
No te molestes. Si ella no me quiere aquí, no puedo hacer valer mis derechos y armar un folló n, ¿ verdad? No tengo ningú n derecho. Esta es la casa de Frieda, y tengo que hacer lo que ella diga.
Entonces yo tampoco iré. Que queme las puñ eteras pelí culas con Juan y Conchita.
Pues claro que irá s. Es el ú ltimo capí tulo de tu libro, Alma, y tienes que estar allí para ver lo que pasa. Tienes que aguantar hasta el final.
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