Хелпикс

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Notas a pie de página 13 страница



 

En ningú n momento se le ocurrió a Hector que Nora pudiera sentir algo por é l. Era un personaje lamentable, un tipo que no merecí a consideració n, y si ella estaba dispuesta a dedicarle tanto tiempo, só lo serí a porque le daba lá stima, porque era una persona joven y apasionada que se tomaba por salvadora de almas perdidas. Santa Brí gida, como la habí a llamado su hermana, la má rtir de la familia. Hector era el salvaje desnudo de Á frica, y Nora la norteamericana misionera que se habí a abierto camino a travé s de la selva para mejorar su suerte. Nunca habí a conocido a una persona tan ingenua, tan confiada, tan ignorante de las fuerzas oscuras que obraban en el mundo.

 

Unas veces, se preguntaba si no era simplemente estú pida.

 

Otras veces, parecí a estar poseí da de una sabidurí a singular, refinada. Y en algunas ocasiones, cuando se volví a a mirarlo con aquella expresió n intensa y obstinada en los ojos, Hector creí a que se le iba a romper el corazó n. En eso consistió la paradoja del añ o que pasó en Spokane.

 

Nora le hací a la vida intolerable, y sin embargo ella era lo ú nico por lo que viví a, el ú nico motivo por el que no habí a hecho la maleta para largarse.

 

La mitad del tiempo, tení a miedo de confesá rselo todo. La otra mitad, tení a miedo de que lo capturasen.

 

Stegman siguió la pista de Hector Mann durante tres meses y medio antes de abandonar otra vez. Donde la policí a habí a fracasado, el detective privado fracasó a su vez, pero eso no significaba que la posició n de Hector fuese ahora má s segura. O’Fallon habí a ido varias veces a Los Angeles en el otoñ o y el invierno, y parecí a ló gico suponer que en algú n momento de esas visitas Stegman le hubiera enseñ ado fotografí as de Hector Mann. ¿ Y si O’Fallon hubiera notado el parecido entre su diligente empleado y el actor desaparecido? A principios de febrero, no mucho despué s de volver de su ú ltimo viaje a California, O’Fallon empezó a mirar a Hector de otra manera. Parecí a má s atento, má s curioso, en cierto sentido, y Hector no pudo evitar preguntarse si el padre de Nora estaba sobre su pista. Tras meses de silencio y desprecio apenas contenido, el viejo empezaba de pronto a prestar atenció n al humilde mozo que trabajaba sin descanso cargando cajas en el almacé n de su tienda. Las indiferentes inclinaciones de cabeza se mudaron en sonrisas, y de cuando en cuando, sin motivo aparente alguno, daba a su empleado unas palmaditas en el hombro y le preguntaba qué tal le iba. Lo má s extrañ o era que empezó a abrir la puerta de su casa cuando Hector llegaba para sus clases nocturnas. Le estrechaba la mano como si fuera un hué sped bien recibido, y luego, con cierta torpeza, pero con evidente buena voluntad, se quedaba un momento por allí haciendo observaciones sobre el tiempo antes de subir al piso de arriba y retirarse a su habitació n. En cualquier otra persona, ese comportamiento habrí a sido normal, el estricto mí nimo exigido por la buena educació n, pero en O’Fallon resultaba del todo desconcertante, y Hector no se fiaba. Habí a demasiado en juego para dejarse embaucar por unas cuantas sonrisas corteses y unas palabras amistosas, y cuanto má s duraba aquella amabilidad fingida, má s se iba asustando Hector. A mediados de febrero, se dio cuenta de que sus dí as en Spokane estaban contados. Le estaban tendiendo una trampa, y tení a que estar preparado para largarse de la ciudad en cualquier momento, para escaparse en plena, noche y no volver a aparecer por allí.

 

Pero al fin se aclararon las cosas. Justo cuando Hector pensaba en soltar su discurso de adió s a Nora, O’Fallon lo acorraló una tarde en la trastienda y le preguntó si le interesarí a un aumento de sueldo. Goines se ha despedido, explicó. El subgerente se mudaba a Seattle para llevar la imprenta de su cuñ ado, y O’Fallon querí a cubrir el puesto lo antes posible. Sabí a que Hector no tení a experiencia en ventas, pero le habí a estado observando, le confesó, habí a estado viendo có mo cumplí a con su trabajo, y no creí a que tardara mucho tiempo en aprender sus nuevas funciones. Tendrí a má s responsabilidad y un horario má s largo, pero ganarí a el doble de su sueldo actual. ¿ Necesitaba tiempo para pensarlo, o estaba dispuesto a aceptar ya?

 

Hector estaba dispuesto a aceptar. O’Fallon le estrechó la mano, le felicitó por el ascenso y luego le dio el resto del dí a libre. Pero cuando Hector estaba a punto de salir de la tienda, O’Fallon le llamó y le dijo que volviera. Abra la caja y saque un billete de veinte dó lares, le dijo el jefe.

 

Luego vaya al final de la manzana, a la sastrerí a Pressler, y có mprese un traje, camisas blancas y dos pajaritas. Ahora va a trabajar en la tienda, y debe estar má s presentable.

 

Prá cticamente hablando, O’Fallon habí a entregado a Hector el manejo del negocio. Le habí a dado el tí tulo de subgerente, pero el caso era que el sub estaba de má s. É l era quien se ocupaba de la marcha de la tienda, y O’Fallon, gerente oficial de su propia empresa, no hací a absolutamente nada. El Pelirrojo pasaba muy poco tiempo en el local como para preocuparse de pequeñ os detalles, y cuando comprendió que aquel extranjero de espí ritu diná mico era capaz de desempeñ ar las responsabilidades del nuevo puesto, a duras penas se molestaba siquiera en pasar por allí. Estaba tan harto del negocio, que jamá s se aprendió el nombre del nuevo mozo de almacé n.

 

Hector descolló en las tareas de gerente de facto de la tienda de deportes. Tras el añ o de aislamiento en la fá brica de barriles de Portland y del confinamiento solitario en la trastienda de O’Fallon, acogió con agrado la ocasió n de volver a vivir entre la gente. La tienda era como un pequeñ o teatro, y el papel que le habí an asignado era esencialmente el mismo que habí a desempeñ ado en sus pelí culas: Hector, el concienzudo subalterno, el elegante empleado con pajarita. La ú nica diferencia consistí a en que ahora se llamaba Herman Loesser, y en que era un papel serio. Nada de payasadas ni batacazos, nada de darse golpes en la cabeza o en la punta del pie. Su trabajo consistí a en persuadir, en supervisar las cuentas y en exaltar las virtudes del deporte. Pero nadie dijo que debí a hacerlo con una expresió n sombrí a en el rostro. Volví a a tener un auditorio frente a é l y toda la utilerí a que pudiera desear, y una vez que entendió có mo funcionaba todo, rá pidamente le volvieron sus viejos instintos de actor. Seducí a a los clientes con sus locuaces peroratas, los cautivaba con sus demostraciones de guantes de bé isbol y té cnicas de la pesca con mosca, se ganaba su fidelidad con su disposició n a rebajarles el cinco, el diez y hasta el quince por ciento de la lista de precios. Las carteras no abultaban mucho en 1931, pero el deporte era una distracció n barata, un buen modo de no pensar en lo que uno no podí a permitirse, y la tienda del Pelirrojo siguió siendo un negocio decente. Los niñ os jugarí an al baló n con independencia de las circunstancias, y los hombres nunca dejarí an de lanzar el sedal al rí o ni de disparar las escopetas contra los animales del bosque. Y eso, sin olvidar la cuestió n del vestuario. No só lo para los equipos de los institutos y facultades de la regió n, sino tambié n para los doscientos miembros de la federació n de bolos del Club Rotary, las diez agrupaciones de la asociació n de baloncesto de Auxilio Cató lico, y las alineaciones de las tres docenas de conjuntos de softball aficionado. Unos quince añ os antes, O’Fallon habí a acaparado ese mercado y cada temporada le seguí an llegando los pedidos, de forma tan precisa y regular como las fases de la luna.

 

Una noche de mediados de abril, mientras Hector y Nora llegaban al final de su clase del martes, Nora se volvió hacia é l y le anunció que acababa de recibir una proposició n de matrimonio. Aquella observació n se formuló de improviso, sin relació n alguna con nada de lo que estaban diciendo, y durante unos momentos Hector no estuvo seguro de haber entendido bien. Un anuncio de aquella clase solí a ir acompañ ado de una sonrisa, incluso de ruidosas expresiones de alegrí a, pero Nora no sonreí a, y no parecí a contenta en absoluto de comunicarle la noticia. Hector le preguntó el nombre del afortunado joven.

 

Nora sacudió la cabeza, fijó la vista en el suelo y se puso a manosear su vestido de algodó n azul. Cuando volvió a levantar la cabeza, habí a lá grimas brillando en sus ojos.

 

Empezó a mover los labios, pero antes de que lograra decir algo, se levantó bruscamente del sofá, se llevó la mano a la boca y salió corriendo del saló n.

 

Desapareció antes de que é l comprendiese lo que habí a pasado. Ni siquiera tuvo tiempo de llamarla, y cuando oyó que Nora subí a corriendo las escaleras y luego cerraba de golpe la puerta de su habitació n, comprendió que aquella noche no volverí a a bajar. La clase habí a terminado. Debí a marcharse, dijo para sí, pero pasaron unos minutos y no se movió del sofá. Finalmente, O’Fallon entró en el saló n. Eran poco má s de las nueve, y el Pelirrojo se encontraba en su habitual condició n nocturna, pero no hasta el punto de perder el equilibrio. Clavó los ojos en Hector, y pasó largo rato observando a su empleado, mirá ndolo de arriba abajo mientras una pequeñ a y retorcida sonrisa se insinuaba en la parte inferior de su boca. Hector no habrí a sabido decir si era una sonrisa de lá stima o de burla. Parecí a las dos cosas, en cierto modo, una especie de compasivo desdé n, si es que era posible algo así, y Hector lo encontró inquietante, una señ al de enconada hostilidad que O’Fallon no mostraba desde hací a meses.

 

Hector se levantó al fin y preguntó: ¿ Es que va a casarse Nora? Su jefe dejó escapar una risita sarcá stica. ¿ Có mo coñ o voy a saberlo yo?, replicó. ¿ Por qué no se lo pregunta usted? Y entonces, gruñ endo en respuesta a su propia carcajada, O’Fallon dio media vuelta y salió de la habitació n.

 

Dos noches despué s, Nora se disculpó por su arrebato.

 

Ya se encontraba mejor, aseguró, y la crisis habí a pasado. Lo habí a rechazado, y eso era todo. Asunto concluido; nada de que preocuparse. Aunque buena persona, Albert Sweeney no era má s que un crí o, y estaba cansada de salir con crí os, sobre todo con los que viví an a costa del dinero de su padre.

 

Si se casaba alguna vez, serí a con un hombre, con alguien que conociera el mundo y fuese capaz de abrirse paso en la vida por sí solo. Hector dijo que no podí a reprocharse nada a Sweeney por el hecho de tener un padre rico. No era culpa suya, y, ademá s, ¿ qué habí a de malo en ser rico, de todos modos? Nada, contestó Nora. Só lo que no querí a casarse con é l, eso era todo. El matrimonio era para siempre, y ella no darí a el sí hasta que se presentara el hombre adecuado.

 

Nora pronto recobró su buen humor, pero las relaciones de Hector con O’Fallon parecieron haber entrado en una fase nueva e inquietante. El momento decisivo habí a sido el enfrentamiento en el saló n, con la larga mirada y la risita desdeñ osa y burlona, y a partir de aquella noche Hector se sintió vigilado. Cuando O’Fallon pasaba ahora por la tienda, no participaba en las transacciones ni en los tratos con los clientes. En vez de echar una mano o ponerse detrá s de la caja registradora cuando habí a mucho movimiento, se instalaba en una butaca junto al expositor de raquetas de tenis y guantes de golf y se poní a a leer tranquilamente la prensa de la mañ ana, alzando la vista de cuando en cuando con aquella sonrisa cá ustica que esbozaba con el labio inferior. Era como si considerase al subgerente como un divertido animal de compañ í a o un juguete mecá nico. Hector le hací a ganar buen dinero, trabajando diez y once horas diarias para que é l llevara prá cticamente una vida de jubilado, pero todos sus esfuerzos só lo serví an para que O’Fallon se mostrase má s escé ptico, má s condescendiente. Sin abandonar su actitud cautelosa, Hector fingí a no darse cuenta. No le vení a mal que le tomaran por un bobo entusiasmado con el trabajo, razonaba é l, y quizá tampoco que le llamasen muchacho o el señ or[5], pero no podí a sentirse mucho apego por un tipo así, y siempre que aparecí a en la habitació n, habí a que asegurarse de tener la espalda vuelta a la pared.

 

Pero cuando te invitaba a su club de campo, proponié ndote que le acompañ aras para hacer dieciocho hoyos en una radiante mañ ana de domingo de primeros de mayo, no se podí a declinar la invitació n. Y tampoco se le decí a que no cuando te invitaba a comer en el Bluebell Inn, no ya una sino dos veces en el espacio de una sola semana, insistiendo en ambas ocasiones en que escogieras los platos má s caros de la carta. Mientras siguiera sin conocer tu secreto, mientras no sospechara lo que estabas haciendo en Spokane, podí as soportar la tensió n de su continua vigilancia. La tolerabas precisamente porque te resultaba insoportable estar con é l, porque te compadecí as del ruinoso estado al que habí a llegado, porque cada vez que oí as la cí nica desolació n que destilaba su voz, sabí as que tú eras en parte responsable de todo aquello.

 

Su segundo almuerzo en el Bluebell Inn se produjo un mié rcoles de finales de mayo. Si Hector hubiese estado preparado para lo que iba a suceder, probablemente habrí a reaccionado de distinta manera, pero al cabo de veinticinco minutos de conversació n insustancial, la pregunta de O’Fallon le cogió desprevenido. Aquella noche, cuando Hector volvió a su pensió n, al otro extremo de la ciudad, escribió en su diario que, para é l, el universo habí a cambiado de forma en un solo instante. Me lo he perdido todo. Todo lo he entendido mal. La tierra es el cielo, el sol es la luna, los rí os son montañ as. Miraba al mundo al revé s. Y seguidamente, con los acontecimientos de aquella tarde aú n frescos en su memoria, escribió una transcripció n literal de su conversació n con O’Fallon.

 

Bueno, Loesser, le dijo sú bitamente O’Fallon, explí came cuá les son tus intenciones.

 

No entiendo esa expresió n, repuso Hector. Tengo un esplé ndido filete delante de mí y desde luego voy a comé rmelo. ¿ Es a eso a lo que se refiere?

 

Eres un tipo listo, chico[6]. Ya sabes lo que quiero decir.

 

Discú lpeme usted, señ or, pero esas intenciones me confunden. No entiendo.

 

Intenciones a largo plazo.

 

Ah sí, ya entiendo. Se refiere al futuro, a mis planes para el futuro. Puedo decirle tranquilamente que mis ú nicas intenciones consisten en seguir como hasta ahora. Seguir trabajando para usted. Hacer todo lo que pueda por la tienda.

 

¿ Y que má s?

 

No hay má s, señ or O’Fallon. Se lo digo de corazó n.

 

Me ha dado usted una gran oportunidad, y estoy decidido a aprovecharla al má ximo.

 

¿ Y quié n crees que me convenció para que te diera esa oportunidad?

 

No sé. Siempre pensé que era decisió n suya, que era usted quien me la habí a dado.

 

Fue Nora.

 

¿ La señ orita O’Fallon? Nunca me ha dicho nada. No tení a ni idea de que fuese obra suya. Con tantas cosas como ya le debo, y ahora resulta que estoy aú n má s en deuda con ella. Me inclino humildemente ante lo que me acaba de decir.

 

¿ Y te gusta verla sufrir?

 

¿ Es que la señ orita Nora sufre? ¿ Y por qué habrí a de sufrir? Es una muchacha extraordinaria, llena de vida, y todo el mundo la admira. Sé que hay penas de familia que pesan en su corazó n (tanto como en el suyo, señ or), pero aparte de las lá grimas que de vez en cuando vierte por su hermana ausente, nunca la he visto de otro modo que alegre y optimista.

 

Es fuerte. Pone buena fachada.

 

Me duele oí r eso.

 

Albert Sweeney le propuso matrimonio el mes pasado, y ella lo rechazó. ¿ Por qué cree usted que lo hizo? El padre de ese chico es Hiram Sweeney, el senador del Estado, el republicano má s influyente del condado. Habrí a podido vivir de las rentas durante los pró ximos cincuenta añ os, y dijo que no. ¿ Qué te parece, Loesser?

 

Me dijo que no le querí a.

 

Exacto, porque quiere a otro. ¿ Y quié n crees que es ese otro?

 

Me resulta imposible contestar a esa pregunta. No sé nada sobre los sentimientos de la señ orita Nora, señ or.

 

No será s mariquita, ¿ verdad, Herman?

 

¿ Có mo dice, señ or?

 

Mariquita. Sarasa. Homosexual.

 

Por supuesto que no.

 

¿ Por qué no haces algo, entonces?

 

Habla usted en clave, señ or O’Fallon. No comprendo.

 

Estoy cansado, hijo. Ya no tengo motivos para vivir, aparte de una cosa, y cuando ese asunto esté arreglado, lo ú nico que quiero es estirar tranquilamente la pata. Ayú dame, y estoy dispuesto a hacer un trato contigo. No tienes má s que decir una palabra, amigo[7], y todo será tuyo.

 

La tienda, el negocio, todo el tinglado.

 

¿ Me está proponiendo venderme su negocio? No tengo dinero. No estoy en situació n de hacer tales tratos.

 

El verano pasado te presentaste en la tienda pidiendo trabajo, y ahora está s llevando la tienda. Se te da bien, Loesser. Nora no se equivocaba contigo, y no voy a interponerme en su camino. Ya he dejado de interponerme en el camino de nadie. Lo que quiera, lo tendrá.

 

¿ Por qué no hace má s que hablar de la señ orita Nora?

 

Creí a que me estaba proponiendo un trato de negocios.

 

Así es. Pero a condició n de que esté s dispuesto a hacerme ese favor. Y no es que te pida algo que no quieras hacer. Me doy perfectamente cuenta de la forma en que os mirá is los dos. Lo ú nico que tienes que hacer es dar el paso.

 

Pero ¿ qué está diciendo, señ or O’Fallon?

 

Conté state tú mismo.

 

No puedo, señ or. No puedo, es la verdad.

 

Nora, estú pido. Es de ti de quien está enamorada.

 

Pero yo no soy nada, nada en absoluto. Nora no puede quererme.

 

Puede que tú creas eso, y que yo tambié n lo crea, pero los dos nos equivocamos. La chica tiene el corazó n destrozado, y maldita sea si voy a quedarme de brazos cruzados vié ndola sufrir. Ya he perdido a dos hijas, y eso no va a pasarme má s.

 

Pero yo no debo casarme con Nora. Soy judí o, y esas cosas no está n permitidas.

 

¿ Qué clase de judí o?

 

Un judí o. Só lo hay una clase de judí o.

 

¿ Crees en Dios?

 

¿ Y qué má s da? No soy como usted. Vengo de otro mundo.

 

Contesta a la pregunta. ¿ Crees en Dios?

 

No, no creo en Dios. Creo que el hombre es la medida de todas las cosas. Las buenas y las malas.

 

Entonces somos de la misma religió n. Somos iguales, Loesser. La ú nica diferencia es que tú entiendes el dinero mejor que yo. Lo que significa que será s capaz de ocuparte de ella. Eso es lo ú nico que quiero. Ocú pate de Nora, y luego podré morirme en paz.

 

Me pone en una situació n difí cil, señ or.

 

Tú no sabes lo que es difí cil, hombre[8]. Le haces la proposició n antes de fin de mes o te despido. ¿ Entiendes? Te pongo de patitas en la calle y luego te mando fuera del estado de una patada en el culo.

 

Hector le ahorró la molestia. Cuatro horas despué s de salir del Bluebell Inn, cerró la tienda por ú ltima vez, volvió a su habitació n y se puso a hacer la maleta. En un determinado momento de la noche, pidió prestada la Underwood a su patrona y escribió una carta a Nora, firmando al pie de la pá gina con las iniciales H. L. No podí a correr el riesgo de dejarle una muestra de su escritura, pero tampoco podí a marcharse sin una explicació n, sin inventarse alguna historia que justificase su repentina y misteriosa marcha.

 

Le dijo que estaba casado. Era la mentira má s grande que se le ocurrió, pero en el fondo era menos cruel de lo que habrí a sido un rechazo total y absoluto. Su mujer habí a caí do enferma en Nueva York, y tení a que volver corriendo para atender la emergencia. Nora se quedarí a pasmada, desde luego, pero una vez que comprendiera que nunca habí a habido la menor esperanza para ellos, que Hector no era libre desde el principio, serí a capaz de rehacerse de la decepció n sin que le quedaran cicatrices duraderas. O’Fallon quizá percibiese el engañ o, pero aun cuando el viejo comprendiera la verdad, no era probable que se la comunicase a Nora. Su preocupació n consistí a en proteger los sentimientos de su hija, ¿ y por qué iba a poner objeciones a la supresió n de aquel incó modo Don Nadie que se habí a metido como un gusano en su corazó n? Se alegrarí a de librarse de Hector, y poco a poco, a medida que se fuera asentando la polvareda, el joven Sweeney empezarí a a volver por allí, y Nora recobrarí a el sentido comú n. En la carta, Hector le agradecí a todas las amabilidades que habí a tenido para con é l. Jamá s la olvidarí a, afirmaba. Era un espí ritu luminoso, una mujer que sobresalí a entre todas las demá s, y só lo el hecho de conocerla en el breve tiempo que habí a pasado en Spokane habí a cambiado su vida para siempre. Todo cierto, y a la vez, todo falso. Cada frase una mentira, pese a la convicció n con que estaba escrita cada palabra. Esperó hasta las tres de la mañ ana, y entonces volvió a la casa y metió la carta por debajo de la puerta principal: igual que su hermana muerta, Brigid, en un gesto similar dos añ os y medio antes, habí a deslizado una carta bajo la puerta de su casa.

 

Intentó suicidarse al dí a siguiente en Montana, contó Alma, y tres dí as despué s volvió a intentarlo en Chicago.

 

La primera vez, se metió el revó lver en la boca; la segunda, apoyó el cañ ó n contra el ojo izquierdo. Pero en ninguna de ambas ocasiones fue capaz de llevarlo a té rmino.

 

Se habí a alojado en un hotel de South Wabash, en la periferia del Barrio Chino, y despué s del segundo intento fallido salió a la sofocante noche de junio, buscando un sitio para emborracharse. Si podí a meterse el alcohol suficiente en las venas, quizá tuviera valor para saltar al rí o y ahogarse antes de que acabara la noche. Ese era su plan, en cualquier caso, pero no mucho despué s de salir en busca de la botella, dio por casualidad con algo mejor que la muerte, mejor que la simple condenació n que andaba buscando. Se llamaba Sylvia Meers, y bajo su direcció n Hector aprendió que podí a continuar suicidá ndose sin tener que concluir la tarea. Fue ella quien le enseñ ó a beber su propia sangre, quien le instruyó en los placeres de devorar su propio corazó n.

 

La encontró en un tugurio de la calle Rush, de pie frente a la barra cuando é l fue a pedir la segunda copa.

 

No era gran cosa, pero el precio que pedí a era tan insignificante que Hector se sorprendió aceptando sus condiciones. De todas formas estarí a muerto antes de que acabara la noche, ¿ y qué podí a ser má s apropiado que pasar sus ú ltimas horas de vida con una puta?

 

Lo llevó a una habitació n del White House, un hotel de la acera de enfrente, y cuando concluyeron su asunto en la cama, ella le preguntó si querí a hacerlo otra vez.

 

Hector declinó la invitació n, explicando que no tení a dinero para otra ronda, pero cuando ella le dijo que no le cobrarí a, Hector se encogió de hombros y dijo por qué no, antes de proceder a montarla por segunda vez. El bis acabó pronto con otra eyaculació n, y Sylvia Meers sonrió.

 

Felicitó a Hector por su hazañ a, y luego le preguntó si creí a que era capaz de repetirla. No inmediatamente, repuso Hector, pero si le daba media hora, probablemente no habrí a dificultad. Eso no me satisface, dijo ella. Si podí a lograrlo en veinte minutos, le invitarí a otra vez, pero se le tení a que volver a enderezar en diez. Echó un vistazo al reloj de la mesilla de noche. Diez minutos a partir de ahora, anunció, desde el momento en que el segundero pasara de las doce. Ese era el trato. Diez minutos para ponerse a funcionar, y luego otros diez para terminar la tarea. Pero si se le aflojaba en cualquier momento de la operació n, tendrí a que pagarle la vez anterior. Esa era la multa. Tres veces por el precio de una, o si no apoquinaba por la sesió n entera. ¿ Qué iba a hacer? ¿ Querí a marcharse ya, o creí a que era capaz de lograrlo aunque lo presionaran de aquella forma?

 

Si no hubiera sonreí do mientras le hací a la pregunta, Hector habrí a pensado que estaba loca. Las putas no iban ofreciendo sus servicios gratis, y no lanzaban desafí os a la virilidad de sus clientes. Eso correspondí a a las especialistas del lá tigo y a las que odiaban secretamente a los hombres, a las que traficaban con el sufrimiento y las humillaciones estrafalarias, pero Meers tení a aspecto de chica corriente y desenfadada, y antes que burlarse de é l lo que pretendí a era convencerle para que se prestara a un juego.

 

No, no a un juego exactamente, sino a un experimento, a una investigació n cientí fica sobre la capacidad copulativa de un miembro por dos veces agotado. ¿ Podí a resucitarse a un muerto?, parecí a preguntarle. Y en caso afirmativo, ¿ cuá ntas veces? No se admití an conjeturas. Con objeto de llegar a resultados concluyentes, el estudio debí a llevarse a cabo en estrictas condiciones de laboratorio.



  

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