Хелпикс

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Notas a pie de página 16 страница



 

Debí a de tener bastantes cualidades, entonces.

 

Estamos hablando de Frieda, David, no de una niñ a de clase alta que se las da de interesante. Poseí a grandes dotes, verdadera pasió n por la creació n artí stica. Una vez me dijo que no creí a tener madera de gran pintora, pero luego añ adió que si no hubiera conocido a Hector en aquel preciso momento, probablemente se habrí a pasado la vida tratando de serlo. Hací a añ os que no pintaba, pero seguí a dibujando como una posesa. Lí neas fluidas, sinuosas, con un tremendo sentido de la composició n. Cuando Hector empezó a hacer cine de nuevo, ella se encargaba de dibujar la secuencia de las tomas, diseñ aba los decorados y el vestuario y ayudaba a dar el tono a las pelí culas.

 

Formaba parte integrante de todo el proceso.

 

Sigo sin entender. Llevaban una vida de lo má s ascé tica en pleno desierto. ¿ De dó nde sacaron el dinero para ponerse a hacer pelí culas?

 

La madre de Frieda murió. Su fortuna ascendí a a má s de tres millones de dó lares. Frieda heredó la mitad; la otra mitad fue a su hermano, Frederick.

 

Eso explicarí a la financiació n, ¿ no?

 

En aquella é poca, era un montó n de dinero.

 

Hoy tambié n es un montó n de dinero, pero en esa historia hay algo má s que dinero. Hector se habí a jurado que nunca volverí a a hacer cine. Só lo hace unas horas que me lo has dicho, y de pronto ahora vuelve a dirigir pelí culas. ¿ Qué le hizo cambiar de opinió n?

 

Frieda y Hector tení an un hijo, y le pusieron el nombre del padre de ella, Thaddeus Spelling II. Taddy para la familia, o Tad, o Tadpole; le llamaban por muchos nombres. Nació en 1935 y murió en 1938. Le picó una abeja una mañ ana, en el jardí n de su padre. Lo encontraron tirado en el suelo, todo hinchado y lleno de ganglios, y cuando llegaron a la consulta del mé dico, a cuarenta kiló metros de allí, ya habí a muerto. Figú rate có mo se quedaron despué s de eso.

 

Me lo puedo imaginar. Si hay algo que sea capaz de imaginarme, es eso.

 

Lo siento. Ha sido una idiotez decir eso.

 

No lo sientas. Pero sé lo que quieres decir. No es preciso hacer gimnasia mental para entender la situació n.

 

Tad y Todd. No puede haber mayor parecido, ¿ verdad?

 

De todas formas...

 

Nada de eso. Sigue hablando...

 

Hector se desmoronó. Pasaron los meses, y no hací a nada. No salí a de la casa, miraba al cielo por la ventana del dormitorio, se examinaba el dorso de las manos. No es que Frieda no lo estuviera pasando mal, tambié n, pero é l era má s frá gil que ella, estaba sin defensas. Ella era lo bastante dura para comprender que la muerte del niñ o habí a sido un accidente, que habí a muerto porque era alé rgico a las abejas, pero Hector lo vio como una especie de castigo divino. Ú ltimamente era demasiado feliz. La vida se estaba portando demasiado bien con é l, y ahora el destino le daba una lecció n.

 

Lo de las pelí culas fue idea de Frieda, ¿ verdad? Cuando recibió la herencia, convenció a Hector de que volviera a trabajar.

 

Má s o menos. Le faltaba poco para caer en una depresió n nerviosa, y Frieda era consciente de que tení a que intervenir y hacer algo. No só lo para salvarlo a é l, sino para salvar su matrimonio, para salvar su propia vida.

 

Y a Hector le pareció bien.

 

Al principio, no. Pero luego le amenazó con dejarle, y terminó cediendo. Sin muchas reticencias, deberí a añ adir.

 

Estaba loco por empezar de nuevo. Durante diez añ os habí a soñ ado con á ngulos de cá mara, iluminaciones, ideas para guiones. Era lo ú nico que le apetecí a hacer, lo ú nico en el mundo que tení a sentido para é l.

 

Pero ¿ y su promesa qué? ¿ Có mo justificó que rompí a su palabra? Por todo lo que me has contado de é l, no entiendo có mo pudo hacer una cosa así.

 

Pues hilando muy fino, y luego haciendo un pacto con el diablo. Si un á rbol cae en el bosque y nadie lo oye, ¿ ha hecho ruido o no? Hector habí a leí do mucho para entonces, y conocí a todas las tretas y argumentos de los filó sofos.

 

Si alguien hace una pelí cula y nadie la ve, ¿ existe esa pelí cula o no? Así es como justificó lo que hizo. Harí a pelí culas que nunca se proyectarí an al pú blico, harí a cine por el puro placer de hacer cine. Fue un acto de increí ble nihilismo, y sin embargo ha cumplido el trato desde entonces. Imagí nate que algo se te da bien, lo haces tan bien que el mundo se quedarí a boquiabierto si pudiera verlo, pero prefieres mantener tu obra oculta y guardar el secreto. Hací a falta una gran capacidad de abstracció n y mucho rigor para hacer lo que hizo Hector, y tambié n un toque de locura. Hector y Frieda está n un poco locos los dos, supongo, pero han logrado algo excepcional. Emily Dickinson trabajó en la oscuridad, pero al menos intentaba publicar sus poemas. Van Gogh procuraba vender sus cuadros. Por lo que yo sé, Hector es el primer artista que produce su obra con la intenció n consciente y premeditada de destruirla. Está Kafka, claro, que dijo a Max Brod que quemara sus manuscritos, pero cuando llegó la hora de la verdad, Brod fue incapaz de hacerlo. Pero Frieda lo hará. De eso no cabe duda. Al dí a siguiente de la muerte de Hector, llevará sus pelí culas al jardí n y las quemará todas: cada prueba, cada negativo, hasta el ú ltimo fotograma que haya tomado. Eso, garantizado. Y tú y yo seremos los ú nicos testigos.

 

¿ Y cuá ntas pelí culas son?

 

Catorce. Once largometrajes de noventa minutos o má s, y otras tres de menos de una hora, No puedo imaginarme que siguiera haciendo comedias, ¿ eh?

 

Informe del antimundo, La balada de Mary White, Viajes en el scriptorium, Emboscada en Standing Rock. É sos son algunos de los tí tulos. No parecen muy divertidos, ¿ verdad?

 

No, no es lo que llamarí amos el clá sico tubo de la risa.

 

Pero tampoco son demasiado sombrí as, espero.

 

Depende de có mo definas esa palabra. Yo no las encuentro sombrí as. Serias, sí, y a menudo bastante extrañ as, pero no sombrí as.

 

¿ Có mo defines tú la palabra extrañ as?

 

Las pelí culas de Hector son sumamente intimistas, está n muy a ras del suelo, tienen un tono nada pretencioso.

 

Pero siempre transcurre por ellas un elemento fantá stico, una rara especie de poesí a. Ha roto montones de normas.

 

Ha hecho cosas que los directores de cine no deben hacer.

 

¿ Como cuá les?

 

Voces en off, para empezar. La narració n se considera un defecto en el cine, una señ al de que las imá genes no funcionan, pero Hector la utilizó mucho en una serie de pelí culas suyas. Una de ellas, Historia de la luz, no tiene una palabra de diá logo. Es una narració n total, de principio a fin.

 

¿ Qué otra cosa hizo mal? Mal a propó sito, quiero decir.

 

Estaba fuera del circuito comercial, y eso significaba que podí a trabajar sin coacciones. Hector utilizó su libertad para explorar aspectos que a otros realizadores no se les permití a tocar, sobre todo en los añ os cuarenta y cincuenta. El desnudo. El acto sexual sin tapujos. El parto.

 

Micció n, defecació n. Son escenas un poco chocantes al principio, pero la impresió n desaparece enseguida. Son facetas naturales de la vida, al fin y al cabo, pero no estamos habituados a contemplarlas directamente en imá genes, de manera que nos llaman la atenció n durante unos segundos. Hector no insistí a mucho en ello. Desde el momento en que entendemos lo que es posible en su obra, los presuntos tabú es y las escenas de cará cter explí cito se funden en la textura general de la historia. En cierto modo, esas secuencias eran una especie de protecció n para é l por si alguien trataba de largarse con una de las copias.

 

Tení a que asegurarse de que sus pelí culas no podrí an proyectarse.

 

Y a tus padres les parecí a bien eso.

 

Era una empresa colectiva, en la que todo el mundo participaba. Hector escribí a, dirigí a y montaba las pelí culas. Mi padre las iluminaba y las filmaba, y cuando se terminaba el rodaje, mi madre y é l se encargaban del trabajo de laboratorio. Revelaban las secuencias, cortaban los negativos, mezclaban el sonido y se ocupaban de todo hasta que la versió n definitiva estaba en la lata.

 

¿ Allí mismo, en el rancho?

 

Hector y Frieda convirtieron su propiedad en un pequeñ o estudio de cine. Su construcció n duró de mayo de 1939 a marzo de 1940, y acabaron creando un universo independiente, un á mbito particular de producció n cinematográ fica. En un edificio habí a una doble nave de rodaje, junto a otras zonas dedicadas a taller de carpinterí a y sastrerí a, a vestuarios y almacenes para guardar los decorados. Otro edificio serví a para la posproducció n. No podí an arriesgarse a enviar sus pelí culas a un laboratorio comercial, de manera que construyeron su propio laboratorio. Ocupaba un ala entera. En la otra mitad se encontraba el cuarto de montaje, la sala de proyecció n y un só tano para archivar las copias y los negativos.

 

Todo ese equipo no debió de resultar barato.

 

Ponerlo todo a punto les costó má s de ciento cincuenta mil dó lares. Pero se lo podí an permitir, y bastaba con comprar una sola vez los elementos del equipo. Varias cá maras, pero só lo una moviola, dos proyectores y una impresora ó ptica. Cuando dispusieron de todo lo necesario, se ajustaban a un presupuesto estrictamente controlado. La herencia de Frieda les rendí a intereses, y echaban mano lo menos posible del capital principal. Trabajaban a pequeñ a escala. No les quedaba otro remedio, si querí an estirar el dinero para que les durase hasta el final.

 

Y Frieda se encargaba de los decorados y el vestuario.

 

Entre otras cosas. Tambié n era ayudante de montaje de Hector, y durante la realizació n de las pelí culas, se ocupaba de toda una serie de tareas. Supervisaba el guió n, llevaba la jirafa, colocaba los focos: todo lo que fuese necesario aquel dí a, en aquel momento.

 

¿ Y tu madre?

 

Mi Faye. Mi preciosa y querida Faye. Era actriz. Llegó al rancho en 1945 para hacer un papel en una pelí cula y se enamoró de mi padre. Entonces tení a poco má s de veinte añ os. Actuó en todas las pelí culas que realizaron despué s, casi siempre haciendo el papel principal femenino, pero tambié n ayudaba en otros frentes. Cosí a el vestuario, pintaba decorados, asesoraba a Hector en el guió n, trabajaba con Charlie en el laboratorio. Era eso, la aventura. Allí nadie hací a só lo una cosa. Todos participaban, y todos hací an jornadas increí blemente largas. Meses y meses de laboriosos preparativos, meses y meses de posproducció n. Hacer cine es una empresa lenta y compleja, y con tan pocas personas ocupá ndose de tantas cosas, avanzaban milí metro a milí metro. Por lo general tardaban unos dos añ os en acabar un proyecto.

 

Entiendo por qué Hector y Frieda querí an vivir allí —o lo entiendo en parte, estoy intentando comprenderlo—, pero lo de tu padre y tu madre me sigue teniendo perplejo. Charlie Grund era un buen cá mara. He estudiado su obra, conozco lo que hizo con Hector en 1928, y no tiene sentido que abandonara su carrera.

 

Mi padre acababa de divorciarse. Tení a treinta y cinco añ os, iba a cumplir treinta y seis y aú n no habí a llegado a lo má s alto de Hollywood. Al cabo de quince añ os en el oficio, seguí a haciendo pelí culas de serie B; y eso, cuando tení a trabajo. Pelí culas del Oeste, de Boston Blackie, seriales infantiles. Charlie tení a un enorme talento, es cierto, pero era de esas personas calladas, que nunca parecen estar muy a gusto consigo mismas, y la gente solí a confundir aquella timidez con arrogancia. Seguí an escapá ndosele los trabajos buenos, y al cabo del tiempo eso empezó a afectarlo, a corroer la confianza que tení a en sí mismo. Cuando su primera mujer lo abandonó, vivió en un infierno durante unos meses. Bebí a mucho, se compadecí a de sí mismo, no cumplí a con su trabajo. Y entonces fue cuando le llamó Hector; justo cuando habí a llegado al fondo de aquel agujero.

 

Eso sigue sin explicar por qué se prestó a hacerlo. Nadie hace pelí culas con la pretensió n de que el pú blico no las vea. Sencillamente, eso no se hace. ¿ Qué sentido tiene poner pelí cula en la cá mara, entonces?

 

Le daba igual. Sé que te resulta difí cil creerlo, pero el trabajo era lo ú nico que le interesaba. Los resultados eran algo secundario, apenas tení an importancia. En el cine hay mucha gente así; sobre todo los de la parte de abajo del escalafó n, los obreros, la clase de tropa. Disfrutan resolviendo problemas. Les encanta manipular los aparatos para que hagan cosas por ellos. No es cuestió n de arte ni de ideas, sino de trabajar en un proyecto y llevarlo a buen té rmino. Mi padre tuvo sus altibajos en la industria cinematográ fica, pero era un buen cineasta y Hector le dio la oportunidad de hacer pelí culas sin tener que preocuparse de su carrera. Si hubiera sido otro, dudo que hubiese aceptado. Pero mi padre adoraba a Hector. Siempre decí a que el añ o que trabajó con é l en Kaleidoscope habí a sido el má s feliz de su vida.

 

Debió de llevarse un buen susto cuando recibió la llamada de Hector. Pasan má s de diez añ os, y de pronto se encuentra con un muerto al telé fono.

 

Pensó que le estaban gastando una broma. La otra posibilidad era que estuviese hablando con un fantasma, y como mi padre no creí a en fantasmas, mandó a Hector a tomar por culo y colgó. Hector tuvo que llamarle tres veces má s antes de que se lo creyera.

 

¿ Cuá ndo fue eso?

 

A finales del treinta y nueve. Noviembre o diciembre, poco despué s de la invasió n de Polonia por los alemanes.

 

A principios de febrero, mi padre estaba viviendo en el rancho. Hector y Frieda ya habí an acabado su nueva casa, y é l se instaló en la antigua, en la vivienda que habí an construido nada má s llegar. Ahí es donde viví con mis padres de pequeñ a, y ahí es donde vivo ahora; en aquella casa de adobe de seis habitaciones, a la sombra de los á rboles de Hector, escribiendo mi libro interminable y demencial.

 

Pero ¿ qué me dices de la gente que aparecí a por el rancho? Iban actores, segú n has dicho, y tu padre debió de necesitar algú n ayudante. No es posible hacer una pelí cula só lo con cuatro personas. Hasta yo lo sé. Quizá pudieran hacer la preparació n y la posproducció n ellos solos, pero no la realizació n propiamente dicha. Y una vez que viene gente de fuera, ¿ có mo hacer para seguir como antes?

 

¿ Có mo impedir que hablen?

 

Les dices que está s trabajando para otra persona. Pretendes que te ha contratado un millonario excé ntrico de la Ciudad de Mé xico, un tipo tan enamorado del cine estadounidense que ha construido su propio estudio en un desierto norteamericano y te ha encargado que le hagas pelí culas; pelí culas que nadie verá salvo el propio millonario. É se era el trato. Si vienes al Rancho Piedra Azul a hacer una pelí cula, lo haces a sabiendas de que tu trabajo lo verá un pú blico de una sola persona.

 

Eso es absurdo.

 

Puede que sí, pero mucha gente se tragó esa historia.

 

Hay que estar muy desesperado para creer una cosa así.

 

No conoces mucho a los actores, ¿ verdad? Es la gente má s desesperada del mundo. El noventa por ciento está n sin empleo, y si les ofreces un papel con un salario decente, no te hacen muchas preguntas. Lo ú nico que quieren es una oportunidad de trabajar. Hector no andaba detrá s de grandes nombres. Las estrellas no le interesaban. Só lo querí a profesionales competentes, y como escribí a los guiones para un elenco reducido —a veces só lo dos o tres personajes—, no le resultaba difí cil encontrarlos. Cuando terminaba una pelí cula y empezaba otra, ya habí a una nueva hornada de actores donde elegir. Aparte de mi madre, nunca utilizó dos veces al mismo actor.

 

Bueno, vamos a olvidarnos de los demá s. ¿ Y tú, qué?

 

¿ Cuá ndo oí ste por primera vez el nombre de Hector Mann? Lo conocí as como Hector Spelling. ¿ Qué añ os tení as cuando te diste cuenta de que Hector Spelling y Hector Mann eran la misma persona?

 

Siempre lo he sabido. En el rancho tení amos la colecció n completa de las pelí culas de Kaleidoscope, y de niñ a debí de verlas unas cincuenta veces. En cuanto aprendí a leer, me enteré de que el apellido de Hector era Mann, no Spelling. Le pregunté a mi padre y me dijo que Hector habí a actuado con ese nombre cuando era joven, pero que como ahora no actuaba, habí a dejado de utilizarlo. Me pareció una explicació n completamente plausible.

 

Creí a que esas pelí culas se habí an perdido.

 

A punto estuvieron. Dadas las circunstancias, tendrí an que haberse perdido. Pero justo cuando Hunt se disponí a a declarar la quiebra, unos dos dí as antes de que los alguaciles se presentaran para embargarle los muebles y sellarle la puerta, mi padre y Hector se introdujeron por la fuerza en la oficina de Kaleidoscope y robaron las pelí culas. Los negativos no estaban allí, pero se marcharon con copias de las doce comedias. Hector se las dio a mi padre para que las pusiera a buen recaudo, y dos meses despué s Hector desapareció. Cuando mi padre se fue a vivir al rancho en 1940, se llevó las pelí culas.

 

¿ Y qué le pareció eso a Hector?

 

No entiendo. ¿ Qué debí a parecerle?

 

Eso es lo que te pregunto. ¿ Se alegró o se molestó?

 

Se alegró. Se llevó una alegrí a, naturalmente. Estaba orgulloso de aquellas pelí culas cortas, y se alegró de recuperarlas.

 

Entonces, ¿ por qué esperó tanto tiempo antes de ponerlas de nuevo en circulació n por el mundo?

 

¿ Y qué te hace pensar que fue é l?

 

Pues no sé, supuse que...

 

Creí a que lo habí as entendido. Fui yo. Eso lo hice yo.

 

Me lo imaginaba.

 

Entonces, ¿ por qué no has dicho nada?

 

Me parecí a que no tení a derecho. Por si era un secreto.

 

Yo no tengo secretos para ti, David. Quiero que sepas todo lo que yo sé. ¿ Es que no lo entiendes? Yo envié esas pelí culas a ciegas, y tú fuiste quien las encontró. Eres la ú nica persona en el mundo que las encontró todas. Eso nos convierte en viejos amigos, ¿ no te parece? Puede que no nos hayamos conocido hasta ayer, pero hace añ os que trabajamos juntos.

 

Has hecho una maniobra increí ble. He hablado con los conservadores de todas las instituciones a las que he acudido, y ninguno tení a la menor idea de quié n eras.

 

Cuando estuve en California, almorcé una vez con Tom Luddy, el director del Pacific Film Archive. Fue el ú ltimo sitio que recibió uno de aquellos misteriosos paquetes de Hector Mann. Cuando lo recibieron, tú ya llevabas añ os haciendo eso, y se habí a corrido la voz. Tom dijo que ni siquiera se molestó en abrir el paquete. Se lo llevó directamente al FBI para que buscaran huellas dactilares, pero no encontraron ninguna en la caja, ni una sola. No dejaste el menor rastro.

 

Me poní a guantes. Ya que me tomaba la molestia de mantenerlo en secreto, desde luego no iba a pasar por alto un detalle como é se.

 

Eres una chica lista, Alma.

 

Puedes estar seguro de que soy lista. Soy la chica má s lista de este coche, y te desafí o a que demuestres lo contrario.

 

Pero ¿ có mo podí as justificar el hecho de actuar a espaldas de Hector? Tomar esa decisió n era cosa de é l, no tuya.

 

Hablé con é l primero. Fue idea mí a, pero no seguí adelante hasta que é l no me dio el visto bueno.

 

¿ Qué te dijo?

 

Se encogió de hombros. Y luego esbozó una sonrisa.

 

No importa, me dijo. Haz lo que quieras, Alma.

 

Así que no te lo impidió, pero tampoco te ayudó. No hizo nada.

 

Fue en noviembre del ochenta y uno, hace casi siete añ os. Yo acababa de volver al rancho para el entierro de mi madre, y era un mal momento para todos nosotros, el principio del fin, en cierto modo. No me lo tomé bien.

 

Lo admito. Só lo tení a cincuenta y nueve añ os cuando le dimos sepultura, y yo no estaba preparada para eso. Hecha polvo. Es la ú nica descripció n que se me ocurre. Pulverizada de dolor. Como si todo lo que habí a en mi interior se hubiera convertido en polvo. Los demá s ya eran muy viejos. Levanté la cabeza y de pronto me di cuenta de que estaban acabados, de que el gran experimento habí a llegado a su fin. Mi padre tení a ochenta añ os; Hector, ochenta y uno, y la pró xima vez que alzara la vista, todos habrí an desaparecido. Eso me causó una impresió n tremenda. Todas las mañ anas iba a la sala de proyecció n a ver las pelí culas de mi madre, y cuando salí a, llorando a moco tendido, fuera ya estaba oscuro. Al cabo de dos semanas de lo mismo, decidí volver a casa. Por entonces viví a en Los Angeles. Trabajaba en una compañ í a de producció n independiente, y necesitaban que volviese. Estaba preparada para marcharme. Ya habí a llamado a las lí neas aé reas para reservar el billete, pero en el ú ltimo momento —literalmente, en mi ú ltima noche en el rancho—, Hector me pidió que me quedara.

 

¿ Te dio algú n motivo?

 

Dijo que estaba dispuesto a hablar, y que necesitaba que alguien le ayudase. No podí a hacerlo solo.

 

¿ Te refieres a que el libro fue idea suya?

 

Todo se le ocurrió a é l. Yo nunca habrí a pensado en eso. Y aunque lo hubiera hecho, no habrí a hablado del asunto con é l. No me habrí a atrevido.

 

Perdió el valor. Es la ú nica explicació n. O perdió el valor o empezó a chochear.

 

Eso es lo que pensé yo tambié n. Pero estaba equivocada, igual que tú ahora. Hector cambió de opinió n por mí.

 

Me dijo que tení a derecho a conocer la verdad, y que si estaba dispuesta a quedarme y a escucharle, prometí a contarme toda la historia.

 

Vale, eso lo acepto. Formas parte de la familia, y ahora que ya eres adulta, tienes derecho a conocer los secretos familiares. Pero ¿ có mo se convierte esa confesió n en un libro? Una cosa es que te cuente sus penas para desahogarse, pero un libro termina publicá ndose, y en el momento en que todo el mundo conozca su historia, su vida dejará de tener sentido.

 

Só lo si sigue viviendo cuando se publique. Pero no será así. Le he prometido que no se lo enseñ aré a nadie hasta que é l haya muerto. É l me prometió la verdad, y yo le prometí eso.

 

¿ Y nunca se te ha ocurrido que podrí a estar utilizá ndote? Tú escribes tu libro, vale, y si todo va bien, lo considerará n un libro importante, pero al mismo tiempo Hector va a sobrevivir gracias a ti. No por sus pelí culas —que ni siquiera existirá n ya—, sino por lo que tú has escrito sobre é l.

 

Puede, todo es posible. Pero en cualquier caso sus motivos no me conciernen. Aunque le hubiera impulsado el miedo, la vanidad o una punzada de arrepentimiento de ú ltima hora, me contó la verdad. Eso es lo ú nico que importa. Decir la verdad es difí cil, David, y Hector y yo hemos vivido muchas cosas juntos durante estos ú ltimos siete añ os. Lo ha puesto todo a mi disposició n: todos sus diarios, su correspondencia, hasta el ú ltimo documento que ha podido caer en sus manos. En estos momentos, ni siquiera pienso en la publicació n. Tanto si se publica como si no, escribir este libro ha sido la experiencia má s importante de mi vida.

 

¿ Y dó nde encaja Frieda en todo esto? ¿ Os ha ayudado, o no?

 

Ha sido duro para ella, pero ha hecho lo que ha podido para colaborar con nosotros. No creo que esté de acuerdo con Hector, pero no quiere interponerse en su camino. Es complicado. Con Frieda todo es complicado.

 

¿ En qué momento te decidiste a enviar las pelí culas de Hector?

 

Eso fue justo al principio. Aú n no sabí a si podí a confiar en é l, y se lo propuse como una prueba, para ver si era honrado conmigo. De haberse negado, no creo que hubiese seguido. Yo necesitaba que hiciera algú n sacrificio, que me diera una señ al de su buena fe. Y lo entendió.

 

Nunca hablamos de ello con muchas palabras, pero lo entendió. Por eso no hizo nada por impedirlo.

 

Eso sigue sin demostrar que se portara honradamente contigo. Pusiste sus antiguas pelí culas en circulació n.

 

¿ Qué hay de malo en eso? Ahora la gente se acuerda de é l.

 

Incluso un profesor chiflado de Vermont ha escrito un libro sobre é l. Pero la historia no cambia nada por eso.

 

Cada vez que me contaba algo, yo iba a comprobarlo.

 

He ido a Buenos Aires, he seguido la pista de los restos de Brigid O’Fallon, he sacado a la luz los viejos artí culos de prensa sobre el tiroteo del banco de Sandusky, he hablado con má s de una docena de actores que trabajaron en el rancho en los añ os cuarenta y cincuenta. No hay contradicciones. No pude encontrar a algunos, desde luego, y resultó que otros habí an muerto. Jules Blaustein, por ejemplo. Y sigo sin tener nada sobre Sylvia Meers. Pero fui a Spokane y hablé con Nora.



  

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