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Notas a pie de página 12 страница



 

La hija explicó que se ocupaba de la tienda hasta la vuelta de su padre, pero si Hector deseaba dejar su nombre y su nú mero, le darí a el recado cuando volviese, el viernes siguiente. No es necesario, repuso Hector, el viernes vendrí a é l personalmente, y entonces, por simple cortesí a, o quizá porque querí a causarle buena impresió n, le preguntó si la habí an dejado a ella sola a cargo de todo.

 

La tienda parecí a demasiado grande para que se ocupara de ella una persona sola.

 

Tení a que haber tres personas, contestó ella, pero el subgerente se habí a puesto enfermo aquel dí a y la semana anterior habí an despedido al mozo de almacé n por robar guantes de bé isbol y venderlos a mitad de precio a los chicos de su barrio. Lo cierto era que se sentí a un poco perdida, añ adió. Hací a siglos que no ayudaba en la tienda, ya no sabí a la diferencia entre un putter y una madera, apenas era capaz de utilizar la caja registradora sin equivocarse veinte veces de tecla y liarse en la cuenta.

 

Era una charla muy agradable, muy abierta. Le hací a partí cipe de aquellas confidencias sin pensá rselo dos veces, y a medida que proseguí a la conversació n, Hector se enteró de que habí a estado fuera los ú ltimos cuatro añ os, estudiando pedagogí a en algú n sitio que ella llamaba State y que resultó ser la Universidad del Estado de Washington, en Pullman. Se habí a licenciado en junio, acababa de volver a casa a vivir con su padre y estaba a punto de empezar su vida profesional como maestra de cuarto curso en el colegio de enseñ anza primaria Horace Greeley. Tení a una suerte increí ble, le aseguró. Era el mismo colegio al que habí a asistido de niñ a, y tanto sus dos hermanas mayores como ella habí an tenido a la señ orita Neergaard de maestra en cuarto curso. La señ orita Neergaard habí a dado clase allí durante cuarenta y dos añ os, y le parecí a casi un milagro que su antigua maestra se jubilase justo cuando ella empezaba a trabajar. En menos de seis semanas, estarí a de pie en la tarima del aula en que se habí a sentado diariamente cuando era una colegiala de diez añ os, ¿ y no era extrañ o, concluyó, no era curioso ver las vueltas que daba a veces la vida?

 

Sí, muy curioso, convino Hector, muy extrañ o. Ahora sabí a que estaba hablando con Nora, la pequeñ a de las hermanas O’Fallon, y no con Deirdre, la que se habí a casado a los diecinueve añ os y viví a en San Francisco. Despué s de estar tres minutos con ella, Hector decidió que Nora era completamente distinta de su hermana muerta.

 

Sin duda se parecí a a Brigid, pero no tení a nada de esa tensa energí a de quien se lo sabe todo, nada de su ambició n, nada de su inteligencia rá pida y nerviosa. Aqué lla era má s tierna, má s ingenua, estaba má s a gusto consigo misma. Recordó que una vez Brigid se habí a descrito a sí misma como la ú nica de las hermanas O’Fallon con sangre de verdad en las venas. Lo de Deirdre era vinagre, y Nora só lo tení a leche tibia. Ella era quien merecí a haberse llamado Brigid, añ adió, en honor de Santa Brí gida, patrona de Irlanda, porque si habí a una persona destinada a entregarse a una vida de sacrificio y buenas obras, era su hermana pequeñ a, Nora.

 

Una vez má s, Hector estuvo a punto de dar media vuelta y marcharse, y de nuevo hubo algo que lo retuvo.

 

Otra idea se le habí a metido en la cabeza: un loco impulso, algo tan arriesgado y autodestructivo, que le dejó ató nito incluso el mero hecho de haberlo pensado, por no hablar de que creí a tener valor para llevarlo a cabo.

 

Quien nada arriesga, nada gana, dijo a Nora, sonriendo a modo de excusa y encogié ndose de hombros, pero el caso era que habí a ido allí aquella mañ ana para pedir trabajo al señ or O’Fallon. Se habí a enterado del asunto con el mozo y se preguntaba si aú n estaba libre el puesto.

 

Qué raro, observó Nora. Só lo hací a unos dí as que habí a ocurrido el incidente, y aú n no se habí an preocupado de poner un anuncio. No pensaban hacerlo hasta que su padre volviera de viaje. Bueno, se corre la voz, aventuró Hector. Sí, será eso, repuso Nora, pero ¿ por qué querí a ser mozo de almacé n, en cualquier caso? Era un trabajo para gente sin formació n, para individuos de espalda fuerte, poco cerebro y ninguna ambició n; seguro que el podí a aspirar a algo má s. No necesariamente, afirmó Hector. Eran tiempos difí ciles, y cualquier trabajo con el que se ganase dinero era bien recibido en aquellos dí as.

 

¿ Por qué no le poní a a prueba? Ella estaba sola en la tienda, y era evidente que necesitaba un poco de ayuda. Si estaba contenta de su trabajo, quizá podrí a recomendarle a su padre. ¿ Qué decí a señ orita O’Fallon? ¿ Estaba de acuerdo?

 

Llevaba en Spokane menos de una hora, y Herman Loesser ya tení a trabajo de nuevo. Nora le estrechó la mano, riendo ante la audacia de su propuesta, y entonces Hector se quitó la chaqueta (la ú nica prenda de ropa decente que poseí a) y empezó a trabajar. Se habí a convertido en una mariposa de luz, y pasó el resto del dí a revoloteando en torno a la ardiente llama de una vela. Sabí a que sus alas podí an prenderse en cualquier momento, pero cuanto má s cerca estaba de tocar el fuego, má s sensació n tení a de estar cumpliendo su destino. Como escribió en su diario aquella noche: Si pretendo salvar mi vida, tengo que estar a un paso de destruirla.

 

Contra toda probabilidad, Hector aguantó casi un añ o. Al principio de mozo en el almacé n de la trastienda, luego de dependiente principal y subgerente, a las ó rdenes directas del propio O’Fallon. Nora le dijo que su padre tení a cincuenta y tres añ os, pero cuando se lo presentaron al lunes siguiente, Hector pensó que parecí a má s viejo; podí a tener sesenta añ os o má s, incluso cien. El antiguo atleta ya no era pelirrojo, ni su torso antañ o esbelto estaba ya en forma, y cojeaba alguna que otra vez por los efectos de una rodilla artrí tica. O’Fallon se presentaba cada mañ ana en la tienda a las nueve en punto, pero estaba claro que el trabajo no le interesaba, y por lo general volví a a marcharse a las once o las once y media. Si no le molestaba la pierna, cogí a el coche, se iba al club de campo y hací a unos cuantos hoyos con dos o tres amigotes suyos. Si no, iba pronto a almorzar y se quedaba un buen rato en el Bluebell Inn, el restaurante que estaba justo en la acera de enfrente, y luego volví a a su casa y pasaba la tarde en su habitació n, leyendo los perió dicos y bebiendo botellas de Jameson, el whisky irlandé s que todos los meses traí a de contrabando de Canadá.

 

Nunca criticaba a Hector ni se quejaba de su trabajo.

 

Pero tampoco le hací a cumplidos. O’Fallon manifestaba su satisfacció n no diciendo nada, y alguna que otra vez, cuando se sentí a comunicativo, saludaba a Hector con un minú sculo movimiento de cabeza. Durante varios meses, apenas hubo má s contacto entre ellos. Al principio, Hector lo encontró irritante, pero a medida que pasaba el tiempo aprendió a no tomá rselo como algo personal. Aquel nombre viví a en un á mbito de muda interioridad, de perpetua resistencia contra el mundo, y era como si se pasara el dí a flotando sin má s objeto que el de consumir las horas lo menos dolorosamente posible. Nunca perdí a los estribos, rara vez esbozaba una sonrisa. Era imparcial e indiferente, estaba ausente incluso estando presente, y no mostraba má s compasió n o simpatí a por sí mismo de la que expresaba hacia cualquier otro.

 

En la misma medida en que O’Fallon se mostraba cerrado y distante, Nora era abierta y sensible. Al fin y al cabo, era ella quien habí a contratado a Hector, y seguí a sintié ndose responsable de é l, tratá ndole alternativamente como su amigo, su protegido y su obra de rehabilitació n humana. Cuando su padre volvió de Los Angeles y el dependiente principal se recuperó de su acceso de herpes, los servicios de Nora dejaron de ser requeridos en la tienda.

 

Aunque estaba muy ocupada prepará ndose para el nuevo curso escolar, visitando a antiguas compañ eras de clase y haciendo malabarismos con las atenciones de varios jó venes, durante el resto del verano siempre se las arregló para pasar un momento por la tienda a primera hora de la tarde y ver có mo le iba a Hector. Só lo habí an trabajado juntos cuatro dí as, pero en ese tiempo establecieron la tradició n de compartir bocadillos en el almacé n durante la media hora de pausa del almuerzo. Ahora ella seguí a apareciendo con sus bocadillos de queso, y pasaban media hora hablando de libros. Para Hector, autodidacta en ciernes, era una oportunidad de aprender algo. Para Nora, recié n salida de la universidad y dedicada a instruir a los demá s, era una ocasió n de impartir conocimientos a un alumno inteligente y motivado. Aquel verano, Hector, con bastante dificultad, intentaba leer a Shakespeare y Nora leí a las obras con é l, ayudá ndole con las palabras que no entendí a, explicá ndole uno u otro momento histó rico o alguna convenció n teatral, explorando la psicologí a y las motivaciones de los personajes. En una de las sesiones de la trastienda, tras tropezar en la pronunciació n de las palabras Thou ow’st del tercer acto de El rey Lear, le confesó lo mucho que le avergonzaba su acento. Nunca aprenderí a a hablar bien aquel puñ etero idioma, le dijo, y siempre parecí a un cretino cuando se expresaba ante personas como ella. Nora se negó a aceptar ese pesimismo. En State habí a estudiado logopedia como asignatura secundaria, le dijo, y existí an soluciones concretas, té cnicas y ejercicios prá cticos que permití an mejorar. Si estaba dispuesto a enfrentarse al desafí o, le prometió que le librarí a del acento, que harí a desaparecer de su pronunciació n hasta el ú ltimo vestigio de acento españ ol. Hector le recordó que no se encontraba en posició n de pagarle las clases. ¿ Quié n ha dicho algo de dinero?, replicó Nora. Si estaba dispuesto a trabajar, ella le ayudarí a con mucho gusto.

 

En septiembre, cuando empezó el colegio, la nueva maestra de cuarto curso ya no estaba libre a la hora del almuerzo. En cambio, ella y su alumno trabajaban por la noche, reunié ndose los martes y los jueves de siete a nueve en el saló n de O’Fallon. Hector pasaba muchos apuros con la i y la e breves, la r semivocal y el sonido ceceante de la th. Vocales mudas, oclusivas interdentales, inflexiones labiales, fricativas, oclusivas palatales, fonemas diversos. La mayor parte del tiempo no entendí a nada de lo que explicaba Nora, pero el ejercicio pareció dar resultado. Su lengua empezó a formar sonidos que nunca habí a producido antes, y finalmente, al cabo de nueve meses de esfuerzos y repetició n, habí a realizado progresos hasta el punto de que cada vez era má s difí cil adivinar dó nde habí a nacido. No parecí a norteamericano, quizá, pero tampoco un inmigrante grosero e inculto. El ir a Spokane quizá fuese uno de los peores errores que Hector cometió en la vida, pero de todas las cosas que le ocurrieron allí, las clases de pronunciació n de Nora tuvieron probablemente el efecto má s profundo y duradero. Cada palabra que dijo en los cincuenta añ os siguientes llevaba la impronta de aquellas clases, que permanecieron grabadas en é l durante el resto de su vida.

 

Los martes y los jueves, si no salí a a jugar al pó quer con unos amigos, O’Fallon solí a quedarse en su habitació n de arriba. Una noche de primeros de octubre, sonó el telé fono en medio de una clase y Nora fue a cogerlo al vestí bulo. Habló unos momentos con la operadora, y luego, con voz tensa y excitada, llamó a su padre y le dijo que Stegman estaba al telé fono. Llamaba de Los Angeles, le explicó, y querí a hablar a cobro revertido. ¿ Debí a aceptar la llamada o no? O’Fallon contestó diciendo que bajaba enseguida. Nora cerró las puertas correderas que separaban el saló n del vestí bulo para que su padre hablase con má s tranquilidad, pero O’Fallon ya estaba un poco ebrio y hablaba en voz lo bastante alta para que Hector distinguiera algunas de las cosas que decí a. No todo, pero sí lo suficiente para saber que no eran buenas noticias.

 

Diez minutos despué s volvieron a abrirse las puertas correderas y O’Fallon entró en el saló n arrastrando los pies. Calzaba unas viejas zapatillas de piel y los tirantes, caí dos de los hombros, le colgaban hasta las rodillas. Se habí a quitado la corbata y el cuello de la camisa, y tení a que agarrarse al borde de la mesa de nogal para no perder el equilibrio. Durante unos minutos, habló directamente con Nora, que estaba sentada junto a Hector en el sofá, en medio de la estancia. A juzgar por la atenció n que prestaba a Hector, el alumno de su hija bien podrí a haber sido invisible. No es que O’Fallon no le hiciese caso, ni que hiciera como si no estuviese allí. Sencillamente no se fijaba en su presencia. Y Hector, que comprendí a todos los matices de la conversació n, no se atrevió a ponerse en pie para marcharse.

 

Stegman tiraba la toalla, anunció O’Fallon. Llevaba meses trabajando en el caso, y no habí a descubierto una sola pista prometedora. Se estaba cansando, dijo. Ya no querí a cogerle el dinero.

 

Nora preguntó a su padre có mo habí a contestado a eso y O’Fallon dijo que le habí a preguntado por qué demonios habí a llamado a cobro revertido si le sentaba tan mal coger su dinero. Y luego añ adió que hací a fatal su trabajo. Si Stegman no querí a seguir con el asunto, buscarí a a otro.

 

No, papá, repuso Nora, te equivocas. Si Stegman no podí a encontrarla, eso significaba que nadie má s podrí a hacerlo. Era el mejor detective privado de la Costa Oeste.

 

Lo habí a dicho Reynolds, que era una persona en la que se podí a confiar.

 

A la mierda con Reynolds, exclamó O’Fallon. A la mierda con Stegman. Que dijeran lo que se les antojase, coñ o, que é l no iba a rendirse.

 

Nora sacudió la cabeza de atrá s adelante, los ojos llenos de lá grimas. Era hora de afrontar los hechos, afirmó.

 

Si Brigid estuviera viva en alguna parte, habrí a escrito una carta. Habrí a llamado. Les habrí a hecho saber dó nde estaba.

 

Y unos cojones, replicó O’Fallon. No habí a escrito una carta en cuatro añ os. Habí a roto con la familia, y é se era el hecho que tení an que afrontar.

 

Con la familia no, dijo Nora. Con é l. A ella, Brigid no habí a dejado de escribirle. Cuando estudiaba en Pullman, recibí a una carta cada tres o cuatro semanas.

 

Pero O’Fallon no querí a saber nada de eso. No querí a discutir má s, y si ella ya no iba a respaldarle, entonces é l seguirí a solo y ella y sus puñ eteras opiniones podí an irse a la mierda. Y con esas palabras, O’Fallon se soltó de la mesa, se tambaleó precariamente unos instantes mientras trataba de recobrar el equilibrio, y luego salió de la habitació n haciendo eses.

 

Hector no debí a haber presenciado esa escena. Só lo era el mozo de almacé n, no un amigo í ntimo, y no era asunto suyo escuchar conversaciones privadas entre padre e hija, no tení a derecho a estar sentado en el saló n mientras su jefe iba tambaleá ndose de un sitio a otro, desaliñ ado, en estado de embriaguez. Si Nora le hubiera pedido que se marchase en aquel momento, el asunto se habrí a zanjado para siempre. No habrí a oí do lo que habí a oí do, no habrí a visto lo que habí a visto, y nunca se habrí a vuelto a mencionar el tema. Só lo tení a que decirle una frase, ponerle una simple excusa, y é l se habrí a levantado del sofá y habrí a dado las buenas noches. Pero Nora no poseí a el don del disimulo. Aú n tení a lá grimas en los ojos cuando O’Fallon salió de la habitació n, y ahora que el tema prohibido habí a salido finalmente a la luz, ¿ para qué seguir ocultando las cosas?

 

Su padre no habí a sido siempre así, explicó. Cuando sus hermanas y ella eran pequeñ as, su padre parecí a una persona diferente, y resultaba difí cil reconocerle ahora, difí cil recordar lo que habí a sido en aquella é poca. O’Fallon el Pelirrojo, el Relá mpago del Noroeste. Patrick O’Fallon, marido de Mary Day. Papi O’Fallon, emperador de las niñ as. Pero pensando en los ú ltimos seis añ os, añ adió Nora, teniendo en cuenta todo lo que habí a sufrido, quizá no fuese tan extrañ o que su mejor amigo fuese un tal Jameson: aquel tipo lú gubre y silencioso que viví a con é l en el piso de arriba, atrapado en todas aquellas botellas de lí quido ambarino. El primer golpe vino con la pé rdida de su madre, muerta de cá ncer a los cuarenta y cuatro añ os. Eso ya habí a sido bastante duro, añ adió Nora, pero luego siguieron ocurriendo cosas, una conmoció n familiar despué s de otra, un puñ etazo en el estó mago y luego otro en la cara, una serie de calamidades que poco a poco le fueron dejando para el arrastre. Menos de un añ o despué s del entierro, Deirdre se quedó embarazada, y como no querí a casarse a la fuerza con el marido que su padre le habí a buscado O’Fallon la echó de casa. Pero con eso tambié n se puso a Brigid en contra, apuntó Nora. Su hermana mayor estaba en el ú ltimo añ o en el Smith, justo al otro extremo del paí s, pero cuando se enteró de lo que habí a pasado, escribió a su padre y le dijo que no le dirigirí a la palabra nunca má s si no dejaba que Deirdre volviera a casa. Aquello no le sentó bien a O’Fallon. Estaba pagando los estudios de Brigid, ¿ quié n se creí a que era para decirle lo que debí a hacer? Brigid se pagó ella misma el ú ltimo semestre, y despué s, cuando se licenció, se fue derecha a California para hacerse escritora. Ni siquiera pasó por Spokane para ir a verlos. Era tan obstinada como su padre, afirmó Nora, y Deirdre era el doble de testaruda que su padre y su hermana juntos. No importaba que Deirdre ya estuviera casada y hubiese dado a luz otro niñ o. Seguí a sin querer hablar con su padre, lo mismo que Brigid. Entretanto, Nora se fue a estudiar a Pullman. Se mantuvo en contacto perió dico con sus dos hermanas, pero Brigid era la mejor corresponsal, y raro era el mes que Nora no recibí a al menos una carta de ella. Entonces, cuando Nora empezaba el penú ltimo añ o de carrera, Brigid dejó de escribir. Al principio, no parecí a un motivo de preocupació n, pero al cabo de tres o cuatro meses de prolongado silencio, Nora escribió a Deirdre preguntá ndole si habí a tenido noticias de Brigid ú ltimamente. Cuando Deirdre le contestó dicié ndole que no sabí a nada de ella desde hací a seis meses, Nora empezó a inquietarse. Habló con su padre, y el pobre O’Fallon, desesperado por enmendar las cosas, abatido por los remordimientos de lo que habí a hecho a sus dos hijas mayores, se puso inmediatamente en contacto con el Departamento de Policí a de Los Angeles. Asignaron el caso a un inspector llamado Reynolds. La investigació n se puso rá pidamente en marcha, y al cabo de unos dí as ya se habí an establecido varios hechos esenciales: que Brigid habí a dejado el trabajo en la revista, que habí a acabado en el hospital despué s de un intento de suicidio, que estaba embarazada, que se habí a marchado de su apartamento sin dejar direcció n, que efectivamente habí a desaparecido. Por sombrí as que fuesen las noticias, por terrible que fuese pensar en lo que implicaban tales hechos, parecí a que Reynolds se encontraba a punto de descubrir lo que le habí a pasado realmente a su hermana. Entonces, poco a poco, la pista se fue enfriando.

 

Pasó un mes, pasaron tres meses, despué s ocho, y Reynolds no tení a nada nuevo de que informar. Hablaron con todos los que la conocí an, prosiguió Nora, hicieron todo lo humanamente posible, pero cuando la pista los condujo al Fitzwilliam Arms, tropezaron con un muro. Frustrado por aquella falta de progresos, O’Fallon decidió dar un impulso a las cosas contratando los servicios de un detective privado. Reynolds recomendó a un tal Frank Stegman, y de momento O’Fallon recobró las esperanzas. Só lo viví a para la investigació n, explicó Nora, y siempre que Stegman informaba del má s mí nimo dato nuevo, del má s leve indicio de una pista, su padre cogí a el primer tren con destino a Los Angeles, viajando toda la noche si era preciso, para llamar a la puerta del despacho de Stegman a primera hora de la mañ ana. Pero el detective se habí a quedado ya sin ideas, y estaba dispuesto a abandonar. Hector ya lo habí a oí do. A eso vení a la llamada de telé fono, insistió ella, y nadie podí a verdaderamente reprocharle que quisiera dejarlo. Brigid estaba muerta. Ella lo sabí a, Reynolds y Stegman lo sabí an, pero su padre seguí a sin aceptarlo. Se echaba la culpa de todo, y a menos que tuviera algú n motivo de esperanza, a menos que pudiera hacerse la ilusió n de creer que iban a encontrar a Brigid, no podrí a ya vivir en paz consigo mismo. Era así de sencillo, concluyó Nora. Se morirí a. Serí a demasiado dolor para é l, y simplemente se vendrí a abajo y se morirí a.

 

A partir de aquella noche, Nora empezó a contá rselo todo. Era natural que quisiera compartir sus problemas con alguien, pero entre toda la gente que habí a en el mundo, de todos los posibles candidatos entre los que podí a haber elegido, Hector fue el que consiguió el puesto.

 

Se convirtió en el confidente de Nora, en el depositario de la informació n sobre su propio crimen, y todos los martes y jueves por la noche, sentado junto a ella en el saló n hasta que acababa la dura clase, sentí a que el cerebro se le desintegraba un poco má s en la cabeza. La vida era un sueñ o febril, descubrió, y la realidad un universo sin fundamento, un mundo hecho de fantasí as y alucinaciones, donde todo lo imaginario se hací a real. ¿ Sabí a é l quié n era Hector Mann? Una noche, Nora le hizo efectivamente esa pregunta. Stegman habí a establecido una nueva teorí a, anunció, y despué s de haber abandonado el asunto dos meses antes, el detective habí a llamado un fin de semana a O’Fallon para pedirle otra oportunidad. Acababa de descubrir que Brigid habí a escrito un artí culo sobre Hector Mann. Once meses despué s, Mann habí a desaparecido, y se preguntaba si era simple coincidencia que la desaparició n de Brigid se hubiera producido en la misma é poca. ¿ Y si habí a una relació n entre aquellos dos asuntos sin resolver? Stegman no estaba en condiciones de prometer resultados, pero al menos ahora tení a algo para trabajar, y con el permiso de O’Fallon deseaba seguir esa pista. Si podí a demostrar que Brigid habí a seguido viendo a Mann despué s de escribir el artí culo, habrí a motivos para ser optimista.

 

No, contestó Hector, nunca habí a oí do hablar de é l.

 

¿ Quié n era aquel Hector Mann? Nora tampoco sabí a mucho acerca de é l. Un actor, explicó ella. Habí a hecho unas comedias mudas algunos añ os atrá s, pero ella no habí a visto ninguna. En la facultad no habí a tenido mucho tiempo para ir al cine. No, convino Hector, é l tampoco iba muy a menudo. Costaba dinero, y una vez habí a leí do en alguna parte que era malo para los ojos. Nora dijo que se acordaba vagamente del caso, pero que lo habí a seguido con atenció n en su momento. Segú n Stegman, Mann llevaba casi dos añ os desaparecido. ¿ Y por qué se habí a marchado?, quiso saber Hector. Nadie sabí a nada, contestó Nora. Simplemente desapareció un dí a, y desde entonces no se habí a vuelto a tener noticias de é l. No parecí a haber muchas esperanzas, observó Hector. Nadie puede estar escondido durante tanto tiempo. Si no lo han encontrado ya, es que a lo mejor está muerto. Sí, probablemente, convino Nora, y Brigid quizá estuviera muerta tambié n. Pero habí a rumores, prosiguió ella, y Stegman iba a comprobarlos. ¿ Qué tipo de rumores?, preguntó Hector. Que quizá haya vuelto a Sudamé rica, contestó Nora. Era de allí. Brasil, Argentina, ya no recordaba de qué paí s, pero era increí ble, ¿ verdad? ¿ Có mo increí ble?, preguntó Hector. Que Hector Mann procediese de la misma parte del mundo que é l. ¿ Qué habí a de raro en eso?, preguntó Hector. Se olvidaba de que Sudamé rica era muy grande. Habí a sudamericanos por todas partes. Sí, ya lo sabí a, insistió Nora, pero, aun así, ¿ no serí a increí ble que Brigid se hubiera ido allí con é l? Só lo con pensarlo se sentí a feliz. Dos hermanas, dos sudamericanos. Brigid en un sitio con el suyo, y ella en otro con el suyo.

 

No habrí a sido tan terrible si ella no le hubiera gustado tanto, si una parte de é l no se hubiera enamorado de ella el primer dí a que la vio. Hector sabí a que le estaba vedada, que incluso contemplar la posibilidad de tocarla habrí a sido un pecado imperdonable, y sin embargo siguió acudiendo a su casa todos los martes y jueves por la noche, muriendo un poco cada vez que ella se sentaba a su lado en el sofá y recostaba su cuerpo de veintidó s añ os en los cojines de terciopelo color vino. Qué fá cil habrí a sido extender el brazo, acariciarle la nuca, cogerla del hombro, volverse hacia ella y besarle las pecas de la cara. Por grotescas que a veces fuesen sus conversaciones (Brigid y Stegman, el deterioro de su padre, la bú squeda de Hector Mann), vencer esos impulsos le resultaba aú n má s difí cil, y tení a que emplear todas sus fuerzas para no pasarse de la raya. Tras dos horas de tormento, muchas veces iba directamente de la clase al rí o, cruzando la ciudad a pie hasta un pequeñ o barrio de casas ruinosas y hoteles de dos pisos donde podí an comprarse mujeres durante veinte minutos o media hora. Era una solució n deprimente, pero no tení a alternativa. Menos de dos añ os antes, las mujeres má s atractivas de Hollywood se peleaban por acostarse con Hector. Ahora é l tení a que pagar por ello en los barrios bajos de Spokane, derrochando el jornal de medio dí a por unos minutos de alivio.



  

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