Хелпикс

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Notas a pie de página 17 страница



 

¿ Vive todaví a?

 

Ya lo creo. Al menos viví a hace tres añ os.

 

¿ Y?

 

Se casó en 1933 con un tal Faraday y tuvieron cuatro hijos. Esos hijos les dieron once nietos, y justo en la é poca en que fui a verlos, uno de los nietos estaba a punto de convertirlos en bisabuelos.

 

Estupendo. No sé por qué digo eso, pero me alegro de oí rlo.

 

Dio clases de cuarto durante quince añ os, y luego la nombraron directora del colegio. Cargo que siguió ocupando hasta 1976, añ o en que se jubiló.

 

En otras palabras, Nora siguió siendo Nora.

 

Tení a setenta y tantos añ os cuando fui a verla, pero daba la impresió n de que era la misma persona que Hector me habí a descrito.

 

¿ Y Herman Loesser? ¿ Se acordaba de é l?

 

Cuando dije su nombre, lloró.

 

¿ Que lloró? ¿ Qué quieres decir?

 

Que se echó a llorar. Quiero decir que los ojos se le llenaron de lá grimas, y que las lá grimas le corrieron por las mejillas. Que lloró como tú y como yo. Igual que llora todo el mundo.

 

Santo Dios.

 

Se quedó tan sorprendida y avergonzada, que tuvo que levantarse y salir de la habitació n. Cuando volvió, me cogió la mano y dijo que lo sentí a. Le habí a conocido hací a mucho tiempo, explicó, pero nunca habí a podido dejar de pensar en é l. Pensaba en é l todos los dí as desde hací a cincuenta y cuatro añ os.

 

Eso te lo está s inventando.

 

No me invento nada. Si no hubiera estado allí, yo tampoco me lo habrí a creí do. Pero eso es lo que pasó.

 

Todo sucedió como dijo Hector. Cada vez que pienso que me ha mentido, resulta que me ha dicho la verdad. Y eso es lo que hace tan imposible su historia, David. Porque todo lo que me ha contado es verdad.

 

 
 7
 

 

 

Aquella noche no habí a luna. Cuando salí del coche y puse los pies en el suelo, recuerdo que dije para mis adentros: Alma lleva carmí n en los labios, el coche es amarillo y esta noche no hay luna. En la oscuridad, tras el edificio principal, apenas distinguí a el contorno de los á rboles de Hector: grandes masas de sombra agitadas por el viento.

 

Las Memorias de un muerto empiezan con un pasaje sobre á rboles. Me sorprendí pensando en eso mientras nos acercá bamos a la puerta de entrada, intentando recordar mi traducció n del tercer pá rrafo de las dos mil pá ginas del libro de Chateaubriand, el que empieza con las palabras Ce lieu me plaî t; il a remplacé pour moi les champs paternels[10] y concluye con las siguientes frases: Tengo apego a estos á rboles. Les he dedicado elegí as, sonetos, odas. No hay uno solo entre ellos que no haya cuidado con mis propias manos, que no haya librado del gusano que atacaba su raí z, de la oruga pegada a sus hojas. Los conozco a todos por su nombre, como si fueran mis hijos. Son mi familia. No tengo otra, y espero morir cerca de ella. [11]

 

No contaba con verle aquella misma noche. Cuando Alma llamó desde el aeropuerto, Frieda habí a advertido que Hector probablemente estarí a dormido para cuando nosotros llegá ramos al rancho. Aú n aguantaba, añ adió, pero no creí a que estuviera en condiciones de hablar conmigo hasta la mañ ana siguiente; suponiendo que lograra durar hasta entonces.

 

Once añ os despué s, me sigo preguntando lo que habrí a pasado si me hubiese parado, si hubiese dado media vuelta antes de llegar a la puerta. ¿ Y si en vez de rodear los hombros de Alma con el brazo y andar resueltamente hacia la casa, me hubiese detenido un momento para mirar a la otra mitad del cielo y descubrir que una enorme luna redonda lo bañ aba todo con su luz? ¿ Seguirí a siendo cierto decir que aquella noche no habí a luna? Si no me hubiera molestado en dar media vuelta para mirar detrá s de mí, sin duda, seguirí a siendo cierto. Si no vi la luna, es que no habí a luna en el cielo.

 

No estoy sugiriendo que no me molesté en mirar.

 

Mantuve los ojos abiertos, intenté absorber todo lo que ocurrí a a mi alrededor, pero seguro que tambié n se me escaparon muchas cosas. Me guste o no, só lo puedo escribir de lo que vi y oí, y de nada má s. Esto no es el reconocimiento de un fracaso, sino una afirmació n metodoló gica, una declaració n de principios. Si no vi la luna, es que no habí a luna en el cielo.

 

Menos de un minuto despué s de entrar en la casa, Frieda me llevaba a la planta alta, a la habitació n de Hector. No tuve tiempo de nada, salvo para una rapidí sima mirada a mi alrededor, la má s breve de las primeras impresiones —sus cabellos blancos cortados casi al rape, la firmeza de su apretó n de manos, el cansancio de sus ojos—, y antes de que pudiera decir alguna de las cosas que habrí a debido decir (gracias por recibirme, espero que Hector se encuentre mejor), me informó de que estaba despierto. Le gustarí a verle ahora, anunció, y de pronto me vi mirá ndola a la espalda mientras me conducí a escaleras arriba. No tuve tiempo de observar la casa —salvo para darme cuenta de que era espaciosa y estaba amueblada con sencillez, con muchos dibujos y cuadros colgando de las paredes (quizá de Frieda, quizá no)—, ni de pensar en el increí ble personaje que habí a abierto la puerta, un hombre tan diminuto que ni siquiera lo vi hasta que Alma se agachó y le besó en la mejilla. Frieda entró en la habitació n un momento despué s, y aunque recuerdo el abrazo de las dos mujeres, no logro acordarme de si Alma iba conmigo al subir las escaleras. Parece que siempre le pierdo el rastro en ese momento. La busco en mi memoria, pero nunca logro localizarla. Cuando llego a lo alto de la escalera, Frieda tambié n desaparece inevitablemente. No puede haber pasado de esa manera, pero así es como lo recuerdo.

 

Cada vez que me veo entrar en la habitació n de Hector, siempre entro solo.

 

Lo que má s me asombró, creo, fue el mero hecho de que tuviera cuerpo. Hasta que lo vi acostado allí, en su cama, no estoy seguro de haber creí do en é l plenamente alguna vez. No como una persona auté ntica, en cualquier caso, no de la manera en que creí a en Alma o en mí mismo, no del modo en que creí a en Helen o incluso en Chateaubriand. Me quedé ató nito al comprobar que Hector tení a manos y ojos, uñ as y hombros, cuello y oreja izquierda: que era tangible, que no era un ser imaginario.

 

Lo habí a tenido durante tanto tiempo en la cabeza, que parecí a imposible que pudiera existir en otra parte.

 

Las manos huesudas, cubiertas de manchas de vejez; los dedos nudosos y las venas gruesas, prominentes; piel replegada bajo el mentó n; la boca entreabierta. Cuando entré en la habitació n estaba tumbado de espaldas, los brazos encima de la colcha, despierto pero inmó vil, mirando al techo en una especie de trance. Pero cuando se volvió hacia mí, vi que sus ojos eran los ojos de Hector.

 

Mejillas apergaminadas, frente marchita, cuello arrugado, cabeza canosa, de pelo apelmazado; y sin embargo en aquella cara reconocí la cara de Hector. Habí an pasado sesenta añ os desde que se quitó el bigote y la camisa blanca, pero aú n conservaba un aire. Habí a envejecido, se habí a hecho infinitamente viejo, pero una parte de é l seguí a estando allí.

 

Zimmer, me saludó. Sié ntese a mi lado, Zimmer, y apague la luz.

 

Tení a la voz dé bil y enredada en flemas, un sordo murmullo de suspiros y semiarticulaciones, pero lo bastante sonora para distinguir lo que decí a. La r al final de mi nombre vibraba un poco, y cuando alargué la mano para apagar la luz de la mesilla, me pregunté si no le resultarí a má s fá cil que siguié ramos en españ ol. Despué s de apagar, sin embargo, vi que habí a má s luz al otro extremo de la habitació n —una lá mpara de pie con una amplia pantalla de vitela—, donde una mujer estaba sentada en una butaca. Se levantó en el mismo momento en que la miré, y entonces debí de sobresaltarme un poco; no só lo por la sorpresa, sino porque era minú scula, tan diminuta como el hombre que nos habí a abierto la puerta. Ninguno de los dos podrí a medir má s de un metro veinte. Creí oí r que Hector se reí a a mi espalda (un silbido, un susurro, la má s tenue carcajada), y luego la mujer me saludó con una inclinació n de cabeza y salió de la habitació n.

 

¿ Quié n es?, pregunté.

 

No se alarme, contestó Hector. Se llama Conchita. Es como de la familia.

 

Es que no la habí a visto, eso es todo. Me sorprendió.

 

Su hermano Juan tambié n vive aquí. Son gente menuda. Extrañ a gente menuda que no puede hablar. Son de toda confianza.

 

¿ Quiere que apague la otra lá mpara?

 

No, así está bien. No me hace dañ o a los ojos. Estoy có modo.

 

Me senté en la silla que habí a junto a la cama y me incliné hacia delante, tratando de ponerme lo má s cerca posible de sus labios. La lá mpara del otro extremo de la habitació n no iluminaba má s que una vela, pero habí a luz suficiente para ver la cara de Hector, para mirarlo a los ojos. Un pá lido destello flotaba sobre la cama, un aire amarillento mezclado con sombras y oscuridad.

 

Siempre llega demasiado pronto, declaró Hector, pero no tengo miedo. Un hombre como yo tiene que estar machacado. Gracias por haber venido, Zimmer. No esperaba verlo por aquí.

 

Alma fue muy convincente. Hace tiempo que debí a haberla mandado a buscarme.

 

Me ha causado usted una gran impresió n, señ or mí o.

 

Al principio, no podí a aceptar lo que habí a hecho. Ahora creo que me alegro.

 

Yo no he hecho nada.

 

Ha escrito un libro. He leí do y releí do ese libro, y cada vez me hací a la misma pregunta: ¿ por qué se habrá fijado en mí? ¿ Qué propó sito le moví a, Zimmer?

 

Usted me hizo reí r. Eso fue todo. Rompió la cá scara que me envolví a, y despué s se convirtió en mi pretexto para seguir viviendo.

 

Su libro no trata de eso. Hace honor a mi antiguo trabajo con el bigote, pero no habla de usted.

 

No tengo costumbre de hablar de mí mismo. Me pone incó modo.

 

Alma ha mencionado una gran tristeza, un dolor indescriptible. Si le he ayudado a sobrellevar ese dolor, quizá sea lo mejor que haya hecho en la vida.

 

Querí a morirme. Despué s de escuchar lo que Alma me ha dicho esta tarde, deduzco que usted tambié n ha pasado por eso.

 

Alma ha hecho bien en contarle esas cosas. Soy un hombre ridí culo. Dios me ha gastado muchas bromas, y cuanto má s las conozca usted, mejor entenderá mis pelí culas. Estoy ansioso por escuchar lo que tenga usted que decir sobre ellas. Su opinió n es muy importante para mí, Zimmer.

 

Yo no sé nada de cine.

 

Pero estudia la obra de los demá s. Tambié n he leí do esos libros. Sus traducciones, sus escritos sobre los poetas.

 

No es casualidad que haya dedicado añ os a la cuestió n de Rimbaud. Usted comprende lo que significa volver la espalda a algo. Admiro a alguien que sea capaz de pensar así. Eso hace que su opinió n sea esencial para mí.

 

Pues hasta ahora se las ha arreglado sin la opinió n de nadie. ¿ A qué viene esa sú bita necesidad de saber lo que piensan los demá s?

 

Porque no estoy solo. Hay otros que tambié n viven aquí, y no debo pensar só lo en mí mismo.

 

Por lo que me han dicho, su mujer y usted siempre han trabajado juntos.

 

Sí, eso es cierto. Pero tambié n tenemos que contar a Alma.

 

¿ La biografí a?

 

Sí, el libro que está escribiendo. Tras la muerte de su madre, comprendí que le debí a eso. Alma tiene tan poco, que me pareció conveniente renunciar a ciertas ideas mí as para darle una oportunidad en la vida. He empezado a comportarme como un padre. No es lo peor que podrí a haberme pasado.

 

Creí a que Charlie Grund era su padre.

 

Lo era. Pero yo tambié n lo soy. Alma es la hija de esta casa. Si consigue hacer un libro con mi vida, entonces a lo mejor empiezan a irle bien las cosas. Aunque só lo fuera por eso, es una historia interesante. Una historia estú pida, quizá, pero no sin algunos momentos de interé s.

 

¿ Me está diciendo que ya no se preocupa de sí mismo, que ha abandonado?

 

Nunca me he preocupado de mí mismo, ¿ Por qué habrí a de molestarme en servir de ejemplo a los demá s? Puede que eso haga reí r. Serí a un buen desenlace, hacer reí r a la gente otra vez. Usted se ha reí do, Zimmer. A lo mejor se rí en otros, como usted.

 

Só lo está bamos calentá ndonos, apenas empezando a coger el ritmo de la conversació n, pero antes de que se me ocurriera una respuesta a la ú ltima observació n de Hector, Frieda entró en la habitació n y me tocó en el hombro.

 

Creo que debemos dejarlo descansar ya, dijo. Podrá n seguir hablando por la mañ ana.

 

Desmoralizaba que le cortaran así a uno, pero no me encontraba en situació n de poner objeciones. Frieda me habí a dejado menos de cinco minutos con é l, y ya me habí a conquistado, ya se habí a ganado mi simpatí a má s allá de lo que yo habí a considerado posible. Si un moribundo puede ejercer ese poder, pensé para mí, imagí nate lo que debió de ser con plenas facultades.

 

Sé que me dijo algo antes de que saliera de la habitació n, pero no me acuerdo de lo que era. Una despedida sencilla y corté s, pero ahora se me escapan las palabras exactas. Continuará, creo que fue; o si no, Hasta mañ ana, Zimmer, una frase trivial que no significaba nada importante; salvo, quizá, que seguí a creyendo que tení a un futuro, por breve que pudiera ser. Cuando me levanté de la silla, alzó la mano y me cogió del brazo. De eso sí me acuerdo. Recuerdo su contacto frí o, como de garra, y recuerdo que pensé para mí: esto es de verdad. Hector Mann está vivo, y su mano me está tocando en este momento. Recuerdo que entonces me dije que debí a acordarme de aquel contacto. Si no sobreviví a hasta la mañ ana, serí a la ú nica prueba de que lo habí a visto vivo.

 

Despué s de aquellos minutos febriles, hubo un periodo de calma que duró varias horas. Frieda permaneció en la planta alta, sentada en la silla que yo habí a ocupado durante mi entrevista con Hector, y Alma y yo bajamos a la cocina, que resultó ser una estancia amplia, bien iluminada, con paredes de piedra, una chimenea y una serie de electrodomé sticos antiguos que parecí an fabricados a principios de los añ os sesenta. Era agradable estar allí, y me gustaba estar sentado frente a la larga mesa de madera junto a Alma, sintiendo su contacto en mi brazo en el mismo sitio en que só lo unos momentos atrá s habí a sentido la mano de Hector. Dos gestos diferentes, dos recuerdos distintos: uno encima del otro. Mi piel se habí a convertido en un palimpsesto de sensaciones fugitivas, y cada capa llevaba la marca de lo que yo era.

 

La cena consistió en una azarosa sucesió n de platos calientes y frí os: guisado de lentejas, salchichó n, queso, ensalada y una botella de vino tinto. Nos la sirvieron Juan y Conchita, la extrañ a gente menuda que no puede hablar, y aunque no niego que me poní an un poco nervioso, estaba demasiado absorto en otras cosas para prestarles verdadera atenció n. Eran hermanos gemelos, me explicó Alma, y empezaron a trabajar para Hector y Frieda a los dieciocho añ os, hací a ya má s de veinte. Me fijé en la perfecta forma de sus cuerpos minú sculos, sus zafios rostros de campesinos, sus animadas sonrisas y evidente buena voluntad, pero encontraba má s interesante observar có mo Alma hablaba con las manos que mirar có mo los gemelos se comunicaban con ella. Me intrigaba el hecho de que Alma fuese tan diestra en el lenguaje de los signos, de que fuese capaz de lanzar frases formando un veloz revuelo con los dedos, y como se trataba de los dedos de Alma, eran los ú nicos dedos que yo querí a mirar. Se estaba haciendo tarde, despué s de todo, y no tardarí amos mucho en irnos a la cama. Pese a todas las demá s cosas que estaban ocurriendo justo en aquel momento, aqué lla era la cuestió n en que yo preferí a pensar.

 

¿ Recuerdas a los tres hermanos mexicanos?, me preguntó Alma.

 

¿ Los que ayudaron a construir la primera casa?

 

Los hermanos Ló pez. Tambié n habí a cuatro chicas en su familia, y Juan y Conchita son los hijos pequeñ os de la tercera hermana. Los hermanos Ló pez construyeron la mayor parte de los decorados de las pelí culas de Hector.

 

Entre todos tuvieron once hijos, y mi padre enseñ ó la té cnica del oficio a seis o siete. Ellos formaban el equipo. Los padres construí an el decorado, y los hijos cargaban las cá maras o manejaban la plataforma mó vil, ademá s de grabar el sonido, ocuparse de la utilerí a y hacer de tramoyistas y electricistas. Eso duró añ os. Yo jugaba con Juan y Conchita cuando é ramos pequeñ os. Son los primeros amigos que he tenido en el mundo.

 

Finalmente, bajó Frieda y se sentó con nosotros a la mesa de la cocina. Conchita lavaba un plato (de pie sobre un taburete, trabajando con eficiencia de adulto en su cuerpo de niñ a de siete añ os), y en cuanto vio a Frieda, le lanzó una larga mirada inquisitiva, como esperando instrucciones. Frieda asintió con la cabeza, y Conchita dejó el plato, se secó las manos con un trapo de cocina y se marchó. No habí an cruzado una palabra, pero era evidente que subí a a sentarse frente a Hector, a quien vigilaban por turnos.

 

Segú n mis cá lculos, Frieda Spelling tení a setenta y nueve añ os. Tras oí r las descripciones que Alma habí a hecho de ella, me esperaba a alguien implacable —una mujer brusca, intimidante, un personaje exagerado—, pero la persona que se sentó con nosotros aquella noche era discreta, de voz suave y actitud casi reservada. Ni carmí n ni maquillaje, ninguna preocupació n por el peinado, pero aú n femenina, todaví a hermosa de una forma depurada, incorpó rea. Mientras la miraba, empecé a notar que era una de esas raras personas en las que el espí ritu acaba triunfando sobre la materia. La edad no disminuye a esas personas. Hace que envejezcan, pero no alteran lo que son, y cuanto má s tiempo vivan, má s plena e implacablemente se encarnan a sí mismas.

 

Disculpe el desorden, profesor Zimmer, me dijo. Ha venido usted en un momento difí cil. Hector ha pasado una mala mañ ana, pero cuando le dije que usted y Alma vení an de camino, insistió en seguir despierto. Espero que no haya sido demasiado para é l.

 

Hemos mantenido una buena conversació n, repuse.

 

Creo que se alegra de que haya venido.

 

No sé si será alegrí a, pero siente algo parecido, algo muy profundo. Ha armado usted un gran revuelo en esta casa, profesor. Estoy segura de que es consciente de ello.

 

Antes de que pudiera contestar, Alma intervino para cambiar de tema. ¿ Te has puesto en contacto con Huyler?, le preguntó. Parece que no respira bien, ¿ sabes? Tiene la respiració n bastante peor que ayer.

 

Frieda suspiró, luego se pasó las manos por la cara: agotada por la falta de sueñ o, de tanta inquietud y agitació n. No pienso llamar a Huyler, declaró (hablando má s para sí que para Alma, como repitiendo un argumento que ya habí a desarrollado docenas de veces), porque lo ú nico que dirá Huyler es Llé velo al hospital, y Hector no quiere ir al hospital. Está harto de hospitales. Me lo ha hecho prometer, y yo le he dado mi palabra. Se acabaron los hospitales, Alma. Así que ¿ qué sentido tiene llamar a Huyler?

 

Hector tiene neumoní a, objetó Alma. Só lo tiene un pulmó n, y ya casi no puede respirar. Por eso debes llamar a Huyler.

 

Quiere morir en casa, le recordó Frieda. Me lo viene repitiendo a cada momento desde hace dos dí as, y no voy a contrariarle. Le he dado mi palabra.

 

Yo lo llevaré a Saint Joseph si tú está s demasiado cansada, se ofreció Alma.

 

Sin su permiso no, insistió Frieda. Y ahora no podemos hablar con é l porque se ha dormido. Lo intentaremos por la mañ ana, si quieres, pero no voy a hacerlo sin su permiso.

 

Mientras las dos mujeres proseguí an su conversació n, alcé la cabeza y vi a Juan, subido a un taburete frente al fogó n, haciendo huevos revueltos en una sarté n. Cuando tuvo la comida lista, la puso en un plato y la llevó adonde Frieda estaba sentada. Los huevos, calientes y amarillos, soltaban volutas de vapor sobre la porcelana azul, como si su olor se hubiera hecho visible. Frieda los miró un momento, pero no pareció entender lo que eran. Bien podrí an haber sido un montó n de grava, o un ectoplasma surgido del espacio exterior, pero no comida, y aunque se hubiera dado cuenta de que eran para comer, no tení a la menor intenció n de llevá rselos a la boca. Se sirvió un vaso de vino, en cambio, pero despué s de un sorbito volvió a dejar el vaso sobre la mesa, y luego, con la otra mano, apartó los huevos con mucha delicadeza.

 

No hay tiempo, me dijo. Esperaba tener ocasió n de hablar con usted, de intentar conocerlo un poco, pero me parece que no va a ser posible.

 

Pero tenemos mañ ana, aventuré.

 

Puede, repuso ella. En este momento, só lo pienso en ahora mismo.

 

Deberí as echarte un poco, Frieda, terció Alma. ¿ Desde cuá ndo no has dormido nada?

 

No me acuerdo. Desde anteayer, me parece. La noche anterior a tu marcha, Pues ya he vuelto, y David tambié n está aquí. No tienes por que ocuparte tú de todo.

 

Yo no lo hago todo, objetó Frieda, en absoluto. La gente menuda me ayuda mucho, pero tengo que estar allí para hablar con é l. Ya está muy dé bil para entenderse por señ as.

 

Descansa un poco, insistió Alma. Yo me quedaré con é l. Podemos hacerlo David y yo.

 

Espero que no te importe, repuso Frieda, pero estarí a mucho má s tranquila si esta noche te quedaras aquí. El profesor Zimmer puede dormir en tu casa, pero preferirí a que te quedaras arriba conmigo. Por si ocurre algo. ¿ Te parece bien? Ya he dicho a Conchita que haga la cama en la habitació n grande de invitados.

 

Me parece estupendo, contestó Alma, pero David no tiene por qué dormir en mi casa. Puede quedarse conmigo.

 

¡ Ah!, exclamó Frieda, totalmente sorprendida. ¿ Y qué dice a eso el profesor Zimmer?

 

El profesor Zimmer aprueba el plan, sentencié.

 

¡ Ah!, repitió ella, y por primera vez desde que entró en la cocina, Frieda sonrí o. Me pareció una sonrisa fabulosa, llena de perplejidad y estupefacció n, y mientras paseaba la mirada entre la cara de Alma y la mí a, fue ampliá ndose má s y má s. ¡ Dios Santo!, exclamó, si que vais deprisa, ¿ no? ¿ Quié n se habrí a esperado eso.?

 

Nadie, estuve a punto de decir, pero antes de que pudiera articular una sí laba, sonó el telé fono. Fue una interrupció n extrañ a, y como se produjo tan rá pidamente despué s de que Frieda pronunciara la palabra eso, pareció haber una relació n entre los dos hechos, como si el telé fono hubiera sonado en respuesta directa a la palabra. Cambió el ambiente por completo, apagando el destello de alegrí a que habí a iluminado su semblante. Frieda se puso en pie, y mientras se dirigí a hacia el telé fono (que estaba colgado en la pared, junto a la puerta abierta, a unos seis o siete pasos a su derecha), se me ocurrió que el objeto de la llamada era decirle que no le estaba permitido sonreí r, que en la casa de la muerte estaba prohibido sonreí r. Era una idea ridí cula, pero eso no significaba que mi intuició n fuese falsa. Nadie, habí a estado a punto de decir, y cuando Frieda cogió el telé fono y preguntó quié n era, resultó que no habí a nadie al otro lado de la lí nea. Diga, ¿ quié n es?, y cuando no contestaron a su pregunta, volvió a repetirla y luego colgó. Se volvió hacia nosotros con expresió n angustiada. Nadie, dijo. Maldita sea, nadie.

 

Hector murió unas horas despué s, entre las tres y las cuatro de la mañ ana. Alma y yo está bamos dormidos cuando pasó, desnudos bajo las sá banas, en la cama de la habitació n de invitados. Habí amos hecho el amor, charlado, vuelto a hacer el amor, y no sé muy bien cuá ndo acabaron fallá ndonos las fuerzas. En el espacio de dos dí as, Alma habí a atravesado dos veces el paí s, habí a conducido centenares de kiló metros yendo y viniendo de los aeropuertos, y sin embargo aú n tuvo fuerzas para levantarse desde las profundidades del sueñ o cuando Juan llamó a la puerta. Yo fui incapaz. Seguí durmiendo entre el ruido y la conmoció n y acabé perdié ndomelo todo. Al cabo de añ os de insomnio y malas noches, por fin dormí a a pierna suelta, y fue justo cuando debí a haber estado despierto.

 

No abrí los ojos hasta las diez. Alma estaba sentada al borde de la cama, acariciá ndome la mejilla, musitando mi nombre con voz suave pero urgente, e incluso despué s de sacudirme las telarañ as e incorporarme sobre el codo, no me comunicó la noticia hasta diez o quince minutos má s tarde. Primero hubo besos, seguidos por una conversació n muy í ntima sobre el estado de nuestros sentimientos, y luego me dio un tazó n de café, dejando que me lo bebiera hasta el fondo antes de empezar. Siempre la he admirado por tener la fuerza y la disciplina de hacer esas cosas. Al no hablar inmediatamente de Hector, me estaba diciendo que no consentirí a que nos ahogá ramos en el resto de la historia. Acabá bamos de empezar nuestra propia historia, y era tan importante para ella como la otra: la de su vida, la que habí a sido su vida entera hasta el momento en que me conoció a mí.



  

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