Хелпикс

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Notas a pie de página 15 страница



 

Allí está el parque de atracciones. Hay montañ as rusas, tiovivos, el tren fantasma, la ola, todas esas cosas. Ahí fue donde Knute Rockne inventó el pase hacia delante, a propó sito, por si es usted aficionado al fú tbol americano.

 

Está cerrado durante el invierno, pero quizá valga la pena echarle un vistazo.

 

El camarero le dibujó un pequeñ o plano en una servilleta de papel, pero en vez de torcer a la derecha al pasar la estació n de autobuses, Hector tomó por la izquierda. Lo que le condujo a la calle Camp en lugar de a la avenida Columbus, y entonces, para agravar la equivocació n, volvió a torcer a la izquierda por West Monroe en lugar de a la derecha. Hasta que no se encontró en la calle King no se dio cuenta de que iba en direcció n equivocada. Por ningú n sitio veí a la pení nsula, y en vez de norias y tiovivos se encontró con una deprimente explanada de fá bricas ruinosas y almacenes vací os. Un tiempo frí o y gris, amenaza de nieve en el aire, y un perro sarnoso con só lo tres patas, la ú nica criatura viviente en un radio de cien metros.

 

Hector dio media vuelta y empezó a volver sobre sus pasos, y en ese mismo instante, explicó Alma, le invadió un sentimiento de inutilidad, un cansancio tan grande, tan implacable, que tuvo que apoyarse en la fachada de un edificio para no caerse. Un viento helador soplaba del lago Erie, y aun cuando sintió su acometida en el rostro, no estaba seguro de si el viento era real o fruto de su imaginació n. No sabí a en qué mes estaban, qué añ o era. No recordaba su nombre. Ladrillos y adoquines, su aliento flotando en el aire, y el perro de tres patas que daba cojeando la vuelta a la esquina y se perdí a de vista. Era una imagen de su propia muerte, comprendió má s tarde, el retrato de un alma perdida, y mucho despué s de recobrar el aliento y seguir adelante, una parte de é l siguió allí, de pie en aquella calle desierta de Sandusky, Ohio, respirando con dificultad mientras se le escapaba lentamente la existencia.

 

A las diez y media se encontraba en la avenida Columbus, abrié ndose paso entre una muchedumbre que hací a las compras de Navidad. Pasó frente al cine Warner Bros., el saló n de manicura Ester Ging y la zapaterí a Capozzi, vio có mo la gente entraba y salí a de Kresge’s, Montgomery Ward y Woolworth’s, observó a un solitario Santa Claus del Ejé rcito de Salvació n que tocaba una campanilla de bronce. Al llegar al Commercial Banking and Trust Company, decidió entrar para cambiar un par de billetes de cincuenta por unos cuantos de cinco, diez y uno. Era una operació n insignificante, pero no se le ocurrí a otra cosa que hacer en ese momento, y en vez de seguir deambulando en cí rculos, pensó que no serí a mala idea estar dentro aunque só lo fuese unos minutos, para entrar un poco en calor.

 

Para su sorpresa, el banco estaba lleno de clientes.

 

Hombres y mujeres hací an cola de ocho y diez en fondo frente a las cuatro ventanillas con rejas de los cajeros, alineadas a lo largo de la pared de la izquierda. Hector se dirigió al final de la cola má s larga, que era la segunda a partir de la puerta. Un momento despué s de ponerse en su sitio, una joven se puso en la cola que habí a a su izquierda. Parecí a tener poco má s de veinte añ os, y llevaba un grueso abrigo de lana con cuello de piel. Como no tení a nada mejor que hacer en aquel momento, Hector se puso a estudiarla con el rabillo del ojo. Tení a un rostro admirable y a la vez interesante, pensó, de pó mulos altos y barbilla graciosamente definida, y le gustaba la mirada reflexiva y autosuficiente que descubrió en sus ojos. En los viejos tiempos, habrí a empezado a hablar inmediatamente con ella, pero ahora se contentó só lo con mirar, preguntá ndose có mo serí a el cuerpo que ocultaba el abrigo e imaginando los pensamientos que bullí an en el interior de aquella cabeza atractiva y encantadora. En un momento dado, ella dirigió inadvertidamente la mirada hacia donde é l estaba y, al darse cuenta de la avidez con que tení a clavados los ojos en ella, le dedicó una sonrisa breve y enigmá tica. Hector movió la cabeza en respuesta a su sonrisa, al tiempo que le sonreí a a su vez, y un momento despué s la expresió n de la muchacha cambió. Entrecerró los ojos con aire de perplejidad, lo miró con ceñ o inquisitivo y Hector comprendió que le habí a reconocido. No cabí a duda: habí a visto sus pelí culas. Su rostro le resultaba conocido, y aunque no recordaba quié n era, no tardarí a má s de treinta segundos en encontrar la respuesta.

 

Aquello le habí a ocurrido varias veces en los ú ltimos tres añ os, y siempre se las habí a arreglado para largarse antes de que empezaran a hacerle preguntas. Pero justo cuando se disponí a a hacerlo otra vez, se armó un gran revuelo. La muchacha estaba en la cola má s pró xima a la entrada, y como se habí a vuelto ligeramente hacia Hector, no vio que se abrí a una puerta a su espalda y entraba precipitadamente un hombre con un pañ uelo rojo y blanco tapá ndole la cara. Llevaba un petate vací o en una mano y una pistola cargada en la otra. Era fá cil saber que la pistola estaba cargada, observó Alma, porque lo primero que hizo el atracador fue disparar un tiro al techo. Al suelo, gritó, todo el mundo al suelo, y mientras los aterrorizados clientes hací an lo que el atracador les ordenaba, alargó el brazo y agarró a la primera persona que le pilló por delante. Todo fue una cuestió n de distribució n, arquitectura, topografí a. La joven que estaba a la izquierda de Hector era la persona má s pró xima a la entrada, y por tanto fue a ella a quien cogió el atracador, que acabó apuntá ndole a la cabeza con la pistola. Que nadie se mueva, advirtió el hombre, que nadie se mueva o le salto la tapa de los sesos a esta pá jara. Con gesto brusco y violento, la levantó en volandas y, medio a empujones medio arrastrá ndola, avanzó hacia las ventanillas. La llevaba cogida por detrá s, rodeá ndole los hombros con el brazo izquierdo, el petate colgado del puñ o cerrado y, por encima del pañ uelo, los ojos borrosos, desencajados, incandescentes de miedo. No es que Hector tomase la decisió n consciente de hacer lo que hizo, sino que en el momento en que su rodilla tocó el suelo, se puso de nuevo en pie. No pretendí a hacerse el hé roe, y desde luego tampoco querí a que lo matasen, pero fuera cuales fuesen sus emociones del momento, el caso era que no sentí a miedo. Rabia, quizá, y má s que una ligera inquietud por si poní a en peligro a la chica, pero no miedo por é l mismo. Lo importante era el á ngulo de aproximació n. Una vez que diera el paso, no habrí a tiempo de detenerse ni de corregir la direcció n, pero si se precipitaba sobre el atracador a toda velocidad, embistié ndolo por el lado derecho —por donde llevaba el petate—, no tendrí a má s remedio que apartarse de la muchacha para apuntarle a é l con la pistola. Era la ú nica reacció n ló gica.

 

Cuando una bestia salvaje ataca de pronto, se olvida uno de todo menos de la bestia.

 

Y hasta ahí llegaba la historia de Hector, anunció Alma. Era capaz de contar todo lo sucedido hasta aquel momento, hasta el instante en que echó a correr hacia el atracador, pero no guardaba recuerdo alguno de la detonació n, no se acordaba de la bala que le perforó el pecho derribá ndolo al suelo, no recordaba haber visto có mo se liberaba Frieda del atracador. Frieda se encontraba en mejor posició n de ver lo que pasaba, pero como su ú nica preocupació n consistí a en liberarse del abrazo del malhechor, tambié n se perdió gran parte de lo que ocurrió a continuació n. Vio que Hector caí a al suelo, vio el agujero abierto en su chaqueta y la sangre que le brotaba a chorros, pero perdió de vista al asaltante y no se enteró de que trataba de huir. El disparo aú n resonaba en sus oí dos, y con tanta gente gritando y chillando a su alrededor, no oyó los otros tres tiros que el guardia del banco disparó por la espalda al atracador.

 

Pero ambos estaban seguros de la fecha. Quedó grabada en su memoria, y cuando Alma fue a consultar las microfichas en los só tanos del Sandusky Evening Herald, el Plain Dealer de Cleveland y otros perió dicos locales, extintos y supervivientes, estuvo en condiciones de reconstruir por sí misma el resto de la historia. BAÑ O DE SANGRE EN LA AVENIDA COLUMBUS. ATRACADOR MUERTO EN UN TIROTEO. EL HÉ ROE, TRASLADADO URGENTEMENTE AL HOSPITAL, decí an algunos titulares. El hombre que casi acaba con la vida de Hector se llamaba Darryl Knox, alias Nutso Knox, de veintisiete añ os, antiguo mecá nico de coches buscado en cuatro estados por una serie de asaltos a bancos y atracos a mano armada. Todos los periodistas celebraban su fallecimiento, llamando especialmente la atenció n sobre el magní fico disparo del guardia —que logró abatir a Knox justo cuando se escapaba por la puerta—, pero lo que má s les interesaba era la audacia de Hector, que ensalzaban como la mayor demostració n de valor que se habí a visto en aquellos parajes desde hací a muchos añ os. La muchacha estaba perdida, dijo uno de los testigos presenciales. Si ese tí o no hubiera cogido al toro por los cuernos, no me atrevo a pensar dó nde estarí a ahora esa chica. La chica era Frieda Spelling, de veintidó s añ os, descrita de forma muy diversa: a veces como pintora, a veces como recié n licenciada en la Universidad Bernard[9] (sic) y hasta como hija del difunto Thaddeus P. Spelling, notable filá ntropo y banquero de Sandusky. En un artí culo tras otro, expresaba su agradecimiento al hombre que le habí a salvado la vida. Habí a tenido tanto miedo, declaró, habí a estado tan convencida de que iba a morir... Rezaba para que se recuperase de las heridas.

 

La familia Spelling se ofreció a pagar los gastos mé dicos del hé roe, pero durante las primeras setenta y dos horas no era seguro que fuera a salvarse. Estaba inconsciente cuando lo llevaron al hospital, y con aquel traumatismo y tanta pé rdida de sangre, só lo le daban una mí nima posibilidad de superar los peligros de la conmoció n y la infecció n, y de salir de allí por su propio pie. Los mé dicos le extirparon el pulmó n izquierdo, que habí a quedado destrozado, le quitaron las esquirlas de metralla alojadas en los tejidos cercanos al corazó n, y le volvieron a coser. Para bien o para mal, Hector habí a encontrado su bala. No habí a pretendido que ocurriera de aquella manera, dijo Alma, pero lo que no habí a logrado hacer por sí solo, otro lo habí a hecho por é l, y la ironí a estaba en que Knox acabó haciendo una pifia. Hector sobrevivió a su cita con la muerte. Simplemente se quedó dormido y, al despertar de su largo sueñ o, olvidó que alguna vez habí a querido suicidarse. El dolor era demasiado espantoso para reflexionar sobre algo tan complejo. Le ardí an las entrañ as, y en lo ú nico que podí a pensar ahora era en respirar una vez má s, en seguir respirando sin que lo consumieran las llamas.

 

Al principio, só lo tení an una idea muy vaga de quié n era. Le vaciaron los bolsillos y examinaron el contenido de su cartera, pero no hallaron ni carné de conducir, ni pasaporte, ni documentos de identidad de clase alguna.

 

Lo ú nico que tení a nombre era una tarjeta de lector de una sucursal del distrito norte de la Biblioteca Pú blica de Chicago. H. Loesser, decí a, pero no habí a ni direcció n ni nú mero de telé fono, nada que indicara su domicilio. Segú n los artí culos publicados en la prensa a raí z del tiroteo, la policí a estaba intentando obtener má s informació n sobre é l.

 

Pero Frieda sabí a quié n era; o al menos, creí a saberlo.

 

Habí a estudiado en una universidad de Nueva York, y en 1928, cuando tení a diecinueve añ os y estaba en segundo de carrera, tuvo ocasió n de ver seis o siete de las doce pelí culas de Hector Mann. No porque le interesara el gé nero có mico, sino porque las poní an con otros films, formaban parte del programa de dibujos animados y noticiarios que precedí an a la pelí cula principal, de manera que conocí a su personaje lo bastante bien como para reconocerlo a primera vista. Tres añ os despué s, cuando vio a Hector en el banco, la ausencia de bigote la desconcertó al principio.

 

Su cara le sonaba, pero no estaba segura de quié n era, y antes de que pudiera recordar su nombre, Knox apareció a su espalda y le puso la pistola en la cabeza. Pasaron veinticuatro horas antes de que pudiera pensar de nuevo en ello, pero cuando el terror de haber estado a punto de morir empezó a suavizarse un poco, la respuesta le vino en un destello de sú bita y abrumadora certidumbre. No importaba que, segú n parecí a, se llamara Loesser. Habí a leí do las noticias sobre la desaparició n de Hector en 1929, y si no estaba muerto, como creí a la mayorí a de la gente, entonces estaba viviendo con nombre supuesto. Lo que no tení a sentido es que hubiese aparecido en Sandusky, Ohio, pero lo cierto era que habí a muchas cosas incomprensibles, y si las leyes de la fí sica estipulaban que toda persona ocupaba una determinada cantidad de espacio en el mundo —lo que significaba que todo el mundo debí a encontrarse necesariamente en algú n sitio—, entonces ¿ por qué no podí a ser ese sitio Sandusky, Ohio? Tres dí as despué s, cuando Hector salió del coma y empezó a hablar con los mé dicos, Frieda fue a verlo al hospital para darle las gracias por lo que habí a hecho. No podí a hablar mucho, pero lo poco que dijo llevaba la huella indiscutible de cierto acento extranjero. Su voz le resolvió la cuestió n, y cuando se inclinó para darle un beso en la frente antes de marcharse del hospital, supo sin ningú n gé nero de dudas que debí a la vida a Hector Mann.

 

 
 6
 

 

 

El aterrizaje me resultó menos difí cil que el despegue.

 

Me habí a preparado para tener miedo, para ser presa de otro frenesí de absurda sensiblerí a y disfunció n espiritual, pero curiosamente, cuando el comandante nos anunció que í bamos a iniciar el descenso, me quedé impasible, sin inmutarme. Debe de haber una diferencia entre la subida y la bajada, razoné, entre la pé rdida de contacto con el suelo y la vuelta a tierra firme. La primera era una despedida, la segunda una salutació n, y quizá los principios eran má s soportables que los finales, pensé, o a lo mejor es que habí a descubierto (simple y llanamente) que los muertos no está n autorizados a gritar dentro de nosotros má s que una vez al dí a. Me volví hacia Alma y la cogí del brazo. Habí a llegado a las primeras etapas del idilio de Hector con Frieda, y estaba contando la noche en que se derrumbó y le confesó todo para pasar luego a describir la sorprendente respuesta que dio Frieda a aquella confesió n (La bala te absuelve, afirmó; tú me has devuelto la vida, ahora yo te devuelvo la tuya), pero cuando le puse la mano en el brazo, Alma dejó bruscamente de hablar, interrumpié ndose en medio de una frase, en medio de un pensamiento. Sonrió, se volvió hacia mí y me besó; primero en la mejilla, luego en la oreja y despué s en plena boca. Perdieron la cabeza el uno por el otro, declaró.

 

Si no tenemos cuidado, a nosotros nos va a ocurrir lo mismo.

 

Escuchar aquellas palabras tambié n debió de contribuir a aquella diferencia —ayudá ndome a tener menos miedo, menos tendencia al cataclismo interior—, pero que apropiado, finalmente, que el verbo perder apareciese en las dos frases que resumí an mi historia de los ú ltimos tres añ os. Un avió n cae del cielo y todos los pasajeros pierden la vida. Una mujer pierde la cabeza por un hombre y un hombre tambié n la pierde por ella, y ni por un instante mientras el avió n desciende ninguno de ellos piensa en la muerte. En el aire, mientras la tierra giraba a nuestros pies mientras describí amos el ú ltimo cí rculo, comprendí que Alma me estaba dando la posibilidad de una segunda vida, que aú n tení a un futuro por delante de mí si me quedaba valor para avanzar hacia é l. Escuché la mú sica de los motores, que cambiaban de tonalidad. El ruido se intensificó en la cabina, las paredes vibraron, y entonces, casi como una ocurrencia de ú ltimo momento, las ruedas del aparato tocaron tierra.

 

Tardamos algú n tiempo en ponernos de nuevo en marcha. Hubo la apertura de la puerta hidrá ulica, la caminata para atravesar la terminal, la parada en los servicios de señ oras y de caballeros, la bú squeda de un telé fono para llamar al rancho, la compra de agua para el viaje a Tierra del Sueñ o (Bebe todo lo que puedas, aconsejó Alma; las alturas engañ an mucho por aquí, y es fá cil deshidratarse), el rastreo del aparcamiento de larga estancia para encontrar la ranchera Subaru de Alma, y luego la ú ltima pausa para llenar el depó sito de gasolina antes de salir a la carretera. Era la primera vez que estaba en Nuevo Mé xico. En circunstancias normales, habrí a contemplado boquiabierto el panorama, señ alando formaciones rocosas y cactus de contornos demenciales, preguntando el nombre de este monte o de aquel arbusto retorcido, pero ahora estaba demasiado pendiente de la historia de Hector para preocuparme de eso. Alma y yo atravesá bamos uno de los parajes má s Impresionantes de Norteamé rica, pero a juzgar por el efecto que nos hací a bien podrí amos estar sentados en una habitació n con la luz apagada y las persianas echadas. En los dí as siguientes iba a recorrer varias veces aquella carretera, pero apenas recuerdo algo de lo que vi en aquel primer trayecto. Siempre que pienso en el viaje en el baqueteado coche amarillo de Alma, lo ú nico que me viene a la memoria es el sonido de nuestras voces —su voz y mi voz, mi voz y su voz— y la suavidad del aire que entraba por un resquicio de la ventanilla. Pero el paisaje mismo permanece invisible. Tení a que estar allí, pero ahora me pregunto si me molestarí a en mirarlo una sola vez. Y en caso de que lo hiciera, si no estaba demasiado distraí do para darme cuenta de lo que veí a.

 

Lo tuvieron en el hospital hasta principios de febrero, prosiguió Alma. Frieda iba a verlo todos los dí as, y cuando los mé dicos finalmente dictaminaron que se encontraba lo bastante fuerte para marcharse, convenció a su madre para que le permitiera restablecerse en su casa. Aú n no estaba bien del todo. Tardó otros seis meses en valerse normalmente por sí mismo.

 

¿ Y la madre de Frieda no puso inconvenientes? Seis meses es muchí simo tiempo.

 

Estaba encantada. Frieda era una rebelde por entonces, una de esas chicas liberadas que se habí an criado en la bohemia de los ú ltimos añ os veinte, y só lo sentí a desprecio por Sandusky, Ohio. Los Spelling habí an sobrevivido a la Gran Depresió n con el ochenta por ciento de su fortuna intacta, lo que significaba que seguí an formando parte de lo que Frieda denominaba el nú cleo de la alta «buyuasí » del Medio Oeste. Era un mundo estrecho de miras, de republicanos carcamales y mujeres chapadas a la antigua, donde los entretenimientos principales consistí an en aburridos bailes en el club de campo y cenas prolongadas y embrutecedoras. Una vez al añ o, Frieda apretaba los dientes y volví a a casa a pasar las vacaciones de Navidad, soportando aquel ambiente horripilante para complacer a su madre y a su hermano casado, Frederick, que seguí a viviendo en la ciudad con su mujer y sus dos hijos. El dí a dos o tres de enero regresaba a Nueva York, jurando no volver nunca má s. Aquel añ o, por supuesto, no asistió a ninguna fiesta; pero tampoco volvió a Nueva York. En cambio, se enamoró de Hector. Por lo que a su madre tocaba, todo lo que retuviera a Frieda en Sandusky era algo positivo.

 

¿ Quieres decir que tampoco poní a objeciones al matrimonio?

 

Frieda habí a declarado su rebelió n mucho tiempo atrá s. Justo la ví spera del tiroteo, habí a anunciado a su madre que pensaba irse a vivir a Parí s y que probablemente no volverí a a poner los pies en Estados Unidos. Por eso estaba en el banco aquella mañ ana, para sacar dinero de su cuenta y comprar el billete. Lo ú ltimo que la señ ora Spelling pensaba oí r de labios de su hija era la palabra matrimonio. En vista de aquel milagroso cambio de actitud, ¿ có mo no aceptar a Hector y acogerle en la familia con los brazos abiertos? La madre de Frieda no só lo no se opuso, sino que se encargó personalmente de organizar la boda.

 

Así que la vida de Hector empieza en Sandusky, al fin y al cabo. Elige por las buenas el nombre de una ciudad, se inventa un montó n de mentiras y luego hace que esas mentiras se conviertan en realidad. Es muy extrañ o, ¿ no te parece? Chaim Mandelbaum pasa a ser Hector Mann, Hector Mann se transforma en Herman Loesser, ¿ y luego qué? ¿ En quié n se convierte Herman Loesser? ¿ Aú n sabí a quié n era?

 

Volvió a ser Hector. Así es como lo llamaba Frieda, Así es como lo llamamos todos. Cuando se casaron, Hector volvió a ser Hector.

 

Pero no Hector Mann. No habrí a cometido semejante imprudencia, ¿ verdad?

 

Hector Spelling. Tomó el apellido de Frieda.

 

¡ Fantá stico!

 

Fantá stico, no. Prá ctico, simplemente. Ya no querí a ser Loesser. Ese nombre representaba todo lo que le habí a salido mal en la vida, y si iba a empezar a llamarse de otra manera, ¿ por qué no utilizar el nombre de la mujer que amaba? No es que haya seguido cambiando. Se llama Hector Spelling desde hace má s de cincuenta añ os.

 

¿ Có mo acabaron en Nuevo Mé xico?

 

Fueron al Oeste en viaje de novios y decidieron quedarse. Hector tení a bastantes problemas respiratorios, y resultó que el aire seco le sentaba bien.

 

En aquella é poca habí a montones de artistas por allí.

 

El grupo de Mabel Dodge en Taos, D. H. Lawrence, Georgia O’Keeffe. ¿ Tuvieron algo que ver con ellos?

 

Nada en absoluto. Hector y Frieda viví an en otra parte del estado. Ni siquiera llegaron a conocerlos.

 

Vinieron aquí en 1932. Ayer me dijiste que Hector empezó a hacer cine otra vez en 1940. Es decir, ocho añ os despué s. ¿ Qué pasó entretanto?

 

Compraron un terreno de ciento sesenta hectá reas.

 

Los precios eran increí blemente bajos en aquella é poca, y no creo que pagaran má s de unos miles de dó lares por toda la propiedad. Aunque era de familia rica, Frieda no poseí a una gran fortuna personal. Una pequeñ a herencia de su abuela; diez o quince mil dó lares, algo así. Su madre siempre querí a pagarle las facturas, pero Frieda no aceptaba su ayuda. Demasiado orgullosa, demasiado testaruda, demasiado independiente. No querí a considerarse un pará sito. De manera que Hector y ella no estaban en condiciones de contratar a grandes cuadrillas de obreros para que les construyeran la casa. Ni arquitecto, ni contratista; no podí an permitirse esas cosas. Afortunadamente, Hector sabí a lo que hací a. Su padre le habí a enseñ ado el oficio de carpintero, y habí a trabajado en el cine haciendo decorados, de modo que aprovecharon esa experiencia para reducir los gastos al mí nimo. Hector se encargó personalmente de los planos, y luego Frieda y é l construyeron la casa prá cticamente con sus propias manos. Era muy sencilla. Una vivienda de adobe de seis habitaciones.

 

Una sola planta, y la ú nica ayuda que tuvieron fue la de una cuadrilla de tres hermanos mexicanos, jornaleros sin empleo que viví an en los alrededores del pueblo. Durante los primeros añ os, ni siquiera tuvieron electricidad. Tení an agua, por supuesto, el agua era imprescindible, pero tardaron dos meses en encontrarla y en empezar a excavar el pozo. É se fue el primer paso. Luego eligieron el emplazamiento de la casa. Despué s trazaron los planos y empezaron la construcció n. Todo eso llevó tiempo. Sencillamente, no se instalaron nada má s llegar. Era un espacio salvaje y desierto, y tuvieron que construirlo todo desde el principio.

 

¿ Y luego, qué? Una vez que tuvieron la casa lista, ¿ a qué se dedicaron?

 

Frieda era pintora. Hector leí a libros y mantení a el diario actualizado, pero sobre todo plantaba á rboles. É sa constituyó su principal ocupació n, su trabajo de los siguientes añ os. Desbrozó un par de hectá reas de terreno en torno a la casa, y luego, poco a poco, instaló un complejo sistema de irrigació n hecho con tuberí as subterrá neas.

 

Gracias a eso pudo cultivar el terreno para hacer un jardí n, y entonces se dedicó a los á rboles. Nunca he llegado a contarlos todos, pero debe de haber doscientos o trescientos. Á lamos y enebros, sauces y chopos, pinos y robles. Antes, allí no crecí a nada má s que yuca y artemisa.

 

Hector lo ha convertido en un bosque. Dentro de unas horas lo apreciará s por ti mismo, pero para mí es uno de los sitios má s hermosos de la tierra.

 

Eso es lo ú ltimo que habrí a esperado de é l. Hector Mann, horticultor.

 

Era feliz. Probablemente má s que en cualquier otra é poca de su vida, pero esa felicidad llevaba aparejada una total falta de ambició n. Lo ú nico que le interesaba era cuidar de Frieda y ocuparse de su parcela. Despué s de todo lo que habí a pasado en los ú ltimos añ os, aquello le parecí a suficiente, má s que suficiente. Seguí a haciendo penitencia, ¿ comprendes? Pero ya no intentaba destruirse.

 

Incluso ahora, habla de esos á rboles como si fueran su obra má s importante. Má s que sus pelí culas, dice, má s que cualquier cosa que haya hecho en la vida.

 

¿ Qué hací an para conseguir dinero? Si la situació n era tan difí cil, ¿ có mo se las arreglaban para salir adelante?

 

Frieda tení a amigos en Nueva York, y muchos de ellos tení an contactos. Le encontraban trabajos. Ilustraciones de libros para niñ os, dibujos para revistas, encargos de cualquier clase. No es que ganara mucho, pero eso los ayudaba a mantenerse a flote.



  

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