Хелпикс

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Notas a pie de página 18 страница



 

Se alegraba de que hubiera estado dormido mientras pasaba todo, me dijo. Eso le habí a dado ocasió n de estar cierto tiempo a solas y derramar algunas lá grimas, de pasar lo peor antes de que empezara el ajetreo. Iba a ser un dí a duro, prosiguió, un dí a duro y cargado de acontecimientos para nosotros dos. Frieda estaba en pie de guerra: atacando en todos los frentes, prepará ndose para quemarlo todo tan pronto como pudiera.

 

Creí que tení amos veinticuatro horas, dije.

 

Eso es lo que yo pensaba, tambié n. Pero Frieda dice que tiene que hacerse dentro de las veinticuatro horas. Hemos tenido una buena pelea por eso antes de que se marchara.

 

¿ Se ha marchado? ¿ Es que no está en el rancho?

 

Fue una escena increí ble. Diez minutos despué s de la muerte de Hector, Frieda estaba al telé fono, hablando con la funeraria Vista Verde de Albuquerque. Les pidió que enviaran un coche cuanto antes. Vinieron sobre las siete o siete y media, lo que significa que estará n llegando allí en estos momentos. Tiene la intenció n de que incineren a Hector hoy mismo.

 

¿ Y lo puede hacer? ¿ No tiene que cumplir un montó n de trá mites primero?

 

Lo ú nico que necesita es el certificado de defunció n.

 

Una vez que el mé dico examine el cadá ver y certifique que Hector ha muerto por causas naturales, podrá hacer lo que quiera.

 

Debí a de tenerlo pensado desde siempre. Lo que pasa es que no te lo habí a dicho.

 

Es grotesco. Cuando nosotros estemos en la sala de proyecció n, viendo las pelí culas de Hector, estará n metiendo su cadá ver en un horno, para convertirlo en un montó n de cenizas.

 

Y cuando ella vuelva, las pelí culas tambié n quedará n reducidas a cenizas.

 

Só lo disponernos de unas horas. No va a haber tiempo de verlas todas, pero si empezamos ahora mismo podremos poner dos o tres.

 

No es gran cosa, ¿ verdad?

 

Estaba dispuesta a quemarlas todas esta mañ ana. Al menos he logrado convencerla de que no lo hiciera.

 

Por la forma que tienes de decirlo, es como si hubiera perdido la cabeza.

 

Su marido ha muerto, y lo primero que tiene que hacer es destruir su obra, aniquilar todo lo que han hecho juntos. Si se detiene a pensarlo, no será capaz de seguir adelante. Claro que ha perdido la cabeza. Hizo esa promesa casi cincuenta añ os atrá s, y hoy ha llegado el momento de cumplirla. Si yo estuviera en su lugar, querrí a terminar cuanto antes. Acabar de una vez, y luego derrumbarme. Por eso es por lo que Hector só lo le dio veinticuatro horas. No querí a que tuviese tiempo de pensarlo mejor.

 

Alma se puso entonces en pie, y mientras daba la vuelta a la habitació n subiendo las persianas, me levanté de la cama y me vestí. Quedaban muchas cosas por decir, pero tendrí amos que aplazarlas hasta que hubié ramos visto las pelí culas. El sol entraba a raudales por las ventanas mientras Alma subí a las persianas, inundando el cuarto con una luz cegadora de media mañ ana. Llevaba vaqueros, lo recuerdo bien, y un jersey blanco de algodó n. Ni zapatos ni calcetines, y las uñ as de sus esplé ndidos deditos de los pies, pintadas de rojo. Las cosas no tení an que haber pasado así. Yo contaba con que Hector hubiera seguido viviendo para ofrecerme una serie de lentas y contemplativas jornadas en el rancho sin otra cosa que hacer que ver sus pelí culas y sentarme frente a é l en la penumbra de su habitació n. Era difí cil elegir entre una y otra decepció n, decidir cuá l era la mayor frustració n: no volver a hablar con é l o saber que iban a quemar sus pelí culas antes de que yo tuviera ocasió n de verlas todas.

 

Al bajar pasamos frente a la habitació n de Hector, y cuando miré al interior vi que la gente menuda estaba quitando las sá banas de la cama. La habitació n estaba ahora completamente vací a. Habí an desaparecido los objetos que abarrotaban la superficie de la có moda y de la mesilla de noche (frascos de pastillas, vasos, libros, termó metros, toallas), y salvo por las mantas y almohadas tiradas por el suelo, nada sugerí a que un hombre acababa de morir allí só lo siete horas antes. Los vi en el momento en que quitaban la sá bana de abajo. Estaba cada uno a un lado de la cama, las manos flotando en el aire, a punto de doblar la sá bana por las dos esquinas al mismo tiempo. Tení an que coordinar los movimientos debido a su pequeñ a estatura (la cabeza apenas les sobresalí a del colchó n), y mientras la sá bana se hinchaba momentá neamente sobre la cama, vi que estaba sucia de manchas y señ ales diversas, los ú ltimos vestigios í ntimos de la presencia de Hector en el mundo. Todos morimos soltando sangre y meados, cagá ndonos como niñ os recié n nacidos, ahogá ndonos en nuestros propios mocos. Un segundo despué s, la sá bana volvió a alisarse, y los criados sordomudos empezaron a caminar a lo largo de la cama, movié ndose de la cabecera a los pies mientras la sá bana se plegaba sobre sí misma y luego caí a silenciosamente al suelo.

 

Alma habí a preparado bocadillos y bebidas para llevarlos a la sala de proyecció n. Mientras ella iba a la cocina a ponerlo todo en una cesta, deambulé por la planta baja mirando las obras de arte que colgaban de las paredes.

 

Debí a de haber tres docenas de cuadros y dibujos só lo en el cuarto de estar, y otra docena en el pasillo: abstracciones luminosas y ondulantes, paisajes, retratos, apuntes a lá piz y plumilla. Ninguno llevaba firma, pero todos parecí an obra de una misma persona, lo que significaba que Frieda debí a de ser la autora. Me detuve frente a un pequeñ o dibujo que colgaba sobre el mueble del tocadiscos.

 

No iba a tener tiempo de mirarlo todo, así que decidí concentrarme en aqué l y no fijarme en el resto. Era un niñ o pequeñ o visto desde arriba: una criatura de unos dos añ os, tumbada de espaldas con las piernas abiertas y los ojos cerrados, evidentemente dormida en su cuna. El papel se habí a puesto amarillo y empezaba a desmigajarse un poco por los bordes, y cuando vi lo antiguo que era, tuve la certidumbre de que el niñ o del dibujo era Tad, el hijo muerto de Hector y Frieda. Brazos y piernas al aire, doblados de cualquier manera; torso desnudo; pañ al de algodó n, fruncido y sujeto con un imperdible; sugerencia de barrotes en la cuna, justo detrá s de la coronilla del niñ o. Las lí neas daban una impresió n de rapidez, de espontaneidad: un remolino de trazos vibrantes, seguros, probablemente ejecutados en menos de cinco minutos.

 

Traté de imaginarme la escena, remontarme al momento en que el lá piz se apoyó por primera vez en el papel. Una madre sentada frente a su hijo, que duerme su siesta de media tarde. Ella lee un libro, pero cuando alza la vista y lo observa en aquella postura indefensa —cabeza atrá s y echada hacia un lado—, saca un lapicero del bolsillo y empieza a dibujarlo. Como no tiene papel, utiliza la ú ltima hoja del libro, que por casualidad es blanca. Cuando acaba el dibujo, arranca la hoja y la guarda; o la deja en el libro y se olvida del dibujo. Y si se olvida, pasan añ os antes de que vuelva a abrir ese libro y descubra el dibujo perdido. Só lo entonces separa la quebradiza hoja de su encuadernació n, la enmarca y la cuelga en la pared. Era imposible saber cuá ndo podí a haber pasado eso. Cuarenta añ os atrá s, quizá, o el mes pasado, pero cuando encontró ese dibujo de su hijo, el niñ o ya estaba muerto; tal vez llevara muerto mucho tiempo, puede que má s añ os de los que yo llevaba viviendo.

 

Cuando Alma volvió de la cocina, me tomó de la mano, me sacó del cuarto de estar y me llevó a un pasillo adyacente, de muros encalados y suelo de baldosas rojas.

 

Quiero que veas una cosa, me anunció. Sé que andamos faltos de tiempo, pero só lo será un momento.

 

Fuimos hasta el fondo del pasillo, pasando frente a dos o tres puertas, y nos detuvimos frente a la ú ltima.

 

Alma dejó en el suelo la cesta del almuerzo y sacó un llavero del bolsillo. Debí a de haber unas quince o veinte llaves, pero encontró enseguida la que querí a y la introdujo en la cerradura. El estudio de Hector, explicó. Aquí pasaba má s tiempo que en ningú n otro sitio. El rancho era su mundo, pero é ste era el centro de ese mundo.

 

La estancia estaba llena de libros. Fue lo primero que observé al entrar: la cantidad de libros que habí a. Tres de las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterí as del suelo al techo, y hasta el ú ltimo centí metro de aquellos estantes estaba atestado de libros. Los habí a tambié n amontonados y apilados en sillas y mesas, en la alfombra, en el escritorio. En tapa dura y ediciones de bolsillo, nuevos y viejos, en inglé s, españ ol, francé s e italiano. El escritorio era una larga mesa de madera en medio de la habitació n —gemela de la que habí a en la cocina— y entre los tí tulos que vi recuerdo Mi ú ltimo suspiro, de Luis Buñ uel. Como el libro estaba abierto y boca abajo frente a la butaca, me pregunté si Hector no habrí a estado leyé ndolo el dí a que se cayó y se rompió la pierna: la ú ltima vez que estuvo en el estudio. Estaba a punto de cogerlo para ver dó nde se habí a quedado, cuando Alma volvió a tomarme de la mano y me condujo frente a una estanterí a al fondo del estudio. Creo que esto te va a interesar, me dijo. Señ aló una hilera de libros que habí a a varios centí metros por encima de su cabeza (pero exactamente a la altura de mis ojos), y vi que todos eran de autores franceses: Baudelaire, Balzac, Proust, La Fontaine. Un poco má s a la izquierda, dijo Alma, y al mover los ojos en aquella direcció n, escudriñ ando el lomo de los libros para ver lo que querí a enseñ arme, me encontré de pronto con el verde y dorado de la familiar edició n en dos volú menes de La Plé iade de las Mé moires d’outre-tombe de Chateaubriand.

 

No deberí a haberme afectado, pero lo hizo. Chateaubriand no era un autor desconocido, pero me conmovió saber que Hector habí a leí do aquel libro, entrando en el mismo laberinto de recuerdos por el que yo erraba desde hací a dieciocho meses. Era otro punto de contacto, en cierto modo, otro eslabó n en la cadena de encuentros fortuitos y afinidades curiosas que me habí an atraí do hacia é l desde el principio. Saqué el primer volumen del estante y lo abrí. Sabí a que Alma y yo debí amos darnos prisa, pero no pude resistir el impulso de pasar la mano por un par de pá ginas, de tocar algunas de las palabras que Hector habí a leí do en el sosiego de aquella habitació n. El libro se abrió por la mitad y vi que habí a una frase subrayada con un tenue trazo a lá piz. Les moments de crise produisent un redoublement de vie chez les hommes. Los momentos de crisis producen una vitalidad redoblaba en los hombres. O má s sucintamente, quizá: los hombres só lo empiezan a vivir plenamente cuando se ven entre la espada y la pared.

 

A toda prisa, salimos al calor de aquella mañ ana de verano con nuestros bocadillos y bebidas frí as. La mañ ana anterior, habí amos viajado entre los vestigios de un temporal de Nueva Inglaterra. Ahora está bamos en el desierto, caminando bajo un cielo sin nubes, respirando un aire suave que olí a a enebro. A la derecha veí a los á rboles de Hector, y mientras bordeá bamos la sinuosa lí nea del jardí n, oí amos cantar a las cigarras entre la alta hierba. Destellos de milenrama, coniza y galio. Me sentí a sumamente alerta, lleno de una especie de demencial resolució n, en un estado donde se mezclaban el miedo, la expectació n y la felicidad; como si tuviera tres intelectos, diferentes pero que funcionaran todos a la vez. Un gigantesco lienzo de montañ as se extendí a a lo lejos; un cuervo volaba en cí rculos sobre nuestras cabezas; una mariposa azul se posó en una piedra, A menos de cien metros de la casa, ya notaba que el sudor se me adensaba en la frente. Alma señ aló un edificio rectangular de una planta, de adobe, con unos escalones de cemento resquebrajado donde crecí an unos hierbajos. Los actores y los té cnicos dormí an allí durante la realizació n de las pelí culas, me informó, pero ahora las ventanas estaban cerradas con tablones y no habí a agua ni luz. Los locales de posproducció n se encontraban a otros cincuenta metros de allí, pero el edificio que me llamó la atenció n fue el que estaba má s lejos.

 

El estudio de sonido era una construcció n descomunal, deslumbrante a pleno sol, un enorme cubo blanco que allí resultaba raro, má s semejante a un hangar de avió n o un garaje de camiones que a un estudio cinematográ fico.

 

Impulsivamente, apreté la mano de Alma y luego deslicé mis dedos entre los suyos, entrelazá ndolos. ¿ Qué vamos a ver primero?, le pregunté.

 

La vida interior de Martin Frost.

 

¿ Por qué é sa y no otra?

 

Porque es la má s corta. Podremos verla desde el principio hasta el final, y si Frieda no ha vuelto cuando hayamos terminado de verla, pondremos la má s corta despué s de é sa. No se me ha ocurrido otra manera de hacerlo.

 

Es culpa mí a. Tení a que haber venido aquí hace un mes. No te imaginas lo estú pido que me siento.

 

Las cartas de Frieda no eran muy amables. De haber estado en tu situació n, yo tambié n habrí a dudado.

 

No podí a admitir que Hector estuviera vivo. Y luego, una vez que lo acepté, me negué a admitir que se estaba muriendo. Esas pelí culas llevan añ os ahí. Si hubiera reaccionado enseguida, habrí a podido verlas todas. Podrí a haberlas visto dos o tres veces, aprendé rmelas de memoria, asimilarlas. Y ahora tenemos que darnos prisa para ver só lo una. Es absurdo.

 

No te mortifiques, David. Yo tardé un añ o entero en convencerlos de que tení as que venir al rancho. Si alguien tiene la culpa, soy yo. Soy yo quien no ha estado muy despabilada. Soy yo quien se siente como una estú pida.

 

Alma abrió la puerta con otra de sus llaves, y en el momento en que franqueamos el umbral y entramos en el edificio, la temperatura bajó diez grados. Estaba puesto el aire acondicionado, y a menos que estuviera funcionando todo el tiempo (cosa que dudaba), aquello suponí a que Alma habí a pasado por allí a primera hora de la mañ ana.

 

Parecí a un hecho insignificante, pero cuando pensé en ello unos momentos, sentí una enorme oleada de lá stima por ella. Habí a visto có mo Frieda se marchaba con el cadá ver de Hector a las siete o siete y media, y entonces, en vez de subir a despertarme, se dirigió al edificio de posproducció n para poner en marcha el aire acondicionado.

 

Durante las dos horas y media siguientes, habí a estado allí sola, llorando a Hector mientras el edificio se refrescaba, incapaz de verme frente a frente hasta que se le hubieran acabado las lá grimas. Podrí amos haber pasado ese tiempo viendo una pelí cula, pero como ella no se habí a sentido preparada para empezar, una parte del dí a se nos habí a escapado entre los dedos. Alma no era dura. Era má s valiente de lo que yo pensaba, pero no era dura, y mientras la seguí a por el fresco corredor hacia la sala de proyecció n, acabé comprendiendo lo terrible que iba a ser aquel dí a para ella, lo terrible que ya habí a sido.

 

Puertas a la izquierda, puertas a la derecha, pero sin tiempo para abrir ninguna, sin tiempo para entrar y echar un vistazo a la sala de montaje o al estudio de mezcla de sonido, ni siquiera para preguntar si el equipo seguí a allí.

 

Al final del corredor, torcimos a la izquierda, fuimos por otro pasillo con paredes de bloques de hormigó n (azul claro, lo recuerdo), y luego pasamos por unas puertas dobles a la pequeñ a sala de proyecció n. Habí a tres filas de butacas tapizadas, de asiento abatible —aproximadamente de ocho a diez por fila—, y el suelo descendí a suavemente hacia delante. La pantalla estaba fija en la pared, sin escenario ni teló n: un rectá ngulo opaco de plá stico blanco con diminutas perforaciones y un lustroso brillo oxidado.

 

Las luces estaban encendidas, y cuando me di la vuelta para echar una mirada, lo primero en que me fijé fue en que habí a dos proyectores, cada uno de ellos cargado con un rollo de pelí cula.

 

Salvo por unas cuantas fechas y cifras, Alma no me habí a dicho mucho de la pelí cula. La vida interior de Martin Frost era la cuarta pelí cula que Hector habí a hecho en el rancho, me explicó, y cuando terminó el rodaje, en marzo de 1946, trabajó en ella otros cinco meses antes de proyectar la versió n definitiva en una sesió n privada el doce de agosto. Duraba cuarenta y un minutos. Igual que todas las pelí culas de Hector, se habí a filmado en blanco y negro, pero Martin Frost era algo diferente de las demá s en el sentido de que podí a describirse como una comedia (o como una pelí cula con elementos có micos) y, por tanto, era la ú nica obra del ú ltimo periodo que guardaba alguna relació n con los cortometrajes có micos de los añ os veinte. Alma la eligió por su duració n, segú n habí a dicho, pero eso no significaba que no fuese una buena muestra para empezar. Su madre habí a interpretado el papel protagonista, y si no era la obra má s ambiciosa que Hector y ella hicieron juntos, probablemente era la má s encantadora. Alma apartó un momento la vista. Luego, tras respirar hondo, se volvió de nuevo hacia mí y dijo: Faye estaba tan viva entonces, tan llena de vitalidad... Nunca me canso de verla.

 

Esperé que prosiguiera, pero aquel fue el ú nico comentario que hizo, la ú nica observació n que se parecí a a la manifestació n de una opinió n subjetiva. Despué s de otro breve silencio, abrió la cesta del almuerzo y sacó un cuaderno y un bolí grafo, que estaba provisto de una luz para escribir en la oscuridad. Por si quieres hacer alguna anotació n, me dijo. Cuando me los dio, se inclinó un poco y me besó en la mejilla —un besito, un beso de colegiala—, y luego se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.

 

Veinte segundos despué s, oí unos golpecitos. Alcé la vista y allí estaba otra vez, saludá ndome con la mano tras el cristal de la cabina de proyecció n. Le devolví el saludo —quizá hasta le lancé un beso— y entonces, justo cuando me estaba sentando en medio de la primera fila, Alma fue atenuando las luces. No volvió a bajar hasta que se acabó la pelí cula.

 

Tardé un tiempo en entrar en el asunto, en enterarme de lo que pasaba. La acció n estaba filmada con un realismo tan inexpresivo, con una atenció n tan escrupulosa a los detalles de la vida cotidiana, que no percibí la magia que rodeaba el meollo de la trama. La pelí cula empezaba como cualquier otra comedia sentimental, y durante los primeros doce o quince minutos Hector se apegaba a las trilladas convenciones del gé nero: el encuentro accidental entre el galá n y la chica, el malentendido que los empuja a separarse, el cambio sú bito y el estallido de deseo, la zambullida en el delirio, el surgimiento de dificultades, el enfrentamiento con la duda y su superació n; todo lo cual conducirí a (o eso creí a yo) a un desenlace triunfal. Pero entonces, transcurrida má s o menos la tercera parte de la narració n, me di cuenta de que no lo habí a entendido bien. Pese a todas las apariencias, el escenario de la pelí cula no era Tierra del Sueñ o ni el territorio del Rancho Piedra Azul, sino el interior de la cabeza de un hombre; y la mujer que habí a entrado en aquella cabeza no era una mujer de carne y hueso, sino un espí ritu, una criatura nacida de la imaginació n del hombre, un ser efí mero enviado para servirle de musa.

 

Si la pelí cula se hubiese filmado en cualquier otro sitio, puede que no hubiera sido tan lento de entendederas.

 

La inmediatez del paisaje me desconcertó, y durante los dos primeros minutos debí luchar contra la impresió n de que estaba viendo una especie de pelí cula casera, muy elaborada y habilidosa. La casa de la pelí cula era la casa de Hector y Frieda, el jardí n era su jardí n, la carretera era su carretera. Incluso salí an los á rboles de Hector; con un aspecto má s joven y descarnado que ahora, quizá, pero seguí an siendo los mismos frente a los que habí a pasado de camino al edificio de posproducció n no hací a ni diez minutos. Salí a la habitació n en la yo habí a dormido, la piedra en la que habí a visto posarse a la mariposa, la mesa de cocina de la que Frieda se habí a levantado para contestar al telé fono. Hasta que empezó a proyectarse la pelí cula en la pantalla frente a mis ojos, todas esas cosas habí an sido reales. Ahora, en las imá genes en blanco y negro salidas de la cá mara de Charlie Grund, se habí an convertido en elementos de un mundo de ficció n. Yo debí a interpretarlas como sombras, pero mi cerebro no se ajustó con la suficiente rapidez. Una y otra vez, las veí a como eran, no como lo que pretendí an ser.

 

Los tí tulos de cré dito aparecieron en silencio, sin mú sica de fondo, sin señ ales auditivas que preparasen al espectador para lo que iba a venir. Una sucesió n de carteles blancos sobre fondo negro anunciaba los aspectos má s destacados. La vida interior de Martin Frost. Guió n y direcció n: Hector Spelling. Reparto: Norbert Steinhaus y Faye Morrison. Cá mara: C. P. Grund. Decorados y vestuario: Frieda Spelling. El nombre de Steinhaus no me decí a nada, y cuando ese actor apareció en escena unos momentos despué s, tuve la seguridad de que nunca lo habí a visto. Era un individuo alto y desgarbado, de treinta y tantos añ os, mirada aguda y perspicaz, y una leve calvicie.

 

De aspecto no especialmente atractivo ni heroico, pero simpá tico, humano, con un rostro lo bastante expresivo como para sugerir cierta actividad mental. No me sentí incó modo vié ndolo y no me resistí a creer en su actuació n, cosa que me resultaba má s difí cil con respecto a la madre de Alma. No porque no fuese buena actriz, ni tampoco porque me sintiera decepcionado (era encantadora, y estaba excelente en su papel), sino simplemente porque era la madre de Alma. No cabe duda de que eso contribuyó a la sensació n de desplazamiento y confusió n que experimenté al comienzo de la proyecció n. Ahí tení a a la madre de Alma —pero a la madre de Alma de joven, con quince añ os menos de los que ahora tení a Alma—, y no pude dejar de buscar en ella signos de su hija, indicios de cierta semejanza entre ellas. Faye Morrison era má s morena y má s alta que Alma, indiscutiblemente má s hermosa que ella, pero sus cuerpos tení an una forma similar, y en la expresió n de los ojos, la inclinació n de la cabeza y el tono de voz tambié n se apreciaban similitudes. No quiero sugerir que fuesen iguales, pero sí existí an suficientes paralelismos, bastantes ecos gené ticos para imaginarme que estaba viendo a Alma sin la marca de nacimiento, Alma antes de que la conociera, Alma con veintidó s o veintitré s añ os, viviendo a travé s de su madre en una versió n alternativa de su propia vida.

 

La pelí cula empieza con una toma lenta y metó dica del interior de la casa. La cá mara se desliza sobre las paredes, pasa por encima de los muebles del saló n, y acaba detenié ndose frente a la puerta. No habí a nadie en casa, nos dice una voz en off y un momento despué s se abre la puerta y aparece Martin Frost, llevando una maleta en una mano y una bolsa de comestibles en la otra. Mientras cierra la puerta con el pie al entrar, prosigue la narració n en off. Acababa de pasar tres añ os escribiendo una novela y estaba agotado, necesitaba un descanso. Cuando los Spelling decidieron pasar el invierno en Mé xico, se ofrecieron a dejarme la casa. Hector y Frieda eran muy buenos amigos mí os, y los dos sabí an cuá nto me habí a exigido el libro. Me imaginé que me vendrí a bien un par de semanas en el desierto, de manera que una mañ ana me subí al coche, salí de San Francisco y vine a Tierra del Sueñ o. No hice planes. Lo ú nico que querí a era estar sin hacer nada, vivir como vive una piedra.

 

Mientras escuchamos el relato de Martin, lo vemos deambular por diversas partes de la casa. Lleva los comestibles a la cocina, pero en el momento en que la bolsa toca la encimera, la escena cambia al saló n, donde lo encontramos frente a la librerí a. Está examinando los libros, y cuando alarga la mano para coger uno, saltamos a una habitació n de la planta alta, donde está abriendo y cerrando cajones de la có moda, colocando sus cosas. Un cajó n se cierra de golpe, y un instante despué s Martin está sentado en la cama, probando la resistencia del colchó n. Es un montaje fragmentado, organizado con eficacia, que combina primeros planos y planos medios en una sucesió n de á ngulos levemente anó malos, ritmos cambiantes y pequeñ as sorpresas visuales. Normalmente cabrí a esperar mú sica de fondo en una secuencia de ese tipo, pero Hector prescinde de los instrumentos en favor de los ruidos naturales: el chirrido de los muelles de la cama, los pasos de Martin por el suelo de baldosas, el crujido de la bolsa de papel. La cá mara se detiene en las manillas de un reloj, y mientras escuchamos las ú ltimas palabras del monó logo introductorio (Lo ú nico que querí a era estar sin hacer nada, vivir como vive una piedra), la imagen empieza a hacerse borrosa. Sigue un silencio.

 

Durante unos momentos, es como si todo se hubiese interrumpido —la voz, los ruidos, las imá genes—, y luego, de forma muy brusca, la escena nos lleva al exterior.

 

Martin está paseando por el jardí n. A un plano largo sucede un primer plano; el rostro de Martin y, seguidamente, un detenido examen del ambiente que le rodea: á rboles y maleza, cielo, un cuervo que se posa en la rama de un chopo. Cuando la cá mara vuelve a é l, Martin está en cuclillas, observando un cortejo de hormigas. Oí mos que el viento sopla con fuerza entre los á rboles: un silbido prolongado, que recuerda el fragor del oleaje. Martin alza la cabeza, protegié ndose los ojos del sol, y de nuevo la cá mara nos lleva a otra parte del paisaje: una peñ a por la que repta un lagarto. La cá mara se eleva unos centí metros y, obteniendo un efecto panorá mico, en la parte superior del cuadro vemos una nube que pasa sobre la peñ a. ¿ Y yo qué sabí a?, dice Martin. Unas horas de silencio, unas bocanadas de aire del desierto, y de buenas a primeras me empieza a rondar por la cabeza una idea para un relato.



  

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