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Notas a pie de página 19 страница



 

Así es como pasa siempre con los cuentos. En un momento dado no hay nada. Y al instante siguiente ya lo tienes ahí, trepando en tu interior.

 

La cá mara pasa de un primer plano de la cara de Martin a un plano general de los á rboles. El viento sopla de nuevo, y mientras hojas y ramas empiezan a temblar ante su asalto, el sonido asciende, se amplifica en una oleada de percusiones, vibra como una respiració n, flota en el aire como un clamor de suspiros. La toma dura tres o cuatro segundos má s de lo que esperá bamos. Tiene un efecto extrañ amente eté reo, pero justo cuando estamos a punto de preguntamos lo que puede significar ese curioso é nfasis, vuelven a transportarnos al interior de la casa. Es una transició n sú bita, violenta. Martin está sentado frente a una mesa en una de las habitaciones de arriba, escribiendo frené ticamente a má quina. Oí mos el repiqueteo de las teclas, le vemos trabajar en su relato desde diversos á ngulos y distancias. No iba a ser largo, dice la voz. Veinticinco o treinta pá ginas, cuarenta todo lo má s. No sabí a cuá nto tiempo me llevarí a escribirlo, pero decidí quedarme en aquella casa hasta haberlo terminado. Escribirí a el relato, y no me marcharí a hasta acabarlo.

 

La imagen se funde en negro. Cuando se reanuda la acció n es por la mañ ana. Un primerí simo plano del rostro de Martin nos los muestra dormido, con la cabeza apoyada en la almohada. El sol entra a raudales por las rendijas de las persianas, y mientras observamos có mo abre los ojos y se despierta a duras penas, la cá mara retrocede para revelarnos algo que no puede ser cierto, que desafí a las leyes del sentido comú n. Martin no ha pasado la noche solo. Hay una mujer en la cama con é l, y mientras la cá mara sigue retrocediendo por la habitació n, la vemos durmiendo bajo las sá banas, tendida de costado y vuelta hacia Martin: el brazo izquierdo indolentemente apoyado en el torso de é l, los largos cabellos negros esparcidos sobre la otra almohada. Saliendo poco a poco de su sopor, Martin observa el brazo desnudo que le cruza el pecho, se da cuenta de que el brazo está unido a un cuerpo, y se incorpora bruscamente en la cama con la expresió n de quien acaba de recibir una descarga elé ctrica.

 

Zarandeada por esos movimientos sú bitos, la joven emite un gruñ ido, hunde la cabeza en la almohada y luego abre los ojos, Al principio, no parece darse cuenta de la presencia de Martin. Casi dormida aú n, esforzá ndose todaví a por recuperar la conciencia, se pone boca arriba y bosteza. Al estirar los brazos, su mano derecha roza el cuerpo de Martin. Nada ocurre durante unos segundos, pero luego, muy despacio, se incorpora, mira el rostro confuso y horrorizado de Martin, y grita. Un instante despué s, retira las sá banas de golpe y salta de la cama, precipitá ndose por la habitació n en un frenesí de miedo y vergü enza. No lleva nada encima. Ni un pañ o, ni una tirita, ni el menor rastro de sombra que obstaculice la visió n, Sensacional en su desnudez, con los pechos y el vientre a plena vista de la cá mara, se lanza hacia el objetivo, coge su bata del respaldo de una silla y hunde apresuradamente los brazos en las mangas.

 

Se tarda un buen rato en aclarar el malentendido.

 

Martin, no menos inquieto y desconcertado que su misteriosa compañ era de cama, se levanta despacio y se pone los pantalones, preguntá ndole luego quié n es y qué está haciendo allí. La pregunta parece ofenderla. No, replica, quié n es é l y qué está é l haciendo allí. Martin adopta una expresió n de incredulidad. Pero ¿ qué dice?, protesta. Me llamo Martin Frost —aunque eso no es asunto suyo—, y si no me dice ahora mismo quié n es usted, llamaré a la policí a. Inexplicablemente, esa declaració n la deja pasmada.

 

¿ Es usted Martin Frost?, le pregunta. ¿ El auté ntico Martin Frost? Eso acabo de decir, responde Martin, cuyo humor empeora a cada momento, ¿ es que tengo que repetirlo?

 

Bueno, es que yo lo conozco a usted, contesta la joven.

 

No es que lo conozca realmente, pero sé quié n es. Es amigo de Hector y Frieda.

 

¿ Qué relació n tiene usted con Hector y Frieda?, quiere saber Martin, y cuando ella le informa de que es sobrina de Frieda, é l pregunta por tercera vez có mo se llama.

 

Claire, contesta finalmente ella. ¿ Claire qué má s? Ella vacila un momento y luego dice: Claire... Martin. Martin suelta un bufido de indignació n. ¿ Qué es esto?, inquiere, ¿ qué clase de broma es é sta? Yo no tengo la culpa, protesta Claire. Me llamo así.

 

¿ Y qué está haciendo usted aquí, Claire Martin.?

 

Me ha invitado Frieda.

 

Cuando Martin reacciona con aire de incredulidad, ella coge su bolso de una silla. Tras hurgar varios segundos en su interior, saca una llave y se la enseñ a a Martin. ¿ Ve usted?, le dice. Me la envió Frieda. Es la llave de la puerta de entrada.

 

Con creciente irritació n, Martin hunde la mano en el bolsillo y saca una llave idé ntica que muestra airadamente a Claire, ponié ndosela delante de las narices. Entonces, ¿ por qué Hector me ha mandado a mí é sta?, pregunta, Porque..., contesta Claire, retrocediendo y apartá ndose de é l, porque... es Hector. Y Frieda me envió é sta a mí porque es Frieda. Siempre está n haciendo cosas así.

 

Hay una ló gica irrefutable en las palabras de Claire.

 

Martin conoce a sus amigos lo suficiente para comprender que son perfectamente capaces de un enredo semejante. Invitar a su casa a dos personas al mismo tiempo es algo que puede esperarse de los Spelling.

 

Con expresió n derrotada, Martin empieza a deambular por la habitació n. No me gusta esto, declara. He venido para estar solo. Tengo que trabajar, y con usted rondando por aquí no..., bueno, eso no es estar solo, ¿ verdad?

 

No se preocupe, lo anima Claire. No le molestaré. Yo tambié n he venido para trabajar.

 

Resulta que Claire es estudiante. Está preparando un examen de filosofí a, anuncia, y tiene que leer muchos libros; en un par de semanas debe empollarse el programa de todo un semestre. Martin se muestra escé ptico. ¿ Qué tienen que ver las chicas guapas con la filosofí a?, parece preguntarse, y entonces la somete a un interrogatorio sobre sus estudios, preguntá ndole a qué universidad va, el nombre del profesor que le da esa asignatura, el tí tulo de los libros que ha de leer, y así sucesivamente. Claire hace como que no se da cuenta del cará cter insultante de esas preguntas. Va a Berkeley, California, le contesta. Su profesor se llama Norbert Steinhaus, y la asignatura es «De Descartes a Kant: fundamentos de la indagació n filosó fica moderna».

 

Le prometo que no haré nada de ruido, añ ade Claire.

 

Pondré mis cosas en otra habitació n y ni siquiera se dará cuenta de que estoy aquí.

 

Martin se ha quedado sin argumentos. Muy bien, dice a regañ adientes, dá ndose por vencido. Yo no la molestaré a usted y usted no me molestará a mí. ¿ De acuerdo?

 

De acuerdo. Cierran el trato con un apretó n de manos, y mientras Martin sale pisando fuerte de la habitació n, la cá mara gira en redondo, acercá ndose despacio al rostro de Claire. Es una toma sencilla pero emocionante, la primera ocasió n de ver a la chica con detenimiento, y gracias a la paciencia y fluidez, con que está realizada, nos damos cuenta de que la cá mara no pretende tanto revelarnos a Claire como entrar en ella y leer sus pensamientos, acariciarla. La muchacha sigue a Martin con los ojos, observá ndolo mientras sale del dormitorio, y un momento despué s de que la cá mara se quede fija frente a ella oí mos el ruido metá lico del pestillo de la puerta. Adió s, Martin, dice ella. Habla en voz baja, casi en un murmullo.

 

Durante el resto del dí a, Martin y Claire trabajan cada uno en un sitio. Martin, sentado frente al escritorio del estudio, escribe a má quina, mira por la ventana y vuelve al teclado, releyendo con un murmullo lo que acaba de escribir. Claire, que tiene aspecto de estudiante con vaqueros y camiseta, está tumbada en la cama leyendo los Principios del conocimiento humano de George Berkeley.

 

En un momento dado observamos que el nombre del filó sofo está escrito en letras mayú sculas en la parte delantera de la camiseta: BERKELEY, que tambié n es el nombre de su universidad. ¿ Tiene eso algú n significado, o só lo se trata de un juego de palabras visual? Mientras la cá mara pasa de una habitació n a otra, escuchamos a Claire, que lee en voz alta: Y no parece menos evidente que las diversas sensaciones o ideas grabadas en los sentidos, por mezcladas o combinadas que esté n, no pueden existir si no es en el espí ritu que las percibe. Y luego: En segundo lugar, se objetará que hay una gran diferencia entre el fuego real y la idea del fuego, entre soñ ar o imaginar una quemadura y quemarse verdaderamente.

 

A ú ltima hora de la tarde, se oye llamar a la puerta.

 

Claire sigue leyendo, pero cuando una segunda llamada, má s fuerte, sucede a la primera, deja el libro y dice a Martin que entre. La puerta se abre unos centí metros, y Martin asoma la cabeza. Lo siento, dice. Esta mañ ana no he sido muy amable con usted. No debí haberme comportado así. Se disculpa con torpeza y vacilació n, de manera tan brusca y forzada que Claire no puede dejar de sonreí r con satisfacció n, quizá tambié n con un asomo de lá stima. Le queda un capí tulo por leer, dice. ¿ Por qué no se encuentran en el saló n dentro de media hora para tomar una copa? Buena idea, aprueba Martin. Ya que se ven obligados a convivir, mejor será que se comporten como personas civilizadas.

 

La acció n se reanuda en el saló n. Martin y Claire han abierto una botella de vino, pero é l sigue pareciendo nervioso, no muy seguro de lo que hacer con aquella extrañ a y atractiva estudiante de filosofí a. En un torpe intento de decir algo gracioso, señ ala la camiseta de Claire y dice:

 

¿ Pone Berkeley porque está s leyendo a Berkeley? ¿ Te pondrá s una que ponga Hume cuando empieces a leer a Hume?

 

Claire rí e. No, no, contesta. Las dos palabras se pronuncian de manera diferente. Berk-ley y Bark-ley. La primera es la universidad, la segunda es la persona. Ya lo sabes. Todo el mundo lo sabe.

 

Se escriben igual, objeta Martin. Por tanto, es la misma palabra.

 

Se escriben igual, confirma Claire, pero son dos palabras distintas.

 

Claire está a punto de seguir, pero se detiene, comprendiendo de pronto que Martin le está tomando el pelo. Esboza una amplia sonrisa. Alargando la copa hacia Martin, le dice que se la llene. Tú has escrito un relato de dos personajes que tienen el mismo nombre, dice ella, y yo vengo aquí a darte una lecció n sobre los principios del nominalismo. Debe de ser el vino. Ya no tengo las ideas claras.

 

Así que has leí do ese relato, dice Martin. Debes de ser una de las seis personas que lo conocen.

 

He leí do toda tu obra, contesta Claire. Tanto las novelas como la recopilació n de cuentos.

 

Pero yo só lo he publicado una novela.

 

Acabas de terminar la segunda, ¿ no? Diste una copia del manuscrito a Hector y Frieda. Frieda me la prestó, y la leí la semana pasada. Viajes en el scriptorium. Para mí, es lo mejor que has hecho.

 

Ahora, todas las reservas que Martin hubiera tenido hacia ella casi se han derrumbado. Claire no só lo es una persona ingeniosa e inteligente, a quien resulta agradable mirar, sino que conoce y entiende su obra. Se sirve otra copa de vino. Claire diserta sobre la estructura de su ú ltima novela, y mientras escucha sus incisivos pero halagadores comentarios, Martin se retrepa en la butaca y sonrí e. Es la primera vez desde que empezó la pelí cula que el reflexivo y circunspecto Martin Frost baja la guardia. En otras palabras, dice, la señ orita Martin lo aprueba. Ah, sí, dice Claire, sin la menor duda. La señ orita Martin aprueba a Martin. Ese juego de nombres los lleva otra vez al acertijo de Berk-ley/Bark-ley, y Martin vuelve a pedir a Claire que le explique la palabra que lleva estampada en la camiseta, ¿ Cuá l de las dos es? ¿ La persona o la universidad? Las dos, contesta Claire, Es la que tú quieras que sea.

 

En ese momento, un leve destello de malicia brilla en sus ojos. Algo se le ha ocurrido: una idea, un impulso, una inspiració n sú bita. O bien, añ ade, dejando la copa en la mesa y levantá ndose del silló n, no es ninguna de las dos.

 

A modo de demostració n, se quita la camiseta y la tira tranquilamente al suelo. Debajo só lo lleva un sosté n negro de encaje; en absoluto la prenda que se esperarí a encontrar en tan puntillosa estudiante de las ideas. Pero eso tambié n es una idea, desde luego, y ahora que la ha puesto en prá ctica con ese gesto tan decisivo y audaz, Martin só lo puede quedarse boquiabierto. Ni en sus sueñ os má s descabellados podrí a imaginar que las cosas fueran tan deprisa.

 

Bueno, dice al fin, es una forma de eliminar la confusió n.

 

Simple ló gica, contesta Claire. Una prueba filosó fica.

 

Y sin embargo, prosigue Martin, al cabo de otra larga pausa, eliminando una confusió n só lo creas otra.

 

Ay, Martin, objeta Claire. No te confundas. Intento ser lo má s clara posible.

 

Entre el encanto y la agresió n, entre lanzarse en brazos de alguien y dejar que la naturaleza siga su curso, hay una clara separació n. En esta escena, que acaba con las palabras recié n pronunciadas (Intento ser lo má s clara posible), Claire logra unir los dos lados de esa frontera. Seduce a Martin, pero lo hace de manera tan inteligente y desenfadada que no se nos ocurre pensar en sus motivos. Lo quiere porque lo quiere. Así es la tautologí a del deseo, y en lugar de ponerse a discutir los infinitos matices de esa idea, pasa directamente a la acció n. Quitarse la camiseta no es una proclamació n vulgar de sus intenciones. Es un momento de ingenio sublime, y a partir de ese instante Martin sabe que ha encontrado la horma de su zapato.

 

Acaban en la cama. Es la misma en que se han encontrado por la mañ ana, pero esta vez no tienen prisa por separarse, por rehuir todo contacto y vestirse precipitadamente. Entran como una tromba en la habitació n, andando y abrazá ndose al mismo tiempo, y cuando se derrumban en la cama en una compleja marañ a de brazos, piernas y bocas, no nos cabe duda de adonde va a conducirlos la respiració n agitada y todo aquel manoseo. En 1946, las convenciones cinematográ ficas habrí an exigido que la escena acabara allí. Una vez que el chico y la chica se besan, el director tení a que cortar para pasar a un plano de gorriones remontando el vuelo, de las olas rompiendo contra la orilla, de un tren acelerando por un tú nel —cualquiera de las imá genes admitidas para representar la pasió n carnal, la culminació n del deseo—, pero Nuevo Mé xico no era Hollywood, y Hector podí a dejar la cá mara filmando hasta que le diera la gana. Se quitan la ropa, surge la piel desnuda, y Martin y Claire empiezan a hacer el amor. Alma hizo bien en advertirme sobre los momentos eró ticos de las pelí culas de Hector, pero se equivocó al pensar que me chocarí an. Encontré la escena bastante comedida, casi conmovedora en la trivialidad de sus intenciones. La iluminació n es tenue, los cuerpos está n moteados de sombras, y todo el asunto no dura má s de noventa o cien segundos. Hector no pretende excitarnos ni estimularnos tanto como hacernos olvidar que estamos viendo una pelí cula, y cuando Martin empieza a pasar los labios por el cuerpo de Claire (por los pechos y la curva de su cadera derecha, por el vello pú bico y la tierna cara interna del muslo), queremos creer que lo ha logrado. Una vez má s, no suena ni una sola nota musical. Lo ú nico que se oye es el ruido de la respiració n, el roce de sá banas y mantas, los muelles de la cama, el viento que sopla entre las ramas de los á rboles en la invisible oscuridad de fuera.

 

A la mañ ana siguiente, Martin empieza a hablarnos de nuevo. Sobre un montaje que describe el paso de cinco o seis dí as, nos cuenta los progresos de su relato y su creciente amor por Claire. Lo vemos solo frente a la má quina de escribir, vemos a Claire sola con sus libros, los vemos juntos en diferentes sitios de la casa. Hacen la cena en la cocina, se besan en el sofá del saló n, pasean por el jardí n. En un momento dado, vemos a Martin en cuclillas en el suelo junto al escritorio, mojando un pincel en una lata de pintura y trazando lentamente la palabra H-U-M-E en una camiseta blanca. Má s tarde, Claire lleva puesta esa camiseta, sentada a lo indio en la cama y leyendo un libro del siguiente filó sofo de su lista, David Hume. Esas pequeñ as viñ etas van entremezcladas con primeros planos de objetos seleccionados al azar, detalles abstractos sin relació n aparente con lo que Martin está diciendo: un cacharro con agua hirviendo, una voluta de humo de tabaco, unos visillos blancos flotando frente al resquicio de la ventana entreabierta. Vapor, humo y aire: un catá logo de cosas sin forma ni sustancia. Martin está describiendo un idilio, un momento de sostenida y perfecta felicidad, y sin embargo, mientras esa procesió n de imá genes de ensueñ o sigue su marcha a travé s de la pantalla, la cá mara nos dice que no confiemos en la superficie de las cosas, que dudemos del testimonio de nuestros propios ojos.

 

Una tarde, Martin y Claire comen en la cocina. Martin le está contando una historia (Y entonces le dije: Si no me crees, te lo enseñ aré. Y me metí la mano en el bolsillo y... ), cuando suena el telé fono. Martin se levanta a cogerlo, y en cuanto sale de cuadro, la cá mara gira en redondo y se acerca a Claire. Vemos que su expresió n pasa de la camaraderí a gozosa a la preocupació n, quizá incluso a la inquietud. Es Hector, que ha puesto una conferencia desde Cuernavaca, y aunque no oí mos sus palabras, las observaciones de Martin son lo bastante claras para que comprendamos lo que dice. Parece que un frente frí o se aproxima al desierto. La caldera no marcha bien, y si la temperatura baja tanto como es de esperar, habrá que echarle un vistazo. Si algo va mal, hay que llamar a Jim, Jim Fortunato o Fontanerí a y Calefacció n Fortunato.

 

No es má s que un asunto trivial y sin importancia, pero la inquietud de Claire va creciendo a medida que escucha la conversació n. Cuando Martin habla finalmente de ella a Hector (Precisamente estaba contando a Claire lo de aquella apuesta que hicimos la ú ltima vez que estuve aquí ), Claire se pone en pie y sale precipitadamente de la habitació n. Martin se sorprende de la sú bita marcha, pero esa sorpresa no es nada comparada con la que recibe un instante despué s. ¿ Có mo que quié n es Claire?, pregunta a Hector. Claire Martin, la sobrina de Frieda. No tenemos que escuchar a Hector para saber lo que dice. Una mirada a la cara de Martin y comprendemos que Hector acaba de decirle que nunca ha oí do hablar de ella, que no tiene ni idea de quié n es Claire.

 

Para entonces, Claire ya está fuera, alejá ndose de la casa a todo correr. En una serie de planos rá pidos y precisos, vemos que Martin sale precipitadamente por la puerta y emprende su persecució n. La llama a voces, pero Claire sigue corriendo, y pasan otros diez segundos antes de que le dé alcance. Alarga el brazo y, cogié ndola del codo, por detrá s, la obliga a darse la vuelta y detenerse. Ambos está n jadeantes. Con la respiració n entrecortada, los pulmones agitados, ninguno está en condiciones de hablar.

 

Por ú ltimo, dice Martin: ¿ Qué ocurre, Claire? Dime, ¿ qué es lo que pasa? Como Claire no le contesta, se inclina hacia delante y le grita en la cara: ¡ Tienes que decí rmelo!

 

Te oigo perfectamente, responde Claire, hablando con voz tranquila. No tienes por qué gritar, Martin.

 

Acaban de decirme que Frieda só lo tiene un hermano, dice Martin. Tiene dos hijos, y da la casualidad de que son dos chicos. Es decir, Claire, dos sobrinos y ninguna sobrina.

 

No se me ocurrió otra cosa, se justifica Claire. Tení a que encontrar la forma de ganarme tu confianza. Pensé que al cabo de un par de dí as te darí as cuenta por ti mismo, y entonces ya darí a igual.

 

Darme cuenta, ¿ de qué?

 

Hasta entonces, Claire parecí a apurada, relativamente contrita, menos avergonzada de su engañ o que decepcionada por el hecho de que la hubieran descubierto. Pero cuando Martin confiesa su ignorancia, le cambia la expresió n. Parece verdaderamente asombrada. ¿ Es que no lo entiendes, Martin?, le dice. ¿ Llevamos una semana juntos y me dices que sigues sin entenderlo?

 

Ni que decir tiene que Martin no lo entiende, y nosotros tampoco. La guapa e inteligente Claire se ha convertido en un enigma, y cuantas má s cosas dice, menos llegamos a conocerla.

 

¿ Quié n eres?, pregunta Martin, ¿ Qué coñ o está s haciendo aquí?

 

Ah, Martin, responde Claire, sú bitamente al borde de las lá grimas. No importa quié n sea.

 

Claro que importa. Y mucho.

 

No, cariñ o, no tiene importancia.

 

¿ Có mo puedes decir eso?

 

No importa porque me quieres. Porque me deseas. Eso es lo que importa. Lo demá s no es nada.

 

La imagen se desvanece sobre un primer plano de Claire, y antes de que entre la siguiente escena, percibimos el ruido de la má quina de escribir de Martin, que repiquetea a lo lejos. Se inicia un lento fundido y, mientras la pantalla se va iluminando poco a poco, el ruido de la má quina de escribir parece aproximarse, como si nos desplazá ramos del exterior al interior de la casa, subié ramos las escaleras y nos acercá ramos a la puerta de la habitació n de Martin. Cuando la nueva imagen entra en foco, toda la pantalla se llena con un plano inmenso, muy de cerca, de los ojos de Martin. La cá mara se mantiene unos momentos en esa posició n, y luego, mientras prosigue la narració n de la voz en off, empieza a retroceder, mostrando el rostro, los hombros, las manos de Martin sobre las teclas de la má quina de escribir y, finalmente, a Martin, sentado frente al escritorio. Sin detener su avance hacia atrá s, la cá mara sale de la habitació n y se aleja por el pasillo. Lamentablemente, dice Martin, Claire tení a razó n. Yo la querí a, y la deseaba. Pero ¿ có mo se puede amar a una persona en quien no se confí a? La cá mara se detiene frente a la puerta de Claire. Como obedeciendo una orden telepá tica, la puerta se abre de par en par..., y ya estamos dentro, acercá ndonos a Claire, que se maquilla cuidadosamente frente al espejo del tocador. Va enfundada en una combinació n de saté n negro, los cabellos flojamente sujetos en un moñ o, la nuca al descubierto, Claire no se parecí a a ninguna otra mujer, prosigue Martin. Era má s fuerte que las demá s, má s alocada que ninguna, má s inteligente que nadie. Llevaba toda la vida esperá ndola, y ahora que está bamos juntos, tení a miedo, ¿ Qué me ocultaba? ¿ Qué terrible secreto se negaba a revelarme? Por una parte sentí a que debí a marcharme de allí; sencillamente, hacer la maleta y largarme antes de que fuera demasiado tarde. Pero por otra, pensaba: me está poniendo a prueba. Si no la supero, la perderé .

 

Lá piz de ojos, rí mel, maquillaje para los pó mulos, polvos, carmí n. Mientras Martin pronuncia confusamente su introspectivo monó logo, Claire sigue atareada frente al espejo, transformá ndose de una clase de mujer en otra.

 

Desaparece la impulsiva marimacho, y en su lugar emerge una seductora fascinante, refinada, toda una estrella de cine. Se levanta de la có moda, se pone con dificultad un ajustado vestido negro de có ctel, se calza unos zapatos con tacones de ocho centí metros, y nos cuesta trabajo reconocerla. Está deslumbrante: serena, dueñ a de sí, la imagen misma del poderí o femenino. Con una leve sonrisa en los labios, se examina por ú ltima vez en el espejo y luego sale de la habitació n.

 

Corte al pasillo. Claire llama a la puerta de Martin y dice: La cena está lista, Martin. Te espero abajo.

 

Corte al comedor. Claire está sentada a la mesa, esperando a Martin. Ya ha servido las entradas; el vino está descorchado; las velas, encendidas. Martin aparece en la estancia, silencioso. Claire lo recibe con una cá lida y amistosa sonrisa, pero Martin no le hace caso. Parece incó modo, receloso, inseguro de la actitud que debe adoptar.

 

Mirando a Claire con desconfianza, se dirige al sitio que le han preparado, retira la silla y procede a sentarse.

 

La silla tiene un aspecto só lido, pero en cuanto deposita su peso en ella se rompe en mil pedazos. Martin se cae al suelo.

 

Es un incidente jocoso, totalmente inesperado. Claire prorrumpe en carcajadas, pero Martin no le ve la gracia.

 

Despatarrado, con el culo a rastras, se siente invadido por una oleada de resentimiento y orgullo herido, y cuanto má s se rí e Claire de é l (no puede evitarlo; sencillamente, es muy gracioso), má s ridí culo es su aspecto.

 

Sin decir palabra, Martin se pone lentamente en pie, retira a patadas los restos de la silla rota y pone otra en su lugar. Se sienta con cautela esta vez, y cuando está convencido de que el asiento es lo bastante só lido para é l, dirige su atenció n a la cena. Tiene buen aspecto, observa. Es un intento desesperado de mantener la dignidad, de tragarse el orgullo.

 

Claire parece desmedidamente satisfecha por esa observació n. Con otra sonrisa iluminá ndole la cara, se inclina hacia é l y le pregunta: ¿ Có mo va tu relato, Martin?

 

En ese momento, Martin levanta con la mano izquierda una rodaja de limó n que está a punto de exprimir sobre un espá rrago. En vez de contestar a la pregunta de Claire, aprieta el limó n entre el pulgar y el dedo medio, y el jugo le salta a un ojo. Da un grito de dolor. Una vez má s, Claire se echa a reí r y, una vez má s, nuestro malhumorado hé roe no lo encuentra nada gracioso. Moja la servilleta en el vaso de agua y empieza a darse toquecitos en el ojo, intentando aliviarse el escozor. Tiene un aspecto abatido, enteramente humillado por esa nueva exhibició n de torpeza. Cuando deja finalmente la servilleta, Claire repite la pregunta.



  

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